Capítulo 2 / Mentiras y Rumores



El pequeño apartamento tenía vistas a la enorme «A» de la montaña de Tucson, letra gigante que simbolizaba a la universidad de Arizona y que todos los años pintaban de nuevo los alumnos. La localidad era de casas bajas; sólo en el centro había unos cuantos edificios altos que le daban cierto aspecto de ciudad. Se extendía a lo largo y en todas direcciones, con calles anchas, mucha arena y un calor sofocante. No tenía nada que ver con Bighorn, en Wyoming, el lugar donde la familia de Isabella había vivido durante muchas generaciones.

Recordó la muerte de su madre, un año atrás. Había tenido que regresar a Bighorn para asistir al funeral, y la casa se llenaba de vecinos que se presentaban para dar el pésame o para llevar comida. Su madre había sido una mujer muy querida en la comunidad, y sus amigos enviaron muchos ramos de flores.

El día del funeral resultó ser soleado y bri­llante, de manera que la nieve brillaba con refle­jos plateados. Recordó haber pensado que a su madre le encantaba la primavera. Pero ya no vería ninguna otra. Su corazón, siempre frágil, no había podido resistir por más tiempo; pero al menos había sido una muerte rápida. Había muerto en la cocina, cuando estaba metiendo una tarta en el horno.

El servicio fue breve, pero doloroso. Después, Isabella y su padre regresaron a la casa, que estaba vacía. Jasper Cullen se presentó para dar el pésame en nombre de Carlisle; estaba demasiado enfermo como para hacer el viaje desde Francia para asistir al funeral. De hecho, murió dos semanas más tarde.

Jasper se prestó voluntario para llevar a Alice al aeropuerto, de manera que pudiera tomar el avión que debía llevarla a Arizona. E Isabella notó claramente lo mucho que la afec­taba la presencia de su hermanastro. Incluso un simple trayecto de pocos minutos ponía muy ner­viosa a su amiga.

Tenía aquel día grabado en la memoria.

Recordó que, poco después, su padre tuvo que salir y que ella se quedó guardando la ropa de su madre. Entonces se presentó la señora Clearwater, la vecina de al lado, que estaba ayudándolos. Y le anunció que Edward Masen estaba en la puerta y que deseaba verla.

Había pasado los tres peores días de su exis­tencia, y no se sentía con fuerzas para enfrentarse a él.

—Dile que no tengo nada que hablar con él —declaró con orgullo.

—Supongo que sabe muy bien lo que significa perder a alguien tan querido. Perdió a Rosalie hace pocos años —le recordó.

Isabella sabía que su esposa había muerto. Pero no había enviado ningún ramo de flores ni se había puesto en contacto con él para darle el pésame, porque la defunción había ocurrido tres años después de que se marchara de Bighorn. Un tiempo demasiado corto como para olvidar la amargura de lo sucedido.

—Estoy segura de que comprenderá la situa­ción —insistió Isabella.

La señora Clearwater se marchó y ella continuó con lo que estaba haciendo hasta que la vecina regresó cinco minutos más tarde, con una tarjeta.

—Me ha pedido que te la dé —murmuró—, y que te diga que lo llames si necesitas su ayuda.

Isabella tomó la tarjeta y la rompió sin mirarla siguiera. Después devolvió los trozos a la señora Clearwater antes de continuar guardando la ropa de su madre.

La vecina miró los pedazos y se marchó. Entendía perfectamente su reacción.

Desde la muerte de su madre, Isabella no había vuelto a saber nada de Edward, salvo que había tenido mucho éxito con su rancho. No le interesaba su vida, aunque no se hubiera casa­do de nuevo. El pasado estaba muerto y enterra­do para ella. Pero en cualquier caso, se preguntó por qué razón habría ido a visitarla aquel día. Tal vez porque se sentía culpable. O tal vez por alguna otra cosa. Fuera como fuese, nunca lo sabría.

Isabella miró el contestador y observó que había un mensaje. Pulsó el botón para oírlo. Como temía, su padre sufría de su habitual bron­quitis invernal y el médico no le permitía que subiera a un avión por miedo de que el viaje afectara a sus pulmones. No le apetecía ir en autobús o en tren, de modo que tendría que regresar a casa si quería verlo, o de lo contrario pasarían las navidades solos y separados.

Se dejó caer en el sofá de flores que había comprado en una tienda de muebles de segunda mano y suspiró. No quería regresar a su hogar; de haber podido encontrar una excusa no habría ido, pero no podía dejar que su padre pasara solo las fiestas, estando enfermo. De modo que descolgó el teléfono y reservó una plaza en el siguiente vuelo a Billings, donde estaba el aero­puerto más cercano a Bighorn.

Wyoming estaba muy poco poblado, de mane­ra que había pocos aeropuertos. Edward Masen, un hombre rico que podía permitirse aquellos lujos, había instalado una pista de aterrizaje en su rancho. En Bighorn no había ningún lugar donde pudiera tomar tierra una avioneta, por pequeña que fuera. Isabella sabía que el her­manastro de Alice disponía de un pequeño reac­tor y de un aeródromo como el de Edward en su rancho, pero no quería abusar pidiéndole un favor semejante. Además, debía admitir que se sentía tan intimidada por Jasper Cullen como su amiga. Era un hombre poderoso y de una agresividad muy masculina, parecido en muchos aspectos a su antiguo novio.

Alquiló un vehículo en el aeropuerto de Billings y se dirigió a Bighorn. Acostumbrada a recorrer largos trayectos al volante, en Arizona, el viaje no la preocupaba demasiado.

El paisaje era precioso. Había nieve por todas partes, algo en lo que no había pensado cuando alquiló el coche. Las carreteras estaban despe­jadas, pero temía las posibles placas de hielo que pudiera encontrar. Sin embargo, supuso que se las arreglaría. Pensó que el día anterior, cuan­do llamó a su padre para advertirle de su llegada, tendría que haberle preguntado sobre el tiempo que hacía. Sin embargo, se notaba que estaba enfermo y no quería cansarlo demasiado man­teniendo una larga conversación telefónica. En cualquier caso la estaba esperando, y si tardaba demasiado en llegar, enviaría a alguien para que la buscase.

Miró hacia las blancas montañas y pensó en lo mucho que había echado de menos aquel lugar, un sitio que había sido el hogar de su familia durante muchas generaciones. En las montañas, en los valles, y en los enormes árboles que se alzaban como centinelas sobre arroyos de aguas claras, había mucho de su propia his­toria personal. Los bosques se extendían por todas partes, verdes y majestuosos, tal y como debían alzarse durante la prehistoria. Arizona también tenía montañas y bosques, pero Wyoming era otra cosa. Era su hogar.

El sentimiento de nostalgia se incrementó a medida que se acercaba al pueblo. Precisamente a las afueras de Bighorn, el coche derrapó sobre una placa de hielo y estuvo a punto de acabar en la cuneta, de la que no habría podido salir porque era demasiado profunda.

Contenta por haber podido controlar el auto­móvil, entró en la pequeña localidad. Dejó atrás la iglesia y la oficina de correos y se dirigió hacia la mansión victoriana de su padre, que se encon­traba en una calle ancha, algo alejada del centro. Aparcó en el vado, bajo un algodonero. Le encantaba estar de vuelta en casa por navidad.

Junto a la ventana, había un gran árbol, ador­nado con los mismos objetos que habían uti­lizado durante años e iluminado con multitud de pequeñas luces. Miró uno de los ornamentos, un pequeño ciervo de cristal, y recordó con amar­gura que Edward se lo había regalado cuando se comprometieron, en una navidad muy lejana. Cuando la abandonó pensó en romperlo, pero no fue capaz. Era demasiado bonito, demasiado frágil. Como su antigua y pasada relación.

En aquel instante, su padre apareció en la puerta, vestido con una bata y un pijama. La abrazó con calidez y dijo:

—Me alegro tanto de verte... Me encuentro mucho mejor, pero el maldito médico no dejó que tomara un avión.

—Y tenía razón. Sólo faltaba que te pillaras una pulmonía. Su padre sonrió.

—Supongo que es verdad. ¿Te quedarás hasta nochevieja?

—No, no puedo. Lo siento. Tengo que regresar el día veintiséis —contestó.

No comentó que tenía una cita con el médico porque no quería preocuparlo.

—Bueno, de todas formas estarás una semana. Me temo que no podremos salir demasiado, pero estaremos juntos y nos haremos compañía, ¿no te parece? Jasper dijo que pasaría por aquí alguna noche —añadió de repente—. Acaba de regresar a Europa, porque tiene que asistir a una convención bastante importante.

—Al menos nunca creyó las habladurías sobre su padre y yo.

—Conocía demasiado bien a su padre —de­claró.

—Carlisle era un hombre maravilloso. No me extraña que fuerais amigos durante tanto tiempo.

—Lo echo de menos. Y también a tu madre, que en paz descanse. Fue la persona más impor­tante de mi vida, contigo.

—Y tú eres la persona más importante para mí —dijo ella, sonriendo—. Me alegro mucho de estar en casa.

— ¿Aún te gusta la enseñanza?

—Más que nunca.

—Hay buenas escuelas aquí —observó—. Siem­pre necesitan profesores. Y dos de las profesoras están embarazadas, de modo que tendrán pro­blemas para encontrar sustitutos. ¿No has con­siderado la posibilidad de...?

—Me gusta Tucson —dijo con firmeza.

—Lo dudo. Es por Edward, ¿no es cierto? Ese maldito canalla... ¿Por qué tendría que escuchar a la bruja de Rosalie? De todas formas, pagó un alto precio por su error. Convirtió su vida en un infierno.

Isabella se apresuró a cambiar de conver­sación.

— ¿Quieres un café?

—Supongo que sí. Y no me importaría tomar una sopita. Aún queda un poco
de la que preparó la señora Clearwater.

— ¿Aún vive en la casa de al lado?

—Sí —contestó con una sonrisa—. Y también es viuda. No necesito decirte por qué trajo la sopa.

—La señora Clearwater siempre me ha caído bien—sonrió a su vez—. Era muy buena amiga de mamá, y es como de la familia. Te lo digo por si te habías preguntado lo que pensaría al respecto.

—Sólo ha pasado un año, hija —le recordó con tristeza.

—Mamá te amaba demasiado como para que­rer que estuvieras solo. No le habría gustado que te enterraras en vida.

Su padre se encogió de hombros.

—Estaré solo todo el tiempo que quiera.

—Como prefieras. Voy a cambiarme de ropa. Después te llevaré la sopa y el café.

Minutos más tarde, Isabella salía de su dor­mitorio, con unos vaqueros y un jersey blanco con el cuello de color rojo.

— ¿Qué tal está Alice? —preguntó su padre.

—Bien. Como siempre.

— ¿Por qué no ha venido contigo?

—Porque está demasiado ocupada con sus cuatro novios —contestó, riendo, mientras calen­taba la sopa.

—Jasper no la esperará siempre. 

Isabella lo miró.

— ¿Tú también lo crees? Alice no habla nunca sobre él.

—Bueno, él tampoco habla sobre ella.

— ¿Y qué hay de ese rumor que he oído sobre una hipotética relación con la viuda de Sutherland?

Su padre se sentó en la silla y respiró profundamente.

—La señora Sutherland es una pelirroja exube­rante, toda una devoradora de hombres. Anda detrás de Jasper y de Edward Masen. Y de cual­quier otro hombre con dinero y un rostro más o menos atractivo.

—Ya veo.

— ¿No te acuerdas de ella? Estuvo aquí poco antes de que te marcharas a estudiar a la universidad, pero viajaba mucho con su marido. Creo que era actriz. Desde que su esposo murió» ha pasado mucho tiempo en su casa.

— ¿Qué es lo que hace?

— ¿Te refieres a qué se dedica ahora? —pre­guntó, riendo y haciendo un esfuerzo para no toser—. Vive de las rentas. No tiene que trabajar. Es una mujer afortunada.

—A mí no me gustaría estar sin hacer nada —observó Isabella—. Me gusta la enseñanza. Es algo más que un trabajo.

—Hay muchas mujeres que prefieren que las mantengan sus maridos. O que no están hechas para trabajar.

—Supongo que tienes razón.

Isabella sirvió la sopa y el café que había preparado. Comieron en silencio hasta que, al cabo de un rato, su padre dijo:

—Ojalá estuviera aquí tu madre.

—A mí también me gustaría —sonrió con tristeza.

—Bueno, supongo que debemos dar gracias por lo que tenemos.

—Que es mucho más de lo que tienen bastantes personas.

Su padre sonrió y la miró. Casi podía ver su difunta esposa en el rostro de su hija.

—«Cierto. Me alegro mucho de que pases las navidades conmigo.

—Y yo. Pero ahora, tómate la sopa.

Le sirvió un poco más y pensó que haría lo posible para que Charlie pasara unas navidades muy felices.



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