Bella estaba en la cocina. Había
preparado la cena y solo quedaba meterla en el horno. Quería que todo estuviera
preparado antes de que Edward volviese a casa.
Con las bandejas en el horno,
lo único que faltaba era encontrar la botella de vino que había comprado para
su noche de bodas.
Al recordar la noche
anterior, se puso colorada. No podían apartar las manos el uno del otro.
Sonriendo, Bella se miró al
espejo del pasillo y empezó a dar vueltas, alegre.
—Tengo que salir para hacer
una cosa, pero volveré para cenar —le había dicho Edward antes de marcharse—. Y
antes, si puedo.
—No tardes.
—No lo haré.
—Podría ir contigo —dijo ella
entonces.
—De eso nada. Será mejor que
descanses. Te va a hacer falta para lo que tengo en mente esta noche.
Bella también tenía algo en
mente para aquella noche.
Se puso colorada de nuevo
pensando en ello. Y después volvió a mirarse en el espejo. Le gustaba lo que
veía. Veía a una mujer, no una niña. Veía una esposa, una amante, no una
obligación.
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Y cuando Edward entró en la
casa una hora más tarde, la encontró esperándolo. Desnuda en medio de la cama.
Las luces estaban apagadas y había una docena de velas y una botella de vino
sobre la mesilla.
Al ver los ojos del hombre,
supo que él también la veía como una mujer, no como una obligación.
—Bella…
Fue todo lo que dijo. Todo lo
que tenía que decir. Ella abrió los brazos y le dio la bienvenida.
Edward estaba jadeando,
agotado, de espaldas sobre las sábanas arrugadas. Bella estaba sentada a su
lado, con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Quién te ha enseñado… quién
te ha enseñado a hacer eso?
—¿No te ha gustado?
—No estoy seguro —sonrió Edward,
tirando de ella—. Quizá deberíamos hacerlo otra vez.
Bella lo golpeó con la
almohada. Estaban riéndose cuando Edward la colocó sobre su pecho.
—¡Suéltame, bruto!
—Habla. ¿Dónde lo has
aprendido?
Ella sacó un libro de debajo
del colchón.
—Página treinta y cuatro.
Edward miró la página,
boquiabierto.
—¿De dónde lo has sacado?
—Lo compré —contestó Bella,
apartándose el pelo de la cara—. Cuando supe que íbamos a casarnos… quería
saber cómo hacerte feliz.
El soltó una carcajada.
—¿Hay alguna otra cosa que
haya llamado tu atención en ese libro? —preguntó, alargando la mano para
acariciar su pelo.
—Pues, la verdad… —empezó a
decir ella, buscando una página en concreto—. A mí esto me parece interesante.
Edward ni siquiera miró el
dibujo. Solo miraba a aquella mujer tan imaginativa, tan valiente y tan sensata
que tenía la fortuna de llamar su esposa.
—Me encantan las mujeres con
recursos.
Después, tiró el libro al
suelo y le enseñó algunos de sus propios «recursos».
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Quería llevarla a algún
sitio. Se le ocurrió un par de semanas después, mientras arreglaba una cerca.
No habían tenido luna de miel y les sentaría bien un viaje. A algún sitio
especial. Un sitio que a Bella le gustase mucho.
Mientras volvía a la casa, Edward
iba preguntándose por qué no se le había ocurrido antes.
Porque
estaba enamorado, por eso.
Durante las últimas semanas
había estado completamente consumido por la inteligencia, el encanto y el
entusiasmo de Bella.
Era alegre y tenía un sentido
del humor que lo hacía reír y hacía que se diera cuenta de cuánto la necesitaba.
Pero seguía preguntándose por qué tenía tanta suerte, qué había hecho para
merecer a aquella mujer maravillosa con la que se despertaba cada mañana.
Pero también debía intentar
no guardarle rencor a Charlie y Renée. Ellos habían hecho lo que creían mejor
para su hija, pero en el proceso la habían aislado del mundo. Ni siquiera le
habían dado una educación universitaria.
Y Bella podría haber sido
tantas cosas…
A medianoche, Edward se
despertó solo y fue a buscarla.
La encontró con el camisón
blanco, bailando bajo la luna, su cabello dando vueltas alrededor de su cara de
ángel. Cuando se percató de que la había descubierto, soltó una carcajada,
abrió los brazos y… consiguió que se pusiera a bailar con ella.
Y que hicieran el amor bajo
las estrellas.
Lo había metido con ella en
la bañera varias veces, donde le daba bombones y fresas. Jugaba con él como si
fuera un cachorro. Y Edward no podía hacer nada.
Descubría con ella emociones
que nunca hubiera creído experimentar. Descubría deseos y necesidades nuevos
para él. Y, sobre todo, había descubierto la alegría de poder confiar
completamente en otra persona.
Así que quería llevarla de
viaje, mostrarle lo feliz que lo hacía.
A veces, incluso demasiado
feliz. Edward no sabía cómo serlo. De hecho, se había acostumbrado a vivir sin
felicidad.
Incluso entonces, su triste
experiencia asomaba su fea cabeza: «No te
fíes. Algo que parece demasiado bueno para ser cierto, no suele serlo. Además,
tú no te mereces tanta felicidad».
Nadie le había dicho nunca
que tuviera derecho a ser feliz. Y lo que encontró con Bella parecía demasiado
bueno para ser verdad. Cada día, tenía que luchar contra la sensación de que
aquello no podía durar.
Pero en cuanto la miraba… en
cuanto la miraba todas aquellas ideas desaparecían de su mente. Como en aquel
momento, mientras bajaba del caballo y la veía en el porche.
Estaba de espaldas, plantando
unas rosas alrededor de la casa. Estaba tan concentrada que ni siquiera lo oyó
llegar. Con una sonrisa, Edward se arrodilló a su lado y la besó en el pelo.
Ella dio un salto, como si la
hubieran quemado. Tenía los ojos desorbitados y movía las manos como un
autómata.
—No…. no…
Edward se apartó
inmediatamente. ¿Sería un ataque?
—¿Bella?
—Perdona… no… perdona…
Él miró alrededor,
desesperado. Las semillas estaban esparcidas por todo el suelo, el cubo de
tierra volcado y la manguera abierta.
El doctor Cullen le había
dicho que se alejara, que le dejara espacio. Que la llevara a la habitación.
Pero no se atrevía a tocarla.
Le dolía tanto verla así que
apretó los puños, con el corazón encogido.
—Bella, cariño. ¿Puedes
oírme?
—No… No… —repitió ella, sin
dejar de mover las manos, mirando al vacío.
Edward nunca había tenido más
miedo en toda su vida. Su corazón latía con violencia y tuvo que hacer un
esfuerzo para no abrazarla, para no apretarla contra su pecho. Estaba a punto
de llamar al médico cuando Bella dejó de mover los brazos y se quedó muy
quieta.
—¿Bella?
Ella se puso las manos en la
cara, sin moverse. Parecía confusa, perdida.
Edward empezó a acariciar su
pelo suavemente, nervioso.
—Ya ha pasado, cariño.
—Yo…
—No digas nada —la
interrumpió él—. Vamos a casa. ¿De acuerdo? Vamos a la cama.
Cuando la tomó en brazos vio
que su rostro estaba lleno de lágrimas. Unas lágrimas que se mezclaban con la
tierra. Parecía una muñeca rota.
—Edward…
—Lo sé, princesa, lo sé
—murmuró él, con el corazón partido.
Después de quitarle la ropa y
lavarle un poco la cara con un paño la metió en la cama y le dio su medicina.
Después, cerró las cortinas para dejar la habitación a oscuras y la abrazó. Se
quedó allí, con ella, en silencio, oyéndola respirar.
Bella no se quejó, no dijo
nada. Y el silencio era tan doloroso como las lágrimas.
Por fin, se quedó dormida.
Edward bajó para llevar a Bud al establo y después volvió a la
habitación. Mientras la miraba, pensaba en ella, en sus sonrisas, en su
energía, en su entusiasmo por la vida.
Pensaba que había sentido
miedo antes de encontrarla en el suelo. Sola.
Perdida.
Pensaba que había conocido el
miedo.
Pero estaba equivocado.
Bella debía sobrellevar ese
miedo todos los días de su vida.
La noche anterior, le había
confesado otro de ellos.
—Es
la incertidumbre —le dijo, abrazada a él después de hacer el amor—. Es saber
que habrá un momento que no recordaré nunca.
—Bella…
—Lo
sé, lo sé. Es mi enfermedad y no puedo hacer nada. Pero es duro. Antes, no
solía prestar atención a los latidos de mi corazón, a mi forma de respirar. Me
daba miedo estar invitando otro ataque, así que hacía cualquier cosa para no
fijarme: cantar, silbar…
Edward
no había sabido qué decir. Así que la estrechó entre sus brazos.
—Mi
niña.
—Antes
tenía más miedo. Pero ya no. Tú me has devuelto la confianza. No quiero
perderme nada de la vida, Edward. Quiero saber lo que me dice mi cuerpo, quiero
saber cómo responde. Quiero notar un escalofrío cada vez que te veo, cómo me
late el corazón con fuerza cada vez que me abrazas. Ya no tengo miedo de esas
reacciones físicas. Cuando me haces el amor, es como si estuviera volando.
Siempre he tenido miedo de perder el control, pero contigo es maravilloso.
—Tú
eres maravillosa —susurró él—. Y muy valiente.
—No
soy valiente.
Lo era. Mucho. Ni siquiera Bella
sabía lo valiente que era.
Y Edward no se lo había
dicho. Tendría que descubrirlo por sí misma. Como no le había dicho que la
amaba. Porque, para él, seguía siendo difícil de creer.
No se lo había dicho, pero se
lo demostraba cada día. Y cada noche.
Había querido cuidarla… pero
aquella mañana no estaba cuando sufrió el ataque. Y el sentimiento de culpa lo
estaba matando.
Y no, nunca había sentido
miedo.
Nunca como en aquel momento.
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Bella abrió los ojos
lentamente. El letargo, el dolor de cabeza, el peso de sus miembros… el mismo
de siempre después de un ataque.
Tardó solo un segundo en
entender lo que había pasado. Pero no sabía cuándo, ni cómo había llegado a la
cama.
Cuando miró el reloj, vio que
eran las doce. ¿De la noche? ¿De qué día?
—Hola —escuchó la voz de Edward
al otro lado de la habitación.
Cuando volvió la cabeza, lo
vio sentado en la mecedora. Estaba pálido y parecía cansado.
—Hola.
No había querido que él la
viera así. Aunque sabía que era inevitable.
—¿Cómo te encuentras?
Perdida.
Avergonzada. Confusa y furiosa.
—Bien. Estoy bien.
—Ya, claro —sonrió Edward, levantándose
para acariciar su pelo—. ¿Quieres que hablemos del tiempo?
Bella sonrió.
—Llueve. Y hay nubes negras.
—Desde luego —murmuró él,
besando su mano.
—Lo siento.
—No digas eso. No hay nada
que lamentar. ¿Tienes hambre?
—No.
—¿Quieres que me quede contigo
un rato?
Una ola de ternura y
agradecimiento la invadió entonces. Y asintió sin decir nada porque no podía
decir nada.
Edward se quitó la ropa y se
metió a su lado en la cama con tal rapidez que ella apenas se dio cuenta.
—Contigo estoy más tranquila.
—Y yo contigo.
Poco después, abrazados, Bella
se quedó dormida.
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Era duro oír las
explicaciones de Edward. Pero a la mañana siguiente, sintiéndose mejor aunque
no recuperada del todo, le pidió que le contara lo que sus padres nunca habían
querido contarle.
—¿Qué me pasa? ¿Qué es lo que
hago cuando me da un ataque?
Estaban sentados a la mesa,
con la luz del sol iluminando la cocina. Y Edward se lo contó.
Cuando terminó, ella lo miró,
sorprendida.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo —contestó él,
sirviéndose otra taza de café.
Bella se quedó callada un
momento, intentando digerir lo que le había contado. Era difícil escucharlo,
pero también era una forma de romper ese agujero negro en el que había estado
envuelta toda la vida.
—¿Sabes esas películas de
terror? ¿En las que te pasas todo el rato con la mano en los ojos para no ver
el monstruo que aparece en la oscuridad? —preguntó entonces.
—Sí, claro. Pero que conste
que yo nunca me tapo los ojos.
Bella sonrió. Aquella era su
forma de decirle que él no iba a asustarse. Y se lo agradecía. Le daba
confianza.
—Bueno, vale. Tú eres muy
valiente y no tienes miedo de nada. Pero a mucha gente le dan miedo. A mí, por
ejemplo. Estoy aterrorizada durante toda la película y después, cuando aparece
el monstruo, no me da miedo. Porque no es para tanto. Es lo que no conoces lo
que te da miedo.
Edward se quedó pensativo.
—Tienes razón.
—No sé por qué mis padres no
me lo contaron.
—Quizá pensaron que te
asustarías.
—Lo que me asustaba era no
saber. Pero ahora que lo sé… no es tan horrible.
—Sin contar con que a mí me
han salido canas —rió Edward.
—¿Canas? Ah, pues entonces me
alegro de que me gusten los hombres mayores.
Él tiró de su mano y la
colocó sobre sus rodillas.
—Yo también me alegro.
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Un par de días más tarde,
cuando Edward mencionó sus planes de una luna de miel y le preguntó dónde le
gustaría ir, Bella pensó en Bozeman. Quizá Denver.
Pero él la miró, horrorizado.
Quería ir a un sitio más bonito, más original, más exótico.
Nueva York, por ejemplo.
Y fueron
a Nueva York.
Visitaron todos los museos de
arte moderno, Chinatown, Manhattan… Y fueron a ver El fantasma de la ópera. Después, cenaron en el último piso del
Empire State.
Y en aquel momento, estaban
en medio de Times Square, rodeados de vida, de ruido y de alegría. Era su
última noche en Nueva York.
Pero antes de marcharse, Bella
quería dar una vuelta por Central Park en calesa.
—Es de Dublín —susurró,
cuando pasaban por delante de la catedral de San Patricio—. Imagínate. El
conductor es de Dublín. Tan lejos…
Todo era maravilloso para
ella. Se le veía en los ojos. Parecía
Cenicienta en su carroza.
Y Edward le habría regalado
el castillo si pudiera. Le habría dado cualquier cosa. Y en cuanto volvieron a Swan,
hizo lo que pudo para poner el mundo a sus pies.
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—Pero yo no sé nada de
ordenadores —protestó Bella mientras Edward enchufaba el nuevo portátil.
—No hay que saber casi nada
para usar Internet.
Media hora después, habían
encontrado una página dedicada a la epilepsia.
—Yo no sabía… —empezó a decir
Bella cuatro horas después—. No tenía ni idea…
—Pues ahora ya lo sabes.
En la página, además de datos
médicos, había historias personales, direcciones, un chat para hablar con otros
enfermos y todo tipo de información.
Ella se levantó de la silla,
con lágrimas en los ojos, y le echó los brazos al cuello.
—Me siento como si conociera
a toda esa gente, Edward. Sé lo que sienten porque a mí me pasa lo mismo. Y
ahora no me veo tan rara. Si no soy la única que sufre esos ataques, si no soy
la única que pierde la cabeza, que no sabe lo que hace… Si hay otra gente que
habla de ello en Internet, entonces yo no soy tan especial, no soy un bicho
raro. Gracias… no sé cómo puedo agradecértelo —le dijo al oído, emocionada.
Tanto que Edward se emocionó
también.
—Hay mucha gente con
epilepsia —fue todo lo que pudo decir.
—Pero ahora tienes que
decirme cómo puedo hablar con ellos. ¿Podemos intercambiar teléfonos?
—Mañana —sonrió Edward—.
Ahora tengo otra cosa en mente.
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Bella nunca se había sentido
tan feliz en toda su vida. Se sentía como si estuviera en una burbuja, dolores
y pesadillas olvidados para siempre.
Parecía demasiado hermoso
para ser verdad. Demasiado bueno. Pero cada día era mejor.
—¿Clases? —exclamó, cuando Edward
volvió a casa por la noche con un montón de catálogos informativos—. ¿De qué?
—Puedes estudiar lo que
quieras, Bella. Eres una persona muy inteligente. Yo voy a estudiar informática
porque aunque sé cómo manejar un ordenador, hay cosas que todavía no conozco.
Tú puedes estudiar lo que quieras.
—¿En serio?
—Claro que sí. Informática,
arte, literatura, derecho…
Bella se echó en sus brazos y
le dio un beso en los labios.
—Eres maravilloso.
—¿Por traerte unos catálogos?
—Porque… —empezó a decir
ella, desabrochando su camisa —me encanta la idea de ir a la universidad. Y
porque te quiero —añadió. Edward sonrió y Bella empezó a desabrocharse la
blusa—. Y porque a ti te gusta la página cincuenta y tres tanto como a mí.
Su marido soltó una
carcajada.
—Eres insaciable.
Bella corrió hacia la
escalera.
—La página cincuenta y tres
—le recordó.
—Soy demasiado viejo
—protestó Edward.
—Venga, viejecillo. Prometo
que seré buena contigo.
—¿Viejecillo? De eso nada
—gruñó él, pillándola por detrás.
Después, la colocó sobre su hombro y
subió el resto de las escaleras de dos en dos.
lo ameeeeeeeeee ainssssssss quiero mas mas mas plissssssss y ya se que solo queda uno t.t
ResponderEliminarMe encantó que bueno que ed la Está asiendo feliz solo le falta decirle k la ama
ResponderEliminarQue lindo es Edward, cuanto la ama 😚😙😍
ResponderEliminarO XD lo ame gracias divina una súper fantástica historia gracias gracias gracias gracias me encanta
ResponderEliminarSiiii por fin pueden disfrutar de sus vidas juntos!!!!!
ResponderEliminarMe encanta que esos dos sea así... que por fin puedan estar juntos, aunque la epilepsia aparezca, pueden controlarla...
Besos gigantes!!!
XOXO
Qué lindo lo dio lo que nadie mas... Una explicación de lo que le pasa y le está mostrando otra parte del mundo
ResponderEliminarAwwwwwwwww :3 Me encantó!!!! Me alegra que Edward vaya dejando atrás sus temores y que Bella pueda dejar de sentirse mal por su enfermedad. Viva el amor!!!!
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