ISABELLA
La hamaca del porche crujió cuando Isabella se inclinó a darse la última mano de esmalte a las uñas de los pies.
En vez de salir con sus compañeros de trabajo, había pasado la velada con su hijo, haciendo pizza y jugando al Monopoly. Aunque experimentó un momento de incertidumbre al cancelar el plan, la alegría de Emmett cuando se enteró de que ella se quedaba es casa con él hizo que sus dudas se esfumasen enseguida.
El niño se divirtió tanto ganándole que, cuando llegó la hora de irse a la cama, le rogó que lo dejase un rato más, aunque apenas podía mantener los ojos abiertos. Y se durmió casi antes de que su cabeza tocase la almohada.
Isabella comenzaba a creer que sus sueños se podrían convertir en realidad después de tantos años pensando que su vida había acabado casi antes de empezar. Quizá algún día los tres serían una familia, pero antes de que ello sucediese, Edward y Emmett tendrían que enterarse de la verdad. Pero ¿cuándo se lo podría decir?
¿Y si ambos se sentían engañados y no la perdonabas? Ya no podía hacer nada al respecto. Cuando llegase el momento, lo único que podía hacer era ser honesta y esperar que comprendiesen.
De momento, se concentraría en disfrutar todo lo que tenía. Se columpió lentamente, escuchando las cigarras y los grillos de la noche estival.
—¿Tienes patatas para acompañar la gaseosa?
—¡Edward! —dijo Isabella, sobresaltada. Su aspecto, trajeado y con corbata, indicaba que él venía directo de la cena de la Cámara de Comercio—. ¿Qué haces aquí?
—Alguien me dijo que aquí daban refrescos y patatas —dijo él con su sonrisa cautivadora.
—Pensé que con el pollo de plástico no tendrías más hambre —bromeó Isabella, que hubiese dada cualquier cosa por haberlo comido.
—Pues, al final nos pusieron una carne fantástica —dijo Edward, mirándola a los ojos—. Aunque no tuvo ninguna gracia tener que comérmela solo.
—Pero si no comiste solo —dijo Isabella—. Al menos, habría unas cincuenta personas en esa cena.
—Pero tú no estabas allí —dijo él y su mirada volvió a encontrarse con la de
ella.
Isabella contuvo con un esfuerzo una sonrisa bobalicona mientras un calorcillo se extendía por todo su cuerpo. Pero estaba sonriendo cuando fue a buscarle a Edward una gaseosa y una bolsa de patatas.
Se sentó en la hamaca y Edward lo hizo a su lado. Mientras charlaban tranquilamente, una extraña sensación de haber vivido aquel momento antes asaltó a Isabella. Volvía a ser la amiga secreta, la que nadie sabía que él tenía... No, lo que había sucedido entonces no tenía nada que ver con su relación presente. Nada.
Edward le rodeó los hombros con el brazo y Isabella se estrechó contra él, aspirando su colonia.
—¿Qué tal Kansas City? —preguntó Edward y le rozó el pelo con los labios, haciendo que un estremecimiento le recorriese a Isabella la columna, dejándola sin habla.
—No fui —dijo Isabella finalmente, cuando se dio cuenta de lo que él se refería—. Estaba cansada —explicó—. Decidí que era mejor quedarme en casa con mi chico favorito.
Edward la miró sin comprender y una expresión de celos cruzó su rostro. Isabella sintió la tentación de seguir haciéndolo sufrir, pero al final le dio pena hacerlo.
—¿No te he dicho que mi chico favorito va a cuarto curso de primaria? Mide alrededor de metro y medio y tiene el cabello oscuro...
—¡Ahora entiendo! —dijo Edward, lanzando una estruendosa carcajada teñida de alivio.
—Háblame más de la cena —dijo Isabella—. ¿Lo has pasado bien?
—La cena no estuvo mal —dijo Edward—. Pero lo verdaderamente fantástico era el maestro de ceremonias.
Edward se puso serio y le acarició la mano con ternura.
—Fuera de broma —dijo él, con la mirada fija en los labios femeninos—, te eché de menos.
Entonces, ¿por qué no la había invitado a que lo acompañase?
—Hace un momento, recordé cuando te esperaba con la gaseosa y las patatas — dijo ella con un profundo suspiro—. Por aquel entonces pensaba que te conocía más que a mí misma.
—Pues desde luego que sabías más que yo —dijo él con una risilla—. En aquella época yo no sabía ni quién era ni lo que quería.
—¿Y ahora? —preguntó Isabella inquieta.
—Ahora sé exactamente lo que quiero —dijo él con un susurro ahogado.
Isabella sintió que la emoción le atenazaba la garganta cuando él le selló los labios con los suyos. Le rodeó a Edward el cuello con sus brazos y le devolvió el beso. La quería a ella. Se había equivocado al dudar de su amor. Abrió la boca y el beso se hizo más profundo.
—Vayamos dentro —le dijo él tan bajo que Isabella creyó imaginarse sus palabras mientras la besaba en el cuello.
Un repentino deseo la recorrió. Lo único que deseaba en aquel momento era tomar a Edward de la mano y subir con él las escaleras hasta su dormitorio para hacer el amor con él toda la noche.
—Oh, Isabella, podría ser maravilloso —dijo él, mordisqueándole el lóbulo.
Eran dos adultos. ¿Qué había de malo en demostrarle lo mucho que lo quería? Pero su mente era un remolino de confusas emociones y pensamientos. Era difícil pensar con él tan cerca, con su calor, su perfume, la dulzura de sus besos. Se humedeció los labios con la lengua.
—Déjame quererte —insistió él, tomándole las manos.
Isabella se lo quedó mirando. Sus palabras casi eran las que deseaba que dijese, pero, ¿eran exactamente las que ella quería?
—¿Te pasa algo? —preguntó él.
—No, no me pasa nada —mintió Isabella.
¿Cómo explicarle que no era lo que él había dicho sino lo que no había dicho, lo que nunca le había dicho?
—Lo que pasa es que ha sido una semana muy larga y estoy cansada. Será mejor que me vaya a dormir.
—¿Te quieres ir a la cama? ¿Sola?
En cualquier otro momento, la expresión confundida del rostro masculino le habría causado gracia, pero al mirarlo, sintió una opresión en el pecho. Ojalá su respuesta pudiese ser diferente, pero la única vez que había dejado que su corazón la guiase, él se lo había roto.
Pero había crecido y era más sensata. No podía volver a cometer el mismo error.
EDWARD
Edward acababa de meter los palos de golf en el maletero cuando sonó su teléfono móvil. Sonrió.
Isabella ya lo había llamado dos veces y todavía no eran las nueve de la mañana. Aunque aún disponía de cinco minutos antes de salir para la casa de ella, seguro que lo llamaba para cerciorarse de si ya estaba en camino.
—Ya voy —dijo al atender la llamada.
—Edward, soy yo —dijo Missy atropelladamente—. Derek acaba de llamarme. Está en el pueblo y dice que viene hacia aquí.
—¿Has llamado al sheriff? —preguntó Edward, alarmado al percibir el miedo en la voz femenina.
—De poco me ha servido —el disgusto no lograba tapar el miedo—. Se ha ido con Howie a un accidente que ha habido en la carretera. Me preguntó si Derek me había amenazado y le dije que no, al menos esta vez no. Me dijo que vendría en cuanto pudiese, pero...
—¿«Pero...»? —dijo Edward cuando ella se interrumpió.
—No comprende que la otra vez Derek tampoco me amenazó y recuerda lo que sucedió —dijo Missy con voz temblorosa—. Tengo miedo, Edward. Estoy sola con Kaela.
—Voy para allá —dijo Edward, sentándose en el todoterreno y poniéndolo en marcha.
—¿Estás seguro?
El alivio de su voz era evidente. Edward pensó en el golf. Sabía que Isabella quería que fuese con ella, pero ya habría otras reuniones de empresa. Aquello era una emergencia. Seguro que ella comprendería que no podía dejar a una amiga en la estacada.
ISABELLA
—Algunos de nosotros nos preguntamos si este novio tuyo no será imaginario
—dijo el pesado de Joe, el de Contabilidad, en la fila para servirse la comida después de pasarse la mañana jugando al golf.
Su tono era de broma y Isabella se forzó a sonreír, aunque no le hiciese ni pizca de gracia.
—Pues es muy real —dijo con voz fría y calmada, como si el hecho de que Edward no apareciese hubiese sido una mera anécdota. Cuando la llamó por la mañana con la estúpida excusa de una emergencia, se sintió desilusionada, aunque en realidad no le causó ninguna sorpresa.
—Isabella, aquí.
Isabella recorrió el fresco comedor del club repleto de gente con la mirada. Ron Royer la llamaba desde a una mesa. Sonreía señalándole un sitio vacío.
Aunque a Isabella no le apetecía en absoluto sentarse con el amigo de Edward, la única otra alternativa era junto a Joe, así que le dijo a esta adiós y se dirigió a través de la gente a la mesa de Ron.
Ros hizo las presentaciones. Sorprendentemente, el nombre de Edward no surgió hasta bien avanzada la comida. Y luego lo mencionó Jane Royer, que había dejado que su marido llevase la voz cantante.
—Alguien me dijo que traías a Edward Cullen de pareja. ¿Cambió de opinión?
—Jane —dijo Ron, lanzándole a su esposa una mirada de desaprobación—, basta.
—Edward tenía intención de venir —dijo Isabella por enésima vez ese día, preguntándose cuántas veces antes de que acabase el día tendría que explicar que había surgido una emergencia—. Pero...
—No es necesario que digas nada —dijo Ron—. Le dije a Jane la semana pasada que Edward y Missy estaban saliendo juntos nuevamente. Está claro que no ha hecho la conexión. Siento que haya sacado el tema.
Isabella se quedó sin aliento. ¿Edward y Missy juntos otra vez? Imposible.
—Nunca me dijiste que Edward y Missy salían juntos —dijo Jane, mirando a su esposo fijamente.
—Desde luego que sí —dijo Ron, esbozando una sonrisa que no suavizó en absoluto la aspereza de su voz—. Fue la noche de la cena de la Cámara de Comercio. Te dije que Edward estaba allí con Missy.
—Mencionaste que ella estaba allí. Y que Edward era maestro de ceremonias —dijo Jane—, pero no que estuviesen saliendo juntos.
—Dije que habían llegado juntos, ¿o no? —dijo Ron—. Y que se fueros juntos,
¿no?
Isabella apretó los puños bajo la mesa, clavándose las uñas en las palmas de las manos.
—Pues sí—concedió Jane.
—¿Lo quieres más claro, mujer? Dime.
Jase hizo una mueca ante el tono duro de la voz de su esposo, pero no le respondió.
Un incómodo silencio se cernió sobre la mesa. Isabella no tendría que haberse sorprendido de la nueva traición, pero lo hizo. Y si esperaba que te hiciese menos daño que la primera vez, estaba equivocada.
Sentía tanto daño o más que entonces.
EDWARD
—¡Edward! —exclamó la señora Cullen sorprendida, sentada a la mesa del comedor—. Pensaba que Isabella y tú estaríais ya en Kansas City.
—Surgió una emergencia y no he podido ir. Isabella se ha ido sola.
—Espero que haya sido por algo importante —dijo su madre, preocupada—.
Isabella estaba realmente ilusionada con que fueses.
—Ya lo sé —Kujo Edward con un suspiro—, pero no hubo más remedio.
Derek se había comportado como un caballero, pero ¿quién sabía lo que hubiese sucedido si se hubiera encontrado a Missy sola?
Aunque Derek había estado solo un momento, cuando Edward quedó libre ya era demasiado tarde para reunirse con Isabella. Presa de una extraña inquietud, fue a casa de su madre.
—¿Qué haces? —le preguntó. Cubrían la mesa álbumes y cajas.
—Emmett me está ayudando a organizar las fotos. Ahí viene —dijo su madre, mirando hacia la puerta. Edward se había olvidado de que Emmett había quedado a su cargo—. ¿Te costó trabajo encontrarlas?
—No —dijo Emmett, poniendo la caja sobre la mesa junto a la madre de Edward—. Estaban en el trastero al lado de la máquina de coser, tal como usted había dicho —le echó a Edward una mirada de sorpresa—. ¿Y tú no ibas a ir a esa cosa del golf con mi madre?
—Surgió algo inesperado —dijo Edward encogiéndose de hombros.
—¿Tienes tiempo para echar unas canastas?
Edward señaló la pila de fotografías qué su madre acababa de sacar de la caja.
—Me gustaría, pero parece que vosotros tenéis mucho trabajo aquí.
—Prefiero jugar al baloncesto contigo —dijo Emmett.
—¿No prometiste ayudar a mi madre?
Emmett dirigió una mirada de ruego a la señora Cullen, pero esta no pareció notarlo. Toda su atención se concentraba en la foto que tenía en la mano.
—Mira qué precioso eras cuando bebé, Edward. Emmett se acercó a mirar mejor.
—¿A ver?
—Pero si era una bola de grasa —rió Edward.
—No eras gordo —se defendió su madre—. Eras un bebé enorme, eso sí.
¡Pesabas más de cuatro kilos!
—Yo pesaba cuatro kilos —sonrió Emmett.
—Pero ¿no eras prematuro, tú? —preguntó Edward extrañado.
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Emmett.
—Que naciste antes de tiempo —explicó la señora Krieger.
—¡Qué va! —dijo Emmett, negando enérgicamente con la cabeza—. Si yo nací más tarde. Mi madre me ha dicho que tuvieron que darle una medicina para hacerme salir.
—¿Estás seguro? —preguntó Edward mirándolo fijamente. Emmett titubeó, claramente confuso ante el escrutinio de Edward.
—Eso es lo que mi madre me ha dicho.
Edward sintió una terrible opresión en el pecho.
—Edward, no atosigues al pobre chico —dijo su madre, con un ligero tono de advertencia—. Antes, después..., ¿qué importancia tiene?
Edward quiso decirle que sí que importaba, que si Emmett no era prematuro, quizá el niño era su nieto. Pero se mantuvo callado. Quizá Emmett se había equivocado, así que decidió no decir nada hasta no estar completamente seguro.
—Mira esta foto, Edward —dijo su madre, tomando otra foto para cambiar de tema—. Tendrías más o menos la edad de Emmett. Estabas monísimo con tu uniforme de Boy Scout.
Edward recibió la fotografía que le daba y la miró. Recordaba perfectamente que se la habían tomado el día después de su décimo cumpleaños. Miró las facciones del niño de la foto y luego dirigió su mirada a Emmett. Se quedó sin aliento. El niño se parecía tanto a la foto de sí mismo cuando tenía diez años que no pudo comprender cómo no se había dado cuenta antes. El parecido era pasmoso.
En ese instante se desvanecieron todas las dudas que Edward había tenido sobre la identidad del padre de Emmett.
—Déjame ver—dijo Emmett mirando la foto—. ¡Hala! ¡Cuántos premios!
—Sí, conseguí muchos —dijo Edward, sin poder despegar la mirada de su hijo. Se pregustó cómo su madre no se había dado cuenta del parecido.
—Yo fui Cub Scout una vez —dijo Emmett—. Me gustaba mucho, pero nunca llegué a Boy Scout.
—Si te gustaba, ¿por qué lo dejaste? —preguntó Edward.
—No, sé —dijo, nervioso ante la mirada fija de Edward.
—Debiste tener una razón —dijo Edward. De repente, cualquier detalle de la vida de Emmett, por insignificante que fuese, cobraba importancia y quería oírlo.
—Supongo que fue porque comenzaron a hacer un montón de cosas con los padres —dijo Emmett—. Y como yo no tenía...
Edward sintió deseos de gritar que sí, que tenía padre, un padre que lo hubiese dado todo por ir de campamento con él. El pesar se mezclaba con su creciente rabia. Se había perdido tanto... Años que nunca podría recuperar. Un tiempo precioso perteneciente a Emmett y a él. ¿Qué motivo podría haber tenido Isabella para esconder semejante secreto? No tenía sentido.
Cuando Isabella volviese de Kansas City tendría que darle algunas explicaciones.
Hasta ese momento, no diría ni palabra.
La mirada de Edward se dirigió a Emmett, deseando poder decirle en aquel momento que era su padre y asegurarte que nunca más se tendría que preocupar por no tener padre. Porque ahora Edward pertenecía a su vida y allí era donde tenía intención de quedarse.
Nada y nadie se interpondría entre ellos nuevamente.
ISABELLA
Isabella acababa de quitar el cerrojo a la puerta cuando Edward apareció de repente y, pasando a su lado, se dirigió decidido al salón.
Furiosa por su audacia, ella lo siguió. ¿Cómo se atrevía a entrar con tanta confianza?
—No me gusta que me invadas de esta manera —dijo, deteniéndose en el vano de la puerta del salón y cruzándose de brazos. Se sentía vulnerable bajo su mirada—.
¿Se puede saber qué pasa? ¿Dónde está Emmett?
Edward se sentó en el sofá.
—Emmett está en casa de su abuela —dijo, tenso.
—¿Abuela? —dijo Isabella, atragantándose—. Mi madre ha muerto.
—La mía, no —dijo Edward y aunque su tono era bajo y suave, Isabella sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
—No sé a qué te refieres —dijo, lanzando una risilla forzada y retirándose un mechón de pelo del rostro con un ademán nervioso—. Ya sé que tu madre es como una abuela para Emmett, pero...
—Es su abuela porque yo soy el padre de Emmett —dijo Edward, con frialdad—. ¿Sabes? Me preguntaba por qué te marchaste de Lynnwood en cuanto acabamos el instituto, pero ahora lo sé. Estabas embarazada.
Isabella se quedó muda. Antes, él se lo había preguntado, pero ahora lo afirmaba. Tomó aliento y sonrió, como si Edward estuviese bromeando en vez de decir la verdad. Aunque había planeado decírselo, no quería que fuese de aquella manera.
—Venga, Edward. Ya lo hemos hablado antes. El padre de Emmett y yo nos conocimos en Washington...
—Otra mentira —dijo Edward, que la miraba sin parpadear—. También me dijiste que era prematuro.
—Porque lo era —dijo Isabella, rogando que la desesperación que sentía no se le reflejase en el rostro—. Sietemesino.
—Pesaba cuatro kilos, Isabella —dijo secamente—. Y Emmett me dijo que hubo que provocarte el parto porque te habías pasado de fecha.
—¿Eso era lo que tenías que hacer mientras yo no estaba? ¿Interrogar a mi hijo?
—Por el amor de Dios, Isabella. Yo ya sé la verdad. Al menos sé sincera ahora — dijo Edward tras lanzar un resoplido impaciente.
Resignada a lo inevitable, ella asintió lentamente con la cabeza.
—Dime —dijo Edward, con el rostro demudado por la desilusión y la rabia—, después de todo lo que compartimos, ¿cómo pudiste hacerlo? ¿Cómo pudiste tener un hijo mío sin decírmelo?
—¿Después de todo lo que compartimos? —dijo Isabella sofocando el atisbo de culpabilidad que sentía, ya que no tema por qué sentirse culpable—. No me tomes el pelo. Yo no significaba nada para ti.
—¿Cómo puedes decir algo así? Éramos amigos, buenos amigos y...
—Yo no era tu amiga —soltó Isabella, furiosa—. Te resultaba cómoda. Era una niña gorda y solitaria y fui lo bastante tonta para pasar el último año del instituto mendigando lo poco que me dabas. Por supuesto, te veía después de que tu acabases de divertirte con tus amigos, los amigos con los que no te daba vergüenza que te vieran —se le llenaron los ojos de lágrimas y se las secó con rabia.
—Nunca me avergoncé de ti —dijo Edward con ojos relampagueantes—, ni de nuestra amistad.
—No soy estúpida, Edward —dijo Isabella, sorprendida ante la vehemente negativa masculina—. Te oí en el pasillo diciéndole a tus amigos... —titubeó, porque no había planeado decirle aquello—, diciéndoles... que nunca te rebajarías a estar con alguien como yo.
Edward se quedó silencioso, intentando recordar. Y el momento en que lo hizo fue evidente, porque los ojos se le llenaron de compasión y alargó los brazos hacia ella.
Ella retrocedió, luchando con las lágrimas.
—Quizá no era la más bonita de las chicas, pero era una buena persona. Yo sí que era una buena amiga. ¡Y no me merecía que me utilizases de aquella forma!
—Entendiste mal —dijo Edward—. Lo que intentaba era protegerte.
—¿Y Missy? —dijo Isabella, sarcástica—. ¿También he malinterpretado eso?
—¿A qué te refieres?
—¿Niegas que la llevaste a la cena de la Cámara de Comercio?
—Necesitaba que la llevasen —dijo él sin alterarse, mirándola a los ojos.
—¿También necesitaba que le diesen un beso?
La mandíbula masculina se puso tensa y Isabella se dio cuenta de que había dado en la diana.
—Missy y yo solo somos amigos.
—¿Y hoy? —Acusó Isabella, sorprendida ante su propia calma mientras se le rompía el corazón—. ¿También vas a negar que has estado con ella?
—Déjame explicártelo...
—No te molestes —dijo Isabella dirigiéndose a la puerta para abrirla de golpe—.Vete y no vuelvas.
—Isabella, tienes que escucharme —dijo Edward sin moverse.
—No tengo por qué hacer nada.
—De acuerdo —dijo Edward, lanzando un suspiro exasperado. Cruzó el salón y llegó hasta la puerta. Allí se dio la vuelta—. Cuando te calmes, hablaremos.
—Mantente alejado de mi vida, Edward —dijo Isabella, comenzando a cerrar la puerto—. Y de la de mi hijo.
—Permíteme que deje algo bien claro —dijo Edward, deteniendo el movimiento de la puerta con el pie—. Hasta ahora habrás mantenido a Emmett alejado de mí, pero de ahora en adelante, ni lo sueñes. Te guste o no, seré parte de su vida —añadió, saliendo al porche—. Ya te llamaré y hablaremos.
Isabella cerró la puerta de un portazo. Apoyando la espalda contra ella, se deslizó hasta el suelo, hundiendo el rostro en las manos.
Durante los últimos meses había creído ver un cambio en Edward, pero seguía igual. Era arrogante y egocéntrico. Y ahora sabía que Emmett era su hijo. Lágrimas ardientes le corrieron por las mejillas. ¿Por qué se habría marchado de Washington? Allí tenía amigos, gente que la quería. Y si hubiese aguantado unos meses más, incluso tendría un trabajo fantástico.
Se puso de pie y, dirigiéndose al secreter, se secó las lágrimas con impaciencia. Buscó en el primer cajón hasta que encontró el sobre largo y estrecho. La tarjeta del gerente de Recursos Humanos todavía estaba dentro. Aunque no pensaba encontrar a nadie un sábado por la noche, marcó el número y dejó un mensaje. Satisfecha de haberlo hecho, colgó y se sentó en el sillón.
A finales de mes, Emmett y ella estarían de nuevo en Washington y Edward Cullen solo sería un mal recuerdo.
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El lunes a primera hora Isabella recibió una llamada confirmando que el puesto era suyo. Hizo planes para mudarse a Washington cuanto antes. Aunque comenzaría a trabajar en un par de meses, los pocos ahorros que había logrado acumular desde mudarse a Lynnwood le alcanzarían hasta cobrar su primer sueldo.
Cuando volvió a casa borró todos los mensajes del contestador automático. El día anterior, Edward la había llamado dos veces y ella no había contestada. Obviamente, él aún creía que tenían que hablar. Pero ¿qué más se podían decir?
Desde luego que a Emmett no le gustaría la idea. Poco a poco, le había tomado el gusto a Lynnwood. Cuando lo fue a buscar a casa de Alice, el niño le habló entusiasmado de un campamento de baloncesto al que él y Matt pensaban asistir. Le dio pena decirle que se habrían ido de allí mucho antes de que el campamento comenzase.
—Voy a echar unas canastas antes de la cena —dijo Emmett, haciendo girar un balón entre sus manos con el dedo índice.
Isabella titubeó. ¿Sería aquel el momento adecuado? Emmett se dirigió a la puerta.
—Espera —dijo Isabella, secándose la humedad de las palmas de las manos en la falda—. Tengo que hablar contigo.
Emmett se dio la vuelta con un bufido de impaciencia, mirando la puerta.
—Tengo una noticia fantástica —le dijo Isabella—. He decidido aceptar el trabajo de la compañía aquella dé Washington.
Emmett la miró con el ceño fruncido y en ese momento se pareció tanto a su padre que a Isabella se le hizo un nudo en el estómago.
—¿Trabajarás desde aquí?
—No —dijo Isabella, esbozando una sonrisa forzada—. Eso es lo fantástico. Nos volvemos a Washington.
Emmett apretó el balón entre los dedos.
—A mí me gusta vivir aquí
—Ya sé que te gusta —dijo ella, intentando calmarlo, pero también te gustaba aquello, ¿recuerdas?
—Matt y yo tenemos planes. Está el campamento de baloncesto y los dos jugaremos en el mismo equipo de fútbol —la miró desafiante—. No quiero mudarme.
—Me temo que no tienes otra opción —dijo Isabella sin alterarse—. Tú y yo somos un equipo. Donde voy yo, vas tú. Así que necesito que comiences a juntar tus cosas. Nos vamos pasado mañana
—Pero a ti también té gusta estar aquí —dijo Emmett, asustado—. Lo dijiste.
—Me gustaba —dijo Isabella—, pero las cosas han cambiado.
—Pues a mí me sigue gustando. Y no me mudaré —dijo Emmett, dejando caer el balón con un golpe y levantando la barbilla—. No puedes obligarme.
—Soy tu madre —dijo ella, mirándolo con firmeza—, harás lo que yo te diga.
—¡Pues no me iré! —gritó Emmett, dándose la vuelta. Subió las escaleras corriendo. Segundos más tarde, cerraba la puerta de su dormitorio con un sonoro portazo.
Isabella estuvo a punto de seguirlo, pero luego se dijo que el niño necesitaba un poco de tiempo para hacerse a la idea. Con un suspiro de resignación, se dirigió al salón.
Emmett no respondió a su llamada a comer, a pesar de que era su plato preferido: espaguetis con albóndigas.
Aunque no tenía demasiada hambre, Isabella hizo un esfuerzo por comer, pero la comida le supo horrible y acabó tirándola. Luego intentó leer, pero no podía concentrarse, pues penetraba una y otra vez en la conversación con Edward. Miró el teléfono. ¿Y si llamaba a Edward y le daba la oportunidad de que se explicase?
¿Qué le pasaba, era masoquista o el monumento a la estupidez humana? ¿No había aprendido la lección dé Edward? ¿No había aprendido que detrás de aquella increíble sonrisa y aquel rostro sincero se escondía el mentiroso más grande del mundo?
Con un suspiro de resignación, decidió irse a la cama. Al pasar frente a la puerta de Emmett, se detuvo. Ella y Emmett nunca se habían ido a la cama enfadados.
—Emmett —dijo, golpeando levemente la puerta—, ¿me dejas pasar? Cuando él no respondió, volvió a golpear.
—¿Cielo? Solo quiero darte las buenas noches.
No esperó una respuesta. Abrió la puerta sin esfuerzo y se dirigió sin hacer ruido a la cama de su hijo. Le tocó el hombro, pero la mano se le hundió en algo blando. Retiró la manta.
Lo que parecía el cuerpo de su hijo no era más que unas almohadas artísticamente colocadas. Su hijo había tratado que ella creyese que estaba en la cama durmiendo.
Recorrió la habitación con la mirada, deteniéndose en un trozo de papel blanco apoyado contra el espejo de la cómoda. Se acercó apresuradamente y lo abrió.
Mamá:
Lo siento, pero no me voy. No te preocupes, puedo cuidarme. Te quiero.
Emmett.
Isabella sintió tal opresión en el pecho que se le cortó la respiración. Volvió a leer la nota y luego la arrugó. ¿Dónde se habría ido?
Bajó las escaleras corriendo y se dirigió a la puerta. Rápidamente miró en el garaje antes de salir y pasar a casa de Esme, pero estaba todo oscuro y nadie respondió a su llamada.
Volvió corriendo a su casa y llamó a la policía. Cuando informó de la desaparición de su hijo, se le quebró la voz y contuvo un sollozo. Dios santo, ¿qué haría si no lo encontraban?
Fred llegó con su ayudante cuando acababa de llamar a los otros vecinos. La última pregunta que le hizo fue directa y sin tapujos: ¿Había alguna posibilidad de que fuese el padre de Emmett? Sobresaltada, Isabella dijo que no sin pensárselo, pero después de que se fuese el sheriff, comenzó a preguntarse si quizá Emmett habría ido a casa de Edward.
Llamó a Edward, pero comunicaba. Ahogando una imprecación, se metió el móvil en el bolsillo y agarró las llaves del coche. En cinco minutos estaba en el porche de Edward, agradeciendo a Dios que las luces estuviesen encendidas. Al menos estaba en casa.
El timbre no había acabado de sonar cuando se abrió la puerta de golpe. La expresión de sorpresa del rostro de Edward se trocó rápidamente en una de alegría.
—Isabella, me alegro de que hayas venido.
—Entonces, ¿está aquí? —preguntó esperanzada.
—¿Quién?
—Emmett —dijo ella estirando el cuello para ver detrás de él.
—No, no lo he visto desde el sábado —dijo Edward, con expresión preocupada.
—Gracias, de todas formas —dijo ella, desilusionada. Sacó el teléfono del bolsillo para cerciorarse de que seguía encendido. No quería que el sheriff la llamase y no diese con ella. Se dio la vuelta para irse, pero Edward la agarró del hombro.
—Un momento. ¿Qué pasa? ¿Dónde está Emmett?
—No lo sé —dijo ella hundiéndose de repente. Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Se ha... se ha ido de casa.
—¿Estás segura? —preguntó Edward, poniéndose pálido.
—Dejó una nota —dijo Isabella asintiendo con la cabeza.
—¿Por qué?
—Estaba enfadado —dijo Isabella, sin poder mirarlo a los ojos—, pero nunca pensé que haría esto.
—¿Has llamado al sheriff?
—Sí, y también a los vecinos y a los amigos de Emmett. Pero... nada —levantó la mirada hasta la de él—. No te imaginas lo mucho que deseaba que estuviese aquí—le dijo con labios temblorosos.
—Entonces, le dijiste que soy su padre y no le cayó bien —dijo Edward.
—No, todavía no lo sabe.
—Entonces, ¿por qué se ha enfadado? Isabella titubeó.
—Le dije que nos volvíamos a Washington.
—No me lo creo —dijo Edward consternado—. Quieres llevarte a mi hijo al otro extremo... —se interrumpió. Hizo una pausa, respirando profundamente—. Eso no es lo importante ahora. Tesemos que encontrar a Emmett.
Isabella no protestó cuando él le pasó un brazo por los hombros, llevándola hasta la cocina. Se sentaron ante la mesa y escuchó atentamente mientras ella le explicaba lo que había hecho.
—Lo primero que pensé era que estaría en casa de tu madre, pero ella no está.
—Se ha ido a visitar a su hermana en Topeka por unos días. Qué extraño que no te lo haya dicho.
—Quizá lo intentó —dijo Isabella, pensando en todas las llamadas que no había contestado.
—Da igual. Lo único que importa es encontrar a nuestro hijo. Ya verás que estará en su cama antes de que den las doce.
Pero la medianoche llegó y siguieron sin saber nada. Y cuando salió el sol, Edward comenzó a preocuparse. Isabella volvió a casa siguiendo el consejo del sheriff, «por si el chaval decide volver», Edward salió a buscarlo un poco más, porque pensó que si se quedaba sentado se volvería loco.
A las ocho de la mañana, Isabella se dio la vuelta esperanzada al oír la puerta de la cocina, pero solo era Missy.
—¿Puedo entrar?
—Desde luego. Pero si buscas a Edward, acaba de irse. Missy la miró, confusa.
—¿Y por qué iba a buscarlo? Los que me preocupáis sois Emmett y tú.
—¿Quieres un café? —dijo Isabella, levantándose para servirle uno, que le puso delante. No quería ser grosera. No era culpa de Missy que Edward la prefiriese a ella. Y Missy había sido uno de los voluntarios que se habían pasado la noche buscando a Emmett.
Missy se sentó frente a Isabella ante la mesa y le echó azúcar al café.
—¿Has oído algo?
—Ni una palabra —dijo Isabella, afligida.
—No te preocupes —dijo Missy, sonriendo para tranquilizarla—. Lynnwood es un pueblo seguro.
—Ya lo sé, pero Emmett es solo un niño —dijo, intentando tragar el nudo que se le había hecho en la garganta—. Y yo lo quiero tanto... perdona —añadió cuando se le llenaron los ojos de lágrimas—, no quería hacer una escena —se secó los ojos con una servilleta de papel.
—Oye, yo también soy madre. Te comprendo perfectamente —dijo Missy, dándole unas palmaditas en la mano—. Haríamos cualquier cosa por proteger a nuestros hijos. Por eso me dio tanto miedo cuando Derek apareció de repente el sábado.
Isabella asintió con la cabeza. No tenía ni idea de lo que hablaba Missy, pero estaba demasiado cansada para preguntar.
—No estaba preocupada por mí solamente —prosiguió Missy—. Era por Kaela. Cuando a Derek le da uno de sus ataques, es capaz de hacer cualquier cosa. Y mi padre estaba de viaje. No sabía qué hacer. Gracias a Dios que conseguí comunicarme con Edward. Espero que te dijera lo mucho que sentí haberos arruinado los planes.
—El día del golf —dijo Isabella. De repente, comprendió.
—Él estaba deseando ir, pero dijo que tú lo comprenderías. No sé si yo hubiese sido tan comprensiva —sonrió Missy—. Pero supongo que por eso te quiere a ti y no a mí.
—¿Me quiere? —dijo Isabella, mirándola fija—mente—. ¿De dónde has sacado eso?
—Edward me lo dijo.
—¿Cuándo?
—El día que me pasó a buscar porque mi coche estaba en el mecánico. Después me llevó a casa.
—¿Antes o después del beso? —preguntó Isabella, levantando una ceja.
—El beso fue idea mía, no suya —dijo Missy, ruborizándose—. Y no lo volveré a hacer. Me dejó bien claro que no estaba interesado.
Isabella se dio cuenta de que Edward había intentado decirle la verdad, pero ella no lo había querido escuchar. Se le contrajo el corazón y hundió el rostro en las manos.
¿Cómo pudo haber sido tan idiota?
Missy se levantó y dio la vuelta a la mesa, apoyándole una mano en el hombro.
—Ya se solucionará todo, verás...
Como obedeciendo a una señal, la puerta se abrió de golpe.
—Mirad a quién he encontrado —dijo Edward con tono exuberante.
—¡Emmett! —exclamó Isabella, corriendo hacia su hijo. Lo estrechó contra su pecho—. Oh, Emmett, qué susto que me has dado.
—Lo siento, ma —dijo el niño, con lágrimas en los ojos—. No quería preocuparte.
—Me tengo que ir —dijo Missy, y tomando su bolso se dirigió a la puerta.
—Missy —dijo Isabella, dándose la vuelta pero sujetando a su hijo con firmeza—.Muchas gracias... por todo.
—De nada —dijo Missy con una sonrisa comprensiva—. Después de todo,
¿para qué estamos las amigas?
—¿Qué te parece si comemos juntas uno de estos días? —dijo Isabella.
—Por mí, encantada —sonrió Missy. Isabella volvió a abrazar a Emmett.
—Te quiero tanto —le dijo—, no te escapes nunca más. Juntos, siempre podemos buscar una solución. ¿Comprendido?
—Yo también te quiero, ma—dijo el niño, y le devolvió el abrazo.
—Y ahora, señor —sonrió ella tras darle un beso en la coronilla y secarse una lágrima—, me parece que tendrá que darse un buen baño y comer algo. ¿Qué le parece?
Emmett asintió con la cabeza.
—¿Nos vamos a Washington? —preguntó, sin levantar la mirada.
—Ya hablaremos de eso después —dijo Isabella.
—Pero...
—Emmett —dijo Edward con firmeza—, tu madre ha dicho que más tarde —le sonrió cuando el niño subía por la escalera y luego se dirigió a Isabella— Ya he llamado al sheriff para darle la noticia.
—No te vayas todavía —dijo Isabella, señalándole una silla—. Quiero que me cuentes todos los detalles.
—No sé por qué no se me ocurrió antes —dijo Edward, sentándose. Tenía cara de cansado—. Hace unas semanas les mostré a Emmett y a Matt una choza que construí con unos amigos hace mil años en el bosquecillo que hay junto al estanque de los Larkin. Los fascinó. Cuando llegué allí esta mañana, lo encontré profundamente dormido.
—No sé cómo agradecértelo —dijo Isabella.
—No yéndote a Washington —dijo Edward.
—Me sorprende que todavía quieras que me quede —dijo sin mirarlo, eligiendo cuidadosamente las palabras—, después de mi forma de actuar.
—Debí decirte que Missy iba a la cena —dijo Edward con voz ahogada—. Y que ella era el motivo por el que no pude ir a...
—Estaba obcecada, fui una cabezota. Cuando quisiste darme una explicación, me negué a escucharte —dijo Isabella, mirándolo a los ojos—. Hice exactamente lo mismo que cuando tenía dieciocho
—Isabella, sobre la graduación...
—Edward —lo interrumpió ella—, no es necesario que me expliques nada.
—No quiero que haya más secretos ni malentendidos entre nosotros —dijo Edward.
—Yo tampoco —dijo Isabella, con la mirada en la suya.
—Prométeme que no me interrumpirás hasta que acabe de hablar, ¿de acuerdo?
Isabella no estaba segura de querer escuchar lo que él tenía que decir, pero asintió con la cabeza.
—Ron y Chip nos encerraron en aquel cuartucho porque querían que hiciésemos el amor.
—Entonces, lo habían planeado —dijo Isabella, sin poder evitar la desilusión que la embargaba.
—Dijiste que me escucharías —le recordó Edward—. Recuerda que me engañaron a mí tanto como a ti.
—Entonces, ¿por qué dijiste aquello en el pasillo?
—Intentaba protegerte —dijo Edward—. Si les hubiese dado alguna pista de lo que había sucedido en aquel armario, Ron y Chip habrían tirado tu reputación por los suelos.
—Entonces, ¿no te avergonzaba? —preguntó Isabella, sin atreverse a tener esperanzas.
—Aquella noche me di cuenta de lo importante que eras para mí.
—Pero no quisiste saber nada más de mí después de aquello. No volviste a aparecer por casa.
—Porque tú dijiste que estabas demasiado ocupada para verme los viernes y sábados por la noche —le dijo él—. Me di cuenta de que algo te sucedía, así que decidí esperar a que te calmases. Y cuando quise darme cuenta, habías desaparecido.
Isabella se dio cuenta con pena que él tenía razón. Diez años atrás estaba tan enfadada y dolida que lo había evitado totalmente.
—Pues supongo que todo aquello ya es agua pasada —dijo con un suspiro pesaroso—. Al menos ahora tenemos todo claro.
—Todo no —dijo Edward inclinándose sobre la mesa con los ojos tristes—. ¿Por qué no me dijiste que estabas embarazada?
—Por lo que había oído. No quería que te sintieses obligado a apoyarme. No quería tener al lado a alguien que se avergonzaba de mí.
—Tienes razón —dijo Edward con un suspiro—. No te di ningún motivo para que confiases en mí. Igual que con el tema de Missy...
—No es necesario que me expliques nada —dijo Isabella—. Ella me lo contó todo.
Y la he creído. Excepto en eso de que me quieres.
—Es verdad —dijo Edward—. Te quiero.
—¿Por qué no me lo has dicho, entonces? —dijo Isabella, con el pulsó acelerado.
—Esperaba el momento oportuno. Y creo que puede ser justamente ahora — dijo él suavemente. Rodeó la mesa e hizo que Isabella se pusiera de pie—. Me he dado cuenta esta noche de lo preciosa que es la vida, del tesoro que sois Emmett y tú para mí. No puedo cambiar el pasado, pero quiero compensaros. Quiero que los tres seamos una familia. ¿Te quieres casar conmigo, Isabella?
—Si lo que te preocupa es que me vaya y te separe de Emmett, no te preocupes
—dijo Isabella, nerviosa, pero pensando bien lo que decía—. Eres su padre y te necesita. Ahora me doy cuenta de ello. No me iré a la capital, así que si es por eso que me has pedido...
—El motivo por el que quiero casarme contigo es que te quiero —dijo Edward con dulzura.
Sus ojos estaban tan llenos de amor que Isabella se preguntó cómo no se había dado cuenta antes. Levantó una mano y le acarició la mejilla.
—Yo también te quiero —le dijo.
—Entonces, ¿te casarás conmigo?
—Por supuesto —dijo Isabella, rebosante de felicidad. Edward inclinó la cabeza hacia ella...
Unos pasos resonaron en la escalera. Ambos se dieron la vuelta a la vez, mirando hacia arriba.
—¿Es verdad? —preguntó Emmett, los ojos azules enormes en el pálido rostro—. ¿Eres de veras mi padre?
Un escalofrío recorrió la espalda de Isabella y los músculos del brazo de Edward se pusieron rígidos bajo la mano femenina
—¿Te parece bien? —dijo Edward asintiendo lentamente con la cabeza.
Emmett los miró fijamente durante un instante y luego se encogió de hombros.
—¿Quiere decir entonces que no nos mudaremos? Isabella miró a Edward de soslayo antes de responder.
—Solo una manzana, ¿Qué te parece?
La tensa expresión de Emmett se convirtió en una sonrisa y Isabella dejó escapar el aliento que contenía sin darse cuenta.
—¿Se lo puedo decir a Marc? —dijo Emmett.
—Desde luego que sí —dijo Edward—. Se lo puedes decir a quien quieras.
—¡Qué guay! —dijo Emmett, volviendo a subir a toda prisa.
—Parece que lo ha aceptado bien —dijo Isabella con alivio—. Es buena señal que quiera decírselo a la gente.
—Sé cómo se siente —dijo Edward, besándola en los labios dulcemente—. Me muero por decírselo a todo el mundo. Si pudiese, lo gritaría desde el tejado.
Tiempo después...
Cientos de flores adornaban el salón de fiestas y el sonido de la música se mezclaba con risas y conversaciones.
—Te agradezco mucho que me hayas ayudado a preparar la boda tan rápido — le dijo Isabella con una sonrisa a su suegra, mirando la alianza que llevaba en el dedo—Ha sido como un milagro. Todo ha salido perfecto.
—Me he divertido mucho haciéndolo —dijo Esme, quitándole una pelusa del vestido de novia. Aunque Isabella estaba dispuesta a contentarse con una ceremonia íntima, Esme había insistido en que se merecía algo más—. Me alegro de que me dejases participar.
Gracias a Esme, había resultado una boda por todo lo alto, con la iglesia y el salón de fiestas rebosantes de flores de primavera, el vestido de Isabella de satén y encaje y la tarta de tres pisos.
Se habían dado los votos frente a una iglesia llena de familia y amigos, rodeados de amor. Después del beso tradicional, abrazaron a su hijo.
Isabella sonrió, pensando en lo bien que Emmett se había tomado la noticia de que Edward era su padre. Cuando lo llamó «papá» por primera vez durante la cena antes de la boda, fue el mejor regalo de boda que podría haberle hecho.
—¿En qué piensas? —le preguntó Edward, rodeándole la cintura con el brazo.
—En lo feliz que soy —dijo ella, elevando el rostro hacia él—. En que tengo todo lo que siempre quise.
—Se me ocurre una cosa más.
—¿Qué es?
—Señora Cullen, ¿me concede este baile?
La orquesta comenzó a tocar y, de repente, Isabella y Edward se encontraron en la brillante pista moviéndose al compás de la música.
—¿Te das cuenta de que es la primera vez que bailamos juntos? —susurró Isabella, nerviosa por la intimidad del momento—. Al menos, que bailamos con música de verdad.
—Hay muchas otras cosas que no hemos hecho nunca —dijo Edward tiernamente a su oído—. Muchas cosas que me gustaría hacer.
—Te olvidas de que ya hemos hecho el amor —dijo Isabella, carraspeando trémula—. ¿Recuerdas?
—Por supuesto que lo recuerdo —dijo él, acariciándole la espalda donde el amplio escote se la dejaba libre—. Pero lo que se puede hacer dentro de un armario es bastante limitado.
—¿Y fuera de un armario? —le preguntó ella con los párpados entornados, sintiendo un escalofrío.
—Ya lo descubrirás esta noche —dijo Edward, retirándole un mechón de cabello del rostro—. No te olvides de que tenemos toda la vida.
Los labios de Edward sellaron sus palabras y Isabella tuvo la indudable sensación de que en los brazos de aquel hombre no le bastaría con toda la vida.
FIN
Que hermoso final!!!!!!
ResponderEliminarBueno, a pesar de que Emmett decidió perderse, y que Edward estaba desilusionado, y que por fin todos supieron la verdad de todo, por fin terminaron juntos!!!!
Besos gigantes!!!
XOXO
Awwwwwwwwwwwwww, que bueno que todo terminó bien!!! Me encantan los finales románticos
ResponderEliminarTodo fue un malentendido y tuvieron su final feliz.
ResponderEliminarHermossisimo Final :D
ResponderEliminaroh hermoso me encanto el final....muchas gracias..
ResponderEliminarowwwwwwwwwwwwwwww lo ameeeee ni me habia enterado que habia terminado
ResponderEliminarQue bello final me a encantado .
ResponderEliminarMe ha encantadoo!! :3 es cortito y entretenido. Una historia que a simple vista parece cliché, pero que de cierta forma acaba gustando porque no hay tanto drama innecesario de por medio. Tiene su justo ezpacio de conflicto y resolución y eso es lo que importa. Kiisseeess y hasta otra !!
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