Capítulo 8 / Mentiras y Rumores



Isabella tenía que terminar varios asuntos antes de marcharse a casa. No dudaba que la niña se quejaría a su padre, tal y como había amenazado. Pero no le preocupaba en absoluto. No tenía nada que perder. Ni siquiera le importaba perder su puesto de trabajo. Ninguna per­sona que tuviera un mínimo de dignidad se habría dejado extorsionar por una niña de nueve años.

Apenas habían transcurrido unos minutos des­de que terminara la clase, cuando oyó pasos en el corredor. Sólo quedaban unos cuantos pro­fesores en el edificio, pero aquellos pasos eran fuertes y poderosos. Sabía muy bien a quién pertenecían.

Se dio la vuelta en el preciso momento en que se abría la puerta. Una alta y familiar figura entró en el aula, con ojos brillantes y oscuros como la muerte.


Edward no se molestó en saludarla, ni en quitarsé el sombrero tejano. Llevaba un traje muy caro y botas de buen material. Parecía que las cosas le iban bien. Pero los ojos de Isabella veían a un hombre muy distinto, a un solitario joven que no encajaba en ninguna parte, y que soñaba con salir de la pobreza. A veces recordaba aque­lla imagen y lo amaba en sueños con una pasión arrebatadora.

—Te estaba esperando —dijo, regresando al presente—. Tu hija ha suspendido, y se lo merece. Le di toda una semana para que trajera los deberes y no lo ha hecho.

—Ah, sí, ahora intentas convencerme de que no tienes otros motivos. Sé muy bien por qué te metes con mi hija, y quiero que dejes de moles­tarla. Estás aquí para enseñar. De modo que no pagues tus frustraciones con ella.

Isabella estaba sentada en el escritorio. Pasó las manos por el tablero de la mesa y lo miró con tranquilidad.

—Tu hija va a suspender el curso. No participa en las clases, no hace los deberes, y se niega a contestar los exámenes. Francamente, me sor­prende que no haya repetido ningún curso —sonrió con frialdad—. Aunque, según me ha dicho la directora, que también te teme, tienes la influencia suficiente como para despedir a cual­quiera que no la apruebe. Edward la miró, sorprendido.

—No utilizaría nunca mi poder para algo así. Es una niña muy inteligente.

Isabella abrió el cajón del escritorio y sacó el último examen de Maggie.

— ¿De verdad? —preguntó.

Masen caminó hacia la tarima y tomó el exa­men. Lo observó y después miró a Isabella con firmeza.

—Está en blanco.

Ella asintió y recogió el examen de nuevo.

—En efecto. Se sentó con los brazos cruzados, sonriendo todo el tiempo, y no movió un músculo en treinta minutos.

—Nunca se había comportado de ese modo.

—No puedo saberlo. Soy nueva aquí.

—Pero resulta evidente que mi hija no te cae bien.

Isabella mantuvo su fría mirada.

— ¿Crees de verdad que he regresado a Wyoming para vengarme de Rosalie en la persona de su hija? —preguntó, aunque le desagradaba plan­tear las cosas en aquellos términos.

Sin embargo, no tenía otra opción. Maggie era absolutamente insoportable.

—De su hija y de mi hija —puntualizó, como si supiera lo mucho que le dolía recordar.

—Por supuesto. Es hija de los dos. Edward asintió lentamente.

—De modo que eso es lo que ocurre. La odias porque se parece a Rosalie.

—Desde luego, es su viva imagen.

—Y sigues odiándola después de todos estos años.

Isabella apretó los puños, sin apartar la mirada.

—Estamos hablando de tu hija.

—Ni siquiera te gusta pronunciar su nombre —espetó, apoyándose en el escritorio—. Se supo­ne que los profesores deben ser imparciales, que deben enseñar a todos por igual, independien­temente de lo que sientan por los alumnos.

—Es cierto.

—Pues estás transgrediendo tu código deontológico —continuó, sonriendo con dureza—. Deja que te diga algo, Isabella. Has regresado a tu casa, pero estás en mi pueblo. La mitad de la localidad es mía, y conozco a todos los miembros de la dirección. Si quieres seguir trabajando aquí, será mejor que mantengas una actitud imparcial con todos los alumnos.

—Sobre todo en lo relativo a tu hija, supongo.

—Ya veo que lo comprendes.

—No la trataré de forma injusta, pero no ten­dré ningún favoritismo hacia ella —dijo, en idén­tico tono helado—. No aprobará ningún examen que no merezca aprobar. Y si quieres despe­dirme, adelante.

—Maldita sea, no quiero que te despidan —dijo de repente—. No me importa que vivas con tu padre; ni siquiera me importan las razones que hayas tenido para regresar. Pero no permitiré que persigas a mi hija por algo que no ha hecho. No es culpable de lo que sucedió en el pasado. No tiene nada que ver.

— ¿Nada? —preguntó, irónica—. Rosalie estaba embarazada de ella cuando te casaste, y de hecho nació siete meses después de la boda. Te estabas acostando con ella mientras me jurabas amor eterno a mí.

Aquella declaración le dolió más que lo que pudiera suceder con su leucemia. Pero era cierto. Rosalie ya estaba embarazada cuando se casó con Edward.

Su antiguo novio respiró profundamente y cla­vó los ojos en ella, furioso, como si quisiera arrojarle algo a la cabeza. Isabella apartó la mirada por primera vez, mientras se aferraba con fuerza al escritorio. Pero al darse cuenta de ello relajó los músculos para que no notara su tensión.

—Lo siento. No debí decir algo así —continuó tras unos segundos de silencio—. No tenía dere­cho. Tu matrimonio es asunto tuyo, al igual que tu hija. Y te aseguro que no estoy siendo injusta con ella. Pero espero que trabaje como el resto de los alumnos. Si no lo hace, suspenderá.

Edward se apartó de la mesa y metió las manos en los bolsillos. Entonces la miró y dijo, de forma enigmática:

—Maggie ya ha pagado un precio muy alto por todo eso, aunque no lo sepas. Sin embargo, no permitiré que la hieras.

—Pienses lo que pienses sobre mí, no tengo por costumbre resolver mis problemas persona­les haciendo pagar a los inocentes.

—Ahora tienes veintisiete años —dijo él, sorprendiéndola—. Aún sigues soltera. No tienes hijos.

—Sí, es cierto —sonrió.

— ¿Y no tienes intención de encontrar a nadie? ¿No tienes intención de labrarte un porvenir?

—Ya lo estoy haciendo.

De inmediato, resurgió su miedo a morir. Tal vez no tuviera ningún futuro, en absoluto.

— ¿De verdad? Tu padre morirá uno de estos días, y te quedarás sola.

—He estado sola mucho tiempo —declaró con más tranquilidad de la que sentía—. Y se aprende a vivir con la soledad.

Edward no dijo nada durante unos segundos.

— ¿Por qué has regresado? —preguntó en voz muy baja.

—Por mi padre.

—Cada día está mejor. No te necesita.

Isabella levantó la mirada y lo observó. Una vez más vio la sensual boca y los oscuros ojos del joven que había amado.

—Pero yo necesitaba a alguien. 

Edward rió de manera extraña.

—No me mires de ese modo, Isabella. Puede que tú necesites a alguien, pero yo no. Y mucho menos a ti.

Antes de que pudiera decir nada, su antiguo novio salió del aula y se alejó tan rápidamente como había aparecido.

Maggie estaba esperando en la puerta cuando su padre llegó a la casa. La había llevado a la mansión antes de salir para hablar con Isabella.

— ¿Has hablado con ella? ¿Has conseguido que la despidan? —preguntó excitada—. ¡Sabía que le demostrarías quién es el jefe aquí!

Edward la observó con ojos entrecerrados. No había demostrado un entusiasmo semejante en muchos años.

— ¿Qué hay de tus deberes? La niña se encogió de hombros.

—Son estúpidos. Quería que escribiéramos una redacción sobre nosotros mismos, que resol­viera unos problemas y que contestara a las pre­guntas de un examen de lengua.

— ¿Quieres decir que no lo hiciste?

—Bueno, supongo que ya le habrás dicho que no tengo por qué hacerlo, ¿verdad?

Edward arrojó el sombrero en la mesita del recibidor y la miró enfadado.

— ¿Hiciste tus deberes o no?

—No. Eran ridículos, ya te lo he dicho.

— ¡Maldita sea! Has mentido.

La niña retrocedió. No le gustaba nada la mirada de su padre. La asustaba y le hacía sen­tirse culpable. No mentía de forma sistemática, pero aquello era distinto. La señorita Swan la había herido y quería vengarse de ella.

—A partir de ahora harás tus deberes, ¿entendido? —preguntó, irritado—. Y la próxima vez que tengas un examen, no te quedarás con los brazos cruzados, sin hacer nada. ¿Está claro? Maggie apretó los labios.

—Sí, papá.

—Dios mío —dijo él, furioso—. Eres exacta­mente igual que tu madre, ¿verdad? Pues bien, esto se ha terminado. No quiero que vuelvas a mentirme. Jamás.

—Pero papá, si yo no miento nunca.

Edward no la escuchó. Se apartó de ella y se alejó. Maggie lo observó con lágrimas en los ojos, apretando los puños. Había dicho que era como su madre, lo mismo que decía la señora Platt de vez en cuando. Sabía que su padre no estaba enamorado de su madre, y que su madre se emborrachaba y lloraba por ello. El ama de llaves había comentado en cierta ocasión que Rosalie había mentido y que Edward la odiaba por ello. Rápidamente, llegó a la conclusión de que también la odiaría a ella si mentía. De modo que corrió en su búsqueda.

— ¡Papá! —exclamó

— ¿Qué?

— ¡Es que yo no le gusto!

— ¿Has intentado cooperar con ella? —pregun­tó con frialdad.

La niña se encogió de hombros y apartó la mirada para que no pudiera notar sus lágrimas. Estaba acostumbrada a esconder sus sentimien­tos, en aquella fría y vacía mansión. Caminó hacia las escaleras y subió a su dormitorio sin decir nada.

Su padre la observó con cierta sensación de impotencia. Maggie lo había utilizado para que atacara a su profesora, y él había caído en la trampa. Había corrido al colegio para lanzar todo tipo de acusaciones contra una persona ino­cente. Lo había manipulado para vengarse de ella, y estaba furioso por haber sido tan estúpido. Supuso que no podría haberlo hecho de no haber sido porque en realidad no conocía a su hija. Pasaba muy poco tiempo a su lado, tan poco como podía, por la sencilla razón de que le recordaba a su madre.

Se prometió a sí mismo que la siguiente vez analizaría los hechos antes de atacar a ningún profesor. En todo caso, no sentía lo que había dicho a Isabella. Casi se alegraba, porque con un poco de suerte, su estrategia surtiría efecto y se cuidaría mucho de herir premeditadamente a Maggie. Sabía muy bien lo que sentía por Rosalie. Su resentimiento asomaba en cada uno de sus gestos.

Se preguntó por qué habría regresado. A lo largo de los años casi había conseguido olvidarse de ella. Aunque al final, había ido a hablar con su padre porque la soledad lo estaba destrozando y quería saber algo, cualquier cosa, sobre su vida. De hecho, se sorprendió a sí mismo pensando si aún cabría la posibilidad de que renaciera la magia que habían compartido en el pasado.

Fuera como fuese, Isabella se había encar­gado de destrozar cualquier esperanza al res­pecto. Su actitud era fría y distante. Parecía haberse transformado en un témpano durante los años que había pasado lejos de Bighorn.

Sin embargo, no podía culparla. Todas las desgracias de Isabella recaían sobre sus espal­das. Él era el culpable, por haber sido tan des­confiado, por haber llegado a conclusiones ace­leradas y por no haber creído en la sinceridad e inocencia de su antigua novia. Una decisión impulsiva le había costado todo lo que había querido. En ocasiones, se preguntaba cómo pudo haber sido tan estúpido.

En ocasiones como aquélla. Había permitido que su hija lo manipulara para conseguir que atacara a Isabella por algo que no había hecho. Como en el pasado. La hija de Rosalie demostraba grandes aptitudes como manipuladora, aunque sólo tuviera nueve años. Y parecía que él seguía siendo tan impulsivo e imbécil como de costum­bre. No había cambiado en absoluto. Sólo era más rico.


Mientras tanto, estaba el asunto del regreso de Isabella, y el de su inquietante delgadez y palidez. No parecía encontrarse bien. Durante un instante, se

preguntó si no tendría alguna enfermedad, y si, en tal caso, no sería aquél el verdadero motivo de su regreso. Pero desechó la opción de inmediato. Cualquier médico le habría recomendado un clima más apacible para la mayor parte de las enfermedades. Ningún médico la habría enviado al norte de Wypming en pleno invierno.

En cualquier caso, no tenía respuestas. Irri­tado, se dijo que no tenía sentido pensar en ello, porque no llegaría a ninguna parte. El pasado estaba muerto. Y era mejor que lo dejara estar, si no quería que volviera a destrozar su vida, una vez más.



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