EHQMO-Capítulo 1



Diez años más tarde...

Bella

Por lo que se refería al nivel de dificultad, era como si Bella Swan estuviera cargando con un cadáver. Sin embargo, no podía hacer nada más, por lo que tiró y tiró hasta que, por fin, consiguió colocar la caja sobre el trineo y atarla para que no se moviera. ¿Qué importaba que las cajas de cartón no estuvieran diseñadas para un tratamiento tan brusco? Aquélla no tenía elección.

Había llegado el momento de marcharse, pero Bella se volvió hacia la cabaña. Sus pesadas botas de nieve se agarraron al resbaladizo escalón y, entonces, ella agarró la puerta y la cerró con llave. En la cabaña todo estaba en orden. Limpio, ordenado y completamente impersonal. Misión cumplida.

Se subió al asiento de su vehículo de nieve y se dirigió al teleférico.

Entonces, al llegar allí, detuvo el vehículo y bajó de nuevo la caja del trineo. Hizo un gesto de dolor cuando no tuvo más remedio que volver a golpear duramente la caja. Después, volvió a montarse en el vehículo y se dirigió a la torre de control para aparcarlo en su sitio, al lado de la puerta.

El vehículo de nieve era de Jacob. También lo era el pesado abrigo que él había insistido en que ella se pusiera antes de que le permitiera dirigirse a la cabaña. La radio que llevaba en el bolsillo le pertenecía a él también. Había cobrado vida hacía unos minutos para permitir que Jacob, desde su puesto de jefe de pista, le dijera que se diera prisa porque el tiempo estaba empeorando, el último teleférico que bajaba de la montaña iba a salir en cinco minutos y esperaba que ella estuviera dentro.

Tras dejar todo en su sitio, desató el trineo y lo guardó en el compartimiento correspondiente. Jacob insistía mucho en el orden a todos sus empleados. Si todo no estaba en su sitio, corrían el riesgo de que él los despidiera de Silverlake Mountain y que tuvieran que trabajar en los bares, restaurantes y albergues de esquí de Queenstown.

—¿Está hecho todo? —le preguntó Jacob cuando ella entró en la sala de control y cerró la puerta.

—Todo hecho —respondió Bella tras dejar las llaves del vehículo de nieve en el llavero que había al lado de la puerta y la radio en el cargador. Se sacó las llaves de la cabaña del bolsillo y se las ofreció a Jacob. Que ella supiera, aquéllas no se colgaban en ningún sitio—. Mi madre me dijo que te diera éstas también.

Jacob se limitó a frotarse uno de los brazos en vez de tomar las llaves, por lo que Bella las dejó sobre la mesa. Francamente, no quería volver a verlas. Y no podía culpar a Jacob porque le ocurriera lo mismo.

—Francamente, eso que hacían, jamás me pareció bien —musitó Jacob.

—Sí, bueno, no eres el único.

Una verdad por otra y sólo porque se trataba de Jacob. Todos los demás se encontraban con un silencio hostil y desafiante, un mecanismo de defensa que había desarrollado en su adolescencia.

—Pero ya ha terminado todo—añadió.

La muerte solía terminar con muchas cosas.

—¿Cómo está tu madre? —le preguntó Jacob—. ¿Está en el entierro?

—No —respondió Bella muy cansada—. Por supuesto que no. Ha ido a darse un paseo por las orillas del lago Wanaka. Creo que se va a despedir de él allí.

—¿Va a trabajar esta noche en el bar? —quiso saber Jacob. Bella asintió.

—Sí. Estás invitado a pasarte y a tomarte una copa en honor al muerto esta noche. Discretamente, por supuesto, pero paga la casa. Es la única manera de despedirse cuando uno no se puede despedir oficialmente.

—Ella lo quería mucho —dijo Jacob—. Eso hay que admitirlo.


 —Lo sé. Es que...

La amargura no le sentaba bien. Bella trataba de evitarla a toda costa. Sin embargo, se había pasado toda una tarde retirando las pistas del paso de su madre por la vida de James Masen y recordando exactamente todas las cosas a las que su madre había renunciado por él y lo que había recibido a cambio.

—Lo sé.

No era culpa de Jacob, sino del pésimo estado de ánimo de Bella. No era culpa de Jacob que él hubiera sido el desgraciado empleado encargado de cuidar a la joven Bella aquella primera vez que Esme Elizabeth Swan había subido a la cabaña para estar con su amante casado. No era culpa de Jacob que hubiera tenido que cargar con Bella todas las veces subsiguientes, hasta que Bella había sido lo suficientemente mayor como para no necesitar canguro.

Jacob la había enseñado a esquiar, a amar la montaña y la había mantenido a salvo de todo a excepción de la amarga realidad. Nada hubiera podido mantenerla a salvo de eso.

Las cosas habían cambiado para Bella después de que la aventura de James Masen con Esme hubiera salido a la luz. Sus amigas habían dejado de serlo y ella jamás había aprendido a hacer amigas nuevas. Cuando los chicos comenzaron a fijarse en ella, había descubierto que sus anteriores amigas se convertían en celosas y furiosas enemigas que sabían exactamente golpearle donde más le dolía.

—¿Vas a quedarte en Queenstown durante un tiempo para ayudar a tu madre a sobreponerse a la nueva situación? —le preguntó Jacob.

Bella se encogió de hombros.

—Me puedo quedar un par de semanas. Luego, tendré que regresar a mi trabajo en Christchurch.

—He oído que has encontrado un trabajo de diseñadora allí. —Así es.

Efectivamente, su testarudez y su talento la habían ayudado a conseguir un trabajo como diseñadora gráfica para una empresa de efectos especiales para películas. La testarudez y el talento la habían mantenido allí. La recompensa era que no tenía que enfrentarse a la realidad a diario. La realidad estaba demasiado valorada.

—¿Podrías hacerlo desde aquí?

—¿Y por qué iba a querer hacerlo desde aquí?

—No lo sé —dijo Jacob rascándose la cabeza y frunciendo el ceño—. Podría ser diferente para ti ahora que James no está.

—No veo por qué. Alice sigue aquí. Edward sigue aquí. La viuda de James sigue aquí. Y siguen siendo los dueños de la mitad de esta ciudad. Jamás han sentido la inclinación de hacer que nada le resulte fácil a un Swan.

—No fue fácil para nadie —dijo Jacob—. Podría ser un buen momento para olvidarse de las antiguas rencillas.

—Estás comportándote de un modo racional —comentó Bella—. La interacción entre los Swan y los Masen no es nunca racional.

—No tiene por qué ser así.

—Claro que sí —murmuró ella. Se abrió a Jacob porque el hombretón siempre se había mostrado amable con ella y sabía más de la verdadera Bella Swan que la mayoría—. Jacob, no quiero regresar a Queenstown. Lo único que he hecho aquí siempre es esconderme de otras personas. Ponerme máscaras para que la gente viera lo que esperara ver. Una chica que se encuentra completamente a gusto en un bar lleno de desconocidos. La desafiante hija de la amante de James Masen. Una sirena en mi propio derecho, completamente cómoda en mi papel. Todo máscaras. Por el contrario, en Christchurch... —añadió Bella encogiéndose de hombros—. Allí, por fin he reunido el valor de quitarme la máscara para ser sólo yo.

—¿Estás haciendo amigos?

—No es eso. Todavía no, pero, al menos, no tengo enemigos. Eso ya es algo, ¿no te parece?

Bella comprendió que lo había avergonzado. Y había dejado demasiado en evidencia. La situación no le resultaba cómoda. Había llegado el momento de escapar.

—¿Vas a enviar ese teleférico ya colina abajo? —Estoy esperando a otro pasajero.

—¿A quién?

Las pistas de esquí llevaban cerradas desde la hora del almuerzo a causa del cambiante tiempo. Bella se había imaginado que todos los esquiadores y todos los empleados habían bajado hacía mucho tiempo. Todos a excepción de Jacob, que vivía en la montaña en una cabaña a medio kilómetro de distancia del complejo principal.

—Edward.

—¿Edward? ¿Qué Edward? —preguntó ella. Jacob no respondió. Tampoco la miró a los ojos. El estómago de Bella empezó a retorcerse de dolor—. ¿Me estás diciendo que Edward Masen está aquí arriba?

—Subió hace un par de horas. Está en el mirador. —¿Haciendo qué?

Jacob se encogió de hombros.

—Pero... ¿Cómo puede estar aquí? —preguntó ella. Había planeado su excursión en un momento del día en el que ningún miembro de la familia Masen estaría cerca de allí—. ¿Por qué no está en el entierro de su padre?

—No se lo he preguntado. Además, no estaba buscando conversación, Bella. Estaba buscando soledad.

Edward Masen iba a bajar con ella de la montaña. Sólo Edward Masen, Bella Swan y una caja llena de pruebas de la relación que la madre de ella había tenido con el padre de él durante doce años.

—Genial —musitó ella—. Simplemente genial. ¿Podrías bajar otro teleférico para que él pudiera ir solo? El teleférico consistía de varias cabinas que realizaban un trayecto de subida y bajada de veinte minutos.

—No. Hay aviso de ventisca. Tienes suerte de que yo esté dispuesto a hacer bajar uno más —replicó. Entonces, miró a través del grueso cristal de la ventana de la cabina de control y asintió—. Hora de marcharnos, muchacha. Ahí está Edward.

Bella miró en la misma dirección que Jacob. Efectivamente, ahí estaba. Edward Masen. Bajaba por el sendero hacia el teleférico con el cabello negro revuelto por el viento y su hermoso rostro contraído por el empeoramiento del tiempo. Un hombre tan imprevisible y tan sexy que a ella le había provocado una extraña sensación en el vientre. Pero eso había sido antes de que Edward conjurara su odio por todo lo que estaba relacionado con los Swan.

—Genial —susurró ella—. Simplemente genial.

Agarró un viejo sombrero de piel de oveja con orejeras del surtido de objetos perdidos que había detrás de la puerta y se lo puso encima del que llevaba puesto. Ya se encargaría ella de devolverlo. Añadió una gruesa bufanda negra y unas gafas de esquí mientras Jacob la miraba completamente asombrado.

—Supongo que también te vas a llevar mi abrigo. —Sí. Te lo devolveré mañana.

No por primera vez aquel día, Bella dio gracias por haberse puesto su ropa de esquí más vieja. El mono unisex que se había comprado hacía años durante un breve periodo de tiempo en el que trató de ocultar su figura, su feminidad. Las botas de esquí eran negras, grandes, muy usadas. Botas que no tenían nada de femenino.

—El cabello —le dijo Jacob. —Es verdad.

Se quitó el gorro y las gafas y se retorció el cabello una y otra vez hasta poder colocarlo debajo del gorro de lana. Luego, se volvió a poner el que se había quitado y las gafas. Su cabello pelirrojo era un legado de su madre y resultaba muy distintivo. A los hombres les fascinaba. Los peluqueros querían conservarlo. Bella no se quejaba del color de su melena, era cierto, pero, en aquellos momentos, lo quería escondido. Se bajó las orejeras del gorro de piel de oveja.

—¿Mejor?

—Pareces la prima esquimal de ET —dijo Jacob—. Supongo que de eso se

trata.

—Así es —afirmó ella mientras se colocaba las gafas sobre los ojos. —O podrías ser tú misma.

—Eso no. Te presento a JT. La J es de Josh. Trabaja para ti.

—Vete —dijo Jacob con una expresión de desaprobación. Entonces, cuando

Bella se inclinó para besarlo, se retiró hacia atrás—. ¡Eh, no me beses!

—Como quieras —replicó ella dándole un masculino manotazo en el brazo —. ¿Vas a ir al bar esta noche?

—Si mejora el tiempo, lo que no creo que ocurra. Dile a tu madre que bajaré para que me invite a esa copa mañana por la mañana.

—Lo haré.

—Y dile que siento mucho su pérdida. Espero que se lo digas bien.

—Se lo diré bien —prometió Bella, con un nudo en la garganta. Jacob comprendía muy bien la posición en la que había quedado su madre. Esme Swan, dueña de un bar que, se decía, había sido regalo de James Masen, no recibiría mucha compasión de nadie por la muerte de James. Tendría que lamentarse de la pérdida de su amante en solitario silencio—. Practicaré antes.

Jacob volvió a hacer un gesto de reprobación con los ojos. Entonces, se puso a mirar por la ventana de la torre en dirección al cielo.

—Kia waimarie, pequeña. Buena suerte. Mantén la cabeza baja. Y cierra la puerta cuando te marches.

Jacob esperó hasta que Bella salió para frotarse el brazo que tanto le dolía y dejar escapar un suspiro. La muchacha no se equivocaba en lo de querer evitar a Edward Masen precisamente aquel día, pero que pudiera hacerlo era un asunto completamente diferente. Lo más probable era que, en algún momento del descenso, Edward Masen se diera cuenta de quién era. Lo más probable era que empezara a atar cabos.

Jacob daba trabajo a adolescentes si tenían la experiencia y la constancia que él estaba buscando, pero no los contrataba tan jóvenes. Nunca.

Tampoco tenían sus empleados la piel de alabastro, delicada mandíbula y, si un hombre podía apartar la mirada de aquellos labios, algo que a algunos les resultaba imposible, sus ojos, del color de las nubes que traen la nieve, la delatarían. Nadie tenía unos ojos como los de las mujeres Swan. No de ese color. Ni con la expresión de desafío que acechaba en las profundidades. Una sensual mezcla de orgullo y vulnerabilidad. Un hombre podría perderse en aquellos ojos y no volver a salir a la superficie, como si se hubiera visto arrastrado por una sirena. Jacob había visto como algo así ocurría y había visto el destrozo que había causado.

—Baja los ojos, muchacha —susurró—. Dale a ese muchacho una oportunidad.



Edward

Edward Masen bajó la cabeza y apretó el paso para dirigirse al teleférico. El tiempo era tan malo e imprevisible como su estado de ánimo. Sus sentimientos eran una terrible mezcla de tristeza y lamento, de ira y de desafío. No había podido soportar quedarse hasta el final del entierro de su padre. La sentida pena de su madre había acicateado su furia. Las súplicas de su hermana para que él no empeorara las cosas sólo habían conseguido empujarlo con más insistencia a marcharse antes de que maldijera a su padre para que se pudriera en el infierno durante toda la eternidad.

Eso ya no se habría podido arreglar. Su madre, el pilar de la sociedad, se habría desmoronado por completo. Alice, su hermana, era más fuerte. Alice le habría hecho pagar muy caro el hecho de haber sometido a la familia a más escándalos. Sólo los cotillas se habrían sentido satisfechos, pero no por mucho tiempo. No lo estarían nunca.


Le hubiera gustado tener una mujer con la que consolarse y, efectivamente, allí había más que suficientes. Sin embargo, hasta aquél pequeño consuelo apestaba al legado de su padre. Falta de consideración, impulsividad y apetitos no saciados fácilmente. Tal vez Edward había dejado de sufrir de falta de consideración hacía unos años y tal vez él hacía todo lo posible para controlar su impulsividad, pero de lo último era culpable sin remisión.

En lo que se refería a las mujeres y a las relaciones sexuales, no se satisfacía fácilmente. En lo que se refería al indiscriminado uso que podría hacer del cuerpo de una mujer aquella noche y las pocas posibilidades que ella tenía de despertar sus sentimientos, bueno... Ninguna mujer se merecía algo así. Era mejor para todos simplemente practicar lo que su difunto padre jamás había practicado y quedarse sin sexo.

Su madre había organizado una copa de despedida para después del entierro, pero él no tenía intención alguna de aparecer por allí. Había preferido ir a la montaña para honrar la memoria de su padre a su modo.

El teleférico era una novedad en la montaña sobre la que él había estado a favor. Había reemplazado al anticuado telesilla y había doblado los beneficios de Silverlake de la noche a la mañana. El deporte del esquí había cambiado. Lo de enfrentarse a los elementos y esforzarse físicamente por subir la ladera de la montaña ya no formaba parte de la experiencia. Todo había cambiado para centrarse en la comodidad.

Miró hacia las ventanas de la torre de control y saludó al jefe de la pista de su padre con la mano. Nadie sabía por qué Jacob no había estado en el entierro, pero el corpulento maorí siempre había regido su vida por leyes propias.

No obstante, siempre había sido leal a James Masen.

Un muchacho muy abrigado salió de la torre y se dirigió hacia el teleférico, en el que entró detrás de él. Cuando los dos estuvieron dentro, cerró las puertas.

Edward se sacudió la nieve del abrigo y se pasó la mano por el cabello. No iba vestido para subir a la montaña. Bajo el pesado abrigo de lana, iba vestido para un entierro. La única concesión que le había hecho a la montaña había sido cambiarse los zapatos de vestir por unas botas de nieve. No había sido suficiente para un tiempo tan malo.

Se fijó en el muchacho. Resultaba algo menudo para ser uno de los trabajadores de Jacob. Él solía contratarlos más corpulentos. Dejando el cerebro al margen, la fuerza bruta era siempre muy necesaria en la montaña y todos los que trabajaban allí lo sabían. El muchacho tenía los pies separados, las rodillas ligeramente dobladas. Por su aspecto, parecía uno de esos muchachos que practican el snowboard. Hardcore, a juzgar por las prendas tan poco conjuntadas. Nada de prendas de marca. Aquel muchacho parecía más interesado en la emoción de subir una montaña y otra y otra más. No tenía nada que demostrar a nadie más que a sí mismo.

Edward lo envidiaba.

Lo que él tenía que hacer en los próximos seis meses era demostrar a los banqueros y a los accionistas que él era tan bueno como su padre en lo que se refería a la dirección de los negocios familiares. Como si no lo hubieran criado desde la cuna para alcanzar aquella posición, aprendiendo desde abajo a las órdenes de su padre.

A James Masen se le había comunicado que se estaba muriendo hacía dos años. Desde aquel momento, había empezado a traspasar los poderes de la dirección de Masen a Edward. Le había enseñado con el ejemplo. Lo que hacer, lo que no hacer y cómo recuperarse. Había hecho que Edward lo admirara en muchos sentidos. Había conseguido que Edward se preocupara por el negocio que tenía bajo su control y por la gente que trabajaba para él.

James Masen siempre había ido dos pasos por delante en cualquier cosa, excepto en lo que se refería a pensar que su esposa, tan de buena familia, y su bella y sensual amante pudieran coexistir pacíficamente en aquella ciudad.


En lo que se refería a eso, James Masen había sido un estúpido. Edward comprendía perfectamente lo que su padre había visto en Esme Swan. No había estado entonces tan ciego como lo estaba en aquellos momentos. Una sensualidad latente que afectaba con fuerza a un hombre. Un descarado conocimiento sobre cómo satisfacer esos deseos, un conocimiento del que la puritana y bien educada madre había carecido por completo.

Lo que James Masen deseaba, lo poseía. Podría haberse salido con la suya si lo hubiera dejado tan sólo en eso. Si sólo lo hubiera hecho una vez. O dos.

Sin embargo, lo había tenido que tener todo sin importarle el dolor que les causaba a los que le rodeaban.

El teleférico comenzó a moverse suavemente mientras aún estaba bajo la protección de las paredes y del tejado de la terminal. Entonces, el viento comenzó a azotarla. La nieve empezó a cubrir las ventanas y el descenso se hizo mucho más movido. Tanto Edward como el muchacho miraron automáticamente al cable para asegurarse de que todo estaba en orden.

El muchacho miró hacia el intercomunicador que había en la pared, como si estuviera valorando la necesidad de ponerse en contacto con Jacob. Edward también lo miró.

—Según la predicción meteorológica, el frente aún está bastante alejado — dijo el muchacho por fin. Su voz apenas resultaba audible bajo la bufanda.

Edward asintió. Había visto cómo se acercaba la tormenta desde el mirador. Decidió que, debido a su compostura y conversación, el muchacho debía ser algo mayor de lo que había pensado en un principio. No servía de nada tratar de juzgar la edad del muchacho por el rostro, dado que lo único que se le veía era la boca.

Y menuda boca.

Edward apartó la mirada. Rápidamente.

¿Qué demonios le ocurría?

Otro golpe de viento sacudió el teleférico y lo hizo zarandearse de un lado a otro. Esto provocó que tanto él como el muchacho volvieran a levantar la mirada hacia el cable que los sujetaba. Una vez más, el muchacho miró hacia el

Interfono.

Una vez más, Edward estudió lo poco que podía ver del rostro del muchacho bajo el gorro, las gafas y la bufanda. Entonces, turbado, apartó la mirada.

El viento amainó un poco y el teleférico dejó de moverse de un lado a otro. Parecía que ya no había nada de lo que preocuparse.

Ya sólo quedaban once minutos para que terminara el trayecto. Además, no servía de nada mirar por la ventana. La visibilidad era cero. Por lo tanto, para no mirar al muchacho, sólo podía mirar a la caja.

El muchacho parecía inquieto. Cuando se movió, Edward contuvo la necesidad de mirarlo y mantuvo los ojos pegados a la caja.

Diez minutos.

El teleférico comenzó a ascender suavemente a medida que se acercaba a la primera de las siete torres de conexión. Edward sintió que el cabello de la nuca se le erizaba. El muchacho lo estaba estudiando a él en aquellos momentos. Lo sentía.

Y la reacción de Edward fue de puro deseo. El corazón comenzó a latirle con fuerza. Seguramente Jacob había disminuido la velocidad por el viento y por el hecho de que se estuvieran acercando a la torre. Sin embargo, el teleférico comenzó a detenerse hasta que se quedó inmóvil, balanceándose en el viento.

Edward se agarró a la barra y se dirigió al interfono. Igual que el muchacho, si era verdad que trabajaba con Jacob, había trabajado en los remontes de aquella montaña. Sabía lo que había que hacer.

—Jacob, ¿estás ahí?

Jacob no respondió y tampoco la operadora que, supuestamente, se ocupaba de dirigir la estación base. Mala señal. El muchacho no dijo nada. Se limitó a mirar a Edward a través de aquellas malditas gafas de esquiar y a morderse el labio inferior. Edward tensó los suyos.

—Jacob —repitió—, ¿me oyes?

Cuando siguió sin recibir respuesta, colocó de malos modos el interfono de nuevo en su lugar y se sacó el teléfono móvil del bolsillo del abrigo. No tenía cobertura. No era que lo hubiera esperado. Las ventiscas producían ese efecto.

Maldita sea.

El muchacho también se sacó el teléfono móvil del bolsillo y comenzó a apretar botones con la mano enguantada.

—Yo tampoco tengo cobertura —murmuró. —Volveré a llamar a Jacob dentro de un minuto — dijo Edward.

Le dio diez. Diez minutos de tenso silencio, acompañados por una fascinación hacia aquel muchacho que Edward ni siquiera quería intentar definir.

—Alguien debería haberse puesto ya en contacto con nosotros.

Lo que el muchacho no había dicho era que el hecho de que Jacob no siguiera el protocolo significaba con toda probabilidad que estaba teniendo problemas en la torre de control. Lo mismo se podía decir de la base. Debía de haber alguien allí abajo, porque, si no, el teleférico no habría funcionado.

—El interfono funciona, por lo que probaré otros canales. Tal vez logre

contactar con alguien.

No encontraron a nadie más.

Pasaron otros cinco minutos. Otra ráfaga de viento azotó el teleférico, con mucha más fuerza que antes. Las manos del muchacho se agarraron con fuerza al pasamanos y miró al cable que los sostenía. La bufanda se le cayó del rostro y dejó al descubierto una piel blanca como el marfil y una mandíbula que, con toda seguridad, jamás había visto una cuchilla. ¿Piel blanca como el marfil? ¿En un muchacho?

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó antes de que pudiera contenerse—. ¿Catorce? ¿Quince?

—Más. —¿Cuántos más? —Bastantes más.

¿Bastantes más? ¿Qué clase de respuesta era ésa?

—Diecinueve —dijo el muchacho rápidamente, como si le hubiera leído el pensamiento a Edward.

—¿De verdad? —replicó. El muchacho se encogió de hombros.

Edward estaba empezando a pensar que había más abrigo, sombrero y bufanda que muchacho. De diecinueve nada. Miró de nuevo al muchacho como si estuviera buscando... ¿qué exactamente? ¿Respuestas? ¿Una razón para su fascinación? Jamás se había sentido inclinado hacia los de su propio sexo y no tenía intención de empezar en aquel momento.

Fueron pasando los minutos, aunque no en silencio. El rugido del viento y la tensión del cable se encargaban de eso. Sin embargo, no se produjo más conversación. Y la radio que los comunicaba con el mundo exterior se mantuvo sumida en un ominoso silencio.

Edward miró el reloj y luego miró al muchacho. Se preguntó por qué no se quitaba las gafas. Después de todo, no parecía probable que fueran a abandonar el teleférico en un futuro cercano.

—¿Vives en la ciudad? —le preguntó Edward. El muchacho asintió.

—¿Vives solo? Es decir, ¿hay alguien que pueda darse cuenta de que no estás y dar la señal de alarma? —aclaró. No se trataba de una frase de las que se utilizaban para flirtear con una persona, pero, por si acaso, sintió la necesidad de aclararlo.

—Yo no contaría con eso. Mi... mi compañera de piso está fuera de la ciudad esta tarde y luego trabaja esta noche. Yo entro y salgo a mi aire.

Edward suspiró y se metió las manos en los bolsillos del abrigo. Y él que se había imaginado a la mamá del muchacho esperándole para cenar y preocupándose cuando no se presentara. Tal vez el muchacho tenía diecinueve años después de todo.

—¿Y usted? —le preguntó el muchacho—. ¿Lo esperan en algún sitio? —Sí.

—Entonces, ¿lo echarán de menos?

—Lo dudo —musitó. Si su madre y su hermana lo echaban de menos, seguramente lo que sentirían sería alivio—. Yo no contaría con que nadie se alarmara por mi ausencia. Digámoslo así.

Más silencio, interrumpido sólo por el rugido del viento contra el exterior del teleférico.

—Al menos, estamos a cubierto —añadió él. Una pena que estuvieran a cincuenta metros sobre el suelo, colgados de un cable y en medio de la ventisca —. ¿Qué hay en la caja? ¿Algo que podamos utilizar?

—¿A qué se refiere? —preguntó el muchacho. De repente, pareció asustado y alarmado.

—La caja —repitió él—. ¿Qué hay en la caja? ¿Algo que podamos utilizar?

—¿Cómo qué? —preguntó el muchacho. Su voz volvía a sonar ronca y ahogada. El rostro quedaba prácticamente escondido entre las gafas, la bufanda y el gorro.

—Comida o mantas —dijo Edward—. Si Dios fuera bueno, también habría whisky.

—No tengo whisky —musitó el muchacho—. Son sólo cosas mías. Principalmente tonterías. Hoy he terminado en la montaña.

—¿Media temporada? — El muchacho asintió. —¿Te han despedido? — No.

—¿Tienes un trabajo mejor? —Sí.

—¿Cerca de aquí?

Era parte del trabajo de Edward ocuparse del funcionamiento de las pistas de esquí. Era la única parte del imperio empresarial sobre el que James había mantenido un férreo control y, por lo tanto, el único de sus negocios sobre el que Edward no tenía mucha información. Si había problemas con los empleados de la montaña o si los trabajadores se marchaban a trabajar en otras pistas, él necesitaba saberlo.

—En Christchurch.

No había pistas de esquí en Christchurch. —¿De qué es el trabajo?

—De esto no.

Es decir, el muchacho no era lo que él había pensado, un adicto al snowboard que iba de pista en pista en busca de nieve.

La conversación volvió a detenerse. El muchacho terminó por sentarse en la caja y se sacó el teléfono del bolsillo. A juzgar por el modo en el que frunció los labios, seguía sin cobertura. No había otra cosa que hacer más que esperar.

—¿Estás seguro de que en esa caja no hay nada que podamos utilizar? — volvió a preguntar Edward. Llevaban allí más de una hora y cada vez tenían más frío —. Incluso la basura puede tener utilidad.

—Esta basura no —replicó el muchacho—. Confíe en mí. No hay nada en esta caja que usted quiera ver.

—¿Con esa frase vas a conseguir que yo sienta menos curiosidad por saber lo que hay en esa caja? —preguntó Edward—. Te aseguro que no es así.

El muchacho se encogió de hombros y se negó a responder. Edward lo estudió una vez más y se preguntó qué podría haber en aquella caja para que el muchacho se mostrara tan poco inclinado a abrirla en su presencia.

—Mira, muchacho. Supón que hay algo en esa caja que no debiera estar ahí. Una barra de chocolate o cincuenta. Un ordenador que no usa nadie. Material de esquí que no te pertenece. ¿De verdad crees que, dadas las circunstancias, me va a importar?

—¿Tan seguro está de que no le va a importar dado que, en teoría, yo le estaría robando a su familia? —replicó el muchacho. Se metió de nuevo el teléfono en el bolsillo—. De todos modos, no hay nada robado en la caja. Es sólo basura.

—Si es sólo basura —murmuró Edward—, ¿por qué la proteges de ese modo? Entonces —añadió, cuando vio que el chico se negaba a responder—, ¿sabes quién soy?

El muchacho asintió.

—¿Y debería yo saber quién eres tú? —No.

—Porque me resultas familiar. —No lo soy.

—Creciste en Queenstown, ¿verdad? —dijo Edward. El muchacho ni siquiera lo miró a los ojos y, por alguna razón, esto le escoció a Edward. ¿De verdad era el hecho de mirar a una persona a los ojos pedir demasiado?

—Usted no me conoce —afirmó el muchacho—. No necesita conocerme.

—Dado que estamos atrapados aquí, no estoy de acuerdo. ¿Te ha enseñado alguien a observar las buenas maneras? ¿No te han enseñado a presentarte?

—No.

—Pues ya va siendo hora de que aprendas. Mi nombre es Edward Masen. Edward para la mayoría, aunque si lo prefieres puedes llamarme Masen. Respondo a los dos nombres. Ahora te toca a ti.

—Josh —dijo el muchacho de mala gana. —Es habitual proporcionar un apellido. —De donde yo vengo, no.

—Está bien —repuso Edward. Al menos, le había sacado algo al joven Josh. Debía hacer que el muchacho se relajara antes de buscar más información. En realidad, podía sacar el expediente del muchacho en cuanto salieran de aquel teleférico. En aquellos momentos, quería algo más que información. Quería ver los ojos del muchacho—. ¿Te vas a quitar en algún momento esas gafas, Josh?

—No estaba pensando hacerlo —le espetó el muchacho. La curva de sus labios hizo que Edward contuviera el aliento. El muchacho levantó la barbilla, pero no se quitó las gafas. La actitud del muchacho cambió ligeramente, atrayendo la mirada de Edward y confundiéndolo aún más.

—Masen, si quieres que me desnude, sólo tienes que decirlo —murmuró el muchacho—, aunque, si observamos las buenas maneras, tal vez deberías invitarme a una copa primero.



8 comentarios:

  1. Que lástima que Bella siga pagando por los pecados de su madre.

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  2. Pobre anda pagando pecados agenos ya me pique pobre ed siente cositas porjosh jajaja

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  3. Qué triste tener que pagar las consecuencias de los errores de su madre

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  4. Muy buena, ya me tiene atrapada! Pobre Bella, que la juzguen por algo que ella no hizo eso está mal. Y Edward jajajaj confundido porqué piensa que le gusta un chico 😝 que irá a pasar cuando se de cuenta que es Bella???

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  5. Por cuanto tiempo seguirá pagando por una decisión de su mamá!!! Y me encanto como es que se siente la atracción entre Bella y Edward !!!

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  6. El destino les jugo una mala pasada, después de todo lo que pasaron están encerrados en una caja, totalmente aislados.

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  7. si q el destino es aveces cruel, los dos en el mismo lugar atrapados y Edward sintiendo cosas x el muchacho jajajajajaja si supiera aun q si le da x habrir esa caja sabra y Bella quedara descubierta la carga d ser los hijos d quienes son es muy dificil gracias , nos leemos

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  8. vaya por dios los dos solos ahi arriba nada bueno puede pasar.
    hojala jacob conteste pronto

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