Capítulo 9 / Mentiras y Rumores



Cuando Edward se marchó del aula, Isabella permaneció en su sitio durante unos minutos, mirándose las manos. Resultaba evi­dente que no la quería. Pero tal vez, de forma inconsciente, ella hubiera esperado lo contrario. Ahora estaba claro que aquellas vanas esperan­zas no tenían ningún sentido.

Se levantó, limpió el escritorio, recogió sus cosas y regresó a casa. No tenía tiempo para auto compadecerse, aunque fuera de forma silen­ciosa. Tenía que aprovechar los días que le que­daban. Tenía que tomar una decisión.

Mientras preparaba la cena, tanto para ella como para su padre, pensó en todo lo que quería hacer y en todo lo que no podría hacer por falta de tiempo. Siempre había soñado con viajar, des­de muy pequeña, y con participar más en los asuntos de la comunidad. Por desgracia, había pasado casi toda su vida haciendo planes a muy corto plazo, como preparar las lecciones del día siguiente. Cuando las cosas iban bien siempre se tenía la impresión de que se tenía todo el tiempo del mundo. Pero había cruzado una línea imaginaria y estaba más cerca del final que del principio.

De entre todas las cosas de las que se arre­pentía, destacaba lo ocurrido con Edward. Se echó hacia atrás y se preguntó qué habría suce­dido si en lugar
de salir corriendo se hubiera enfrentado a él; si en lugar de huir hubiera retado a Rosalie a probar sus infundadas e injustas acu­saciones. Pero sólo tenía dieciocho años, y era ingenua y soñadora. No tenía la dureza ni la templanza suficientes como para enfrentarse a Rosalie en su propio terreno y derrotarla. No era desconfiada, y jamás habría creído que su mejor amiga pudiera traicionarla de aquel modo, pegándole una puñalada por la espalda. Había sido una estúpida al no darse cuenta de que los mejores amigos podían ser también los peores enemigos; conocían todas las debilidades de una persona.

Y la mayor de sus debilidades había sido el amor que sentía por Edward, un amor que parecía invencible, como si nada pudiera separarlos. No había contado con la habilidad dramática de Rosalie.

Por otra parte, Edward nunca le había dicho que la amara. Resultaba extraño que no se hubie­ra dado cuenta de ello hasta su separación. Edward siempre había demostrado pasión por ella, pero nunca fuera de control. Algo que no le extrañaba teniendo en cuenta qué se había estado acostando con su mejor amiga. No com­prendía por qué habría querido acostarse con otra si estaba enamorado de ella.


Sin embargo, la proposición de matrimonio había partido de él. Los padres de Isabella eran muy respetados en la comunidad, a diferencia de sus padres. Le encantaba contar con su apoyo entre la gente, y pasaba tanto tiempo con Charlie y Renée como con ella misma. Cuando hablaba sobre sus planes de levantar un rancho de ganado y recobrar la fortuna de su padre, siempre era Charlie quien le daba consejos o le abría puertas para conseguir créditos. Conociendo el pasado de jugador que tenía su padre, nadie habría apo­yado a Edward; nadie habría confiado en él. Pero el padre de Isabella era un aval muy diferente. Era un hombre honesto sin ningún vicio cono­cido.

Isabella no sospechó que un hombre tan ambicioso como Edward podría estar buscando algo más en su relación que el simple amor. Pero ahora, cuando analizaba el pasado, se daba cuenta de que había pedido su mano porque le convenía. No la amaba. Sólo quería contar con las influencias de su padre. Y gracias a ellas, había levantado un rancho y un imperio mul­timillonario de tierras y ganado. Hasta cabía la posibilidad de que la ruptura de su compromiso hubiera sido premeditada. Tal vez formara parte de un plan. En cuanto hubiera conseguido el apoyo financiero necesario, podía casarse con la mujer que realmente amaba: Rosalie.

Cuando supo que su esposa había trabajado codo con codo con él para ayudarlo a conseguir sus objetivos no se sorprendió. Lo único extraño era que todo el mundo decía que no habían sido felices.

No entendía cómo había podido pasar por alto aquellas cuestiones durante los años trans­curridos. Consideró que tal vez el apasionamien­to con el que lo vivía la había cegado. Pero de todas formas, le parecía algo vano e irreal. Edward era agua pasada, y no debía dar vueltas al pasado. De algún modo, se las arreglaría para olvidar y perdonar. Sería una pena llevar tanto resentimiento y odio a la tumba.


La tumba. Miró la cacerola en la que estaba preparando la cena. Nunca se le había ocurrido pensar dónde le gustaría que la enterraran. Tenía un seguro que cubriría casi todos los gastos. Siempre había pensado que descansaría junto a su madre, en el pequeño cementerio que había junto a la iglesia. Ahora tendría que encargarse de todos los detalles, por si el tratamiento no daba resultado, en el caso de que optara por él. Pero debía encontrar un modo de evitar que se enterara su padre. No se lo diría mientras pudiera evitarlo.

En cuanto terminó la cena, llamó a Charlie para que se sentara a la mesa. Tuvo cuidado de hablar sobre cosas triviales, e intentó demostrar feli­cidad por estar de nuevo en casa.

Pero no consiguió engañarlo. Su padre la observó con intensidad y dijo:

—Algo te preocupa. ¿De qué se trata?

—De Maggie Masen —mintió.

—Ya veo. Supongo que es como su padre a su edad. Insoportable.

—Sólo conmigo. Según parece, se llevaba bien con la señorita Denali.

—No me extraña —comentó, mientras termi­naba su café—. La señorita Denali es prima suya. La mimaba, tenía favoritismos con ella y hacía cualquier cosa por ayudarla, salvo con­testar las preguntas de sus exámenes. Maggie era la típica niña enchufada. Era la primera vez que una profesora la trataba de aquel modo, así que se le debió subir a la cabeza.

—¿Cómo lo sabes?

—Vives en un pueblo pequeño, hija —le recor­dó, riendo—. Sé todo lo que sucede aquí. Hasta sé que Edward te visitó esta tarde en el colegio. Imagino que te haría pasar un mal rato con el asunto de Maggie, ¿verdad?

Isabella se puso tensa.

—Yo no tengo favoritismos con nadie. Y no me importa que consiga despedirme.

—Dudo que pueda hacerlo —declaró con tran­quilidad—. Yo también tengo amigos en la junta directiva.

—Tal vez podrían cambiar a la niña a otra clase.

—No, eso sólo serviría para alimentar las habladurías —dijo Charlie Swan—. Y ya hemos teni­do bastantes. Sigue con tu trabajo y no cedas. Más tarde o más temprano, esa niña mimada cederá.

—Yo no estaría tan segura —declaró, pasán­dose una mano por su castaño cabello—. Estoy cansada. ¿Te importa si me voy a la cama a dormir?

—Por supuesto que no —contestó, preocupa­do—. Pensé que habías ido a ver al médico. ¿No te recetó nada para animarte?

—Dijo que necesitaba vitaminas —mintió de nuevo—. Y las compré, pero tardarán cierto tiem­po en hacer efecto. También dijo que debía comer más.

—Pues si no te pones bien pronto, será mejor que vuelvas a su consulta y le pidas que te exa­mine a fondo —dijo, sin creerla del todo—. No es normal que una chica de tu edad esté cansada todo el tiempo.

Isabella sintió una presión en el pecho. Obvia­mente no era nada normal, pero no quería que conociera la naturaleza de su enfermedad.

—Lo haré —le aseguró, mientras se levantaba para recoger los platos—. Me encargaré de lim­piarlo todo y luego te dejaré con tu televisión.

—Oh, odio la televisión. Prefiero leer por las noches. Sólo la enciendo para escuchar algo de ruido de fondo.

Su hija rió.

—Yo hacía lo mismo en Tucson —confesó—. Te hace sentirte acompañado.

—Cierto, pero prefiero estar contigo. Me alegro mucho de que hayas regresado a casa. Ya no me siento tan solo.

Isabella sintió una profunda angustia. Su padre había perdido a su esposa y ahora la iba a perder a ella. Se preguntó cómo se las arreglaría solo en el mundo, sin ningún familiar. Ella era hija único, y la única hermana de su padre había muerto de cáncer años atrás. Se mordió el labio. Corría el peligro de perder a su hija y era dema­siado cobarde como para decírselo.

Charlie le dio una palmadita en el hombro.

—No te molestes en fregar. Acuéstate pronto. Yo me encargaré de todo más tarde.

—No me importa hacerlo —protestó, sonrien­do—. Te veré mañana por la mañana.

—Bueno, pero no me despiertes cuando te marches —dijo mientras se alejaba—. Pienso acos­tarme tarde.

—Eres un juerguista.

Su padre rió y la dejó a solas con los platos.

Cuando terminó de fregar se fue a la cama, pero no se durmió de inmediato. Permaneció despierta, recordando la expresión seca de Maggie Masen, sus odios llenos de odio y la mirada intensa y enemiga de Edward. A ambos les habría gustado que regresara a Arizona, y parecían deci­didos a hacer un infierno de su estancia en Bighorn. El resto del curso iba a resultar muy problemático. Si Maggie continuaba negándose a hacer sus deberes, su padre se presentaría a dia­rio para quejarse.


Alzó los ojos al cielo y suspiró. Las cosas se habían complicado gradualmente desde que tenía dieciocho años. Cerró los ojos, dolida. Había deseado casarse y tener hijos. De hecho, Maggie habría sido su hija, con pelo castaño y tal vez ojos marrones, como ella misma. Y de haber sido suya, habría recibido amor, comprensión y apoyo. No habría tenido aquella mirada de odio, ni aquella expresión infeliz.

Recordó que Edward había dicho algo extraño con respecto a Maggie. Algo que no entendía muy bien. Al parecer, había pagado un precio más alto que todos ellos. Sin embargo, estaba segura de que su padre la quería; al menos, había luchado por ella con todas sus fuerzas.

Pero, finalmente, decidió que no era problema suyo. Y no estaba dispuesta a dejar que lo fuera. Aún tenía que decidir qué hacer con respecto a la leucemia.


~MyR~

Julie era lo más hermoso que había en la vida de Isabella. La niña era encantadora, simpática y dulce, y hacía lo posible para facilitarle las clases. Recordaba dónde había dejado las cosas la señorita Denali y qué lecciones se habían dado ya. Siempre estaba dispuesta a hacer lo que le pidieran.

En cuanto a Maggie, seguía con la misma actitud de siempre. No hacía nada de forma voluntaria. Seguía
negándose a hacer los deberes, y no le servía de nada hablar con ella. Se limitaba a mirarla con desprecio.


—Te daré una oportunidad más —le dijo Isabella, al final de la segunda semana—. Pero si no traes todos los deberes el próximo lunes, sus­penderás de nuevo.

La niña sonrió con rebeldía.

—Y mi padre vendrá de nuevo para ponerla en su sitio. Le diré que me ha pegado.

Los ojos marrones de Isabella se clavaron en ella.

—Serías capaz de hacerlo, ¿verdad? —preguntó con frialdad—. No dudo de tu capacidad para mentir, Maggie. Muy bien, hazlo si quieres. A ver cuánto daño eres capaz de hacer.

La reacción de la niña fue inesperada. Sus ojos se llenaron de lágrimas y se estremeció.

Segundos más tarde, salía corriendo de la cla­se. Isabella se quedó en el aula, triste y deprimida por ella. Se aferró al escritorio, recriminándose su actitud por haber sido tan fría con la pequeña.

Lo limpió todo, esperando que Edward se pre­sentara de nuevo. Pero no fue así. Regresó a casa y pasó una velada aparentemente tranquila con su padre. Aunque en el fondo estaba muy nerviosa, esperando que se produjera una visita que al final no se produjo.

Pero la mayor de las sorpresas la recibió el lunes siguiente. Maggie apareció, dejó unos papeles sobre el escritorio y se sentó en su pupitre sin mirarla. Estaban revueltos, pero eran los deberes que le había pedido. Y por si fuera poco, bien hechos.

Isabella no dijo nada. Era una pequeña vic­toria, a todos los efectos. No quería admitir que estaba encantada. Pero en todo caso, le puso un diez. Muy merecido.



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