Capítulo 1/BCEP


 ISABELLA


—¿Bella Swan? ¿Eres tú?
Isabella apretó con fuerza la copa de cristal. Hacía diez años que no oía aquella voz, pero la reconoció enseguida.
Contuvo los deseos de salir corriendo y, tras tomar un sorbo de vino, se dio la vuelta lentamente.
—¡Pero si es Edward Cullen! ¡Qué sorpresa!
De algo le valieron a Isabella sus cinco años trabajando como Relaciones Públicas. Con la firmeza de su voz consiguió ocultar la súbita tensión que le agarrotó el pecho al verlo.
—Casi no te reconozco —dijo Edward, dando un paso atrás para contemplarla, admirado—. Estás guapísima.
—Tú tampoco estás tan mal —replicó Isabella en tono ligero.
Todos aquellos años diciéndose que él no era tan atractivo como lo recordaba, y debía admitir que estaba equivocada.
El cabello bronce de su juventud se le había oscurecido y era un castaño profundo que contrastaba con los ojos, antes verdes, que brillaban. La edad solo había añadido profundidad y madurez a las facciones juveniles que ella recordaba tan bien. Edward, que ya era guapo a los dieciocho, a los veintiocho estaba imponente.
Estaba claro que la vida le había resultado favorable. Sonrisa genuina, relajado y seguro... Edward  y parecía saber el sitio que ocupaba en el mundo.
Tendría que odiarlo. Sus mentiras y engaños le habían robado la inocencia. Pero no era fácil para ella odiar a alguien, y mucho menos a Edward Cullen. Aunque no era ninguna tonta. Nunca olvidaría la forma en que él la había utilizado.
La expresión de sus ojos se endureció.
Edward  tomó un trago de su copa y sonrió, aparentemente sin notarlo.
—Es increíble lo que has cambiado —le dijo mostrando unos dientes perfectos—. Estás fantástica.
—Gracias —contestó, aceptando el cumplido con cortesía. Hasta ella, que nunca estaba satisfecha con su apariencia, tenía que reconocer que Edward  tenía razón. Estaba estupenda. Se había tomado su tiempo con el maquillaje y vestido con un cuidado especial, intentando recuperar la confianza que acababa de perder junto con su trabajo.
Pero sabía que la mirada de admiración masculina poco tenía que ver con el maquillaje y el vestido y mucho con la esbelta figura enfundada en seda. Lo que él recordaba era la chica de la escuela secundaria, la niña que había valorado lo bastante para acostarse con ella, pero no lo suficiente como para que fuese su novia oficial. Su sosa vecina, de la que los demás chicos se burlaban. Bella, la gorda.
Isabella tomó aliento con esfuerzo. El apodo todavía le hacía daño. Ni los años ni el éxito habían logrado borrar completamente el recuerdo de la cruel burla de sus compañeros.
Pero aquello había sido diez años atrás y desde entonces había llovido mucho.
Isabella Swan había demostrado que era una superviviente.
—Nunca pensé que te volvería a ver —dijo Edward  finalmente—. Después de la graduación fue como si te hubieras borrado de la faz de la tierra.
—No me parece que Washington esté tan lejos.
—Como si lo estuviese —dijo, lanzándole una mirada penetrante—.  Nadie sabía dónde estabas. Ni te dignaste a escribir una carta.
Isabella sonrió y se encogió de hombros, aparentando que había roto los lazos con Lynnwood sin esfuerzo cuando en realidad aquella había sido una de las muchas decisiones difíciles que se había visto forzada a tomar.
—Cielo, ¿no me presentas? —dijo Jasper Minebow, su acompañante aquella noche, aprovechando el momentáneo silencio para intervenir.
—Jasper, no creo...
—Me parece que no nos conocemos —dijo Edward  extendiendo la mano sin timidez alguna—. Soy Edward Cullen, un antiguo amigo de Bella del instituto.
Isabella tuvo que contenerse para no protestar. ¿Por qué utilizaba Edward  aquel ridículo nombre que le recordaba tanto al pasado? Aunque debía admitir que no le parecía tan ridículo cuando él lo decía. Nunca se lo había parecido.
—Jasper Minchow —dijo Jasper, estrechándole la mano con sencillez. El texano, de aspecto bonachón, era en realidad un sagaz hombre de negocios—. Encantado de conocerte. Los amigos de Isabella son mis amigos.
—¿Isabella? —preguntó Edward  intrigado— ¿Qué ha sido de Bella?
—¿Bella, eh? —Jasper la contempló un momento—. Me gusta.
—Pues a mí no —dijo Isabella, quitándole una pelusa de la solapa—. Y si alguna vez me llamas así, te mato.
Sonrió y tomó un sorbo de vino Jasper la miró un segundo, sorprendido.
—Tendré que recordarlo —dijo luego, con una risa comprensiva.
—¿Trabajas para el Gobierno, Jasper? —preguntó Edward, inclinando la cabeza, como si estuviese interesado en su respuesta. Igual que cuando se sentaban en la hamaca del porche y ella le hablaba de su día. El corazón se le encogió al recordarlo.
—Jasper es dueño de una empresa —dijo Isabella, elevando la mirada hacia el texano delgado y alto, agradecida de tener a su lado a un hombre tan apuesto—. No se dedica a la política.
Edward  la contempló un momento antes de volver a mirar a Jasper.
—Pensaba que todo el mundo es esta ciudad tenía algo que ver con la política.
—¡Por Dios, no! —dijo Jasper con una carcajada—. Yo me dedico a los coches. Nuevos, usados, compra-venta, alquiler, todo lo que se te ocurra. Somos uno de los concesionarios más grandes de General Motors de la Costa Este.
—¿De veras? —dijo Edward —. Qué impresionante.
Aunque sus palabras parecían sinceras, a Isabella le pareció que ser dueño de un concesionario no impresionaba a nadie en una ciudad donde la política era el tema recurrente de cada día.
—¿Hace mucho que salís, Bella y tú? —preguntó Edward .
—¿Te refieres a Isabella? —dijo Jasper, guiñándole un ojo a Isabella y tomando un sorbo de vino—. ¿Cuánto hace, querida? ¿Cinco o seis meses?
—Algo por el estilo —dijo ella, agradecida de que Jasper no hiciese ningún comentario sobre la naturaleza de su relación. Eran solo amigos que tenían un acuerdo: ella lo acompañaba a alguna fiesta de vez en cuando y él hacía lo mismo si ella necesitaba un acompañante.
Había sido la necesidad de Jasper de hacer contactos lo que había hecho que Isabella abandonase las palomitas y la película con Emmet para aceptar la invitación de Jasper a una de las fiestas más de moda de la capital. El acontecimiento era una oportunidad perfecta para que ella también se relacionase con la gente y se enterase de algún empleo nuevo. Hacía dos meses que, debido a una reestructuración de la empresa de Relaciones Públicas para la que trabajaba, se había quedado sin su empleo. Y pronto se le acabarían los ahorros. Sintió un poco de ansiedad al pensarlo, pero había estado otras veces en situaciones peores y había sobrevivido. Con que se cumpliera una sola de sus plegarias bastaría.
—Volvió a utilizar su apellido de soltera después de romper con él. De eso hace cuánto, ¿seis o siete años? —dijo Jasper, lanzándole una mirada interrogante.
—Mucho tiempo—dijo Isabella.
Jasper estaba repitiendo las mismas mentiras que ella llevaba años diciéndole a todo el mundo: que se había casado al acabar el instituto y se había divorciado poco tiempo después. Era un invento que explicaba fácilmente la presencia en su vida de un niño que ahora tenía nueve años y la ausencia de esposo.
—¿Estás divorciada? —preguntó Edward  con sorpresa—. Tu abuela ni siquiera me dijo que te hubieses casado.
—Entonces apuesto que tampoco te dijo que Isabella tiene un hijo —dijo Jasper. Isabella estuvo a punto de darle un codazo en las costillas. ¿Por qué no se callaba?
—De mi primer matrimonio —dijo Isabella, levantando la barbilla para lanzarle a Edward  una fría mirada.
—¿Primer matrimonio? ¿Has estado casada más de una vez?
Nunca había estado casada, y tampoco tenía ninguna intención de hacerlo. Pero eso era algo suyo y él no tema por qué esterarse de ello.
—A veces, la vida no resulta como nosotros queremos —dijo Isabella con voz profunda, para darle más misterio al tema.
—Venga, cielo. Ya sé que lo haces por divertirte, pero él se cree que lo dices en serio —dijo Jasper, rodeándola con su brazo y dándole un apretón—. Edward, conozco a Isabella desde hace bastantes años y, que yo sepa, se ha casado una sola vez.
—Con que tienes un niñito —dijo él.
—Emmet es un encanto de niño —dijo Jasper cuando Isabella no respondió—. Pero ya no es tan pequeño.
—¿Qué edad tiene tu hijo? —dijo Edward, mirándola.
Isabella pensó rápidamente. ¿Le había mencionado hacía poco a Jasper que Emmet acababa de cumplir nueve? ¿Se acordaría si lo hubiese hecho?
—Tiene ocho —dijo, tomando un sorbo de su copa de vino blanco.
—¿Tan mayor? —se sorprendió Edward. Casi se podía ver girar las ruedecillas de su cerebro haciendo cálculos—. Entonces tienes que haberte quedado embarazada...
—Un año después de marcharme de Lynnwood. La primavera siguiente —dijo Isabella, quitándole un año entero a Emmet. Por suerte, Edward  nunca vería al niño. Alto para su edad, era más probable que Emmet aparentase diez años en lugar de ocho.
—¿Ya vivías en la capital? —preguntó Edward .
Probablemente hacía la pregunta con interés, pero cuanto más hablase de aquello, más posibilidades tendría de meter la pata.
—Hace tanto de aquello... —dijo Isabella, con un gesto de despreocupación.
—¿Extrañas Lynnwood? —pregunté Edward, sin quitarle los ojos del rostro.
—La verdad es que no —dijo, acabándose el vino—. No tengo nada que hacer
allí.
—Están los amigos y la fam... —se interrumpió Edward  abruptamente al recordar que su abuela había sido su único pariente y que había muerto hacía poco tiempo—.¿Y tos amigos? ¿No los echas de menos?
—Oh, por favor —dijo Isabella, haciendo un gesto de exasperación—. Ambos sabemos que no era exactamente la Miss Popularidad. Lo cierto es que creo que no tenía ningún amigo entonces.
—Sí que lo tenías—dijo Edward . Ella lo miró, interrogante.
—Me tenías a mí —dijo Edward  suavemente—. Yo era tu amigo.
Isabella levantó la barbilla y lo miró a los ojos, deseando que él viese reflejado en los suyos lo que no le quería decir frente a Jasper. Que un amigo nunca habría hecho lo que él le hizo a ella.
—¿Dónde diablos queda ese Lindwood? —preguntó Jasper, masticando pensativamente un canapé de salmón, ajeno a la electricidad que había en el aire.
—En realidad, es Lynnwood —dijo Edward , mirando de reojo a Isabella—. Es un pueblecito en Kansas, a unos veinticinco kilómetros de Kansas City. Bella, quiero decir Isabella, y yo, crecimos allí.
Jasper se acabó la copa de vino.
—A veces pienso en volver a Texas, a mi pueblo. Pero luego recuerdo que tengo más coches en la tienda que toda la población de aquel sitio dejado de la mano de Dios y se me pasa el deseo —reflexionó. Lanzó una carcajada y se sirvió una copa de una bandeja que pasaba—. Dime, Edward , ¿todavía vives en Lindwood?
Edward  no se molestó en volver a corregirlo.
—Mi casa sigue estando en Lynnwood —dijo Edward, echando una mirada a Isabella—. Pero en este momento vivo en Arlington.
Isabella sintió un escalofrío. Emmet y ella vivían en Vienna, a un par de paradas de metro.
—Estupendo. ¿Tienes una tarjeta? —Sonrió Jasper—. Te haré una llamada y quizá podamos volver a vernos los tres.
—Me encantaría —dijo Edward  metiendo la mano en el bolsillo. Sacó una cajita de plata, extrajo una tarjeta y le escribió unos números antes de dársela a Jasper—. Generalmente estoy libre a la hora de la comida.
—Genial —dijo Jasper, tomando la tarjeta y metiéndosela en el bolsillo—. Dime, ¿has estado alguna vez en el restaurante griego cerca de Dupont Circle?
Edward  hizo una pausa, y luego negó con la cabeza.
—Tienen una comida buenísima. Te encantará.
—Seguro que sí —dijo Edward, mirando a Isabella.
Ella forzó una sonrisa. Si por ella fuera, Jasper podía meter la tarjeta en su fichero en cuanto llegase a su casa.
Porque había algo que sabía: el infierno se habría helado antes de que ella volviese a tener algo que ver con Edward Cullen.
.
.
.

—Pues bien, aquí estamos —dijo Isabella, abarcando con un gesto la habitación—.¿Qué te parece?
Lleno de cajas y maletas, el recibidor poco se parecía a la sala perfectamente ordenada que su abuela reservaba para las visitas. Pero la luz que se filtraba a través del ventanal le daba un aire alegre; y el papel floreado de las paredes, aunque anticuado, no tenía manchas.
Se dio la vuelta a mirar a su hijo y cruzó los dedos. Había decidido mudarse a Kansas movida por la necesidad. El contrato de alquiler vencía, tenía te cuenta de ahorros a cero y no había posibilidad de trabajo en Washington hasta septiembre. Lo más sensato había sido volver a Lynnwood, donde Emmet y ella tenían un sitio en el que vivir sin pagar ni un céntimo.
Al heredar la casa después de la muerte de su abuela, había planeado venderla, pero algo pareció impedírselo. Aunque sus años en Lynnwood no fueron felices, aquel había sido su único hogar. Ahora, con el mundo cayéndose a trozos a su alrededor, la atraía como un faro que promete refugio de la tormenta.
Y además, en Lynnwood estaría segura de no encontrarse con Edward. Le había resultado más fácil tomar la decisión de mudarse después de su encuentro con él en Washington. Era gracioso pensar que ahora ella estaría en Lynnwood y él en la capital.
—Este sitio huele mal —dijo Emmet, dejando una caja con  cacerolas  en el suelo.
Isabella sintió una opresión en el pecho. Todos le habían dicho que a Emmet no le gustaría mudarse, pero hasta aquel momento no se había quejado demasiado. Tomó aliento y se forzó a hablar en tono tranquilizador.
—Ya sé que es difícil mudarse a un sitio nuevo pero te prometo que todo saldrá bien.
—No es difícil —dijo Emmet, sorprendido—. Me gusta.
—Pero has dicho que huele mal —se sorprendió Isabella.
—Sí, porque huele mal en serió —dije Emmet, olisqueando el aire—. ¡Puaj! Huele y verás.
Isabella obedeció inhalando profundamente, lo que le causó un estornudo.
—¿No te lo dije?
—No es tan terrible. Tiene olor a cerrado. Cuando ventilemos un poco ya verás cómo cambia.
Emmet le lanzó una mirada escéptica.
—Venga, ayuda a tu madre a abrir algunas ventanas—le dijo Isabella.
El niño miró el jardín, anhelaste, mientras hacía girar una pelota de baloncesto entre las manos.
—Tenía ganas de echar unas canastas antes de cenar.
—Me temo que el aro que miras pertenece a los vecinos —dijo Isabella, recordando el día en que el señor Cullen lo había puesto.
—Entonces no los molestará que yo lo use.
—Cielo, acabamos de cambiamos de casa. Ni siquiera conozco a los vecinos — dijo. No era verdad, pero no estaba dispuesta de ninguna manera a pedirle nada a los Cullen.
—¿Puedo pedirles permiso? —preguntó Emmet, tomándole la mano con una mirada suplicante—. Por favor.
El corazón se le encogió al ver la desilusión reflejada en los ojos de su hijo, pero negó con la cabeza.
—¿Qué te parece si nos vamos al parque en cuanto saquemos todo de la furgoneta? Será más divertido. Seguro que habrá niños allí con quienes podrás jugar. Si no, quizá me convenzas para que juegue contigo —le sugirió.
—Gracias, ma —dijo Emmet, abrazándola fuerte—. Eres super guay.
Ella le retribuyó el abrazo, alisándole el pelo y disfrutando el momento. Emmet ya no era su bebé, era un niño que cada día se parecía más a su apuesto padre.
La idea de que la señora Cullen se diese cuenta de ello en cuanto viese al niño le había quitado a Isabella varias noches de sueño. Pero finalmente había decidido que sus preocupaciones eran ridículas. Para los Cullen y todos los demás, Edward  y ella apenas se conocían.
Emmet comenzó a incomodarse en sus brazos y lo soltó, dándole un beso en  el
pelo.
—¿Por qué no sacas tus maletas del coche y las llevas a tu habitación?—le dijo. El niño titubeó y ella lo miró con la maternal firmeza que había adquirido
después de nueve años.
—Cuanto antes vaciemos la furgoneta, antes iremos al parque.
Emmet fue hacia la puerta de entrada y Isabella se inclinó a recoger la caja con cosas de la cocina que Emmet había dejado en el suelo.
—¡Toc, toc! —dijo Esme Cullen, asomando la cabeza por la puerta  trasera—.
¿Hay alguien?
Isabella se enderezó de golpe y se secó las palmas de las manos en los vaqueros.
—Adelante.
Reconoció a la madre de Edward  inmediatamente. Aunque la mujer tendría unos cincuenta y tantos años, seguía teniendo el aspecto elegante y juvenil que Isabella recordaba. Su cabello oscuro no tenía trazas de gris y las pocas arrugas que rodeaban sus ojos color verde acentuaban su talante optimista. Llevaba unos pantalones cortos color caqui y un polo rojo, y podría haber pasado por la hermana de Edward .
—¿Bella? —titubeó la mujer, recorriendo con la mirada las largas y delgadas piernas de Isabella enfundadas en vaqueros y la camiseta que te quedaba como una segunda piel—. No sé si me recordarás, soy Esme Cullen. Vivo al lado.
—Por supuesto que la recuerdo, señora Cullen —dijo Isabella cortésmente, estrechándole la mano con firmeza.
—Por favor, llámame Esme.
—Solo si tú me llamas Isabella—dijo. Le costó trabajo no devolverte la sonrisa a la mujer, pero no deseaba en absoluto intimar con la madre de Edward .
La puerta de entrada se cerró con un golpe. Isabella y Esme se dieron la vuelta y vieron pasar a Emmet a la carrera y subir las escaleras. Esme la miró interrogante.
—Mi hijo, Emmet —explicó Isabella—. Tiene nueve años.
La edad le salió automáticamente y hubiese dado cualquier cosa por poder volver atrás, pero ya era demasiado tarde. Si hacía algún comentario en ese momento, solo lograda resaltar la metedura de pata.
—Mi nieto, Matt, cumplirá nueve el mes que viene. Hace tanto que mi hijo tenía esa edad que me había olvidado de lo activos que son —dijo Esme, con una risa ahogada, meneando la cabeza—. Noventa kilómetros por hora, veinticuatro horas al día, siete días por semana.
—Exactamente —dijo Isabella, lanzando una carcajada. A pesar de su intención inicial, sintió simpatía por su vecina—. Emmet me ha dicho que quiere jugar al fútbol, al baloncesto y al béisbol. Intenté explicarle que la mayoría de los niños eligen solo un deporte, pero me dijo que no sabía cuál elegir, que le gustaban todos.
—Mi hijo Edward  era así también. Por suerte, en un pueblo pequeño, los niños pueden hacer casi de todo.
Nuevamente se oyeron pasos en el recibidor y un segundo más tarde Emmet irrumpió en el salón.
—Ma,  ya  he  sacado  todo  de  la  furgoneta,  y  abierto...  —se    interrumpió—.Perdón.
—Emmet —dijo Isabella con una sonrisa tranquilizadora—, esta es la señora Cullen, nuestra vecina —miró a Esme—. Este es mi hijo, Emmet.
Emmet se acercó y alargó la mano.
—Mucho gusto, señora Cullen.
Isabella sintió que reventaba de orgullo. Desde pequeño le había enseñado buenos modales. Parecía que había servido para algo.
—Encantada de conocerte, Emmet —sonrió Esme cálidamente, estrechándole la mano al hiño—. Vivo en la casa de al lado, así que si necesitas algo, ya sabes.
—¿En la casa con el aro de baloncesto? —preguntó Emmet, abriendo mucho los
ojos.
—Sí —sonrió Esme, mirando a Isabella—. Según tu madre, te  gusta mucho jugar. Emmet asintió con la cabeza. Bajó la mirada un momento y tomó aliento.
—¿Le importaría si fuese de vez en cuando a echar unas canastas? Lo haría con cuidado. Le prometo no golpearle el coche—pidió.
Isabella lo miró con horror.
—Cielo, la señora Cullen solo lo decía por ama...
—Por supuesto que puedes venir —dijo Esme—. Es decir, si tu madre está de acuerdo. Isabella contuvo el atiento, mirando primero a uno y luego al otro. Lo más fácil sería decir que sí. Pero Isabella había aprendido hacía tiempo que lo más fácil no tiene por qué ser lo correcto. Permitir que Emmet jugase en el patio de Esme Cullen habría sido una locura. Nada bueno podía surgir de ello, solamente problemas. Y bastantes problemas había tenido en su vida como para buscarse más.




EDWARD

Edward  detuvo el coche de alquiler en la entrada de la casa de su madre y lanzó un suspiro de alivio. El vuelo desde Washington a Kansas City había tenido muchas turbulencias, y luego había llovido todo el camino hasta Lynnwood.
Salió del coche y estiró las piernas. Qué bien estar en casa. Además, era un día precioso. Le extrañó que su madre no saliese a recibirlo, pero después se dio cuenta de que faltaba su coche y recordó que ella jugaba al golf los miércoles por la tarde. Tardaría horas en llegar a casa. La elección de un vuelo temprano le había parecido a Edward  una buena idea, pero ahora se encontraba sin saber qué hacer.
Podía ir a ver a su hermana. Con sus tres niños, todos menores de diez años, la casa estarte llena de actividad. Pensándolo bien, le apetecía mucho más descansar solo un rato, tomándose una cerveza, que tener que vérselas con sus sobrinos.
Le llevó unos minutos descargar el coche. Después de dejar su equipaje en el recibidor, sacó una cerveza del refrigerador y salió al jardín. La tormenta había dejado todo limpio y el aire olía a primavera.
Secó con la mano a la hamaca de madera del porche y se sentó. Contempló las cuidadas casas de dos pisos, con su césped recortado y abundantes flores tempranas. Había crecido en aquella manzana. Algunos de sus mejores recuerdos procedían de aquel vecindario, del porche de su casa. O de la casa vecina, de la escalinata de la casa de Bella.
Miró hacia la casa de al lado, apenas visible entre los árboles. Un movimiento súbito de algo rojo le llamó la atención. Dejó la cerveza en el suelo y se acercó a la verja para observar mejor. Alguien se había mudado finalmente a la casa de abuelita.
La abuela de Bella siempre había sido «abuelita» para todos los chicos del barrio. Cuando murió, poco tiempo después de que Edward  se marchase a   Washington,todo el barrio sintió que había perdido a su abuela, no solo Bella. Intentó ver quién había llegado, pero la vegetación se la impedía. Llevado por un impulso, decidió presentarse al nuevo vecino y pasó por el mismo hueco del cerco que siempre había usado de atejo.
Inmediatamente se dio cuenta de que era una mujer: una mujer atractiva que llevaba unos minúsculos pantalones cortos rojos que apenas si le cubrían el bonito trasero. La mirada apreciativa de Edward  descendió para detenerse en las largas y torneadas piernas antes de volver a subir por la piel dorada hasta el torso cubierto por un sujetador de biquini. Estaba de pie en una destartalada escalera, rascando la pintura de usa de las ventanas con una espátula.
—¿Necesitas ayuda?
Sobresaltada, la mujer se dio la vuelta de golpe; el movimiento hizo que la escalera se tambalease, y ella lanzó un grito de alarma. Edward  cruzó el jardín corriendo y la recibió en sus brazos antes de que tocase el suelo. El impulso provocó que Edward  cayera, pero protegió el cuerpo de la mujer con el suyo, recibiendo él todo el impacto de la caída. Se quedó quieto un segundo e intentó recuperar el aliento mientras esperaba que el corazón se te calmase. Pero las suaves curvas que se apretaban costra su cuerpo hacían que le resultase imposible. La mujer se dio la vuelta en sus brazos para mirarlo.
A Edward  se le paró el corazón. Un par de conocidos ojos marrones se abrieron, sorprendidos.
Por un segundo sintió que tenía dieciocho años otra vez y se encentraba encerrado en un armario con el aire más cargado que durante una tormenta eléctrica en Kansas.
Automáticamente apartó con la mano el mechón de cabello teñido de rojo claro que se le había escapado de la coleta a Bella.
Esta emitió un grito ahogado y se echó hacia atrás, cayendo de sus brazos al suelo. Se puso rápidamente de pie, agitada.
Confuso, Edward  se incorporó apoyándose en un codo.
—¿Estás bien? —fue lo único que se le ocurrió decir, dadas las circunstancias.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó ella con los ojos relampagueantes.
—Yo podría hacerte la misma pregunta.
—Yo vivo aquí —dijo ella elevando la barbilla en un gesto desafiante—. Me mudé hace dos semanas.
—No dijiste nada de cambiarte aquí cuando nos encontramos en la fiesta —dijo él con sorpresa.
—No lo decidí hasta el mes pasado.
La frialdad de su tono lo sorprendió. Aunque ella había estado bastante fría durante la fiesta, Edward  lo había atribuido a que se encontraba acompañada. Pero ahora no estaba acompañada.
Edward  se puso de pie. Tenía la camisa manchada por el resbalón en la hierba y unas ramitas pegadas a las mangas. Se las sacudió y esbozó su mejor sonrisa.
—Bienvenida, pues.
—Gracias —dijo ella—. Todavía no me has dicho qué haces aquí.
—Acabo de llegar —hizo un gesto hacia su casa—. Estoy haciendo tiempo hasta que mi madre vuelva.
—Entonces, ¿estás de visita? —pregustó, relajándose un poco. La sonrisa de Edward  se hizo más amplia.
—Lo cierto es que yo también me he mudado. Qué coincidencia. Tú y yo juntos nuevamente.



ISABELLA
¿Una coincidencia?
Isabella se lo quedó mirando horrorizada. Su presencia en el pueblo era una complicación con la que no había contado. Se le hizo un nudo en el estómago.
—¿Vivirás con tu madre? —preguntó, resistiendo el impulso de cruzarse de brazos.
—Ya estoy un poco mayorcito para eso —rió Edward —. Tengo mi propia casa.
—¿En Kansas City? —preguntó Isabella, con la esperanza de que su casa estuviera en cualquier sitio menos en Lynnwood.
—¿Y por qué iba a comprar una casa en KC si trabajo en Lynnwood?
A Isabella le dio un vuelco el corazón. No tenía dinero para volverse a cambiar de casa. Y aunque lo hiciese, ¿a dónde iría?
—Compré la vieja casa de los Armbruster. Isabella levantó la cabeza, sorprendida.
—¿Te has comprado la mansión? —dijo, y las palabras le salieron de la boca antes de que pudiese detenerlas.
Edward  sonrió y se le marcaron arruguitas alrededor de los ojos.
—Te acuerdas.
—Vagamente —dijo ella, restándole importancia con un gesto de la mano.
¿Cómo iba a olvidarse? Cuando los Armbruster vivían allí, la casa siempre estaba iluminada y llena de risas. Muchas noches, cuando las estrellas se hallaban especialmente brillantes y el aire cálido, ella y Edward  habían ido andando por la acera oscura hasta la esquina, deteniéndose a contemplar la mansión. ¿Por qué le había resultado tan atractiva? ¿Sería porque siempre estaba a rebosar de gente, mientras que ella se sentía sola y aislada? ¿O porque le daba sensación de estabilidad? La casa tenía cien años. Era un castillo, una fortaleza, parte del pueblo. Mucho más que ella.
Una vez, cuando Edward  le dijo que pidiese un deseo, deseó que algún día la mansión fuese su hogar. Por supuesto que él también estaba incluido en el sueño. Qué tonta era.
—¿Quieres verla por dentro? —dijo Edward , sacando un llavero del bolsillo—. Me encantaría mostrártela.
Isabella se sintió tentada durante un segundo. Aunque se había jurado guardar las distancias con Edward, siempre se había preguntado si el sitio sería tan hermoso por dentro como lo era por fuera.
Edward  sonrió, incitante, haciendo tintinear las llaves.
—Venga, Bella.
El nombre actuó como un cubo de agua fría, haciéndola volver a la realidad. Tenía que recordar que Edward Cullen era un camaleón, podía cambiar de color en un instante. Un hombre capaz de susurrarle palabras de amor en un momento y dos segundos más tarde reírse de ella. Alguien que le había demostrado que no se podía confiar en él
—Lo siento, pero no —le dijo. La cortesía tendría que haberle hecho añadir que quizá en otra ocasión, pero en vez de decir eso, levantó una ceja y, mirándolo, añadió—: Y, Edward...
Edward  la miró y ella sintió un instante de pena al ver su expresión de desilusión. Era incomprensible cómo podía parecer tan sincero con lo taimado que era. Afortunadamente, no era una cuestión de comprender, sino de recordar.
—Ahora me llamo Isabella. Hace mucho que Bella ha dejado de existir.
—Puede que hayas cambiado de nombre, pero sigues siendo la misma persona.
—En eso sí que te equivocas.
La dulce e ingenua Bella había muerto cuando él traicionó su confianza hacía diez años.
¿La misma persona? ¿La misma tonta enamorada? Desde luego que ya no lo era. Y nunca jamás lo sería.

11 comentarios:

  1. uh uh uhhhh hay algo que no me cuadra y es por que edd actua asi si el la uso y demas no la trataria asiiii de seguro ahi hubo trampaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa armada en contra de ambos

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  2. Genialisimo! Me encanta ojalá puedan poner el nombre original al final

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  3. O Edward es un descarado o les jugaron chueco a ambos

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  4. awww me encanta! y eso que apneas es el primer capitulo, obvio estaré pendiente de la actualización!!

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  5. Que paso??? Veo a Edward muy relajado y Bella llena de rencor!!!

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  6. Ohhh pero que le hizo Edward???? Porque parece que Edward no se acuerda de nada malo, mientras que Bella sigue con el recuerdo de algo... Que pasaría???
    Besos gigantes!!!
    XOXO

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  7. Ese es el misterio osea Edward tiene buenos recuerdos de ellos hasta pareciera que la quiso mucho pero para Bella es todo lo contrario, pense que Esme reconoceria a Emmett eso si se le va armar la bronca a Bella cuando Edward se entere de que tiene un hijo.

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  8. Wow!
    Me ha dejado atrapada,
    Muchas gracias por esta adaptacion

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  9. Hay algo raro allí, Edward no parece nada culpable o arrepentido.

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