Arreglo de Boda 9

Bella estaba en la cocina. Había preparado la cena y solo quedaba meterla en el horno. Quería que todo estuviera preparado antes de que Edward volviese a casa.

Con las bandejas en el horno, lo único que faltaba era encontrar la botella de vino que había comprado para su noche de bodas.

Al recordar la noche anterior, se puso colorada. No podían apartar las manos el uno del otro.

Sonriendo, Bella se miró al espejo del pasillo y empezó a dar vueltas, alegre.

—Tengo que salir para hacer una cosa, pero volveré para cenar —le había dicho Edward antes de marcharse—. Y antes, si puedo.

—No tardes.

—No lo haré.

—Podría ir contigo —dijo ella entonces.

—De eso nada. Será mejor que descanses. Te va a hacer falta para lo que tengo en mente esta noche.

Bella también tenía algo en mente para aquella noche.

Se puso colorada de nuevo pensando en ello. Y después volvió a mirarse en el espejo. Le gustaba lo que veía. Veía a una mujer, no una niña. Veía una esposa, una amante, no una obligación.

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Y cuando Edward entró en la casa una hora más tarde, la encontró esperándolo. Desnuda en medio de la cama. Las luces estaban apagadas y había una docena de velas y una botella de vino sobre la mesilla.

Al ver los ojos del hombre, supo que él también la veía como una mujer, no como una obligación.

—Bella…

Fue todo lo que dijo. Todo lo que tenía que decir. Ella abrió los brazos y le dio la bienvenida.

Edward estaba jadeando, agotado, de espaldas sobre las sábanas arrugadas. Bella estaba sentada a su lado, con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Quién te ha enseñado… quién te ha enseñado a hacer eso?

—¿No te ha gustado?

—No estoy seguro —sonrió Edward, tirando de ella—. Quizá deberíamos hacerlo otra vez.

Bella lo golpeó con la almohada. Estaban riéndose cuando Edward la colocó sobre su pecho.

—¡Suéltame, bruto!

—Habla. ¿Dónde lo has aprendido?

Ella sacó un libro de debajo del colchón.

—Página treinta y cuatro.

Edward miró la página, boquiabierto.

—¿De dónde lo has sacado?

—Lo compré —contestó Bella, apartándose el pelo de la cara—. Cuando supe que íbamos a casarnos… quería saber cómo hacerte feliz.

El soltó una carcajada.

—¿Hay alguna otra cosa que haya llamado tu atención en ese libro? —preguntó, alargando la mano para acariciar su pelo.

—Pues, la verdad… —empezó a decir ella, buscando una página en concreto—. A mí esto me parece interesante.

Edward ni siquiera miró el dibujo. Solo miraba a aquella mujer tan imaginativa, tan valiente y tan sensata que tenía la fortuna de llamar su esposa.

—Me encantan las mujeres con recursos.

Después, tiró el libro al suelo y le enseñó algunos de sus propios «recursos».

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Quería llevarla a algún sitio. Se le ocurrió un par de semanas después, mientras arreglaba una cerca. No habían tenido luna de miel y les sentaría bien un viaje. A algún sitio especial. Un sitio que a Bella le gustase mucho.

Mientras volvía a la casa, Edward iba preguntándose por qué no se le había ocurrido antes.

Porque estaba enamorado, por eso.

Durante las últimas semanas había estado completamente consumido por la inteligencia, el encanto y el entusiasmo de Bella.

Era alegre y tenía un sentido del humor que lo hacía reír y hacía que se diera cuenta de cuánto la necesitaba. Pero seguía preguntándose por qué tenía tanta suerte, qué había hecho para merecer a aquella mujer maravillosa con la que se despertaba cada mañana.

Pero también debía intentar no guardarle rencor a Charlie y Renée. Ellos habían hecho lo que creían mejor para su hija, pero en el proceso la habían aislado del mundo. Ni siquiera le habían dado una educación universitaria.

Y Bella podría haber sido tantas cosas…

A medianoche, Edward se despertó solo y fue a buscarla.

La encontró con el camisón blanco, bailando bajo la luna, su cabello dando vueltas alrededor de su cara de ángel. Cuando se percató de que la había descubierto, soltó una carcajada, abrió los brazos y… consiguió que se pusiera a bailar con ella.

Y que hicieran el amor bajo las estrellas.

Lo había metido con ella en la bañera varias veces, donde le daba bombones y fresas. Jugaba con él como si fuera un cachorro. Y Edward no podía hacer nada.

Descubría con ella emociones que nunca hubiera creído experimentar. Descubría deseos y necesidades nuevos para él. Y, sobre todo, había descubierto la alegría de poder confiar completamente en otra persona.

Así que quería llevarla de viaje, mostrarle lo feliz que lo hacía.

A veces, incluso demasiado feliz. Edward no sabía cómo serlo. De hecho, se había acostumbrado a vivir sin felicidad.

Incluso entonces, su triste experiencia asomaba su fea cabeza: «No te fíes. Algo que parece demasiado bueno para ser cierto, no suele serlo. Además, tú no te mereces tanta felicidad».

Nadie le había dicho nunca que tuviera derecho a ser feliz. Y lo que encontró con Bella parecía demasiado bueno para ser verdad. Cada día, tenía que luchar contra la sensación de que aquello no podía durar.

Pero en cuanto la miraba… en cuanto la miraba todas aquellas ideas desaparecían de su mente. Como en aquel momento, mientras bajaba del caballo y la veía en el porche.

Estaba de espaldas, plantando unas rosas alrededor de la casa. Estaba tan concentrada que ni siquiera lo oyó llegar. Con una sonrisa, Edward se arrodilló a su lado y la besó en el pelo.

Ella dio un salto, como si la hubieran quemado. Tenía los ojos desorbitados y movía las manos como un autómata.

—No…. no…

Edward se apartó inmediatamente. ¿Sería un ataque?

—¿Bella?

—Perdona… no… perdona…

Él miró alrededor, desesperado. Las semillas estaban esparcidas por todo el suelo, el cubo de tierra volcado y la manguera abierta.

El doctor Cullen le había dicho que se alejara, que le dejara espacio. Que la llevara a la habitación. Pero no se atrevía a tocarla.

Le dolía tanto verla así que apretó los puños, con el corazón encogido.

—Bella, cariño. ¿Puedes oírme?

—No… No… —repitió ella, sin dejar de mover las manos, mirando al vacío.

Edward nunca había tenido más miedo en toda su vida. Su corazón latía con violencia y tuvo que hacer un esfuerzo para no abrazarla, para no apretarla contra su pecho. Estaba a punto de llamar al médico cuando Bella dejó de mover los brazos y se quedó muy quieta.

—¿Bella?

Ella se puso las manos en la cara, sin moverse. Parecía confusa, perdida.

Edward empezó a acariciar su pelo suavemente, nervioso.

—Ya ha pasado, cariño.

—Yo…

—No digas nada —la interrumpió él—. Vamos a casa. ¿De acuerdo? Vamos a la cama.

Cuando la tomó en brazos vio que su rostro estaba lleno de lágrimas. Unas lágrimas que se mezclaban con la tierra. Parecía una muñeca rota.

—Edward…

—Lo sé, princesa, lo sé —murmuró él, con el corazón partido.

Después de quitarle la ropa y lavarle un poco la cara con un paño la metió en la cama y le dio su medicina. Después, cerró las cortinas para dejar la habitación a oscuras y la abrazó. Se quedó allí, con ella, en silencio, oyéndola respirar.

Bella no se quejó, no dijo nada. Y el silencio era tan doloroso como las lágrimas.

Por fin, se quedó dormida.

Edward bajó para llevar a Bud al establo y después volvió a la habitación. Mientras la miraba, pensaba en ella, en sus sonrisas, en su energía, en su entusiasmo por la vida.

Pensaba que había sentido miedo antes de encontrarla en el suelo. Sola. Perdida.

Pensaba que había conocido el miedo.

Pero estaba equivocado.

Bella debía sobrellevar ese miedo todos los días de su vida.

La noche anterior, le había confesado otro de ellos.

—Es la incertidumbre —le dijo, abrazada a él después de hacer el amor—. Es saber que habrá un momento que no recordaré nunca.

—Bella…

—Lo sé, lo sé. Es mi enfermedad y no puedo hacer nada. Pero es duro. Antes, no solía prestar atención a los latidos de mi corazón, a mi forma de respirar. Me daba miedo estar invitando otro ataque, así que hacía cualquier cosa para no fijarme: cantar, silbar…

Edward no había sabido qué decir. Así que la estrechó entre sus brazos.

—Mi niña.

—Antes tenía más miedo. Pero ya no. Tú me has devuelto la confianza. No quiero perderme nada de la vida, Edward. Quiero saber lo que me dice mi cuerpo, quiero saber cómo responde. Quiero notar un escalofrío cada vez que te veo, cómo me late el corazón con fuerza cada vez que me abrazas. Ya no tengo miedo de esas reacciones físicas. Cuando me haces el amor, es como si estuviera volando. Siempre he tenido miedo de perder el control, pero contigo es maravilloso.

—Tú eres maravillosa —susurró él—. Y muy valiente.

—No soy valiente.

Lo era. Mucho. Ni siquiera Bella sabía lo valiente que era.

Y Edward no se lo había dicho. Tendría que descubrirlo por sí misma. Como no le había dicho que la amaba. Porque, para él, seguía siendo difícil de creer.

No se lo había dicho, pero se lo demostraba cada día. Y cada noche.

Había querido cuidarla… pero aquella mañana no estaba cuando sufrió el ataque. Y el sentimiento de culpa lo estaba matando.

Y no, nunca había sentido miedo.

Nunca como en aquel momento.

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Bella abrió los ojos lentamente. El letargo, el dolor de cabeza, el peso de sus miembros… el mismo de siempre después de un ataque.

Tardó solo un segundo en entender lo que había pasado. Pero no sabía cuándo, ni cómo había llegado a la cama.

Cuando miró el reloj, vio que eran las doce. ¿De la noche? ¿De qué día?

—Hola —escuchó la voz de Edward al otro lado de la habitación.

Cuando volvió la cabeza, lo vio sentado en la mecedora. Estaba pálido y parecía cansado.

—Hola.

No había querido que él la viera así. Aunque sabía que era inevitable.

—¿Cómo te encuentras?

Perdida. Avergonzada. Confusa y furiosa.

—Bien. Estoy bien.

—Ya, claro —sonrió Edward, levantándose para acariciar su pelo—. ¿Quieres que hablemos del tiempo?

Bella sonrió.

—Llueve. Y hay nubes negras.

—Desde luego —murmuró él, besando su mano.

—Lo siento.

—No digas eso. No hay nada que lamentar. ¿Tienes hambre?

—No.

—¿Quieres que me quede contigo un rato?

Una ola de ternura y agradecimiento la invadió entonces. Y asintió sin decir nada porque no podía decir nada.

Edward se quitó la ropa y se metió a su lado en la cama con tal rapidez que ella apenas se dio cuenta.

—Contigo estoy más tranquila.

—Y yo contigo.

Poco después, abrazados, Bella se quedó dormida.

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Era duro oír las explicaciones de Edward. Pero a la mañana siguiente, sintiéndose mejor aunque no recuperada del todo, le pidió que le contara lo que sus padres nunca habían querido contarle.

—¿Qué me pasa? ¿Qué es lo que hago cuando me da un ataque?

Estaban sentados a la mesa, con la luz del sol iluminando la cocina. Y Edward se lo contó.

Cuando terminó, ella lo miró, sorprendida.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo —contestó él, sirviéndose otra taza de café.

Bella se quedó callada un momento, intentando digerir lo que le había contado. Era difícil escucharlo, pero también era una forma de romper ese agujero negro en el que había estado envuelta toda la vida.

—¿Sabes esas películas de terror? ¿En las que te pasas todo el rato con la mano en los ojos para no ver el monstruo que aparece en la oscuridad? —preguntó entonces.

—Sí, claro. Pero que conste que yo nunca me tapo los ojos.

Bella sonrió. Aquella era su forma de decirle que él no iba a asustarse. Y se lo agradecía. Le daba confianza.

—Bueno, vale. Tú eres muy valiente y no tienes miedo de nada. Pero a mucha gente le dan miedo. A mí, por ejemplo. Estoy aterrorizada durante toda la película y después, cuando aparece el monstruo, no me da miedo. Porque no es para tanto. Es lo que no conoces lo que te da miedo.

Edward se quedó pensativo.

—Tienes razón.

—No sé por qué mis padres no me lo contaron.

—Quizá pensaron que te asustarías.

—Lo que me asustaba era no saber. Pero ahora que lo sé… no es tan horrible.

—Sin contar con que a mí me han salido canas —rió Edward.

—¿Canas? Ah, pues entonces me alegro de que me gusten los hombres mayores.

Él tiró de su mano y la colocó sobre sus rodillas.

—Yo también me alegro.

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Un par de días más tarde, cuando Edward mencionó sus planes de una luna de miel y le preguntó dónde le gustaría ir, Bella pensó en Bozeman. Quizá Denver.

Pero él la miró, horrorizado. Quería ir a un sitio más bonito, más original, más exótico.

Nueva York, por ejemplo.

Y fueron a Nueva York.

Visitaron todos los museos de arte moderno, Chinatown, Manhattan… Y fueron a ver El fantasma de la ópera. Después, cenaron en el último piso del Empire State.

Y en aquel momento, estaban en medio de Times Square, rodeados de vida, de ruido y de alegría. Era su última noche en Nueva York.

Pero antes de marcharse, Bella quería dar una vuelta por Central Park en calesa.

—Es de Dublín —susurró, cuando pasaban por delante de la catedral de San Patricio—. Imagínate. El conductor es de Dublín. Tan lejos…

Todo era maravilloso para ella. Se le veía en los ojos. Parecía Cenicienta en su carroza.

Y Edward le habría regalado el castillo si pudiera. Le habría dado cualquier cosa. Y en cuanto volvieron a Swan, hizo lo que pudo para poner el mundo a sus pies.

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—Pero yo no sé nada de ordenadores —protestó Bella mientras Edward enchufaba el nuevo portátil.

—No hay que saber casi nada para usar Internet.

Media hora después, habían encontrado una página dedicada a la epilepsia.

—Yo no sabía… —empezó a decir Bella cuatro horas después—. No tenía ni idea…

—Pues ahora ya lo sabes.

En la página, además de datos médicos, había historias personales, direcciones, un chat para hablar con otros enfermos y todo tipo de información.

Ella se levantó de la silla, con lágrimas en los ojos, y le echó los brazos al cuello.

—Me siento como si conociera a toda esa gente, Edward. Sé lo que sienten porque a mí me pasa lo mismo. Y ahora no me veo tan rara. Si no soy la única que sufre esos ataques, si no soy la única que pierde la cabeza, que no sabe lo que hace… Si hay otra gente que habla de ello en Internet, entonces yo no soy tan especial, no soy un bicho raro. Gracias… no sé cómo puedo agradecértelo —le dijo al oído, emocionada.

Tanto que Edward se emocionó también.

—Hay mucha gente con epilepsia —fue todo lo que pudo decir.

—Pero ahora tienes que decirme cómo puedo hablar con ellos. ¿Podemos intercambiar teléfonos?

—Mañana —sonrió Edward—. Ahora tengo otra cosa en mente.

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Bella nunca se había sentido tan feliz en toda su vida. Se sentía como si estuviera en una burbuja, dolores y pesadillas olvidados para siempre.

Parecía demasiado hermoso para ser verdad. Demasiado bueno. Pero cada día era mejor.

—¿Clases? —exclamó, cuando Edward volvió a casa por la noche con un montón de catálogos informativos—. ¿De qué?

—Puedes estudiar lo que quieras, Bella. Eres una persona muy inteligente. Yo voy a estudiar informática porque aunque sé cómo manejar un ordenador, hay cosas que todavía no conozco. Tú puedes estudiar lo que quieras.

—¿En serio?

—Claro que sí. Informática, arte, literatura, derecho…

Bella se echó en sus brazos y le dio un beso en los labios.

—Eres maravilloso.

—¿Por traerte unos catálogos?

—Porque… —empezó a decir ella, desabrochando su camisa —me encanta la idea de ir a la universidad. Y porque te quiero —añadió. Edward sonrió y Bella empezó a desabrocharse la blusa—. Y porque a ti te gusta la página cincuenta y tres tanto como a mí.

Su marido soltó una carcajada.

—Eres insaciable.

Bella corrió hacia la escalera.

—La página cincuenta y tres —le recordó.

—Soy demasiado viejo —protestó Edward.

—Venga, viejecillo. Prometo que seré buena contigo.

—¿Viejecillo? De eso nada —gruñó él, pillándola por detrás.

Después, la colocó sobre su hombro y subió el resto de las escaleras de dos en dos.



7 comentarios:

  1. lo ameeeeeeeeee ainssssssss quiero mas mas mas plissssssss y ya se que solo queda uno t.t

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  2. Me encantó que bueno que ed la Está asiendo feliz solo le falta decirle k la ama

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  3. Que lindo es Edward, cuanto la ama 😚😙😍

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  4. O XD lo ame gracias divina una súper fantástica historia gracias gracias gracias gracias me encanta

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  5. Siiii por fin pueden disfrutar de sus vidas juntos!!!!!
    Me encanta que esos dos sea así... que por fin puedan estar juntos, aunque la epilepsia aparezca, pueden controlarla...
    Besos gigantes!!!
    XOXO

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  6. Qué lindo lo dio lo que nadie mas... Una explicación de lo que le pasa y le está mostrando otra parte del mundo

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  7. Awwwwwwwww :3 Me encantó!!!! Me alegra que Edward vaya dejando atrás sus temores y que Bella pueda dejar de sentirse mal por su enfermedad. Viva el amor!!!!

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