Arreglo de Boda 8

Bella estaba frente al espejo de la coqueta, en su dormitorio. El banco en el que se sentaba estaba forrado con una tela antigua de satén y el espejo tenía tres lunas.

Y cada una de ellas reflejaba su miedo.

Quizá Edward no quería saber algunas de las cosas que le había contado por la mañana. Quizá tampoco le había gustado lo que le dijo el doctor Cullen. Mientras ella hablaba con Alice y le aseguraba que todo iba bien, quizá Edward había empezado a alejarse de ella.

¿No la había dejado sola toda la tarde? ¿No se había quedado en el campo durante horas con la excusa de vigilar al ganado?

Dejando el cepillo plateado sobre la coqueta, volvió a mirarse en el espejo. No quería volver a dormir sola aquella noche.

¿Por qué se lo había dicho? ¿Por qué le había contado eso? Bella se miró, sin verse. Se había bañado y llevaba el albornoz rosa.

No se pondría el camisón blanco aquella noche. Imaginaba que no habría necesidad. Si Edward no la había querido antes, no la querría después de saber tantas cosas sobre su enfermedad.

Había cosas duras. Lo que pasó aquel día, lo que le había contado a Edward, era una de ellas. Nunca se lo había contado a nadie. Ni siquiera a su madre. Entonces solo tenía quince años y estaba asustada. ¿Por qué se lo había contado a Edward?

Porque se sentía tan tranquila, tan cómoda sentada sobre sus rodillas que la historia había escapado de sus labios.

—Un día fui al campo con Bud —había empezado, escuchando su voz como si fuera la de otra persona, viéndose a sí misma sobre el caballo, sin silla—. Tenía quince años. Le había llevado la comida a mi padre y a la vuelta… —Bella se detuvo, recordando el sol, la hierba, el halcón que había visto sobre las colinas—. A la vuelta, tomé el camino de Mile High porque unos días antes había visto un cervatillo y quería volver a verlo.

No lo miraba y por eso le había resultado más fácil contarle la historia.

—Entonces, vi un camión por la carretera. Era un camión viejo que echaba humo e intenté apartarme del camino, pero prácticamente se nos echó encima. Bud se puso nervioso y me tiró a la cuneta. Me levanté y fui tras él, pero el pobre estaba tan nervioso que corría hacia la casa. Entonces, los oí detrás de mí. Eran dos hermanos nuevos en Forksdown y mis padres me habían dicho que eran mala gente.

Igual que aquella mañana, Bella sintió las lágrimas corriendo por sus mejillas; lágrimas de dolor y humillación.

—Habían estado bebiendo y se acercaron, tambaleándose. Yo tenía mucho miedo. Se rieron de mí. Me dijeron: tú eres Bella Swan, ¿verdad? Nos han hablado de ti. Tú eres la que tiene ataques y le sale espuma por la boca. Pero eres muy mona, Bella. ¿Qué tienes debajo de la camisa? ¿Qué tal si pasas un rato con nosotros?

Incluso entonces, la humillación la ponía enferma. Pero mientras se lo contaba a Edward, la fuerza de los brazos del hombre la ayudaba a ponerlo todo en pasado, a sentirse protegida.

—¿Te hicieron daño? —había preguntado él, con voz fría y metálica.

—No me tocaron. Solo querían asustarme y lo consiguieron. Tenía tanto miedo que me dio un ataque. Cuando me recuperé, estaba sola en la carretera. Me dejaron allí, como si fuera…

No lo dijo, pero Edward sabía cómo se sentía. Como un animal desprotegido. Como algo repugnante. Indignado, tuvo que hacer un esfuerzo para controlar su furia.

—Pero creo que yo los asusté más.

Cuando lo miró, en sus ojos vio rabia, compasión y algo más. No lo había entendido entonces, pero lo entendía en aquel momento.

Edward no estaba allí. Eso era todo lo que debía entender.

Entonces escuchó el sonido de unos pasos y su corazón dio un vuelco.

Sabía que Edward estaba en la puerta, pero no quería mirarlo, no sabía qué decir.

Por fin, reunió valor y levantó la cabeza.

Y su corazón empezó a latir con violencia.

Se había duchado, evidentemente en el primer piso porque no había oído el grifo del baño. Como la noche que volvió de casa de los Clearwater, tenía el pelo mojado. Debería estar acostumbrada a verlo así, pero no lo estaba. No estaba acostumbrada a verlo con el pelo mojado, la camisa fuera del pantalón, el vello oscuro de su pecho desapareciendo bajo la cinturilla del vaquero.

Y cuando por fin miró sus ojos, estaban encendidos como dos carbones.

«Te está mirando», le había dicho Alice.

Y la estaba mirando. Como la miró la noche anterior, en el porche.

«¿Que si te deseo?», escuchó de nuevo la voz de su marido. «Te he deseado siempre».

Sus reservas olvidadas, Bella mantuvo la mirada del hombre. Y sonrió.

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Aquella sonrisa le rompía el corazón. Estaba llena de amor, llena de confianza. Un amor y una confianza que no creía merecer pero que nunca traicionaría.

Bella tenía razones para sentirse confusa e insegura. Y, sin embargo, estaba sonriendo. Esperándolo.

La deseaba tanto en aquel instante que pensó que iba a explotar. No querría oírlo pero en aquel momento, más que nunca, necesitaba cuidar de ella. No solo por lo que había aprendido sobre su enfermedad, sino porque su deseo había crecido con cada minuto. Y porque ella se merecía todo lo que pudiera darle.

Hablando de Bella, de su enfermedad, había aprendido cosas sobre sí mismo.

Si tenía que ser sincero, debía admitir que más que protegerla había querido protegerse a sí mismo. De lo que sentía por ella… de lo que ella le hacía sentir.

No era solo que se le encogiera el corazón cada vez que la miraba, era que Bella destruía las barreras que tan cuidadosamente había levantado.

Pero sus miedos no eran nada comparados con los que ella había tenido que soportar durante tanto tiempo.

Entonces Bella dijo su nombre y Edward se sintió como el hombre más importante de la tierra, el único hombre.

Y dejó de pensar. Se dejó llevar por los sentimientos.

La lamparita daba sombra a su rostro y lo hacía desear hacerle el amor a la luz de las velas. O bajo las estrellas.

Su pelo suelto caía como una cascada de rizos sobre sus hombros y Edward se acercó, nervioso.

Sin decir una palabra, le quitó el cepillo de las manos.

—Eres tan preciosa —murmuró, mirando su imagen en el espejo. Los ojos cafés, nublados de anticipación, seguían el movimiento de sus manos mientras la peinaba.

—Me gusta —dijo ella, apoyando la cabeza en su estómago. Sentía la dura erección del hombre en el cuello y movió un poco la cabeza para acariciarlo.

—Dime lo que quieres, Bella.

—Ojalá… llevase mi camisón blanco.

—Pero estás muy guapa de rosa. Aunque estarías más guapa sin el albornoz —sonrió Edward, deslizando el cepillo por su mentón. Ella cerró los ojos, alargando la mano para tocarlo—. Abre los ojos, Bella. Mira lo guapa que eres.

Ella obedeció, intentando sonreír.

Era tan pálida, tan delicada en contraste con él que tenía que hacer un esfuerzo para controlarse. El placer de Bella era más importante que el suyo.

Y siguió acariciándola con el cepillo de plata. Acariciaba su garganta y su escote. El contraste entre su ardiente piel y la frialdad de la plata era excitante y la hizo sentir un escalofrío.

Edward metió el cepillo entre las solapas del albornoz y las apartó. Sus pechos subieron y bajaron rápidamente cuando él se inclinó para desatar el cinturón. El albornoz se abrió, revelando una piel blanca de porcelana.

—Tan preciosa… —murmuró, soltando el cepillo para deslizar el albornoz por sus hombros y dejar sus pechos expuestos frente al espejo.

Sintió un escalofrío al mirarla, al deslizar sus manos sobre aquella piel tan suave.

Estaba hipnotizado por el contraste, por su calor, por el terciopelo de sus pezones que se endurecieron ante el contacto de sus dedos.

A Bella le gustaba que la tocase y a él le encantaba experimentar su reacción mientras la acariciaba, mientras pasaba los dedos por las rosadas cumbres.

Cuando las apretó entre el índice y el pulgar, ella apretó los labios. Después, en un gesto que lo volvió loco, levantó los brazos y se echó hacia atrás, para que pudiera acariciarla a sus anchas.

Edward perdió la cabeza. Acariciando sus pechos con una mano y con la otra levantando su cara, la besó en los labios, hambriento.

Tocarla no era suficiente. Quería su boca, su lengua. Y la tomó. La tomó calculador, usando su lengua como un arma, comprobando que Bella deseaba algo más dentro de ella.

La deseaba como no había deseado nada en su vida. Quería poseerla, quería que ella lo poseyera. En cuerpo y alma. Puso todo lo que tenía en aquel beso, le dijo con sus caricias que era la única.

A Bella le daba vueltas la cabeza. Sentía que su cuerpo estaba ardiendo, deseaba como no había deseado nunca las manos de su marido. Quería que la tocara, quería que le enseñara lo que era ser una mujer con un hombre.

—Hazme el amor —susurró, mientras él la besaba diciéndole con sus besos que aquella era la noche.

Edward la levantó en brazos como si no pesara nada y la tumbó en la cama.

Después, se quedó frente a ella, como un ángel oscuro, y se quitó la camisa de un tirón. Bella se apoyó en un codo para observarlo, no quería perderse nada mientras él se llevaba la mano a la cremallera del pantalón.

Pero Edward se detuvo abruptamente.

—¿Tienes idea…? —empezó a decir con voz ronca—. ¿Tienes idea de lo preciosa que eres?

Ella parpadeó. Quizá debería sentirse avergonzada. Y el rubor que sintió en las mejillas le dijo que sí, al menos un poquito.

Pero la mirada de aquellos ojos masculinos le hacía desear tantas cosas… Edward le hacía sentir lasciva y orgullosa. Eso era parte de la relación de un hombre y una mujer. Estaba desnuda, tumbada en la cama, con un codo apoyado en el colchón, mirándolo lujuriosa. Y él no dejaba de mirarla, como si estuviera deseando tocarla.

—Date prisa —murmuró, dejándose caer sobre la almohada, con los brazos hacia arriba y los ojos ardiendo.

Edward se quitó los vaqueros y los dejó caer al suelo. Bella no podía dejar de mirar.

No era… no era exactamente como las fotografías que había visto en el libro. Era… era más. Era mejor.

Más grande, mucho más grande. Y por un momento, sintió miedo.

¿Y si…?

—Edward…

—¿Qué ocurre?

Su mirada fue desde aquella parte de él que le resultaba tan fascinante hasta su cara.

Bella tragó saliva cuando Edward alargó la mano para acariciar sus pechos.

—Que… eres precioso —murmuró, poniendo su mano sobre la del hombre, olvidando el miedo por completo.

—¿Y? —preguntó él, inclinando la cabeza para acariciarla con la boca.

—Y… ¡oh!

—¿Y qué, cariño?

—Que eres muy grande.

Edward rió suavemente.

—No pasa nada. No te haré daño.

—¿De verdad? ¿Cómo?

—Haciendo lo que estoy haciendo —murmuró él, chupando uno de sus pezones—. ¿Me deseas, Bella?

—Sí —exclamó ella, sin inhibición.

—¿Te estás poniendo húmeda?

—Sí. ¿Es normal?

—Claro que sí, cariño —rió Edward, deslizando la mano por su vientre para colocarse sobre los rizos rubios. La acarició por encima y cuando ella abrió las piernas, deslizó un dedo en la húmeda cueva—. Muy húmeda. Húmeda solo para mí.

—Me pasa a veces —confesó ella, mientras movías las caderas involuntariamente al ritmo de sus dedos. Dentro de ella. Acariciándola. Llevándola hacia algo que había conocido el día anterior en el porche. Algo que no podía describir, pero sin lo cual ya no podría vivir—. A veces… solo tengo que pensar en ti y… en tu boca.

La boca en cuestión aplastó la suya. Un gemido ronco escapó de la garganta de Edward mientras se colocaba sobre ella, abriendo sus muslos con la rodilla.

Bella creía estar flotando y lo miró, con los ojos llenos de anticipación.

—¿Qué quieres? Dímelo.

—Quiero que vuelvas a ponerme la mano ahí.

—¿Qué más quieres? —preguntó Edward entonces, besándola por todas partes.

—Tu dedo. ¿Por qué lo has sacado? —preguntó Bella, asombrándose a sí misma.

Pero la sonrisa del hombre le hizo olvidar la vergüenza.

—¿Te gusta?

—Mucho.

—Pues esto va a gustarte más —prometió él. Y con todo cuidado, guío esa parte de él, esa parte tan grande de él, hacia el sitio donde antes había tenido el dedo.

Ella sentía aquella parte de él ensanchándola, abriéndose paso, invadiéndola. Cuando lo miró, se dio cuenta de que las venas de su cuello parecían a punto de estallar y tenía una expresión de dolor.

—¿Qué ocurre, Edward?

—No pasa nada. ¿Te he hecho daño?

—No —contestó Bella.

Y era cierto. Había sentido una sensación dolorosa, como una punzada, pero la sensación había desaparecido para dar paso a otra, más excitante.

—¿Te gusta?

—Sí. Quiero más.

Edward tragó saliva.

—¿Cómo he tenido tanta suerte? Tenerte en mi cama, en mi vida…

¿Suerte? ¿Él tenía suerte?

Una ola de amor intenso llenó su corazón mientras su marido la llenaba. Poco a poco. Centímetro a centímetro.

Bella se mordió los labios, sintiendo que sus ojos se llenaban de lágrimas.

—Edward…

—Lo siento. No quería hacerte daño.

—No, no te apartes —le rogó ella—. Es que… me gusta. Mucho. No te apartes.

Sobre ella, Edward, su marido, que llenaba su cuerpo de la forma más íntima, sonrió.

—Puedo hacerlo mejor.

—¿Mejor?

—Confía en mí.

—Confío en ti, Edward.

Él la miró con ternura. Y esa mirada la calentó de una manera que no era física, sino emocional. Calentó su alma. Hubiera querido decírselo, decirle lo que sentía, cuánto lo amaba. Pero él empezó a moverse. Al principio, despacio. Después, con fuerza, penetrándola hasta el fondo y haciendo que su corazón diera vuelcos dentro de su pecho.

Una y otra vez entraba y salía. Y tenía razón. Era mejor. Era…

—Edward…

—Lo sé, cariño. Deja que ocurra.

Tenía que confiar en él. Y se dejó ir, perdió la cabeza. Era como estar en el cielo. Él la llevaba allí. La llevaba donde nunca habría creído poder llegar y por primera vez en su vida, Bella cerró los ojos y no pensó en nada. Perdió la noción del tiempo y del espacio porque estaba con él, porque Edward no la dejaría caer, no la dejaría sufrir.

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Edward había olvidado cómo eran las mañanas de Montana. El aire era tan limpio, tan puro que casi hacía daño en los pulmones. Y el sol bañaba todo el valle.

Estaba en el porche, tomando un café. Y pensando en su mujer. Toda suave y calentita dentro de la cama que habían compartido por la noche.

Después de hacer las tareas del rancho a toda prisa, Edward volvió junto a ella.

Entró en el dormitorio sin hacer ruido, se quitó la ropa y se metió entre las sábanas.

Bella lo calentaba como un incendio. Pero necesitaba dormir. De modo que intentó no moverse, no tocarla, contentándose con estar tumbado a su lado.

Pero no era suficiente y estaba empezando a preguntarse cuándo podría controlarse de verdad. Era duro para el ego que una mujer tan pequeñita tuviera tanto poder sobre él.

Le encantaba verla a la luz del día. Le encantaban las pecas que tenía sobre la nariz y la suave curva de sus hombros; le encantaban los sonidos que emitía cuando dormía y cuando se daba la vuelta para apoyar la cara sobre su pecho.

La amaba.

Aquella realidad lo golpeó como un puñetazo.

La amaba.

Él, Edward Masen, amaba a una mujer.

Esperó que algo lo negara. Esperó el pánico que había sentido siempre cuando pensaba en ese tipo de sentimientos, extraños para él.

Lo intentó de nuevo.

La amaba.

Esperó sentir ganas de salir corriendo, de negárselo a sí mismo, de soltar una carcajada histérica. Pero no era posible.

Nada.

Solo sentía paz.

Solo amor. Un amor que lo había curado.

Desde el principio, había pensado cuidar de ella, quererla… pero ¿amarla?

Lo asombraba y, a la vez, era como un ancla. Y él nunca se había sentido anclado a nada. A nadie. Pensaba que podría amarla físicamente sin entregarse del todo. Le había funcionado durante treinta y tres años… pero con Bella era diferente. Ella había roto sus barreras.

Charlie y Renée, a pesar de su cariño, no lo habían conseguido. No habían conseguido romper unas barreras hechas de miedo, de rencor, de prevención. Nadie lo había conseguido.

Solo Bella.

La amaba y no podía esconderlo más. Agitado, apartó las sábanas, se apoyó sobre un codo y miró a su mujer.

Sus pechos eran blancos, las aureolas rosadas. Incluso dormida, las cumbres se endurecieron bajo el calor de su mirada.

Cuando levantó la cabeza, vio que Bella había abierto los ojos.

—Buenos días, señora Masen.

—Buenos días, señor Masen —sonrió ella, estirándose.

Compartieron una sonrisa llena de secretos. Edward le había hecho el amor otra vez después de la primera. Y quería volver a hacerlo de nuevo.

—Espero que hayas dormido bien —susurró, acariciando sus pechos.

—Muy bien —sonrió ella, ahogando un gemido de placer—. ¿Qué hora es?

—Casi las diez.

—Tengo que hacer las tareas…

—Ya las he hecho yo —la interrumpió Edward, volviendo a empujarla sobre la almohada.

—Pero debes tener hambre.

—Claro que sí. Y estaba pensando que podríamos tomar el desayuno en la cama.

Ella era muy inocente, pero no tonta. Y sonrió.

—¿El desayuno en la cama?

—Sí, señora. Y no tienes que hacer nada.

—¿Nada?

—Solo seguir siendo tan preciosa.

—Edward…

—Déjame hacer a mí —sonrió él, deslizando los labios por su vientre. Bella emitió un gemido de sorpresa cuando él metió las manos por debajo de su trasero y la levantó hacia su boca—. Deja que te amé así, Bella —murmuró con voz ronca, rozando sus rizos con los labios.

Le dijo lo preciosa que era antes de besarla allí… allí donde el calor era más dulce, donde era más sensible, más vulnerable. Quería tomarla de una forma que ella nunca olvidaría, de una forma que le daría toda su confianza, de una forma que la volvería loca de placer.

Pero fue él quien perdió la cabeza, quien se volvió loco de placer. Su sabor era delicioso. Su forma de moverse, sus gemidos, la forma de pronunciar su nombre…

Lo más hermoso de la experiencia fue su respuesta. Bella seguía disfrutando de un orgasmo increíble cuando Edward se apartó para apretarla contra su corazón.

Y entonces lo supo. Ella lo hacía ser mucho más de lo que era. Y se sintió humilde.

Bella se soltó entonces. Sin decir nada, se puso de rodillas y lo tomó en sus manos.

El placer de sentir las delicadas manos femeninas en aquella parte tan sensible lo volvió loco. Y más cuando inclinó la cabeza. Si no le hubiera dado ya su corazón, se lo habría entregado en bandeja de plata en aquel momento.

—Bella… —susurró, pasándole una mano por el pelo—. No tienes que hacerlo.

—Quiero hacerlo. Deseo hacerlo —dijo ella, tocándolo con la punta de la lengua—. Déjame hacerlo, Edward.

Y él perdió la noción del tiempo y del espacio.


7 comentarios:

  1. Le llego a luz a Edward al fin reaccionó! !

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  2. Jajajajaja me.súper encanto gracias X finnnnnnn hombre terco jajajaja gracias gracias gracias gracias

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  3. Jajajajaja me.súper encanto gracias X finnnnnnn hombre terco jajajaja gracias gracias gracias gracias

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  4. Lo admitió!!!! Creo que esto sólo puede ir para mejor ☺ gracias por el capi!

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  5. Siiii por fin consumaron su matrimonio!!! Por fin Edward decidió que podía estar con Bella, y ahora se da cuenta que la ama!!! :D
    Besos gigantes!!!
    XOXO

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  6. Por fín lo hicieron y fué muy sensual.

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  7. Al fin!! Se merecen disfritura y ser felices.

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