Capítulo 7 / Mentiras y Rumores



Edward Masen regresó a casa bastante can­sado. Acababa de terminar un viaje de negocios después de visitar tres ranchos en menos de una semana, y había pasado muchas horas subido a un avión. Se trataba de comprar más reses. Había tenido la ocasión de ver los animales en video, tal y como hacía a veces si conocía al dueño, pero en aquella oportunidad prefirió comprobar personalmente el estado del ganado, porque tuvo la impresión de que las reses de uno de los ranchos correspondían a otro propietario. De hecho, descubrió que los ani­males estaban mal alimentados y que algunos ni siquiera contaban con la calidad mínima exigida.

Sin embargo, había resultado un viaje bastante beneficioso. Había ahorrado varios miles de dólares por el simple procedimiento de visitar los rancheros en persona. Ahora estaba en casa de nuevo, pero no le apetecía demasiado. Aquella casa, al igual que su difunta esposa, le provocaba demasiados recuerdos dolorosos. Era el lugar donde había vivido con Rosalie, donde aún vivía su hija. No podía mirar a Maggie sin ver a su madre. Le compraba juguetes caros, todo lo que deseara, pero no podía darle amor. No podía sacar amor de un matrimonio tan des­graciado. Por culpa de Rosalie, había tenido que renunciar a lo que más amaba en el mundo: Isabella.

Cuando entró en el salón descubrió que su hija estaba sentada sola, con un libro. Levantó la mirada al verlo, pero la apartó de inmediato. 

— ¿Me has traído algo? —preguntó. Siempre lo hacía. Era una manera de demos­trarle que era importante para él, pero la niña conocía sus sentimientos. Ni siquiera sabía cuáles eran sus gustos; de lo contrario, no le habría llevado ositos de peluche y muñecas. Le gustaba mucho leer, pero su padre no lo había notado. También le gustaban los documentales sobre la naturaleza y las ciencias naturales. Pero nunca le regalaba algo relacionado con aquellos temas. No sabía cómo era.

—Te he traído una muñeca nueva. Está en mi maleta.

—Gracias —dijo.

Nunca sonreía, ni reía. Era como una pequeña mujer en el cuerpo de una niña, y cuando lo miraba, le hacía sentirse culpable.

— ¿Dónde está la señora Platt? —preguntó incómodo.

—En la cocina, preparando la comida.

— ¿Qué tal te ha ido en el colegio? 

La niña cerró el libro.

—Tenemos una profesora nueva que llegó la semana pasada. Me ha tomado manía, y me hace la vida imposible.

Edward arqueó las cejas.

— ¿Por qué?

Ella se encogió de hombros.

—No lo sé. Trata bien a todos los demás alum­nos. Pero me mira todo el tiempo. Me puso un cero en el examen y ahora va a ponerme otro cero por los deberes. Dice que me va a suspender y que voy a tener que repetir cuarto.

Edward se sorprendió. Maggie siempre había sacado buenas notas. Era una chica muy inte­ligente, aunque su mal humor y su naturaleza introvertida le ganaran enemigos. No tenía nin­guna amiga íntima, salvo Julie. De hecho, la semana pasaba había dejado que se quedara en casa de los padres de la niña, que estaban encan­tados de quedarse con ella cuando él no podía estar en el pueblo.

— ¿Qué haces aquí, en lugar de estar con Julie? —preguntó de repente.

—Dije a sus padres que quería regresar por­que hoy llegabas de viaje y siempre me traes regalos.

—Ah.

Su hija no comentó que la amistad de Julie con la profesora Swan había enfriado bastante su relación, y que aquella misma mañana habían discutido. Por fortuna, la señora Platt estaba trabajando en la mansión, de manera que había podido regresar al rancho.

—A la nueva profesora le gusta Julie, pero a mí me odia. Dice que soy vaga y estúpida.

— ¿Ha dicho eso?

Era la primera vez que Edward reaccionaba de aquel modo, como si verdaderamente le importara que su hija pudiera no caer bien a alguien. Maggie miró sus ojos verdes y notó que estaba enfadado. Su padre la intimidaba, algo nada extraño teniendo en cuenta que inti­midaba a todo el mundo. De hecho, se parecían bastante. También él era introvertido, de mal genio y modales sarcásticos que se manifesta­ban siempre que alguien lo irritaba. Con el paso de los años, la muchacha había descubierto que podía utilizar a su padre para intimidar a los demás.

En el pueblo, Edward era una leyenda. La mayor parte de sus profesoras habían cedido a todos sus caprichos para no tener que enfren­tarse con él. Maggie aprendió enseguida que no necesitaba estudiar para sacar buenas notas; era una niña brillante, pero no se molestaba en inten­tarlo, porque la mención de su padre bastaba para arreglar cualquier problema. Sonrió al pensar que también podía utilizarlo en el caso de la señorita Swan.

—Dice que soy vaga y estúpida —repitió.

— ¿Cómo se llama tu profesora? —preguntó con frialdad.

—La señorita Swan. 

Edward la miró, atónito.

— ¿Isabella Swan? —preguntó.

—No conozco su nombre de pila. Sustituye a la señorita Denali. La señorita Denali era amiga mía. La echo de menos.

— ¿Cuándo llegó esa mujer? —preguntó.

Le sorprendió no haber sabido nada de su regreso a Bighorn. Aunque por otra parte había estado fuera una semana.

—Ya te lo he dicho. La semana pasada. Dijo que había vivido aquí en el pasado —declaró, observándolo—. ¿Es verdad, papá?

—Sí, es cierto. Muy bien, veremos cómo se comporta tu profesora cuando tenga que enfren­tarse a otro adulto.

Descolgó el teléfono y llamó inmediatamente al director del colegio de enseñanza primaria de Bighorn.

La señora Cooper se sorprendió al oír la voz de Edward Masen al otro lado del aparato. Hasta entonces no había interferido nunca en los asuntos del colegio, aunque Maggie tuviera problemas con otros alumnos.

—Me gustaría saber cómo es posible que permitan que una profesora insulte a una niña, lla­mándola vaga y estúpida —exigió.

— ¿Cómo dice? —preguntó la directora, sorprendida.

—Maggie acaba de decirme la señorita Swan le dijo que era vaga y estúpida. Quiero que hable con esa profesora, y muy en serio. No me gus­taría tener que ir yo mismo. ¿Está claro?

La señora Cooper conocía a Edward Masen, y la asustó tanto que se mostró de acuerdo en hablar con Isabella el lunes.

Y de hecho lo hizo, aunque a regañadientes.


~MyR~


—Recibí una llamada del padre de Maggie Masen el viernes, poco después de que te mar­charas —le informó la directora—. No he creído ni por un momento que insultaras deliberada­mente a esa niña. Sé muy bien que todos los profesores han tenido problemas con Maggie, excepto la señorita Denali. Pero Masen no había intervenido nunca. Me sorprende bastante que ahora tenga intención de hacerlo. Y, desde luego, me sorprenden las acusaciones de la niña.

—Yo no la llamé estúpida —espetó Isabella con tranquilidad, sentada al otro extremo del escritorio—. Le dije que si se niega a hacer los deberes y a contestar las preguntas de los exá­menes tendré que suspenderla. No tengo por costumbre aprobar a los alumnos sin un mínimo esfuerzo por su parte, y no acepto favoritismos con ellos.

—Estoy segura de eso. Tu expediente en Tucson es intachable. Hasta hablé con tu antiguo director, que parecía realmente decepcionado por haberte perdido. Habló muy bien acerca de tu inteligencia y de tu competencia.

—Me alegra saberlo. Pero en todo caso, no sé qué hacer con Maggie. Es evidente que no me traga. Lo siento mucho, pero no veo cómo puedo conseguir que cambie de opinión. Ojalá colaborara tanto como su amiga Julie. A dife­rencia suya, es una magnífica estudiante.

—Todo el mundo quiere a Julie —declaró la directora—. De todas formas, no te molestes si te hago cierta pregunta. ¿No estarás saldando viejas deudas con la niña, de manera incons­ciente? Sé que estuviste comprometida con su padre en cierta ocasión. Ten en cuenta que éste es un pueblo muy pequeño y todo se sabe. Y también sé que su madre te traicionó y que se dedicó a contar terribles mentiras sobre ti.

—Ciertas personas aún creen que sus difama­ciones eran ciertas. De hecho, mi madre murió por la presión que ejerció sobre ella la mayor parte de los miembros de la comunidad.

—Lo siento mucho. No lo sabía.

—Sufría del corazón. Tuve que marcharme del pueblo para poner fin a las habladurías, pero no se recobró nunca —dijo, haciendo un esfuerzo por sonreír—. Era inocente de todas las acusa­ciones, pero pagué un altísimo precio.

La doctora parecía profundamente emocio­nada.

—Perdóname, Isabella. No debí sacar el tema.

—Al contrario. Has hecho bien. Tenías dere­cho a saber si estaba persiguiendo deliberada­mente a una alumna. Desprecio a Rosalie por lo que me hizo, y te aseguro que siento algo muy parecido por Edward. Pero no soy tan mala per­sona como para hacer pagar a la niña por las culpas de sus padres. Jamás permitiría que sufriera por algo que no ha hecho.

—Lo sé. Sin embargo, es una situación com­prometida. El señor Masen tiene mucha influencia en la comunidad. Es rico, y su mal carácter es legendario. No le preocupa en absoluto dar un espectáculo público, y ha amenazado con venir personalmente si no resuelvo la situación —rió con nerviosismo—. Isabella, tengo cuarenta y cinco años. He trabajado mucho para llegar a este puesto, y me resultaría muy difícil encontrar otro trabajo si lo perdiera. Por si fuera poco, tengo que cuidar de un marido inválido y de un hijo que está estudiando en la universidad. Te ruego que no pongas en peligro mi empleo.

—Nunca lo haría —prometió—. Preferiría renunciar al puesto antes de ver que una persona inocente paga las consecuencias de mis acciones.

Pero el señor Masen se equivoca con respecto a la forma en que trato a Maggie. De hecho, es una interminable fuente de problemas. Se nie­ga a hacer el trabajo, y sabe que no puedo obli­garla a hacerlo por la fuerza.

—Es cierto, lo sabe. Correría a pedir ayuda a su padre, y no dudo que se presentaría aquí y hablaría con el consejo de administración del colegio. Creo que uno de los miembros le debe dinero, y otros tres le tienen pánico —comentó, aclarándose la garganta—. En realidad, si he de ser sincera, yo también tengo miedo de él.

—Observo que en este lugar no existe la liber­tad de expresión.

—Si choca con sus intereses, no. Es un maldito tirano. Aunque supongo que no podemos cul­parlo por interesarse por su hija.

—No, claro.

Isabella suspiró. Sin embargo, aquel asunto no le preocupaba en exceso. Tenía sus propias preocupaciones, y mucho más graves. No temía a Edward Masen. Temía a su enfermedad.

— ¿Intentarás solucionar el asunto de Maggie? —preguntó la directora.

—Por supuesto que sí —sonrió—. Pero si no consigo resolver el problema, ¿puedo contar con tu ayuda?

—Sí, sí puedo ayudarte en algo —puntualizó—. Pero dudo que Maggie quiera cooperar. Y ambas sabemos que tenemos mucho que perder si su padre no está contento.

— ¿Pretendes que la apruebe así como así? ¿Pretendes que la apruebe sin haber estudiado nada, sólo porque su padre puede enfadarse?

La directora se ruborizó.

—No puedo pedirte que hagas algo así. Se supone que educamos a los niños sin ningún favoritismo.

—Eso pensaba.

—E imagino que te estarás preguntando si yo lo haría. Pues sí, la aprobaría. Tengo miedo de perder mi trabajo. Y cuando llegues a mi edad, tú también tendrás miedo de perderlo.

Isabella la miró con profunda tristeza. La directora adoptaba una posición inmoral e indig­na en una persona que ocupara su puesto; la cobardía no tenía nada que ver con la edad. Pero en todo caso, nunca tendría aquel proble­ma. Era probable que jamás llegara a cumplir sus años. Dio las gracias a la señora Cooper y regresó a la clase, deprimida y decepcionada.

Maggie la observó mientras se sentaba en su escritorio y empezaba a dar la clase de lengua.

No parecía estar muy contenta. Supuso que su padre la habría puesto en su sitio y sonrió, vic­toriosa. No pensaba hacer los deberes, ni con­testar a las preguntas del examen. Y cuando sus­pendiera, su padre se presentaría en el colegio, porque nunca dudaría de la palabra de su hija. Echaría a la señorita Swan. Con un poco de suerte, la señorita Denali regresaría cuando tuviera su niño y todo volvería a la normalidad.

Miró a Julie, que no le hacía caso. Estaba harta de ella. Se pasaba la vida haciendo la pelota a la señorita Swan. Ya no sabía si le disgustaba más la profesora o la niña que había sido su amiga.

Antes de que terminara la clase, obtuvo otro pequeño triunfo. La señorita Swan le concedió de plazo hasta el viernes para que entregara los deberes.

La semana transcurrió con extremada lenti­tud, pero al fin que llegó el día en que Isabella pidió los deberes que había puesto a principios de semana. Y Maggie no entregó los suyos.

—Tendré que ponerte un cero si no los traes esta misma tarde, incluyendo la redacción.

Isabella esperaba no tener que enfrentarse con la insoportable criatura. Pero sus esperanzas no sirvieron de mucho. Había intentado hacer todo lo posible para tratarla como al resto de los alumnos, pero la niña parecía dispuesta a buscarle las cosquillas.

—No lo haré —insistió, sonriendo—. Si me sus­pende se lo diré a mi padre y vendrá. 

Isabella la observó con cierta ironía.

— ¿Es que crees que tengo miedo de él?

—Todo el mundo tiene miedo de él —contestó orgullosa.

—Pues yo no —dijo con frialdad—. Tu padre puede venir cuando quiera, pero le diré lo mismo que te estoy diciendo a ti. Si no haces los deberes, no aprobarás. Y punto.

— ¿Ah, sí? Isabella asintió.

—Sí. Como tendrás ocasión de descubrir si no los has traído antes de que terminen las clases de la tarde —concluyó.

— ¡Ja!

Isabella no tenía intención de discutir con la niña. Pero cuando al final del día Maggie no le entregó sus deberes, no tuvo otra opción que ponerle un cero. Le dio las notas y dijo:

—Haz el favor de dárselas a tu padre. Maggie las tomó y sonrió. Después se dirigió hacia la puerta sin decir una sola palabra. La señorita Swan no sabía que su padre iba a reco­gerla a la salida del colegio. Pero estaba a punto de descubrirlo.



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