Capítulo 2 ~ Cartas desde el cielo




— ¡Qué camioneta más chula! —exclamó el niño lleno de admiración.

Bella intentó ocultar su expresión de sorpresa, pero se dio cuenta de que Edward Cullen no hizo nada por ocultar la suya, e incluso levantó una ceja. El gesto le dio a la cara un toque sarcástico que no lo hizo menos atractivo, pero sí más intrigante, como si escondiera grandes misterios que suplicaran ser descubiertos.

« ¿Descubiertos?», se regañó a sí misma. Alice siempre había detestado su gusto por las novelas de amor y allí estaba ella, cara a cara con un vaquero de verdad, duro, independiente, inmensamente fuerte y bastante impaciente.

No era un hombre al que se le pudiera confiar el entusiasmo de un niño, se recordó a sí misma. Emmett era su prioridad, una prioridad que impedía la exploración de cualquier misterio masculino.

La camioneta era la típica de un vaquero: grande, vieja y desvencijada. Pensó que debajo de todo el polvo y el barro debía de ser azul oscura.

Esperaba que no le hiciera mucho daño a Emmett ignorándolo de aquella manera. Aunque, pensándolo bien, quizá eso fuera lo mejor para que se olvidara de esa idea de un papá.

—Hace lo que tiene que hacer —le dijo él con un gruñido a Emmett, con total indiferencia, aunque el niño no se percatara del matiz.

Después, comenzó a arrojar el equipaje a la parte de atrás con tan poco cuidado que ella no pudo contenerse.

— ¡Esos son mis adornos de Navidad! —se quejó, e inmediatamente pensó que debía haber sido más contundente.
Alice habría dicho: « ¡Eh! ¡Deja de tirar así mis cosas o te quedas sin propina!».

¿Propina? Le echó un vistazo al vaquero. ¿Cuándo los dejara en su destino, debía darle una propina?

Desde luego que no, si le rompía los adornos de Navidad.

—Si no se los han roto ya en el aeropuerto, difícilmente los voy a romper yo —dijo él, pero ella se dio cuenta de que con la siguiente caja tuvo más cuidado.

Emmett estaba ocupado limpiando el barro de la puerta con la manga para descubrir un letrero. 

— ¿Qué pone aquí?

Bella se fijó en las letras desgastadas.

—Pone: «Rancho Rocky Ridge».

— ¿Es un rancho de verdad? —preguntó el niño.

—Sí —Edward abrió la puerta del asiento del copiloto. Aunque tenía una expresión impasible, estaba claro que no le gustaba que lo trataran como a un criado.

Eso significaba que no aceptaría una propina.

Emmett se metió dentro como un torbellino y se sentó en el medio. Bella subió detrás de él, después de un momento de indecisión. Era su última oportunidad para cancelarlo todo, para recobrar el sentido. Edward esperó con paciencia. Después, cerró la puerta y se dirigió a su asiento.

Sin mirar a ninguno de los dos, arrancó la camioneta.

Por el rabillo del ojo, mientras él cambiaba de marcha, ella se fijó en la fuerza de su muñeca y de su mano.

— ¿Hay caballos en el rancho? —preguntó Emmett, dándole la oportunidad a Bella de pensar en otra cosa que no fuera la mano del hombre.

—Sí.

Una respuesta más larga habría sido más agradable, ya que ella necesitaba distracción. Miró por la ventana, lejos de su mano sobre la palanca de cam-bios. Pero en lugar de concentrarse en el paisaje, pensó que dentro de la camioneta olía muy bien. A pino y piel, junto a otro olor a limpio que no podía definir muy bien.

Aunque quizá sí podía: olor a hombre.

— ¿Y ganado? —insistió Emmett.

—Sí.

La voz de Edward, aunque parecía que a él no le gustaba utilizarla, era tan perturbadora como el trozo de brazo que asomaba por la manga de la chaqueta. Profunda. Fuerte. Segura.

«Estoy demasiado cansada», se dijo Bella a sí misma para explicarse lo que le estaba sucediendo. Estaban rodeando la ciudad. La noche estaba cayendo. En la distancia se veían las siluetas oscuras de edificios altos que contrastaban con el colorido del cielo. La carretera circulaba por grandes extensiones de tierra, sin ningún árbol. Y sin nieve.

Estaban volviendo a entrar en la ciudad y ella se fijó en las casas nuevas, pequeñas y acogedoras con un pequeño jardín en la parte delantera.

Eran el tipo de casa que a ella le gustaría para Emmett en el futuro.

— ¿Está la cabaña cerca de los caballos y las vacas? 

—No.

— ¡Oh! —la falta de entusiasmo no lo detuvo—. Es la primera vez que me monto en una camioneta.

—No tiene que ser muy diferente de un coche.

Eso era algo más que un monosílabo, pero, desde luego, nada mejor. ¿Tan difícil sería ser amable con un niño pequeño? Aunque, pensándolo mejor, si era amable todo sería más difícil para ella.

Bella puso un brazo protector sobre los hombros del niño.

—Mira —le dijo con entusiasmo para distraerlo y que no intentara hablar con el hombre—, un McDonald's.

Emmett la miró con el ceño fruncido. 

—Eso lo tenemos en casa. 

Edward la miró. 

— ¿Tiene hambre?

El tono que utilizó le dejó claro que si la tenía era mejor no decirlo.

—No —soltó ella—. Pero tendré que comprar algo de comida para la cabaña.

—Mi madre compró algunas cosas —dijo él con un tono que indicaba que era el fin de la conversación.

Su madre. Era muy difícil imaginar a aquel hombre con una madre. Era más fácil imaginar que lo habían dejado en una cueva y que lo habían criado unos lobos.

¿Cómo un hombre como Edward Cullen podía tener una madre tan dulce como la mujer con la que había hablado por teléfono?

—Créame —continuó él—, cuando mi madre dice que ha comprado «algunas cosas», quiere decir que habrá suficiente para el niño, para usted y para otros seis más. Lleva cocinando desde que llamó.

¿Cocinando? Otro gesto de increíble amabilidad que la alejaba aún más del hombre que estaba sentado al volante, demasiado impaciente para parar un momento para que ella hiciera unas compras.

De acuerdo. Era grande. Era intimidante. Era antipático. Sólo deseaba llegar a la cabaña cuanto antes y olvidarse de él. Pero tenía que conseguir lo que quería.

Con Jacob nunca lo había hecho. Siempre se había sentido feliz al verlo a él contento, aunque eso significara que ella tenía que renunciar a algo. A su hermana nunca le pareció bien.

¿Y qué había conseguido con ser tan complaciente? Que pensara Jacob que también era más importante que Emmett.

No. Había llegado el momento de hacer algo. Se imaginaba lo que habría dicho su hermana.

—Señor Cullen, tengo que comprar un par de cosas —por supuesto, Alice lo habría dejado ahí, sin más explicaciones; pero ella necesitaba decirle el motivo—. Necesito unas cuantas cosas a las que estamos acostumbrados. Para que Emmett se sienta como en casa. Tenemos nuestras costumbres de Navidad.

Edward la miró y mantuvo la mirada sobre ella durante más tiempo de lo que se podía considerar seguro, teniendo en cuenta el tráfico y el escalofrío que ella sintió en la espalda.

De su boca no salió ni una palabra, pero sus ojos grises y fríos como el hielo lo dijeron todo: «si querías que se sintiera como en casa, haberte quedado en casa».

Ella se quitó el sombrero de Santa Claus de la cabeza. Emmett la había convencido de que se lo comprara mientras esperaban en el aeropuerto de Denver. Uno para ella y otro para el peluche. En aquel momento, a ella le había parecido bastante apropiado para una aventurera que iba a recorrer tantos kilómetros para jugar a Santa Claus.

Ahora, se dio cuenta de que podía impedir que la tomara en serio.

— ¿Le parece mal que nos quedemos en la cabaña de su madre? —dijo ella sin contemplaciones, y pensó que su hermana se habría sentido orgullosa del tono.

—En realidad no es de mi madre. Es mía. 

Alice habría señalado que eso no cambiaba el contrato.

— ¿Le parece mal que nos quedemos en su cabaña?

Él se encogió de hombros y frunció el ceño mientras cambiaba de carril. Después de un rato dijo:

—Me imagino que no, señora.

Una mentira, pensó ella mientras comprobaba que mentía muy mal. Después, dejó el sombrero entre Emmett y ella y dijo lo que pensó que su hermana habría dicho:

—Bienvenidos a Canadá.

Edward le lanzó una mirada antipática como si ella no se hubiera dado cuenta del esfuerzo que había hecho para no ser del todo desagradable.

—Tenemos que comprar pavo —intervino Emmett al notar la tensión entre los mayores—. Mi madre, tía Bella y yo siempre comemos pavo en Navidad, siempre. Pero mi mamá no está aquí este año.

— ¿Y dónde está tu mamá?

—Está en el Cielo —dijo él con total naturalidad.

Durante unos segundos, hubo un silencio. Bella se atrevió a mirar al vaquero. Estaba mirando hacia delante. El semáforo se puso en verde y él avanzó mirando fijamente al tráfico.

Ella vio un brillo especial en su mirada. Pensó que dejaría pasar el momento, pero no lo hizo.

Cuando habló, su voz carecía de su rudeza habitual. 

—Lo siento, hijo. Eso es muy duro.

Bella sintió que a Emmett se le cortaba la respiración. «Hijo». Ella cerró los ojos. Por Dios Santo. Si lo hubiera hecho adrede, no habría encontrado unas palabras peores. Emmett quería un papá y ella no quería que pensara en él.

—Es muy duro —asintió Emmett, bostezó y apoyó la cabeza en el brazo del hombre.

Bella lo tomó como una mala señal.

« ¡Oh, Emmett! ¿No te das cuenta de que Edward Cullen no puede ser padre?».

Edward no se había apartado, pero parecía muy incómodo con la cabeza del niño sobre su brazo y, en cuanto vio un supermercado, se dirigió hacia él con premura.

—Vamos, Emmett —le dijo Bella al niño, ofreciéndole la mano mientras se disponía a bajar del vehículo.

—Volveremos en un momento —le explicó el niño, entusiasmado de ir a comprar su pavo.

—Genial —el tono sonó un poco seco y Bella no pudo discernir si lo había dicho con sarcasmo o no.


— ¿Le gustaría cuidar de mi osito mientras vamos de compra?

Bella contuvo el aliento. Emmett no había soltado el muñeco desde que su madre había muerto. No estaba preparada para que sucediera de una manera tan repentina.

—No —contestó el hombre—. No soy un buen niñero de osos de peluche.

Emmett pareció bastante aliviado cuando se metió el oso bajo el brazo.

Estaban llegando a la puerta cuando oyó que la llamaban.

— ¡Oiga! Ha olvidado su cartera.

Se volvió y vio a Edward con su cartera en la mano.

—Se le olvidaba esto.

Ella se puso colorada y vio como una mujer se chocaba con el carrito por mirar a Edward.

La sonrisa que él le ofreció hizo que ella también tuviera dificultades para manejar el carrito. Su sonrisa era como una luz, como el brillo de la esperanza para un marinero perdido en una tormenta.

«Yo no estoy perdida», se dijo a sí misma, aunque a veces, así se había sentido desde que murió su hermana.

Bella hizo un esfuerzo por concentrarse en las estanterías de la tienda. Cuando llegó a la parte de los productos frescos, no le resultó difícil encontrar un pavo. Como hacía cada año, Emmett los estudió con cuidado antes de elegir uno.

—Este.

—Es muy grande para los dos —le dijo ella con amabilidad.

—Y también para el señor Cullen.

—Creo que no va cenar con nosotros, cariño.

— ¿Por qué no? —preguntó el niño con los ojos muy abiertos.

—Porque apenas lo conocemos —le dijo ella dejando el pavo en la nevera y eligiendo otro—. Tendrá otros planes.

El niño volvió a tomar el pavo.

—Tómalo. Por si acaso —le dijo el niño—. La Navidad está llena de sorpresas, tía.

Ella lo miró descorazonada.

—Como quieras, Emmett.

Compraron algunas cosas más y salieron del supermercado.

Las sorpresas de Navidad comenzaron, por desgracia, justo delante de la camioneta, cuando la bolsa de plástico se le rompió y todas las cosas ca-yeron al suelo.

No se dio cuenta cómo llegó hasta allí, pero, enseguida, Edward estaba a su lado recogiendo cosas del suelo. Ella se había vuelto a poner colorada y cuando él la rozó con el hombro, agradeció que ya hubiera empezado a oscurecer.

Él hizo una pausa y ella lo miró. Tenía en la mano una bolsa para hacer palomitas en el microondas.

— ¿Sabía que no hay electricidad en la cabaña? 

—Sí, claro —mintió ella, arrancándole la bolsa de la mano.

Él la miró fijamente; ella tampoco sabía mentir muy bien.

« ¿No hay electricidad?».

—A Emmett y a mí nos gusta hacer las palomitas al estilo tradicional —y estaba segura de que, al no tener electricidad, iba a saber qué estilo era ese.

¿Por qué seguía mintiendo? Porque no quería admitir que no tenía ni idea. Quería decirle que era muy responsable y que siempre estaba preparada. Estaba segura de que él era el tipo de hombre al que no le gustaban los caprichos y deseaba decirle que ella no era la clase de mujer que solía tenerlos.

Pero eso sería como buscar su aprobación.

Él agarró el pavo, lo sopesó con el ceño fruncido y lo puso en la bolsa.

—Emmett come mucho —volvió a mentir ella.

Él se encogió de hombros.

— ¿Listos?

Otra oportunidad para abandonar aquella aventura. Para decirle que los dejara en el hotel más cercano. ¿Cómo iban a poder celebrar las Navidades sin electricidad?

Pero el orgullo no le iba a permitir abandonar. Se subió a la camioneta, con la frente bien alta, se colocó el sombrero de Santa Claus y dijo:

—Lista.

Edward tenía la sensación de que Bella no sabía que en la cabaña no había electricidad. Era el tipo de cosas que su madre podía haber pasado por alto mientras hablaba de los ciervos y los renos en los prados cubiertos de nieve.

La falta de electricidad no era un gran problema, no tanto como la falta de agua corriente; sobre todo, en ciertas épocas del año. En el centro de la habitación principal había una enorme chimenea y las luces funcionaban con propano. Eso no era ningún problema para él, pero quizá sí lo sería para ella, pensó mirándola de soslayo.

El niño había vuelto a apoyar la cabeza sobre su brazo y a cada momento le lanzaba miradas tímidas de adoración.

El tráfico se hizo más denso y él se concentró en borrar aquel pavo gigante de su cabeza.

Bueno, si lo invitaban a cenar, sólo tenía que decir que no. Eso era muy sencillo. Él había quedado en recogerlos en el aeropuerto y dejarlos en la cabaña; eso era todo.

A la tenue luz de las farolas, ella parecía una mujer poco inclinada a invitar a cenar a extraños; aunque se hubiera vuelto a poner el sombrero de Navi-dad. Sus facciones mostraban una expresión distante.

El niño, pensó, era otra historia. Había estado tan quieto que Edward pensó que se había dormido. Pero no, tenía los ojos muy abiertos y lo estaba mirando como si fuera Superman.

— ¿Qué? —dijo él un poco a la defensiva.

— ¿Qué son esas marcas que tiene en el cuello? —preguntó el niño con suavidad.

Edward se subió el cuello de la camisa y después el de la chaqueta.

—Son quemaduras.

—Emmett —intervino Bella—, no es de buena educación preguntarle a la gente cosas así.

Edward le lanzó una mirada oscura. ¿Le había visto ella las marcas? ¿La horrorizarían? ¿Y a él que le importaba?

Iba a dejarla a ella, al niño y al pavo en la cabaña y no iba a volver a verlos hasta que tuviera que devolverlos al aeropuerto.

— ¿Cómo se quemó? —preguntó Emmett.

— ¡Emmett! —regañó ella.

Personalmente, Edward prefería la curiosidad franca y abierta a las miradas de soslayo que ella le estaba dedicando en aquel momento.

—Me quemé en un incendio. 

— ¡Oh! —exclamó el niño—. ¡Un bombero!

Le hubiera gustado dejar que el niño pensara lo que quisiera, pero creyó que ya había demasiada admiración en sus ojitos.

—No, no soy un bombero. Sólo alguien que estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado.

— ¿Le duelen?

—No, ya no.

— ¿Pero le dolieron? 

—Emmett, por favor... 

—Sí, antes sí; pero ya hace mucho que no me duele.

Sintió algo en el cuello y se puso tenso.

—Estará mejor si el señor oso de peluche le da un beso —le dijo Emmett con solemnidad.

Edward aguantó el impulso de darle un puñetazo al oso. Aguantó con resignación la nariz del oso junto a su cuello mientras Emmett hacía los ruidos correspondientes a los besos. Se alegraba de que el coche estuviera a oscuras porque sintió que se estaba poniendo colorado. No estaba acostumbrado a aquello. ¿Cariño?

Las curas del oso pararon y volvió a sentir el peso sobre su brazo. Al rato, sintió que la respiración del niño se hacía rítmica y profunda.

—Lo siento —le dijo Bella—. Todavía es muy pequeño.

—No importa.

El silencio creció en el interior de la camioneta. Él la miró de soslayo y comprobó que ella también se había dormido.

Estaba muy guapa dormida. Parecía un ángel. Inocente.

Sintió como si tuviera la camioneta llena de inocencia. Y de cariño. Y con ninguna de las dos cosas había tratado en mucho tiempo.

Ella se despertó sobresaltada cuando él paró junto a la puerta de su casa.

— ¿Hemos llegado?

—No. Esta es mi casa. La cabaña está a media hora de aquí.

La casa y el establo estaban iluminados en el exterior.

— ¡Qué casa tan bonita! —exclamó ella y él notó la sorpresa de su tono. Probablemente había esperado que viviera en una choza descuidada y, a decir verdad, no le hubiera importado demasiado.

Cuando la construyó, lo hizo pensando en que sería su hogar. Un lugar con cortinas bonitas, juguetes por el suelo y el olor a galletas recién hechas. Pero ese sueño terminó. Ahora era sólo una casa.

Los sueños se habían convertido en humo. Literalmente.


«Ya no me divierto contigo», le había dicho Jane, mirándole a las cicatrices. Entonces eran más rojas y tenían peor aspecto. Ella nunca había podido ocultar el asco que le daban.

— ¿Vive aquí solo? —pregunto Bella. 

—Sí.

—Es muy grande.

Él se encogió de hombros como diciéndole que no era asunto suyo y ella captó el mensaje. Debido a la recie
nte borrasca, el camino a la cabaña estaba lleno de barro y la camioneta se deslizó en un par de ocasiones. Ella contuvo el aliento como si se fuera a caer por un precipicio.

Por fin, llegaron a un claro donde estaba la cabaña. Era una edificación bastante sencilla: un cuadrado hecho de troncos de madera. Aun así, el anochecer le daba un aspecto mágico. Las estrellas brillaban en el cielo y las montañas eran una sombra oscura en la distancia. Estaba al borde de un bosque de árboles enormes.

—Mira —dijo ella, sorprendida, cuando dos renos cruzaron por el prado que estaba delante de la cabaña.

Él apagó el motor de la camioneta pero dejó las luces encendidas. Sacó las cajas de la parte de atrás y fue hacia la puerta, que estaba decorada con muérdago y un gran lazo rojo.

Abrió la puerta y entró. La estancia estaba fría y a oscuras. Escuchó que ella entraba detrás de él y se paraba.

—Espere —le dijo. Encendió una cerilla y conectó el propano. Las luces no se encendieron de repente como las que van con electricidad, sino que fueron poco a poco revelando una maravillosa transformación.

Su ruda cabaña de caza había sufrido un encantamiento.

Él miró alrededor con la boca abierta por la sorpresa. Había cortinas rojas recogidas con grandes lazos blancos. Los cristales de las ventanas estaban decorados con escarcha y bajo la mesa había una gran alfombra roja. La superficie áspera de la mesa estaba cubierta con un mantel blanco.

— ¡Oh! —exclamó ella—. Es como un sueño.

Él la miró por encima del hombro. Ella tenía las manos en la cara y los ojos muy abiertos y brillantes. A su madre le habría encantado estar allí.

Bella estaba encantada. Él, no tanto.

¿Cuánto dinero se había gastado su madre en todo aquello? Probablemente mucho más de lo que había conseguido con el alquiler.

Pasó al salón, separado de la cocina por una gran estufa de leña y encendió la segunda lámpara.

Más cortinas rojas. Más adornos navideños.

Por el rabillo del ojo, vio a Bella paseando por la habitación, tocando las cosas con sorpresa. Allí estaban todos los adornos navideños de su madre y el Portal de Belén con su pesebre y los tres Reyes Magos.

—No me extraña que se haya ido a las Bahamas —dijo él—. No le quedaba nada.

— ¿Qué?
Él la miró, como si fuera culpa suya que su cabaña la hubieran convertido en aquello. Pasó por su lado y salió al exterior. Sólo le quedaban cinco mi-nutos más y estaría libre.

Sacó el resto del equipaje de la camioneta y vio que ella había salido detrás de él.

Bella se dirigió hacia la parte de delante y tomó a Emmett en brazos con cuidado para que no se despertara.

«Despídete», se ordenó a sí mismo. «Incluso puedes desearle feliz Navidad. Pero márchate ya». Pero no podía dejarle que llevara al niño. Era dema-siado grande para ella.

Se acercó para tomarlo.

—Yo puedo sola —dijo ella en un susurro.

Pero él se dio cuenta, claramente, de que no podía. Además, no era sólo Emmett, tenía que enseñarle cómo funcionaban las lámparas de propano y la cocina de leña. Incluso estaba seguro de que no sabría encender el fuego.

Con un suspiro, tomó al niño en brazos y sintió una punzada de dolor, como si se le volviera a abrir una vieja herida. Era un atisbo de la vida que él no iba a tener. Nunca llevaría a su niño dormido en brazos y nunca disfrutaría del placer de mirar a los ojos de una mujer bajo una noche estrellada.

Se dirigió con premura hacia la cabaña con el niño en brazos y lo dejó en el sofá. Hacía frío y, después de dudar un momento, se quitó la chaqueta y se la puso a Emmett por encima. Emmett movió la boca, pero no abrió los ojos.

—Entonces —dijo él, esperanzado—, sabrá cómo encender un fuego, ¿verdad?

Por la expresión que puso, no debía de tener ni idea. Tendría que posponer la huida.





6 comentarios:

  1. Ed rudo pero de corazon pachon como los besos del osito me entanta emmet tan tierno

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  2. Jummm cuando quiere se porta bien con ellos... Solo espero que en algún momento cambie esa actitud, después de todo, ellos no tienen la culpa de lo que le pasó...
    Besos gigantes!!!
    XOXO

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  3. Rudo por fuera y tierno por dentro, debe ser por lo que le pasó y que le dejó esas cicatrices. Aunque seguro Emmett con su dulzura y Bella con su forma de ser van a conquistar a ese duro vaquero 😍

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  4. Me encanta este tipo de Edward.
    Los que pollerudos no me gustan mucho.
    Gracias por actualizar.

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  5. Gracias por el capítulo

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  6. Auch! Tiene mucha pinta de q le truncaron la felicidad en el pasado, pero como ya dijeron... Seguro q estos dos lo sacan Adelante además.. si fue por una cicatrices nada más.. le hizo un favor, ahora va a tener amor de verdad!

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