Capítulo 3 / Perdida



El sonido de la lluvia golpeando contra las ventanas despertó a Bella. Abrió los ojos y se acomodó en la almohada. Ya había amanecido. Había dormido toda la noche. No había tenido pesadillas. Había logrado dormir toda la noche de un tirón.

—De todos los meses del año, enero es en el que peor tiempo hace.

Bella abrió los ojos. Junto a la puerta vio a una mujer delgada con el pelo plateado. Llevaba una bata de terciopelo verde.

—Es más tarde de lo que parece —continuó diciéndole la mujer—. Está más oscuro por la tormenta. Seguro que por la tarde la lluvia se convierte en hielo.

Bella, que ya estaba despierta, se apoyó en el cabecero de madera de la cama y se cubrió con la manta. La puerta que daba al vestíbulo estaba cerrada. Había visto cómo Edward la había cerrado con llave la noche anterior. Miró hacia el otro lado de la habitación y vio que la puerta de Edward estaba abierta.

—Está abajo, en su despacho —le dijo la mujer—. Lleva allí horas escribiendo. De joven se pasaba casi todo el tiempo escribiendo allí sus historias.

Se acercó a la cama y se sentó en el borde.

—Quería hacerte una visita mientras él estaba ocupado. Estaba tan de mal humor cuando llamó por teléfono hace unas semanas desde Boston. Quería resolver por lo menos una cosa antes de verlo de nuevo.

La mujer era mayor de lo que Bella había pensado al principio. Aunque se había maquillado, no había podido disimular las arrugas de sus ojos.

—Yo quería llevarme bien contigo, Isabella. Te pareces tanto a mi sobrina.

Bella aceptó el examen que le estaba haciendo aquella mujer con creciente irritación. Era una persona que sufría de amnesia, no era un animal de laboratorio sin sentimientos.

— ¿No te acuerdas de nada?

No sabía por qué le hacía aquella pregunta, cuando todo el mundo lo sabía. Prefirió no responder a aquella mujer, lo mismo que prefirió no preguntarle tampoco su identidad.

—Está bien —comentó la mujer, levantándose de la cama—. Quizá sea lo mejor. Se dirigió hacia una mesa pequeña y abrió un cajón.

—Edward pensó que yo sabía esto —dijo—. A mí me dejaron desconcertada sus acusaciones, tanto que no tuve más remedio que hacer algo. Y dónde mirar mejor que donde realmente empezó todo.

Sacó una cosa del cajón y se dirigió de nuevo a la cama. Bella la observó en silencio, deseando que aquella mujer aclarara lo que estaba diciendo y que le dijera lo que le tuviera que decir.

—No fue difícil encontrarlos, y menos cuando supe dónde buscar. Estaban en la parte de atrás del cajón, donde ningún ladrón podría encontrarlos.

—Yo en tu lugar no le diría a Edward lo descuidada que fuiste con ellos continuó diciendo, colocando en su mano dos anillos.

Bella se quedó mirando los dos anillos de zafiros y de
diamantes. Cuando volvió a levantar la cabeza, dispuesta a realizar una pregunta, descubrió que la mujer ya casi se había ido de la habitación.

Estaba de pie, junto a la puerta de la habitación de Edward. Enarcó una ceja de forma delicada.

—Otra cosa, Isabella —le dijo mostrándose condescendiente—. Bienvenida a casa.

.
.
.

La noche anterior, el baño de color rosa, con sus apliques de mármol, le había parecido otra muestra de la opresión que ejercía aquella casa. Después de haber descansado, sin embargo, Bella miró la habitación con otros ojos, con una actitud en la que apreciaba la belleza y el lujo de aquella estancia. ¿Habría vivido ella rodeada de tanta riqueza?

Los vestidos que había en el guardarropa le valían todos. También comprobó que le valían los anillos.

Se los dejó puestos, intentando descubrir los sentimientos que le evocaban, mientras se preguntaba qué había que ponerse para desayunar, cuando una vivía en una especie de museo. Seguro que no uno de los varios pares de pantalones vaqueros que encontró doblados en el armario. Y menos un vestido para desayunar. Se puso un par de pantalones de tela de color melocotón, con un suéter de lana y un par de zapatos de tacón bajo.

Se sintió como una niña jugando a las casitas. Se miró en
el espejo. Tenía el pelo muy corto y su mirada revelaba secretos que ni ella misma podía saber.

Era una extraña para sí misma. Tan extraña como todo el mundo que se había encontrado. Como todo el mundo que conocería a partir de ese momento y hasta que se le desbloqueara la mente. Rosalie le había dicho que no había ninguna razón física que le impidiera recordar.

De pronto se fijó en que se estaba dando vueltas a los anillos. Se los quitó y se los metió en el bolsillo del pantalón.

Dándose cuenta de que sólo estaba posponiendo lo inevitable, Bella levantó el mentón y estiró los hombros. Si aquel era su hogar, no debía esconderse en su habitación. Si aquella era su familia, no debía esconderse de ellos, por mucho miedo que le diera.

Se fue al piso de abajo. Bella suspiró cuando encontró la sala donde estaba el desayuno. Unas cortinas de estilo austriaco cubrían los ventanales en los que golpeaba la lluvia. Pero a pesar del mal tiempo que hacía, era una habitación muy alegre. En una de las esquinas, por ejemplo, había una pequeña fuente de mármol. Era posible que aquello fuese de verdad su hogar.

Empujó la puerta y entró en la cocina.

Una mujer de unos cincuenta años, con el pelo canoso,
Makenna Handly
recogido en un moño, levantó la cabeza y su cara de sorpresa se convirtió en una expresión de alegría.


— ¡Señora Cullen!

Bella se quedó en el sitio donde estaba. ¿Sería aquella mujer alguien que ella conocía?

La mujer se levantó de la silla.

—El señor Cullen me dijo que posiblemente se levantara tarde. Me dijo que no la molestara. Si me hubiera llamado, le habría subido el desayuno a la cama.

—Es que nadie me ha explicado las costumbres que hay aquí.

—Oh —la mujer pareció un tanto desconcertada y miró a su alrededor, antes de mirarla de nuevo a la cara—. Lo siento. Es que se me olvidan las cosas. Yo le explicaré cómo funciona. Es un sistema integrado en los teléfonos.

—Gracias —le dijo Bella—. Se lo agradecería mucho —se quedó mirando las recetas que estaba consultado aquella mujer—. Me gustaría tomar algo de café

—Por supuesto —la mujer ordenó cuidadosamente las fichas—. Váyase al salón y yo se lo llevaré.

En tan sólo unos minutos, la mujer apareció con una bandeja. Bella, que estaba mirando por la ventana, giró la cabeza.

— No puede ver el lago hoy, a causa de la lluvia —dijo la mujer, dejando la bandeja en una mesa en la que podían sentarse diez personas con tranquilidad.

— ¿Se puede ver normalmente el lago desde aquí? —Claro —respondió la mujer.

Recordó que le había preguntado a Edward si vivían junto al lago y él le había respondido lo contrario.

¿Por qué le había respondido de aquella manera? Movió la cabeza y se dirigió a la mesa. Una cafetera plateada y una taza la estaban esperando. Sin leche. Sin azúcar. Pero no necesitaba ni leche, ni azúcar. Miró a la mujer que la estaba observando, casi con ansiedad.
Charles Handly

—Yo me llamo Makenna Handly —le dijo la mujer—. Mi marido, Charles, que lo conoció anoche, lleva años trabajando para el señor Cullen y para usted.

Bella suspiró y asintió con la cabeza, agradeciendo que se hubiera presentado. —Gracias, señora Handly —le respondió—. Odio tener que preguntar las cosas.

Por un momento, la mujer pareció tener un gesto cálido hacia ella, pero sólo por un momento.

—En un minuto le traeré el desayuno.

—No —le dijo Bella—. Esto es todo lo que voy a desayunar.

—La señora McCarty me ha dado órdenes —dijo la señora Handly, antes de marcharse de la habitación.

El concepto de Rosalie de lo que era un buen desayuno dejaba bastante que desear, pensó Bella más tarde. Estaba bien para una persona que tenía que trabajar en el campo, pero ella no se podía comer tanta comida. Ni tampoco lo iba a intentar.

¿Había sido Rosalie siempre una persona tan arbitraria? A lo mejor sí. Sin embargo no estaba dispuesta a que nadie decidiera por ella lo que debía o no debía desayunar.

Estaba jugueteando con la comida del plato, preguntándose qué iba a hacer el resto del día, cuando Edward entró en el comedor.

Lo miró con gesto de culpabilidad. Sin embargo, se puso muy contenta al verlo. Tenía mejor aspecto, más descansado. Llevaba unos pantalones vaqueros y un suéter de cuello alto, que destacaba la fuerza de sus brazos y de sus hombros. Parecía estar mucho más cómodo, más a tono con el entorno. A pesar de que le dirigió una sonrisa un tanto extraña, estaba claro que se puso contento al verla.

—Makenna me ha dicho que estabas aquí —le dijo. Sacó la silla y se sentó a su lado—. ¿Has descansado bien?

—Sí —sonrió de forma dubitativa—. ¿Y tú?

—Pues yo también —se quedó mirando el plato—. Pero sigue desayunando.

Bella miró el montón de comida que le quedaba e hizo un gesto de desagrado. 

—Es que no me apetece. ¿Quieres tomar un café?

Edward movió en sentido negativo la cabeza. 

—No, ya he tomado suficiente esta mañana. Ella se sirvió un poco más.

— ¿Y ahora?

Edward estiró su mano, con sus alargados dedos y le apartó un mechón de pelo de la cara. Al sentir sus dedos, el pulso se le aceleró. Bella se mordió el labio y con sus ojos siguió el curso que trazaba su mano.

—He pensado que será mejor que te enseñe la casa, para que así no te pierdas —le dijo—. Si quieres, claro.

—Me encantaría —le respondió, ya que no quería quedarse todo el día en su habitación, ni tampoco dejar la compañía de Edward tan pronto.

Edward empezó a enseñarle la casa empezando por la habitación de al lado, un comedor que empequeñecía el tamaño del comedor donde había desayunado. Bella se sentó en el brazo de un sillón y se quedó mirando de forma pensativa.

Era una habitación un tanto cargada. Esa era la única palabra que se le ocurría para describirla. Con muebles de estilo español muy grandes, cortinajes que bloqueaban la entrada de la luz del exterior, lámparas inmensas que le daban un aspecto muy triste.

Edward se apoyó en un aparador, con las piernas cruzadas, aunque se vía que no estaba a gusto. ¿Por qué pensaría que tenía que fingir estar a gusto?

— ¿Quieres que te diga cuáles fueron tus primeras palabras cuando hace más de un año te traje a esta casa?

Bella sintió un nudo en la garganta. Se dio la vuelta con cautela. 

—Dijiste, «Dios mío, ¿vivimos aquí»

—Pero eso es lo que dije...

—Anoche —terminó por ella. Abandonó su posición y caminó hasta su lado. La miró—. A ti no te gusta esta habitación, Bella. Nunca te ha gustado. Así que no vas a herir mis sentimientos si me lo dices. A mí tampoco me gusta.

—¿Quiere  decir  eso...  —se  dio  cuenta  de  que  había  estado  manteniendo  la respiración y la soltó poco a poco—. ¿Quiere decir que has decidido contarme algo? 

—Sólo algunas cosas —admitió—. Tienes que entender que yo no sé cómo te puedo ayudar. Cuando Rose dijo que no teníamos que contarte nada, que teníamos que dejar que toda la información la sacases de tu subconsciente, no tuve más remedio que aceptar la situación. Ella es psiquiatra y sabe de estas cosas. Pero he estado pensando mucho lo que dijiste ayer y aunque estoy de acuerdo con Rose, al menos en parte, no veo ninguna razón para que debas estar completamente en la oscuridad.

La miró directamente a los ojos con una intensidad que podría haberle arrancado los secretos de su alma.

—Quiero saber... tengo que saber... la verdad. Y tú también. Y esta es la única forma de saberla, sea cual sea.

Bella se levantó y se alejó de aquel extraño, y al hacerlo se acordó de los anillos que llevaba en el bolsillo. En un gesto nervioso casi inconsciente, empezó a darse masajes en la base del dedo, recordando las palabras crípticas que le dijo la mujer que se los había dado.

—Edward, ¿tú crees que Rosalie... crees tú...? — Bella no sabía cómo terminar la pregunta—. ¿Has pensado que no diciéndome nada yo podría de alguna manera equivocarme y así demostrar que en realidad me acuerdo de todo?

Edward agarró su mano entre las suyas y la tranquilizó. 

— ¿Por qué me preguntas eso?

Bella tragó saliva y lo miró a los ojos.

—Es que esta mañana una persona ha venido a mi habitación. 

— ¿Quién? —sintió la presión de sus manos.

—Una mujer, con el pelo plateado, muy elegante. No me dijo quién era y yo no se lo pregunté.

Edward le soltó la mano y se dio la vuelta, pero no sin que ella se diera cuenta del dolor tan profundo en su mirada.

— ¡Maldita sea!

No fue una respuesta, pero Bella sintió que era la única respuesta que iba a conseguir. ¿Debería contarle lo de los anillos? A lo mejor se los tenía que enseñar, pero no quería discutir con aquel hombre si debía llevar o no un símbolo visible de su unión.

A lo mejor tendría que haber tenido el coraje suficiente para decírselo si hubiera seguido viendo el dolor reflejado en su mirada, pero sus ojos empezaron de pronto a reflejar una ira profunda.

— ¿Estaba cerrada la puerta de tu habitación?

—Sí, lo comprobé cuando se fue. Salió por la puerta de tu habitación.

—Lo siento —le puso la mano en la sien, acariciando de forma inconsciente un mechón de su cabello rizado, que soltó y dejó caer sobre el hombro—. No debería haber ocurrido, y no ocurrirá nunca más.

Bella miró su mano llena de cicatrices apoyada en el tejido color melocotón y sintió su calidez a través de la tela calentar su piel. Luchó contra su impulso de apoyar su mejilla sobre su mano, así como preguntarle sobre aquellas cicatrices. Levantó la cabeza y lo miró, pero él se había dado cuenta de su mirada. Retiró la mano y se la metió en el bolsillo.

— ¿Quién era esa mujer, Edward? —le preguntó Bella, cuando se dio cuenta de que estaba perdido en sus pensamientos.

Dio un suspiro.

—Mi madre. La volverás a ver a la hora de la comida.

.
.
.

Hacía tan mal tiempo que no salieron fuera, por lo que se limitaron a ver la casa por dentro. Ni siquiera después de recorrer varias habitaciones cambió su estado de humor. Hubo habitaciones en las que ni siquiera entraron, como por ejemplo en la de Emmett, que estaba en el piso de abajo que habían acondicionado para que entrara con su silla de ruedas, las habitaciones que ocupaba la madre de Edward, Esme, y la de Rosalie, que estaba en el segundo piso. Ni en una que estaba cerrada con llave, la cual le explicó Edward era una especie de solario que estaban renovando y en la que era mejor no entrar.

Hubo sitios que a Bella no le gustaron, como el vestíbulo de entrada y otro salón en el que había colgados todos los trofeos de caza y los suelos cubiertos con las pieles de los animales, ni tampoco la escalera de servicio que utilizaban los criados y por la que no había tenido más remedio que bajar para seguir a Edward.

También había habitaciones muy agradables. Pero sólo en el invernadero, una estructura con paredes y techo de cristal, pegada a la parte este de la casa, se encontró de verdad como si estuviera en casa. Pero ni siquiera entraron dentro, se quedaron en la puerta, mirando la jungla de plantas tropicales.

Y cuando terminaron de verla, Edward le contó la historia de la casa. No le había mentido cuando le dijo lo del lago. Aquel lago tan sólo llevaba allí cuarenta años aproximadamente, mientras que la casa había sido construida hacía por lo menos ochenta. La había construido un especulador para su querida y la hija que tuvieron entre los dos. Habían vivido allí hasta que él se mató en un accidente de avión, mientras iba a supervisar sus campos petrolíferos que tenía en Texas.

Bella intentó ver la casa a través de los ojos de la mujer que había vivido en tan aislado esplendor, junto a un hombre que sin casarse con ella la había agasajado, o a través de los ojos de su hija. ¿Se habría deslizado la niña por el pasamanos de la escalera, o patinado por los suelos de mármol del vestíbulo? ¿O habría sido una niña tímida, asustada por todo lo que le rodeaba?

—Debió quererla mucho —dijo ella.

—No lo suficiente como para abandonar a su mujer y a su hijo y casarse con ella —le respondió Edward de forma cortante—. No lo suficiente como para darle unas cuantas hectáreas de sus posesiones. No lo suficiente como para dejarle algo en su testamento.

— ¿Qué ocurrió?

—Su esposa los expulsó. El día que le enterraron, despidió a todos los sirvientes y contrató a otros de su gusto, que se quedaron impávidos viendo cómo madre e hija hacían las maletas. La abuela fue un poco más generosa —comentó Edward—. Les dio uno de los coches, para que se pudieran marchar.

— ¿Tu abuela? —le preguntó Bella. 

Edward asintió con la cabeza.

—Aunque era una mujer con el corazón tan duro romo una piedra. No había tenido más remedio que ser de aquella manera. Había trabajado en los campos petrolíferos codo con codo con mi abuelo. Nunca le perdonó que se gastara el dinero con aquella mujer.

— ¿Y qué le ocurrió a aquella mujer? –preguntó Bella.

—No estoy seguro —le respondió Edward—. Se comentó que debía haber guardado algo de dinero, o joyas, porque pasaron varios años sin que nadie supiera nada de ella, al cabo de los cuales nos puso un pleito alegando que se había quedado embarazada antes de la muerte de mi abuelo y que su hijo tenía derecho a la herencia. Durante años la única versión que escuché fue la de mi abuela. Aunque era una versión un tanto sesgada, me juró que era imposible que existiera aquel niño, porque mi abuelo se había quedado estéril. Pero aunque lo hubiera habido —comentó, encogiéndose de hombros—, no sirvió de nada, porque el caso se cerró sin celebrarse juicio.

Habían llegado casi al final de su recorrido. Con una leve presión en su brazo, Edward la invitó a entrar en un despacho. Él se fue a la chimenea y se quedó mirando los troncos. Bella se sentó en el sofá y se quedó mirándolo, sabiendo que estaba decidiendo lo que le tenía que contar.

—La casa se quedó vacía durante años. Se quedaron viviendo los criados, que envejecieron y murieron poco a poco. Hasta que mi padre cumplió los veinte años y conoció a una mujer muy guapa, una mujer de la que nadie sabía nada, pero que a mi abuela le gustaba muy poco.

—Así que mi padre se trajo a aquella chica aquí, a pesar de que legalmente era propiedad de mi abuela. A su novia le encantaba este sitio. Prefería vivir más aquí que en la ciudad.

Edward apretó los puños, pero continuó hablando con tono calmado y reflexivo. 

—Le dio a mi padre un hijo y le juró devoción incondicional. Pero mi abuela descubrió que ella era la hija de aquella mujer, la hija que había sido criada en esta casa, y dijo que no estaba dispuesta a que siguiese bajo este techo una sola noche más.

»La casa, y todas las propiedades, las controlaba mi abuela. Una vez más, fue la única versión que oí durante años, pero fuera como fuera, el resultado es que mi madre se fue...

No percibió el suspiro de desaliento de Bella. Siguió mirando los troncos, como si estuviera hablando con ellos.

—Se fue del lado de mi padre. Y me abandonó a mí.

Bella recordó todos los momentos en que él la había consolado, abrazado con pasión en las horas más intempestivas de la noche. Y quiso hacer lo mismo por él. Pero no sabía cómo iba a reaccionar a su ofrecimiento.

Caminó hasta su lado y le puso una mano en su brazo.

—Pero está contigo ahora.

Edward se dio la vuelta. Tenía la mirada tan oscura que no sabía si la estaba viendo.

—Esme está con Emmett —le dijo—. Es el hijo que tuvo
Esme McCarty, viuda de Cullen
con el hombre con el que se casó después de divorciarse de mi padre.


Movió de lado a lado la cabeza, como si quisiera aclarar sus pensamientos y se frotó la frente.

—No quería vivir aquí, Bella. Los años que pasé aquí de pequeño no fueron muy agradables. Pero hubo un momento en nuestras vidas en que necesitábamos privacidad —sonrió de forma triste y miró a su alrededor—. Y en esta casa la puedes conseguir con facilidad.

— ¿Me habías contado todo esto alguna vez?

— No —admitió él—. Por lo menos no toda la historia. Y a lo mejor era lo que debía haber hecho.

En ese momento Edward cambió la expresión de su mirada y se retiró de forma un tanto brusca de su lado.

—Bueno, es hora de comer —dijo—. ¿Quieres subir a algo a tu habitación? 

—Sí.

Se estaba alejando de ella y no podía hacer nada por evitarlo. 

— ¿Sabes ir? —le preguntó.

—Claro —le respondió.

—Está bien. Te espero en el comedor dentro de media hora. Toda la familia estará allí.

Edward asintió y miró hacia la puerta. De pronto lo vio como un animal feroz, atrapado y vulnerable. Aunque estaría confundida. Edward no, él era su única salvación, su único vínculo con el mundo de los recuerdos.



7 comentarios:

  1. Me encanta esta historia, me tiene muy intrigada.

    ResponderEliminar
  2. Que hizo Esme??? En serio hay muchos secretos en esta historia... Es muy interesante!!!!
    Besos gigantes!!!
    XOXO

    ResponderEliminar
  3. aww gracias por el capitulo, super interesante!

    ResponderEliminar
  4. Con tanto secretos que creo que me enredaré con historia por no conocerlos!!!

    ResponderEliminar
  5. No entendi nada Miercoles quede peor que antes

    ResponderEliminar
  6. Esme y el padre de Edward son medios hermanos?????.... porq releí el capitulo y eso fue lo que entendí no se ustedes.... y si la casa es de Edward porque los demás llegaron y se quedaron en la casa puesto que es el único heredero de su abuela y padre??? supongo que el cap que sigue lo aclare un poco

    ResponderEliminar