Capítulo 1 ~ Amor en Navidad

Mientras Bella Swan subía los cuatro escalones que conducían a su estudio, repasó el día con mirada displicente. La señorita Stanley, la jefa de dietética del hospital St Alwyn, una solterona avinagrada de incierta edad, había encontrado fallos en todo y en todos. En su calidad de secretaria personal temporal, había pasado casi todo el día con ella y recibido su buena dosis de gruñidos. Y apenas era lunes; quedaba una semana entera para que llegara el sábado.

Llegó al rellano estrecho en la parte superior de la casa, abrió la puerta y cerró con un suspiro de satisfacción. La habitación era bastante grande, con un techo abuhardillado y una ventana pequeña que daba al techo de la habitación de abajo. En un rincón había una pequeña cocina de gas, con anaqueles, y un armario y una chimenea también de gas en la pared opuesta a la ventana.

 La mesa y las sillas eran viejas, pero había cojines de telas brillantes, macetas con plantas y algunos cuadros agradables. En la pared del fondo se encontraba un sofá cama con una mesita al costado y una lámpara bonita. Sentado en el centro del sofá había un gato grande de color claro. Se bajó en cuanto Bella entró, trotó a su encuentro y ella lo alzó para acomodarlo sobre un hombro.


—He tenido un día horrible, Aengus. Debemos compensarlo hoy cenaremos temprano. Ve a respirar aire fresco mientras yo abro una lata.

Lo acercó a la ventana y el animal salió al techo para pasear entre las macetas que había distribuido allí. Estaba oscuro y hacía frío, lo que cabía esperar a cinco semanas de la Navidad. En cuanto entrara cerraría la ventana y las cortinas y encendería la chimenea.

Se quitó el abrigo para colgarlo en la percha que había detrás de la cortina, donde guardaba la ropa, y observó su rostro en el pequeño espejo cuadrado de la cómoda. El reflejo que la observó quizá no fuera bonito, pero se acercaba, ya que tenía unos ojos grandes, grises, con pestañas largas aunque no del todo de su gusto, pero que hacían juego con su pelo rubio, liso, largo y recogido en una coleta. La boca era demasiado grande, pero las comisuras se arqueaban hacia arriba y la nariz tenía la punta un poco respingona.

Se volvió, una joven de estatura mediana con una figura bonita y piernas hermosas, y falta de afectación. Además, poseía una naturaleza práctica que le permitía aceptar su vida más bien monótona al menos con tolerancia, aunque tenía un poderoso deseo de cambiarla en cuanto se le presentara la oportunidad. Lo cual, de momento, no parecía muy probable.

No tenía una preparación especial; sabía mecanografía y taquigrafía, se manejaba bien con un programa de tratamiento de textos y un ordenador y era responsable, aunque eso le servía para poco. En realidad, casi era una ventaja que la señorita Stanley le encargara casi siempre hacer recados, responder al teléfono y actuar como intermediaria con cualquier miembro del personal sanitario que se atreviera a cuestionar sus decisiones sobre una dieta.

En cuanto la señora Cooper se recuperara de su enfermedad, Bella suponía que volvería con las secretarias. Eso tampoco le gustaba demasiado, pero con su habitual sentido común se recordó que los mendigos no podían elegir. Se apañaba con su sueldo, aunque los últimos días del mes siempre eran un poco apretados y apenas podía ahorrar.

Unos años atrás sus padres habían muerto a las pocas semanas el uno del otro, víctimas de la gripe. Ella tenía diecinueve años, a punto de empezar a estudiar para fisioterapeuta, pero no quedó suficiente dinero para cubrir sus estudios. Había hecho un cursillo comercial y su médico había oído hablar de un trabajo en el departamento administrativo del St Alwyn. Había sido un cabo salvavidas, pero a menos que aprendiera alga más, sabía que existían pocas posibilidades de dejar ese trabajo. Estaba a punto de cumplir los veinticinco año.

Tenía amigas, y en alguna ocasión había salido con uno de los médicos jóvenes, pero las veía tan raras veces que la amistad moría por falta de encuentros. También tenía familia, dos tías abuelas, tías de su padre, que vivían en una cómoda cabaña de ladrillos rojos en Finchingfield. Pasaba las navidades con ellas, y algún fin de semana, pero aunque eran amables con ella, percibía que interfería en sus vidas y que solo la invitaban a quedarse por un sentido del deber.

Pensaba ir a pasar allí la Navidad, esa mañana había recibido la invitación.

En ese instante entró Aengus; cerró la ventana y las cortinas y se dedicó a preparar la cena. Después de comer, los dos se acurrucaron en la silla más grande junto al fuego y, mientras Aengus dormitaba, Bella se puso a leer el libro que había sacado de la biblioteca. La música de la radio era tranquila y la habitación, con las pantallas rosas de las lámparas, parecía acogedora. Miró a su alrededor.

—Al menos tenemos un hogar muy agradable —le dijo al gato, quien movió un bigote en respuesta.


~AEN~

«Quizá la señorita Stanley esté de un humor lo más alegre», pensó mientras corría por la acera mojada de camino al trabajo. Al menos no tenía que esperar un autobús; su estudio podía ser anticuado, pero se hallaba cerca.

El hospital de ladrillos apareció ante ella. Tenía una entrada grande, con una hilera tras otra de ventanas y una sección moderna construida a un lado para albergar el departamento de Urgencias.

La señorita Stanley tenía su despacho en la última planta, una estancia amplia con estanterías a rebosar de libros de referencia y carpetas con dietas. Se sentaba ante un escritorio de aspecto importante, con un ordenador, dos teléfonos y un cuaderno de notas abierto que contenía los conocimientos de su especialidad; parecía tan importante como su mesa. Era una mujer grande, de rasgos severos y un pecho formidable… una combinación de atributos que la ayudaba a triunfar sobre cualquier persona que osara mantener una diferencia de opinión con ella.

Bella tenía una mesa mucho más pequeña en una especie de cubículo que mantenía con la puerta abierta, para que la señorita Stanley pudiera solicitar sus servicios de inmediato. Lo cual era muy frecuente. Podía ser que ella no realizara nada importante, como preparar dietas para varios cientos de personas, muchas de ellas diferentes, pero hacía lo suyo, mecanografiando listas y menús interminables, y cartas firmes para las monjas de los pabellones si se quejaban. En una palabra, la señorita Stanley tenía el estómago del hospital en un puño.

Se hallaba sentada a su escritorio cuando Bella llegó al despacho.


—Viene con retraso.

—Dos minutos, señorita Stanley —repuso contenta—. El ascensor no funciona y tuve que subir cinco plantas por las escaleras.

—A su edad no debería ser arduo. Abra el correo, por favor —respiró hondo, indignada, lo cual hizo que su corsé crujiera—. Tengo problemas con la hermana del pabellón de mujeres. Ha mostrado la impertinencia de no coincidir conmigo en la dieta que he preparado para esa paciente con diabetes y problemas en un riñón. He hablado por teléfono con ella y cuando haya rehecho el menú se lo llevará. Ha de seguir al pie de la letra mis instrucciones. Puede decírselo.

Bella comenzó a abrir el correo, molesta por tener que ser portadora de noticias no deseadas. No había tardado en aprender que la señorita Stanley rara vez se enfrentaba a aquellos que tenían la temeridad de no coincidir con ella. Media hora más tarde recogió el menú y comenzó el viaje al pabellón de mujeres, situado en el otro extremo del hospital y dos plantas más abajo.

La hermana se hallaba en su despacho, una mujer atractiva, alta y esbelta, de treinta y tantos años. Cuando Bella llamó, alzó la vista y sonrió.

 —No me lo diga, esa mujer la ha enviado con otra dieta. ¡Hemos tenido unas palabras…!

—Sí, lo mencionó, hermana. ¿Espero por si quiere escribirle una réplica?
—¿Le ha dado algún mensaje para que me transmita?

—Bueno, sí, pero no creo que sea necesario que se lo dé. Creo que ella ya lo ha dicho todo.
—Veamos que ha dicho esta vez —la hermana rió.

Repasaba el menú cuando la puerta se abrió, levantó los ojos y se puso de pie.

—Oh, llega pronto.


El hombre que entró era muy grande y alto, de manera que el despacho de la hermana pareció reducirse a la mitad. Tenía el pelo cobrizo claro, algo canoso en las sienes, y era atractivo, con ojos de párpados pesados y una nariz de puente alto sobre la que llevaba unas gafas para leer. Bella notó todo eso con interés. Lo habría mirado más detenidamente si no se hubiera fijado en ella con ojos verdes y algo fríos; desvió la vista.

El hombre le deseó los buenos días a la hermana y observó a Bella con una ceja enarcada.

—¿Interrumpo algo? —preguntó con amabilidad.

—No, no, señor. La señorita Stanley y yo tenemos ciertas discrepancias sobre la dieta de la señora Greene. Envió a Bella con el menú e insiste en que es el adecuado.

Extendió la mano, sé lo quitó y lo leyó.

—Ha hecho bien en cuestionarlo, hermana. Creo que será mejor que tenga una charla con la señorita Stanley. Lo haré ahora y volveré luego —miró a Bella y abrió la puerta—. La señorita… mmm… Bella regresará conmigo.

Lo acompañó ya que era eso lo que se esperaba de ella, pero imaginó que ese hombre, quienquiera que fuera, no toleraría los ataques de la señorita Stanley. Alzó la vista hacia su rostro impasible.

—¿Usted también trabaja aquí? —preguntó con la única intención de ser amable—. Es un lugar tan grande que rara vez me encuentro dos veces con la misma persona. Imagino que es médico… bueno, un médico de rango superior. ¿Conoce ya a la señorita Stanley? —Subían las escaleras a paso vivo—. Tendrá que frenar un poco si quiere que llegue con usted.

Se detuvo para mirarla.

—Mis disculpas, joven, pero no dispongo de tiempo para pasear por las escaleras.

—Bueno, pues a mí tampoco me sobra el tiempo —repuso con sequedad ante su comentario poco amable.

Llegaron al despacho de la señorita Stanley en silencio y él abrió la puerta para dejarla pasar. La jefa de dietética no alzó la vista.

—Se ha tomado su tiempo. Me alegraré cuando den de alta a la señora Cooper. ¿Qué ha dicho la hermana esta vez? —Levantó la cabeza y despacio se puso roja—. Oh… ¿necesita mi consejo, señor?

Se acercó al escritorio, rompió el menú en trozos pequeños y lo depositó en el secante ante ella.

—Señorita Stanley —comentó en voz baja—, no tengo tiempo que perder con gente que no acata mis órdenes. La dieta ha de ser exactamente como se la he pedido. Es usted una dietista, pero carece de poder para modificar las peticiones de una dieta especial del personal médico. Sea tan amable de no olvidarlo.

Salió del despacho y dejó a la señorita Stanley sumida en una ira silenciosa. Bella la estudió alarmada.

—¿Le preparo una taza de té?

—No… Sí. Me encuentro agitada. Ese hombre.

—A mí me pareció amable —comentó—. ¿Quién es?

—¿Sabe quién es? —la otra apretó los dientes.

Repuso que no mientras introducía unas bolsitas de té en las tazas.

—El profesor Masen. Es el consultor jefe de los médicos y forma parte de la junta de directores; tiene una famosa consulta privada y es una autoridad.

—¡Vaya! ¿Y no le cae bien?

—¿Caerme bien? —bufó—. ¿Por qué habría de caerme bien? Si lo deseara, hoy mismo podría despedirme —cerró la boca; ya había hablado demasiado.

—Yo no me preocuparía —musitó Bella. No le gustaba la señorita Stanley, pero era obvio que había recibido una sorpresa desagradable—. Estoy segura de que no lo haría.

—No sabe nada sobre él —espetó la otra, aceptando la taza sin dar las gracias.

Mientras se servía la suya, Bella reflexionó que le gustaría llegar a conocerlo.

El día resultó peor que el lunes; al llegar aquella noche a su estudio, suspiró aliviada. Una velada tranquila con la compañía de Aengus.

Había otra carta de sus tías. La invitaban a pasar el siguiente fin de semana con ellas. Habían leído en los periódicos que el aire en Londres estaba muy polucionado… y creían que uno o dos días en el campo le sentarían bien. La esperaban a comer el sábado. Era más una orden que una invitación, y aunque no tenía un deseo especial de ir, sabía que lo haría, ya que eran la única familia que le quedaba.

La semana, que había empezado mal, no mostró señal de mejorar; al acercarse el fin de semana, anheló haber podido pasarlo con tranquilidad, para levantarse tarde y comer cuando tuviera ganas. Un fin de semana con las tías abuelas no se presentaba muy reparador. Aengus odiaba la indignidad de la jaula, el viaje agotador en autobús, tren y autobús, para llegar y saber que no era bien recibido, aunque ella había dejado bien claro que cada fin de semana que pasara con sus tías siempre la acompañaría el gato.

Era viernes por la mañana cuando, mientras corría por el hospital para recoger menús de los pabellones, se topó con el profesor. Él recogió las hojas del suelo y se las entregó.

—Lo siento mucho —se disculpó ella—. Imagino que no miraba por dónde iba.

El pelo rubio pareció encenderse bajo un rayo de sol que entraba por una ventana y él lo admiró en silencio. Reflexionó que era como una mañana primaveral en medio del invierno, y frunció el ceño ante semejante tontería.

—Voy con tanta prisa —comentó—. Siempre es igual los viernes.

—¿Por qué? —preguntó mientras se ajustaba las gafas sobre la nariz.

—Oh, el fin de semana, ya sabe, los pacientes se van a casa y en muchos de los pabellones también lo hacen las hermanas.

—Oh, sí, comprendo —repuso sin comprender nada, pero deseaba quedarse a charlar con esa joven amigable que lo trataba como a un ser humano y no como el hombre importante que era—. Y usted, señorita, mmm… ¿Se va a casa el fin de semana?

—Bueno, no exactamente. Lo que quiero decir es que tengo el fin de semana libre, pero no un hogar con una familia que me espere, si es que se refiere a eso. Vivo en un estudio bastante agradable.

 —¿No tiene familia?

—Dos tías abuelas a las que voy a visitar de vez en cuando. Iré allí mañana.

—¿Y dónde es «allí»?

Tenía una voz serena que impulsaba a responderle.

—Finchingfield. Está en Essex.

—¿Conduce sola hasta allí?

—¿Yo? —rió—. ¿Conducir? Aunque sé llevar una moto, no tengo coche. Pero es bastante fácil…tomo un autobús a la estación, un tren hasta Braintree y luego el bus local. Aunque a mí me agrada, Aengus lo odia.

—¿Aengus?

—Mi gato. Le disgustan los autobuses y los trenes. Aunque es lógico, ¿no?

El profesor asintió con gesto grave.

—Da la casualidad de que mañana voy a Braintree —indicó despacio—. Será un placer llevarlos a usted y a Aengus.

—¿De verdad? Vaya, qué coincidencia; sería… —calló y se ruborizó—. No pretendía obligarlo a llevarme. Es muy amable al ofrecerse, pero creo que lo mejor será que no.

—Soy una persona segura —confesó con suavidad—, y como usted no sabía que iba a ir por la mañana a Braintree, no se la puede acusar de nada.

—Bueno, si no le molesta., estaría muy agradecida.

—Bien —sonrió y se fue.

Bella recordó los menús y corrió al pabellón masculino. Al entregarle todas las hojas a la señorita Stanley fue cuando se dio cuenta de que él no le había preguntado dónde vivía ni habían quedado a una hora específica. «Bueno, aquí se acaba el viaje», pensó sin prestar mucha atención a la voz de la señorita Stanley.

Si había esperado un mensaje del profesor durante el día, quedó decepcionada. Dieron las cinco de la tarde, y una hora y media después, ya que la señorita Stanley siempre le encontraba algo para hacer antes de marcharse, atravesaba el hospital a toda velocidad con la intención de llegar lo antes posible a casa, pero al cruzar la puerta el portero le hizo una señal desde su caseta.

—Mensaje para usted, señorita. Debe estar preparada a las diez. La recogerán donde vive —la miró por encima de las gafas—. Es lo que ha dicho el profesor Masen.

—Oh, gracias, Harry. Me va a llevar en coche —añadió.

—Es estupendo, señorita —comentó el portero, a quien le caía bien. Ella siempre se mostraba alegre y amigable—. Es mucho mejor que ir en tren y autobús.

Bella, que le explicaba a Aengus que iban a viajar cómodamente en vez de emplear el transporte público que tanto desagradaba al gato, se preguntó qué clase de coche tendría el profesor. Imaginó que algo más bien sobrio, adecuado para su rango. Guardó ropa en el bolso de viaje, se lavó el pelo y lustró los zapatos. El abrigo no era nuevo, pero había sido bueno cuando lo compró y se consoló con la idea de que los abrigos no cambiaban tanto de estilo. Tendría que ponerse el vestido verde.

A las diez de la mañana del día siguiente bajó a la calle con Aengus en la jaula y la bolsa al hombro. Decidió que le daría diez minutos, y si no aparecía, tomaría el autobús hasta la Estación de Liverpool Street.

Lo vio en el umbral hablando con la señora Newton, que llevaba la cabeza llena de rulos rosas de plástico y un plumero en una mano. Al ver a Bella, dijo:

—Ahí está; le decía al caballero amigo suyo que era una buena inquilina. Una verdadera dama… no deja las luces del rellano encendidas toda la noche y el cuarto de baño limpio.

Intentó pensar en algo inteligente que comentar. Habría agradecido que el suelo se hubiera abierto y la hubiera tragado.

—Buenos días, señora Newton… Profesor.

—¿Es usted profesor? —Inquirió la irrefrenable casera—. Vaya, jamás.

Bella tuvo que admirar el modo en que manejó a la señora Newton con una cortesía grave que permitió que la acompañara al coche, guardara el bolso en el maletero y acomodara a Aengus en el asiento de atrás con una velocidad que le quitó el aliento para luego marcharse despidiéndose con la mano de la casera.

—Habría sido mucho mejor si hubiera ido al hospital para encontrarlo allí.

—¿Está avergonzada de su casera? —preguntó con gentileza.

—¡Cielos, no! Es buena gente y tiene buen humor, aunque no había necesidad de que le contara que apago las luces.

—¡Y qué limpia el baño! Creo que le hacía un cumplido.

—Puede que tenga razón —rió—. Es un coche muy cómodo —era un Bentley gris oscuro, con los asientos de piel de una tonalidad un poco más clara—. Imagino que necesita coches cómodos —continuó—. Quiero decir, no debe disponer de mucho tiempo para viajar en autobuses y esas cosas.

—Un coche es una necesidad para mi trabajo. ¿Le parece suficiente la temperatura? Pensé que podríamos parar a tomar un café. ¿A qué hora la esperan sus tías abuelas?

—Si no pierdo el autobús en Braintree, llego a tiempo para comer. Pero hoy no lo perderé; no creo que tardemos mucho en llegar hasta allí.

—Si me guía, la llevaré hasta Finchingfield; apenas se desvía unos kilómetros de mi ruta.

Observó su perfil sereno con incertidumbre; sin las gafas era realmente atractivo.

—Es muy amable, pero no quiero retrasarlo.

—Si ese fuera el caso, no lo habría sugerido —afirmó.

 —Gracias —repuso con timidez, sin verlo sonreír.

Cuando al fin salieron de la ciudad, condujo hasta Bishop's Stortford y se desvió hacia Great Dunmow, donde paró para tomar café. Habían ido muy bien de tiempo y Bella, que disfrutaba de su compañía, deseó que el viaje no estuviera cerca de concluir. Finchingfield se hallaba a solo unos kilómetros de distancia y demasiado pronto él se detuvo ante la casa de sus tías.

Se hallaba un poco alejada del centro del pueblo, en un camino estrecho sin casas próximas; era una estructura de ladrillo rojo, demasiado grande para recibir el nombre de cabaña, con una fachada despejada y un angosto sendero de ladrillos que conducía desde la cancela hasta la entrada. El profesor se bajó, abrió la puerta del lado de ella, recogió la bolsa de viaje y la jaula de Aengus, abrió la cancela y la siguió por el sendero. Depositó las cosas en el suelo.

—Pasaré a buscarla a eso de las seis y media de mañana, si no le parece demasiado pronto.

—¿Me va a llevar de vuelta? ¿Seguro que no le estropea el fin de semana?

—Desde luego. Espero que disfrute de su visita, Bella.

Regresó al coche, se sentó ante el volante y aguardó hasta que ella llamó y le abrieron. Luego se marchó.

La señora Zafrina, el ama de llaves de las tías, abrió la puerta. Era una mujer alta y delgada de mediana edad, con rostro curtido, que llevaba un mandil anticuado y un sombrero viejo.

—Llega temprano —ladeó la cabeza y observó desaparecer la parte de atrás del coche—. ¿Quién era ese?

La señora Zafrina llevaba cuidando de las tías desde que Bella tenía memoria y se consideraba de la casa.

—Hola, señora Zafrina; qué alegría verla. Me ha traído alguien del hospital.

Se hizo a un lado para dejarla entrar y luego la condujo por el pasillo estrecho y más bien oscuro. Abrió la puerta del extremo y dijo:

—Adelante; sus tías la esperan.

La habitación era bastante grande, con un ventanal que daba al jardín de atrás de la casa. Tenía un techo alto con un papel en la pared más bien espantoso, y los muebles eran pesados y oscuros, Victorianos.

Las dos ancianas damas se levantaron de sus sillones cuando entró Bella. Eran altas y delgadas, con las espaldas rígidas y el pelo blanco, pero ahí acababa el parecido entre ellas.


La tía abuela Marie era la mayor, una mujer atractiva con una sonrisa dulce, el pelo arreglado en lo que parecía un nido de pájaros y una blusa de cuello alto bajo una rebeca y una falda que habría estado de moda a comienzos de siglo. No imaginaba a su tía vistiendo otra cosa.

La tía abuela Charlotte se parecía poco a su hermana mayor; llevaba el pelo echado hacia atrás y recogido en un cuidado moño, y aunque debió ser hermosa de joven, la cara estrecha, con la nariz y la boca finas, exhibía poca calidez.

Bella besó las mejillas que le ofrecieron, explicó que un conocido del hospital la había llevado desde Londres y que pasaría a recogerla a la tarde siguiente; luego preguntó por la salud de las ancianas.

La informaron de que se encontraban bien y quisieron saber quién era ese conocido.

Respondió lo suficiente para satisfacerlas y desterrar cualquier idea que hubiera podido albergar la señora Zafrina. El hecho de que el profesor fuera profesor ayudó; las tías habían tenido un hermano, con patillas y severo, que había sido profesor de algo y era obvio que el título confería respetabilidad a cualquiera que lo poseyera. Le indicaron que fuera a refrescarse a su habitación y que acomodara a Aengus en la cocina con su cesta. A este no le gustaba la casa; nadie era desagradable con él, pero nadie le hablaba salvo Bella. Por la noche, cuando todos dormían, bajaba en silencio y lo subía a pasar la noche con ella en su dormitorio.

El almuerzo se realizó en el comedor, más pequeño que el salón y sombrío debido a la única ventana pequeña tapada con unas cortinas granates y la enorme vitrina de caoba que ocupaba demasiado espacio.

 Después de comer, sentada en el salón entre ellas, les contó cómo pasaba sus días. Las preguntas de la tía Marie siempre eran cordiales, pero a veces la tía Charlotte exhibía una lengua afilada. Las quería a las dos; siempre habían sido amables con ella, aunque percibía que era una especie de deber. Cuando al fin agotaron su interrogatorio se sacó el tema de la Navidad.

—Desde luego, la pasarás aquí con nosotras, querida —anunció la tía Marie—. La señora Zafrina nos dejará preparado todo desde la víspera, como de costumbre; le he encargado un pavo al señor Greenhorn. Haremos el budín la semana próxima.

—Somos tan afortunadas —observó la tía Charlotte—. Cuando se piensa en tantas chicas jóvenes obligadas a pasar la Navidad solas.

Bella dedujo que era un comentario que pretendía recordarle lo afortunada que era de poder celebrar esa fiesta en el seno de su familia.

A las cuatro y media en punto ayudó a la señora Zafrina con la bandeja del té y las tres se sentaron a una mesa pequeña a comer tarta y beber té en unas delicadas tazas de porcelana. Después de haber recogido la mesa, jugaron a las cartas, haciendo una pausa para poder escuchar las noticias. No había televisión, ya que las tías no la aprobaban.

Después de que la señora Zafrina se hubiera ido a su casa, Bella fue a la cocina a cenar; un plato frío, por supuesto, ya que a las tías no les gustaba cocinar. Al terminar le dijeron con amabilidad que debería irse a la cama; había tenido un viaje largo y necesitaba reposar. Arriba hacía frío, y el cuarto de baño era demasiado grande, con una bañera en el centro. El agua no estaba muy caliente, de modo que no perdió el tiempo allí y se metió en la cama, recordándose que cuando fuera a pasar la Navidad debía llevar una bolsa de agua caliente.

Permaneció despierta un rato pensando en el profesor. Se preguntó qué haría en ese momento. ¿Viviría en alguna parte cerca de Finchingfield? ¿Tendría esposa e hijos con quien pasaría la Navidad? Comenzó a fantasear con ello; seguro que tenía una esposa bonita, siempre vestida de forma impecable y dos o tres hijos adorables. Se fue quedando dormida mientras incorporaba un perro y un par de gatos a la casa. Despertó varias horas después con los pies fríos y pensó en Aengus, solo en la cocina.

Bajó en silencio y lo encontró sentado en una de las sillas de la cocina, con aspecto resignado. Se mostró predispuesto a regresar con ella a la habitación para acurrucarse al pie de la cama. Era mejor que una bolsa de agua caliente. Se quedó dormida hasta primera hora de la mañana, justo para bajarlo a la cocina antes de que despertaran sus tías.

El domingo formó un patrón bien conocido: el desayuno con la señora Zafrina que preparaba huevos revueltos, y luego ir a misa. La iglesia era hermosa y las flores que la decoraban aportaban su fragancia al aire frío. Aunque la congregación no era numerosa, cantó los himnos sin desafinar. Terminado el servicio, se produjo la lenta procesión hasta el porche, donde saludaron a los vecinos, los amigos y por último al cura, para luego regresar a pie a casa.

El almuerzo, con la excepción de las verduras hervidas, fue frío. La señora Zafrina los domingos se iba a casa después del desayuno. Pasaron la tarde en el salón leyendo el Sunday Time?, y charlando sobre las diversas actividades del pueblo. Bella preparó el té y luego recogió todo, lavó la vajilla en el enorme fregadero de piedra y puso la mesa para la cena de sus tías. Volvía a hacer frío, de modo que buscó una lata de sopa y la puso a calentar.

Llenó las bolsas de agua caliente de sus tías y las introdujo en sus respectivas camas. Ninguna aprobaba lo que llamaban el moderno estilo de vida blando… de hecho, parecían disfrutar con su existencia espartana, pero Bella quería que al menos estuvieran calientes.

El profesor llegó a las seis y media en punto. Lo dejó pasar y con cierta timidez le preguntó si quería conocer a sus tías. Lo condujo al salón.

La tía Marie lo saludó con cortesía y la tía Charlotte con cierta frialdad; no llevaba barba, aunque no pudo encontrar defecto alguno en sus exquisitos modales. Se le ofreció un refresco, que él declinó con la cantidad justa de pesar, luego le aseguró a las ancianas damas que conduciría con cuidado, expresó el placer de haberlas conocido, recogió la jaula de Aengus y la bolsa de Bella y se despidió.

Las tías, con gesto de aprobación, los acompañaron hasta la puerta y manifestaron su deseo de que volviera a visitarlas.

—Será bienvenido cuando vuelva con Bella —informó la tía Marie.

Bella deseó estar en cualquier parte menos allí, sentada otra vez a su lado en el coche. Después de un silencio que duró demasiado, comentó:

—Mis tías se hacen viejas. Les expliqué que había aceptado que usted me trajera, que en realidad no lo conocía, pero que trabaja en el hospital.

—Es natural que deseen saber quién soy — comentó con .normalidad al dejar el pueblo atrás—. Puede que tenga la ocasión de repetir este trayecto.

Lo cual hizo que todo volviera a estar bien. Ya había descubierto que costaba sentirse tímida o incómoda con él.

—¿Disfrutó de su fin de semana? —quiso saber ella.

—Mucho. ¿Y usted? Un par de días de calma, lejos del hospital, puede ser lo que necesitemos de vez en cuando. ¿Paramos a cenar? —inquirió—. ¿O desea regresar cuanto antes? Hay un sitio estupendo en Great Dunmow. He de ir directamente al hospital y no tendré tiempo para cenar.

—¿Trabaja el domingo por la noche? —preguntó sorprendida.

—No, no, pero quiero ver a una paciente la señora Greene. Sin duda 
cuando llegue a casa será muy tarde.


entrecot
—Entonces debemos parar —afirmó ella—. No puede saltarse una comida, y menos cuando trabaja a todas horas. Yo también tengo hambre —añadió con sinceridad.

—Espléndido, ya que me habría sido imposible comerme un entrecot mientras usted mordisqueaba una hoja de lechuga.


Paró en la plaza del mercado de Great Dunmow y la condujo al restaurante Star. Era un lugar agradable, cálido y acogedor, y la comida magnífica. Guardaron silencio mientras tomaban café, hasta que Bella dijo:

—Deberíamos irnos o esta noche no dormirá si va a ir a visitar a su paciente cuando lleguemos. Son las nueve pasadas.

El profesor soslayó la hora, ya que se hallaba a gusto; ella era una compañía espléndida. Abierta, algo que lo divertía y, a diferencia de las otras chicas que conocía, se sentía satisfecha y feliz con su destino. Y lo hacía reír. Era una pena que cuando regresaran a Londres lo más probable era que no volviera a verla; era difícil que sus caminos se cruzaran otra vez.

El resto del viaje transcurrió demasiado deprisa; escuchó la voz alegre de Bella darle su opinión sobre esto, aquello y lo otro, y reflexionó que ni una sola vez había hablado de sí misma. Al llegar a la casa de la señora Newton, bajó, abrió la puerta del coche, recogió a Aengus y la bolsa y la siguió por las escaleras hasta su estudio. No entró de todos modos, ella no lo invitó a pasar, pero le ofreció la mano y le agradeció la cena y el viaje.

—He disfrutado de todos y cada uno de los minutos que duró —aseguró mirándolo con sus suaves ojos verdes—. Y espero que no tarde mucho en poder acostarse. Necesita descansar.

Entonces él sonrió, le deseó que pasara una buena noche y se marchó.


5 comentarios:

  1. Jummm es interesante esta relación que están creando, después de todo, la salvó de su jefa, de ir sola a casa de sus tías y tuvo buena compañía... Esperemos que se lleven un poco mejor ;)
    Besos gigantes!!!
    XOXO

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  2. Las tias abuelas inoportunas de bella jajaja

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  3. Creo que a Edward le esta empezando a gustar Bella,espero q Bella acepte tener una relacion con el.

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  4. Creo que a Edward le esta empezando a gustar Bella,espero q Bella acepte tener una relacion con el.

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  5. Que formales, jejeje. Está interesante porque parece que Edward es un poco mayor que Bella. Se habrá inventado el viaje sólo para llevarla??? Ya me quedé con lamintriga, jajaja

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