—Quiero que seas feliz conmigo, agapi mou —como si eso fuera lo que más le importaba en el mundo.
Pero cuando la chica alzó la cara para confesarle su amor y comprometerse para siempre con él, se percató de que otra vez sus ojos brillaban con deseo. Con un gruñido sensual, Edward la alzó en brazos y volvió con ella a la cama. Y en ese momento, Bella nunca más pensó en decirle palabras de amor. Los sentimientos de Edward eran demasiado claros.
Sólo era deseo físico y nada más.
La deseaba, todo el tiempo, en cualquier momento, y su ansia no parecía dar muestras de disminuir conforme transcurrieron los días. Por el contrario, Edward se tornaba posesivo y celoso con cada sonrisa de Bella, con cada momento de su tiempo, hasta que ella empezó a aguijonearlo con ello.
Entonces llegó el día en que todo llegó al límite. Bella supuso que eso debía pasar cuando un hombre como Edward Cullen estaba junto a una mujer que acababa de descubrir el poder de su propia sexualidad y lo aguijoneaba sin piedad, embriagada con las pequeñas victorias que podía lograr contra Edward con una mirada o cierta palabra provocativa. Eso consolaba un poco el corazón de Bella, quien no podía dejar de portarse como una sirena cuando eso provocaba resultados tan excitantes.
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