Una Deuda Por Pasión Final

Primero que todo quiero agradecer a Miri Vale, por recomendarme la historia que me leí en hora y media y apenas me la paso. También agradezco a cada una de ustedes que se toman su tiempo para leer y comentar. Sin más les dejo el final de esta hermosa historia.

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Edward  se hizo el nudo de la corbata mientras en el espejo veía el reflejo de Isabella.

La noche había sido intensa. Incluso después de haber llevado a Renie a su madre para una toma dos horas antes, y tras devolverla a la cuna pensando que iban a poder dormir unas horas, Isabella lo había buscado de nuevo. El último orgasmo casi les había llevado a la muerte.

Al fin se habían dormido, pero Edward  se había despertado, como era su costumbre, a las seis.

No le gustaba la idea de marcharse a trabajar sin despedirse de ella, pero Isabella necesitaba dormir y no podía despertarla. Se puso la chaqueta y se acercó a la cama.

Isabella tenía el rostro contraído en un gesto agónico y sacudía las piernas con fuerza. Asustado, Edward  la agarró por los hombros.

–¡Bella!

–¡Noooo! –gritó ella soltando un manotazo con tal fuerza que le golpeó en la boca.

–¿Qué demonios? –Edward  se llevó una mano al labio, temiendo que estuviera partido.

–¿Te he dado? –Isabella posó una mirada horrorizada sobre su esposo–. ¡Dios mío, lo siento! –en los pálidos labios se seguía adivinando el terror.

–Has sufrido una pesadilla. ¿De qué era?

–¿Qué hora es? –en los ojos de Isabella apareció el reflejo del recuerdo, pero rápidamente lo ocultó–. No me había dado cuenta de lo tarde que era. ¿Ha sonado el despertador?

–¿Bella? –Edward  le retiró los cabellos de la sudorosa frente–. Cuéntamelo.

–No quiero recordarlo. ¿Podrías echarle un vistazo a Renie mientras me doy una ducha rápida?

–Deberías dormir más.

–No me atrevo, por si vuelvo a soñar lo mismo.

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A pesar de la pasión que permanecía intensa entre ellos, Isabella no podía quitarse de encima la sensación de que el hacha estaba a punto de caer sobre su cabeza. De día desechaba sus preocupaciones diciéndose que debía confiar en que su esposo realmente había dejado de sospechar de ella, pero de noche el subconsciente la torturaba sin cesar. Edward  la despertaba de horribles pesadillas al menos una vez cada noche. Unas pesadillas en las que él le arrancaba a Renie de los brazos condenándola al más puro abandono. En otras ocasiones se encontraba en la cárcel o ante la puerta de Edward , empapada por la lluvia y con los dedos agarrotados del frío.

Edward  se mostraba considerado y afectuoso y luego le hacía el amor con tanta dulzura que ella pensaba que iría a morir, pero en cuanto cerraba los ojos volvía a estar sola.

–No sé qué más puedo decir –espetó él una semana más tarde tras una tensa cena.

Estaban en París, la ciudad de los amantes, tomando café. La niñera tenía la noche libre y la asistenta había recogido los platos antes de marcharse a su casa.

–Dime que ha aparecido la pulsera –Isabella se encogió de hombros con melancolía.

La única respuesta fue un tenso silencio. Al final le había contado a Edward  la naturaleza de sus pesadillas, pero no la había ayudado a superarlas. La falta de respuesta fue como una acusación.

–No me gusta estar así –observó ella a la defensiva.

Del fondo de su bolso surgió el sonido del móvil y se levantó para buscarlo.

–Podrías intentar confiar en mí. De eso se trata.

–Y confío en ti –insistió Isabella, aunque su corazón se encogió como si supiera que mentía.

No podía evitarlo. Si Edward  la amara, a lo mejor acabaría por conseguir superar la sensación de que estaba a punto de rechazarla. Pero lo único que sentía por ella era pasión, lujuria.

–Ni siquiera eres capaz de hablar de ello sin aprovechar la primera excusa para irte –señaló él.

–¿Y qué quieres que diga? –Isabella dejó caer el bolso sobre el sofá y se cruzó de brazos–. ¿Debo ignorar el hecho de que no hay más sospechosos? ¿Sufre tu madre pérdidas de memoria? Ninguna, que yo me haya dado cuenta. ¿Podría ser la asistenta? ¿Esa mujer que lleva diez años trabajando para ella? ¡Ah, sí! Ya sé quién es. Es Miranda que recibe una asignación millonaria.

Un destello asomó a los ojos de Edward , pero Isabella ni siquiera intentó interpretarlo, demasiado ocupada haciendo frente a las evidencias que había contra ella.

–Porque no creo que ningún ladrón entrara en una casa equipada con lo último en tecnología para robar una sola pulsera. A no ser que te la llevaras tú, la única otra persona soy yo –se apuntó al pecho–. Estoy dispuesta a confesar solo por terminar ya con el procedimiento judicial.

–¿Hablas de divorcio? –el ambiente se había vuelto gélido–. ¿A ese procedimiento judicial te refieres?

Isabella hundió las uñas en sus brazos. No se refería a eso, pero si se le había ocurrido tan rápidamente significaba que debía estar considerándolo él mismo. El dolor que la invadió ni siquiera tenía nombre, demasiado mortífero y absorbente.

–¿Estoy en lo cierto? –masculló Edward  entre dientes, ignorando el teléfono que volvía a sonar.

–¿Cómo vas a reaccionar cuando la pulsera no aparezca? –preguntó ella con la voz ahogada.

Cuando Isabella al fin se atrevió a mirarlo, Edward  estaba tan cerrado en sí mismo que no era posible llegar a él. Su protector, su apoyo y compañero se había marchado dejando a un salvaje.

El corazón de Isabella se retiró a un rincón helado y se partió en dos.

El teléfono de Edward  dejó de sonar, pero la Tablet de Isabella empezó a vibrar.

–¡Dios mío! –gritó ella–. ¿Bree? –susurró al ver en la pantalla el rostro lloroso de su hermana.

–Es papá. Ha sufrido un infarto. Mamá va con él en la ambulancia. Voy hacia el hospital.

Isabella no fue consciente de perder el equilibrio, solo de que unos fuertes brazos la sujetaron y la sentaron en el sofá. Edward  también agarró la Tablet que se deslizó de sus dedos.

–Isabella estará allí en cuanto pueda organizarlo todo –intervino con voz ronca dando por finalizada la llamada. Intentó tomar las manos de su esposa, pero ella rechazó el contacto.

–Tengo que hacer la maleta –anunció poniéndose de pie de un salto.

–Estás en estado de shock.

–Necesito hacer algo.

–De acuerdo. Reservaré el vuelo –Edward  se pasó una mano por el rostro. Su expresión era extrañamente horrorizada. Quizás estuviera recordando la pérdida de su propio padre.

Sin demorarse un instante, Isabella se dispuso a contar los pañales que iba a necesitar Renie mientras calculaba el tiempo que le llevaría recorrer medio mundo. ¿Llegaría a tiempo?

Volver a llamar a la niñera no tenía sentido. Isabella necesitaba a Edward , a pesar de sus disputas era un pilar en el que apoyarse. Con enorme diligencia reservó un vuelo privado, las metió en una limusina y ajustó el cinturón de seguridad de Renie en el asiento del avión.

–Mándame un mensaje para que sepa que habéis llegado bien –le pidió por último.

–¿No vienes con nosotras? –preguntó ella presa de la angustia.

–No puedo. Tengo que hacer una cosa.

Divorcio. La horrible palabra regresó a su mente. Sin duda era la tan temida expulsión de su vida. Del fondo de su garganta surgió una oleada de bilis. Al menos le quedaba Renie.

Sin decir una palabra, apoyó una mano sobre el cuerpecito de su hija y miró al frente. Después de años buscando dolorosamente el perdón, ya no le importaba lo que pensara de ella. Necesitaba tenerlo a su lado, pero él se había limitado a marcharse.

Y minutos después el avión despegaba.

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Veinticuatro horas más tarde, la única buena noticia era que su padre estaba mejorando.

Su hija, sin embargo, estallaba en llanto en cuanto no la tenía en brazos. Y por si la incomodidad de volver a encontrarse con Kebi sin que estuviera su padre para aplacar el ambiente, no fuera suficiente, su hermana insistió en regresar a la facultad, en la otra punta de Sídney, para estar con su novio, de cuya existencia su madre no sabía nada.

–Así podrás utilizar mi cama –insistió Bree delante de su madre, colocando a Isabella en una situación comprometida. Era su manera de ayudar, ignorante del trasfondo.

Isabella se estaba esforzando por no mostrarse grosera, pero un comentario de su madrastra bastó para devolverla a su infancia llena de críticas.

–Esta niña ya podría sentarse sola si no estuviera tan gorda.

Isabella respondió que era evidente que Renie había heredado el tipo de su madre, algo que para muchos no tenía nada de malo. «Pregúntale a mi marido».

Sintió un profundo ardor en el pecho mientras se preguntaba durante cuánto tiempo iba a poder seguir refiriéndose a él de ese modo.

Edward  la sorprendió llamando al Smartphone.

Consciente de que su madrastra estaba escuchando, Isabella lamentó haber cancelado la línea Wi―Fi que con tanto sacrificio había pagado mes a mes para poder hablar con su hermana y su padre siempre que quisiera. «Bree se ha marchado a la universidad ¿para qué la necesitamos?».

La pantalla del móvil era un pobre sustituto de la Tablet y la llamada iba a costar una fortuna. Edward  captó enseguida el ceño fruncido y la miró con severidad. Su relación se iba a pique.

Estaba en su despacho de Nueva York y al fondo se divisaba el cielo gris. En un tenso murmullo apenas audible, Isabella le informó del estado de su padre.

Se sentía abrumada por las emociones y no sabía qué decir, consciente de los oídos curiosos y críticas que la acechaban.

–¿Te quedarás allí hasta que le den el alta? –más que una pregunta fue una suposición.

–Sí, yo… –el ambiente se volvió gélido a medida que Kebi comprendía que iba a tener que soportar a unos invitados indeseados durante un tiempo ilimitado–. Tengo muchas cosas en las que pensar. Te llamaré en cuanto sepa lo que voy a hacer.

–De acuerdo –Edward  resultaba casi tan amistoso como Kebi.

Colgando la llamada, Isabella se esforzó al máximo por no dejar traslucir la miseria y sensación de fracaso que sentía. Apenas durmió, pero cuando despertó tenía las ideas más claras.

Ya no era la hijastra indeseada. Quizás su matrimonio fuera un desastre, pero seguía siendo una mujer con recursos y habilidades. Tras visitar a su padre en el hospital y fotografiarle con su nieta en brazos, llamó a un agente de la propiedad.

Empezaría de nuevo en un lugar que no le recordara a Edward. Una hora más tarde estaba visitando un edificio remodelado.

–¿Estará disponible de inmediato? –preguntó ella, agradecida por las ventajas que le proporcionaba el apellido de su esposo.

–En cuanto esté aprobado el crédito, con suerte esta misma tarde –le informó el agente.

El dinero sería un problema. Dudaba mucho que Edward  siguiera pagándole la pensión si estaban separados, pero no había mencionado al agente que su matrimonio estaba a punto de romperse. Como aval ofreció su piso de Londres, que estaba exclusivamente a su nombre. Tendría que volver a las transcripciones hasta encontrar un trabajo decente, pero Edward  había asegurado que tenía madera de ejecutivo. No iba a ser un camino de rosas, pero vivir con Kebi y con su padre no era ninguna opción, como no lo era tampoco regresar con su esposo.

Necesitaba disponer de su propio espacio. El corazón se le estaba partiendo en pedazos. Siempre había sabido que no duraría mucho, pero necesitaba un tiempo a solas para hacerse a la idea.

Tras la primera noche en su apartamento nuevo, Isabella y Renie se levantaron temprano y fueron de visita al hospital. De camino a su casa hizo la compra y luego invitó a Kebi a visitar la casa nueva. Se había inventado una historia según la cual Edward  quería que tuvieran un apartamento para sus visitas a Australia. Aún no se sentía capaz de anunciar el inminente divorcio. Kebi llegó acompañada de muestras de pintura y un montón de ideas para decoración.

–Está recién pintado –protestó Isabella.

–Este tono rojo oscuro es demasiado fuerte para un bebé. Mira este cáscara de huevo. La ayudará a estar más tranquila. Contrata a los pintores para que vengan cuando hayas regresado a Londres. Estará todo terminado para vuestra siguiente visita.

Lo malo era que no iba a regresar a Londres.

Una llamada a la puerta liberó a Isabella de tener que dar explicaciones. Esperaba al conserje para terminar de tratar algunos asuntos. Aprovecharía la excusa para que Kebi se marchara.

–¡Oh! –el corazón se le paralizó en el pecho al ver a Edward.

Su esposo la miraba con los ojos entornados y expresión malhumorada. La mirada, no obstante, se deslizó por todo su cuerpo.

–No te esperaba –lo saludó ella.

–¿En serio? –Edward  se abrió paso al pequeño apartamento, repasando las paredes desnudas, el mobiliario pasado de moda, y a una mujer que intentaba meter un chupete en la boca de su hija.

Kebi se detuvo en su acción, como solía hacer la gente al verse confrontada con la autoritaria presencia de ese hombre.

–¿Cómo está mi gatita? –asintió hacia la mujer antes de posar una mano sobre la barriguita del bebé.

Renie pataleó contenta riendo con su boca desdentada al reconocer a su padre.

–Yo también te he echado de menos –continuó él mientras echaba otra ojeada a su alrededor.

A Isabella no le pasó desapercibido que no había habido ternura ni apodo cariñoso para ella.

–Tú debes ser el padre –saludó altivamente Kebi.

–Es mi marido, sí –se apresuró a aclarar Isabella–. Edward , te presento a mi madrastra, Kebi.

–Encantado de conocerte –saludó él–. ¿Te importaría cuidar de Renie mientras Isabella y yo hablamos en privado?

Un nudo se formó en el estómago de Isabella. Casi oía la voz de Kebi. «Te he dicho que a los hombres les gusta tomar esta clase de decisiones». Sin embargo, la opinión de Kebi era el menor de sus problemas. En el fondo sabía que Edward  jamás le entregaría a Renie sin más.

–No puedo sacarla de paseo con este calor –Kebi empezó a protestar, pero Edward  la silenció agitando una mano en el aire.

–Estaremos arriba –su tono era tan autoritario que ni siquiera Kebi se atrevió a discutir.

Isabella lo acompañó hasta el ascensor y observó nerviosamente cómo pulsaba el botón del ático.

–No comprendo…

–Tu agente llamó para liquidar tus finanzas y cinco minutos después estaba intentando venderme el ático. Me pareció la manera más sencilla de acceder al edificio en caso de que me negaras la entrada, de modo que le pedí los códigos y le prometí echar un vistazo al apartamento.

–¿Cómo no iba a dejarte entrar? –a Isabella le flaquearon las rodillas–. Nuestra relación es amistosa.

–¿En serio? –preguntó él en tono sarcástico.

Tras marcar un código en el panel de seguridad, entraron en el ático a medio renovar.

–No puedo vivir con Kebi –balbuceó Isabella–. He intentado explicarte que ella y yo…

–Lo comprendo –contestó él con severidad–, pero podrías haberte instalado en un hotel.

–Eso habría resultado muy caro –ella desvió la mirada.

–Y no estabas dispuesta a pedirme que corriera con los gastos ¿a que no?

Isabella sintió que se le cerraba la garganta y no se atrevió a mirarlo a la cara.

–Además sería demasiado temporal –insistió él en un tono gélido–. Porque tu idea era quedarte aquí, no regresar conmigo.

–Comprendo que parezca que he elegido el lugar más alejado de Londres, pero aquí es donde está mi familia, Edward  –necesitaba algo, necesitaba a alguien, un lugar que no significara nada para ellos.

–Lo comprendo –Edward  soltó una carcajada–. Puedes huir tan lejos de Londres como quieras. Yo te seguiré. Si insistes en vivir en el apartamento que acabas de comprar, yo viviré aquí.

Isabella parpadeó perpleja. «Yo te seguiré». En realidad a quien seguía era a Renie.

Debería sentirse aliviada porque no hubiera llegado con un montón de amenazas sobre quitarle a la niña, pero solo podía pensar en lo celosa que estaba de la habilidad de su hija para conseguir el amor eterno e incondicional de ese hombre.

Quizás ella sí fuera lo bastante egoísta como para separar al bebé de su padre, pero él era incapaz de separar a una madre de su hija.

Isabella se frotó el entrecejo mientras él caminaba por el vacío apartamento, sus pisadas sonando huecas y vacías, igual que se sentía ella. El anuncio de Edward  de que iba a vivir allí le provocaba a la vez placer y dolor, pero había tenido un bebé con ese hombre y sus vidas habían quedado unidas para siempre. Jamás le iba a permitir distanciarse de él. Vagarían en círculos, como dos planetas del mismo sistema solar que nunca se tocan.

–Cada neurona de mi cerebro me dice que no tengo derecho a impedirte que me abandones, pero la idea de dejarte marchar me pone enfermo.

A Isabella el corazón le falló un latido, pero reprimió cualquier sentimiento de alegría. Lo que le preocupaba a Edward  era perder a Renie, y quizás a una apasionada compañera de cama que le organizaba escrupulosamente la agenda.

–Yo…

Había estado demasiado centrada en su propia angustia para fijarse en el aspecto de su esposo. Si había dormido desde París, no podía haber sido gran cosa. Parecía haber envejecido.

–Miranda tenía la pulsera –soltó él como si las palabras le quemaran en la garganta–. Fui a Nueva York a hablar con ella. Al sugerirme su nombre en París, comprendí de inmediato que era perfectamente capaz de hacer algo así. Se la tomó prestada a mi madre para una noche y luego se olvidó de devolverla –concluyó tras añadir que su hermana era una cabeza de chorlito.

Isabella dio un respingo, feliz por haber resuelto el asunto aunque, en el esquema general de las cosas ¿qué había cambiado? Edward  ya le había dicho que no creía que hubiera sido ella, pero había viajado hasta Nueva York para confirmarlo. Y eso dolía.

–Se acabaron las pesadillas ¿de acuerdo? –sugirió él secamente–. Asunto resuelto. Ya no corres peligro de ir a la cárcel. Jamás permitiré que nadie te arreste. ¿Me has entendido, Isabella? Esa amenaza ha desaparecido de tu vida. Para siempre.

El tono implacable y el modo en que intentaba imponer su voluntad sobre ella resultaban tan encantadoramente familiares que Isabella sintió ganas de llorar. Encogiéndose de hombros fingió asentimiento. ¿Qué sabía ese hombre? Se despertaba llorando por las mañanas porque la cama estaba vacía a su lado. Edward  quería vivir separado de ella. Apenas podía soportar quedarse allí, absorbiendo su cercanía, sabiendo que no volverían a estar cerca nunca más.

–Te he causado mucho dolor ¿verdad? ¿Y por qué? Pues porque tenía miedo de sentir.

Edward  se golpeó el pecho con un puño, sobresaltando a Isabella. El desgarro en su voz la paralizó.

–Tenías razón cuando dijiste que buscaba por todos los medios no sentirme afectado por ti. Tus pesadillas son mi castigo. Dime que se han acabado, Bella, porque son mucho más de lo que puedo soportar. Todas las noches me enfrento al cruel e insensible bastardo que fui contigo. Cuando pienso en lo que iba a hacer cuando tú estabas matándote para que nuestra hija…

–No lo hagas –lo interrumpió ella avanzando hacia él, angustiada por lo atormentado que parecía. Su remordimiento era demasiado intenso para poderlo soportar.

–Fue mucho peor estar separado de ti, no despertar a tu lado –continuó él afligido y en un tono de voz que evidenciaba un alma moribunda–. Te dejé en el avión porque quería resolver el misterio para que pudieras dormir plácidamente de nuevo. Estaba preparando el viaje cuando tu maldito agente llamó y supe que no tenías intención de volver a compartir tu cama conmigo.

–Tampoco fueron tan malas las pesadillas…

–¡No intentes suavizar lo que te hice! –exclamó él, sobresaltándola de nuevo–. Maldita sea ¿es que nunca piensas en ti misma? Esa generosidad tuya es precisamente lo que me conmueve y hace que seas necesaria en mi vida cada segundo del día –extendió las manos en gesto de súplica–. Siempre he sido consciente de ello, pero nunca lo he valorado como debería. Ese fue el motivo por el que arriesgaste tu empleo. Por ayudar a tu hermana. Debería haber sabido que jamás harías algo así por motivos personales. No necesitaba protegerme de ti, sino al contrario –su rostro se contrajo–. No permitas que tu generoso corazón me perdone. No me lo merezco. Oblígame a vivir a seis plantas de ti y a sufrir como un alma en el purgatorio.

–No puedo –ella empezó a temblar, tan confusa que solo podía balbucear–. Quiero vivir contigo. Fuiste tú quien sugirió la palabra «divorcio». Tú quien me subió a un avión y me envió lejos. Las pesadillas son sobre ti que no me amas y yo, que te amo tanto que no lo puedo soportar –Isabella tuvo que enterrar el rostro entre las manos. Estaba revelando demasiado.

Unas fuertes manos le agarraron los brazos y se vio empujada contra el pecho de Edward. El desgarrado gemido de su esposo vibró en su interior mientras la abrazaba con tal fuerza que temió por su integridad. De sus labios escapó un suspiro de alivio.

–Te amo, Bella. Casi me muero sin ti y solo podía pensar en que así debía sentirse mi padre, en lo profundo que debía haber sido su dolor por no poder tener a la mujer que amaba. En mi caso es aún peor porque la tenía y lo estropeé todo…

–No, no lo hiciste –lo interrumpió ella, besando el rostro sin afeitar.

Edward  abrió la boca sobre la de ella con un ansioso gemido. La vieja química estalló, pero había mucho más. Se besaron con ardiente pasión, abrazándose con fuerza, frotándose el uno contra el otro para incrementar la sensual fricción.

Tomándole el rostro con las manos ahuecadas, Edward  echó la cabeza hacia atrás.

–No voy a tomarte sobre un maldito suelo de cemento ante la vista de cualquiera que entre.

El rellano de la escalera llamó su atención y durante un segundo lo consideró.

Tentado hasta límites insospechados, la abrazó con más fuerza y se recordó la increíble suerte que tenía ante esa segunda oportunidad. Y no iba a volver a fastidiarla.

–No te merezco –le besó la frente–. Déjame intentar hacer lo correcto, no repetir lo de Oxshott.

Isabella bajó la vista y Edward  temió que lo hubiera interpretado como un rechazo, a pesar de que siguiera acariciándola, llenándose las manos con su realidad.

–Me gustó Oxshott –murmuró él retirándole los cabellos del rostro y mirándola a los ojos, conmovido y perplejo ante la idea de que esa mujer pudiera amarlo–. Te amo –insistió.

–No hace falta que lo digas si no es cierto –una sombra cruzó el rostro de Isabella–. Seguiré deseando estar contigo.

–No es una elección consciente, Bella –bufó él. Al recordar con cuánto ahínco había luchado contra ese sentimiento, se estremeció.

–Pero no eres feliz –Isabella se mordió el labio para evitar que temblara.

–No ha sido un viaje tranquilo, pero ahora mismo no podría ser más feliz.

Ella frunció los labios y apretó las caderas contra la erección. Su expresión revelaba que no acababa de convencerse de lo que le decía Edward.

Edward  le tomó el rostro entre las manos y la obligó a mirarlo a los ojos. Aquello era demasiado importante. Vio dudas y una vulnerabilidad que ella intentaba ocultar tras la seductora sonrisa.

–Siento tal deseo de hacerte el amor que apenas puedo respirar –un agradable escalofrío lo inundó–. Abrazarte y acariciarte es la experiencia más increíble de mi vida –la acarició casi convulsivamente–. Estaba muerto de miedo, Bella. No sabía cómo convencerte para que me dieras una segunda oportunidad.

–Te he amado casi desde el instante en que nos conocimos –Isabella agachó la cabeza–. Eres el único hombre con el que deseo estar.

Leal hasta la muerte y emocionalmente valiente. Edward  no sería más que un cobarde solitario si no siguiera su ejemplo.

–Y tú eres la única mujer con la que me imagino pasar el resto de mi vida. Me crees, ¿verdad?

–Por supuesto –ella sonrió traviesamente–. Tengo a Renie.

–No bromees –Edward  se apartó y esperó a que ella levantara la vista–. Lo digo en serio. Quiero pasar mi vida contigo. Quiero casarme contigo, en una boda como debe ser. Tu padre puede…

Isabella sacudió la cabeza.

–¿Por qué no? –preguntó él–. ¿Es porque no quieres ser el centro de atención? –era la única excusa que creía posible y jamás la forzaría a hacer algo que la incomodara.

–Esos sueños románticos no eran más que las fantasías de una cría –Isabella los desechó con un gesto de la mano mientras se soltaba del abrazo–. He crecido y tengo las ideas claras. No necesito gestos vacíos porque tú te sientas culpable. Estoy bien. Estamos bien –la sonrisa era dulce y preciosa, aunque era evidente que intentaba ocultar una profunda inseguridad.

–Sigues sin confiar en mí –la acusó él dulcemente.

–Claro que confío en ti.

–No crees que mis sentimientos hacia ti puedan ser tan fuertes como los tuyos hacia mí –Edward  se sentía insultado, pero ese no era el problema. El problema era la frágil autoestima que tantas veces había dañado.

–Yo… –¿qué podía decir? Era cierto–. Sé que a partir de ahora todo irá mejor.

Dando la conversación por terminada, regresaron junto a Renie antes de pasar por el hospital para que Edward  conociera al padre de Isabella. Para cuando se metieron en la cama por la noche, Isabella estaba convencida de que su relación iba camino de ser una unión sólida. Edward  le hizo el amor con la misa dulzura de siempre y la mantuvo toda la noche abrazada.

Edward  enseguida tomó el mando, comprobando si la casa de Kebi necesitaba algún arreglo para cuando el padre de Isabella regresara. También tuvo una charla sobre finanzas con su suegro.

–No hieras su orgullo –le había suplicado Isabella antes de partir hacia el hospital.

–Quiero que sepa que tiene una alternativa. Yo cuido de mi familia –había contestado él.

Por primera vez en mucho tiempo, Isabella empezó a sentir que tenía una familia. Con renovada confianza en su papel de madre y esposa, intentó disfrutar del tiempo con su padre y hermana. Kebi se convirtió en alguien que dejó de preocuparla, sobre todo tras hablar con su padre.

–Cuando tu madre murió, te veía crecer tan deprisa, intentando hacerte cargo de todas las responsabilidades, que me casé con la primera mujer que dio muestras de aceptarme, con la esperanza de devolverte tu infancia. Vosotras dos nunca os habéis llevado bien. Tú eras muy independiente y Kebi no supo qué hacer contigo. Al mudarnos a Australia, no pensé que fueras a echarnos de menos, ni que fuera a pasar tanto tiempo antes de que pudiésemos vernos otra vez. Parecías feliz con tu trabajo, tus viajes…

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–¿Me hago cargo de todo siempre? –sorprendida ante la descripción de ella hecha por su padre, lo consultó con Edward  más tarde.

–Te has hecho cargo de las obras de renovación del ático.

–Me dijiste que… –Isabella se interrumpió ante la carcajada de su esposo.

–Eres inteligente y muy buena en todo lo que haces –él la abrazó mientras la contemplaba con admiración–. Eso puede que incomode a algunos hombres, pero yo necesito que mi esposa posea esa fuerza interior. Me tranquiliza saber que no vas a rendirte y abandonarme.

–Eso jamás –le prometió ella.

Lo cierto era que cada día se sentía más necesaria para él. Edward  cambió el acceso a todas sus cuentas bancarias para que estuvieran a disposición de ambos y ella se ocupaba de comprobar las finanzas regularmente.

Quizás al final iban a lograrlo.

Una semana más tarde su padre estaba prácticamente recuperado y la visita a Australia llegaba a su fin. Iban a conservar el ático para futuros viajes, al menos dos por año. Las aguas parecían volver a su cauce y si oírle decirle que la amaba le hacía sentirse algo pensativa, se decía que debía estar agradecida de que al menos fuera capaz de pronunciar esas palabras.

El día antes de su marcha, Isabella despertó tarde. Edward  había empleado su truco favorito y se había llevado el monitor y al bebé, pero dada la pasión desplegada la noche anterior, agradeció haber podido dormir un poco más. El cuerpo aún le dolía de una manera muy sensual, aunque no podía evitar inquietarse ante la casi frenética obsesión de Edward  por el contacto físico.

¿Sucedía algo malo? Isabella decidió ir en su busca.

El apartamento era pequeño de modo que no tardó en encontrarlo en el salón inundado de sol y decorado con las flores que le había comprado el día anterior y que llenaban tres jarrones.

–Buenos días –Edward  entraba por la puerta con una bolsa azul en la mano.

¿Ese tono de voz era más serio de lo habitual? Isabella sintió que se le encogía el estómago.

–Buenos días. ¿Dónde está Renie? –preguntó ella–. ¿Qué llevas ahí?

–Bree se la ha llevado arriba.

–¿Al ático? ¿Por qué? Pensaba que íbamos a comer todos juntos…

Ante la seriedad con que Edward  se acercaba a ella, sintió una nueva oleada de ansiedad. Repasó el atractivo aspecto de su marido, al que se había añadido un nuevo corte de pelo. Él mismo se había ocupado de ello sin que ella tuviera que reservarle cita.

En realidad, últimamente se habían producido muchos pequeños detalles que indicaban que algo pasaba, que le estaba ocultando algo.

Edward  le tomó las manos entre las suyas, pero Isabella casi las apartó, de repente muy preocupada, aunque no sabía por qué.

«No lo hagas», se dijo a sí misma, obligándose a confiar en él.

Edward  frunció el ceño al sentir las manos heladas de Isabella. Una repentina emoción pareció sobrecogerlo. Apretaba los labios con fuerza y parecía tener que esforzarse por mirarla a los ojos. Y cuando al fin lo hizo, ella casi se sintió desfallecer.

Fuera lo que fuera, lo que sucedía era muy grande, y muy malo.

–¿Qué sucede? –susurró ella.

–Eres tan hermosa –contestó Edward  como si le doliera.

Isabella sacudió la cabeza. No era cierto. Llevaba puesta una bata con una mancha de café del día anterior y los ojos seguían emborronados con el maquillaje de la noche, los labios secos…

«Para», se ordenó a sí misma. Si ese hombre la encontraba hermosa, debía creer que así lo era para él. Pero le resultaba muy difícil ante la dubitativa mirada que le dirigía.

–¿Edward ? –insistió.

–No intento ocultarte nada, Bella. Es que estoy muy nervioso. Yo… bueno no tengo nada que decir salvo que… –la soltó y dio un paso atrás.

Isabella apretó los puños y los hundió en el estómago en un intento de aplastar las serpientes que se retorcían en su interior.

Para su mayor espanto, Edward  sacó algo del bolsillo y cayó sobre una rodilla. Con el anillo sujeto entre el índice y el pulgar, se declaró.

–¿Quieres casarte conmigo?

Destellos de luz se desprendían del diamante. El momento quedaría grabado en su mente para siempre: el sonido de la música que surgía del equipo de música, el aroma de las flores, el amor puro reflejado en el rostro de Edward , el deseo, la admiración.

–Ya estamos casados –contestó ella al fin.

–Quiero casarme contigo debidamente. Todo el mundo nos espera arriba.

Ella abrió los ojos desmesuradamente.

–Ya sé que no deseabas esto –continuó él con voz grave–, pero necesito saber que deseas estar casada conmigo tanto como yo disfruto estando casado contigo. He hablado con tu padre, se lo he contado todo y le he pedido tu mano.

–¿Qué? –exclamó Isabella. Su corazón intentó saltar del pecho. Se sentía conmovida y asustada.

–Se tomó su tiempo para decidir, y no le culpo –Edward  hundió los hombros–. Si pudiera volver atrás y cambiarlo todo… pero no puedo. Sé que crees que me casé contigo para no sentirme culpable, pero no fue así. Aunque, desde luego, me sentiría mucho mejor si aceptaras casarte conmigo a pesar de todo lo que te he hecho.

El remordimiento que reflejaba su mirada era demasiado doloroso para afrontarlo.

–No hagas eso –murmuró Isabella acercándose a él y cubriéndole las orejas con las manos.

–Tú conseguirías que funcionara hasta la relación más imposible, Bella, con tal de permanecer junto a tus seres queridos –Edward  la abrazó con fuerza–. Eres capaz de darme el sí por no defraudarme, pero no puedo soportar que pienses que mi amor por ti es imposible, que lo que siento por ti no es real.

–Yo…

–Te amo. Y no pretendo regalarte los oídos, aunque me encanta la idea de hacer realidad tus sueños. Lo que te pido es que te cases conmigo como es debido, no por Renie, sino porque nos amamos. Si no lo deseas, si no crees que ambos seamos capaces de implicarnos en igual medida en esta relación, no aceptes.

En algo tenía Edward  razón, Isabella no soportaba herirle o humillarle con un rechazo.

–No te cases conmigo por pena o por obligación. Pero, Bella, piénsatelo. ¿Cómo iba yo a someterme a esto si no intentara demostrarte algo? Algo muy importante.

–Tú no tienes que demostrarme nada. Yo debería creerte sin más, confiar en ti –contestó ella cada vez con más reparos–. Es lo que siempre he deseado, poder tener fe en mis sentimientos e intenciones hacia ti –apretó los labios con fuerza–. Lo siento mucho.

–Sin rencores, Bella –Edward  le acarició la mejilla–. Empecemos de nuevo.

–Te amo –ella asintió y permitió que él la abrazara con más fuerza–. Me cuesta creer que sientas lo mismo por mí. Tú te mereces ser amado como yo te amo, pero yo no soy nada más que yo.

–Si tú te vieras como te veo yo, como te vemos todos. Eres una mujer increíble, Bella. Fuerte y a la vez bondadosa y me siento orgulloso de tenerte por esposa. Quiero que todo el mundo sepa lo mucho que significas para mí.

Para un hombre de naturaleza tan circunspecta, la confesión era muy importante. A Isabella no se le ocurría ninguna razón para arriesgarse tanto, salvo que la amara de verdad.

Se sentía tan conmovida que solo pudo abrazarse a Edward  con fuerza.

–¿Lo harás? –él le besó los cabellos–. ¿Te casarás conmigo?

–Por supuesto –ella asintió–. Te amo, Edward. Te amo. Te amo.

–Y esta vez ponte el anillo –gruñó él mientras se lo colocaba en el dedo. Era un anillo de diamantes, pero ninguno sobresalía, de modo que no podría engancharse en la ropa del bebé ni arañarle la delicada piel.

Ella dio un respingo al ver la joya.

–Quizás me haya excedido un poco al intentar compensarte.

–¿Tú crees? –Isabella soltó una carcajada y lo miró a los ojos–. No sé cómo manejar tanta felicidad. Para mí significa mucho.

La emoción no emanaba de la proposición de matrimonio sino de saberse amada. Entre un mar de lágrimas vio a Edward  agacharse para besarla con dulzura en los labios.

–Bree me ayudó con todo. Espero que el día de nuestra boda sea todo lo que hayas deseado.

Fue mucho mejor que cualquier cosa que se hubiera atrevido a desear, pero lo que más le había conmovido eran los pequeños detalles que convirtieron la ceremonia en algo perfecto. Bree le había comprado un vestido de seda y satén con una pequeña cola. La propia Isabella se peinó y maquilló antes de pedirle ayuda con el velo. Kebi le prestó un broche azul que pertenecía a su familia desde hacía generaciones y su padre se reunió con ella en el ascensor, algo débil, pero muy orgulloso.

Al ver a su hija sentada en las rodillas de Ángela, y vestida con un vestidito de flores, Isabella estuvo a punto de trastabillarse. También estaban la madre de Edward  y su hermanastra, y algunos de los socios de la empresa.

Impecablemente vestido, Edward  se volvió hacia ella con la adoración reflejada en la mirada. Incapaz de articular palabra, Isabella supo sin lugar a dudas que ese hombre la amaba. A ella.

Y tenían toda una vida por delante.

Edward  retiró el velo y ella lo miró con la misma devoción. Un tierno beso selló los votos formulados.

Historia Original
Pasión y Castigo de Dani Collins





11 comentarios:

  1. O XD lo ameeeeeeee gracias una estupenda historia gracias por tomarte el tiempo de adaptarlo con mía personajes favoritos gracias mi linda y siempre a la espera de tus nuevas y historias y adaptaciones graciassssssssssss graciassssssssssss graciassssssssssss

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  2. Que lindooo!! Me encantó! Gracias por compartirlo con nosotras. Saludos.

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  3. Gracias completamente enamorada del la historia

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  4. Fabulosa! Gracias por compartir tan linda historia y por el tiempo que te tomes para adaptar!
    ��

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  5. Hermosa historia gracias por darnos esta bella historia q leer y adaptarla en tu tiempo

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  6. Wow y el León se enamoro d la oveja OMG tan lindos al final Bella s gano el corazón de Edward q al n q no lo quería aceptar se moría x esta mujer su mujer ahora son una hermosa familia llena de amor gracias 😘❤💗❤💗😘😍😜😛😉 nos leemos

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  7. Que lindo final!!!! Me encantó la historia, hubo veces en que quise matar a Edward jajaja, pero al final.pudieron arreglar todo.
    Muchas gracias!!!

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  8. Que hermoso final!!!! es demasiado lindo que puedan estar de esta forma, que por fin se hayan declarado lo que sienten, y que a pesar de todo, puedan ser la familia que necesitan!!!!
    Muchas gracias por esta adaptación... es hermosa!!!!
    Besos gigantes!!!!
    XOXO

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  9. Muchas gracias por el capítulo y por la historia, me ha gustado mucho

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  10. Muchas gracias por la historia me gustó mucho

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