Capítulo 10 / Mentiras y Rumores


Julie empezó a sentarse con Isabella en los recreos, y compartía con ella los pasteles y bollos que su madre le daba cuando iba al colegio.

—Mi madre dice que está haciendo un gran trabajo conmigo, señorita Swan —dijo la niña—. Mi padre la recuerda del colegio, ¿lo sabía? Dice que era una niña encantadora, y muy tímida. ¿Es cierto?

Isabella rió.

—Eso me temo. Yo también me acuerdo de tu padre. Era el bromista de la clase.

— ¿Mi padre? ¿De verdad?

—De verdad. Pero no le digas que te lo he dicho, ¿quieres? —bromeó, sonriendo.

Maggie las observó, desde cierta distancia. Como siempre, estaba sola. No se llevaba bien con los otros niños. Las niñas la odiaban, y los niños se reían de ella porque tenía las piernas muy delgadas, y siempre llenas de rasguños por sus correteos por el rancho. Uno de los chicos, Jacob Black, era particularmente hiriente, aun­que Maggie intentaba no hacerle caso. Y su sole­dad se había incrementado porque Julie ya no pasaba tiempo con ella.

Maggie las odiaba a las dos. Julie era querida por todo el mundo, y ahora prefería la compañía de la profesora a la suya. Pero quería demostrar a la señorita Swan que era no era tan mala como su madre. Sabía lo que había hecho su madre porque había escuchado una conversa­ción en cierta ocasión, sin que nadie lo notara. Recordó que había acusado a su padre de no amarla, y que su padre había contestado a su vez que había echado a perder su vida por culpa suya y de su hija prematura. Por desgracia, tam­bién había escuchado otro comentario. Su padre había dicho que de no haber estado borracho no se habría acostado con ella, y que, en tal caso, nunca habría nacido.

En aquella época no comprendió el sentido de aquellas palabras. Pero más tarde oyó que su padre decía algo parecido al ama de llaves. Después de aquello, dejó de escuchar a hurta­dillas las conversaciones de los demás. Sabía que su padre no la quería, y dejó de intentar ser buena.

También sabía que conocía a la señorita Swan. Había comentado al ama de llaves que había regresado a Bighorn para hacerle la vida imposible, y que no deseaba que permaneciera allí. De haber sido capaz de hablar con su pro­fesora, le habría dicho que su padre las odiaba a las dos. Algo que, en cierto modo, las unía.

Empezaba a pensar que su padre no había querido casarse con su madre, pero se pregun­taba por qué lo habría hecho. Fuera cual fuese la razón, tenía algo que ver con que no la qui­siera. La gente decía que Rosalie no quería a su hija, que Maggie sólo había sido una trampa para cazar a Edward Masen. Y tal vez estuvieran en lo cierto, porque su madre nunca pasaba tiem­po con ella. Resultaba evidente que no la quería.

Se sentó en el suelo, apoyándose en un árbol y manchándose con ello los vaqueros. La seño­rita Platt, el ama de llaves, se habría puesto furiosa si la

hubiera visto, pero no le importaba. Había tirado casi toda su ropa, con la excusa de que estaba demasiado sucia como para lim­piarla. Pero no se lo había dicho a su padre. Pensó que era posible que, cuando empezara a ir desnuda, alguien advirtiera su presencia.

Le habría gustado caer bien a la señora Platt, como Julie, que hasta se quedaba con ella en el recreo para obtener beneficios. En el fondo Julie le caía bien, a pesar de que era una pelota, siempre dispuesta a hacer cualquier cosa para gustar. A veces se preguntaba por qué razón se habría hecho amiga suya. No necesitaba ami­gos. Se bastaba a sí misma. Estaba dispuesta a demostrarle a todo el mundo que era una per­sona muy especial. Estaba decidida a que todos la quisieran, algún día. Pero de momento, se limitó a suspirar y a cerrar los ojos. Le habría gustado conocer el secreto de Julie. Saber por qué gustaba tanto.

—Ahí está Maggie —dijo Julie, haciendo un gesto hacia su compañera de clase—. No le cae bien a nadie, salvo a mí. Es capaz de ganar a los chicos jugando al béisbol, así que no se lleva bien con ellos. Y las chicas son tan simples que la odian porque no quiere jugar a cosas tontas. Lo siento mucho por ella. Dice que su padre no la quiere, que siempre está de viaje. Normalmente, se queda con nosotros cuando él se marcha, pero no ha querido venir a casa esta semana porque...

Julie se detuvo, como si tuviera miedo de haber hablado más de la cuenta.

— ¿Por qué? —preguntó Isabella.

—Oh, no es nada importante. El caso es que casi siempre se queda en casa de mi familia cuan­do su padre se marcha.

La niña no quería decirle a la profesora que había discutido con su amiga.

De forma involuntaria, Isabella miró a Maggie, que estaba observándolas con aquellos fríos ojos. Rápidamente recordó a su madre. Rosalie, celosa

de su belleza, celosa de sus notas, celosa de sus amigas, celosa de la relación que mantenía con Edward.

Se estremeció y apartó la mirada de la niña, cansada. Se preguntó si podría hacer algo para conseguir que la cambiaran a otra clase. Pero si no podían hacerlo, no tenía más opciones. Tal y como estaban las cosas, no tenía tiempo de buscar otro puesto de trabajo, que en todo caso no conseguiría en Bighorn. Cerró los ojos y se preguntó qué diablos estaba haciendo con lo poco que le quedaba de vida. Se había inten­tado convencer de que había regresado para enfrentarse a los recuerdos, pero eran demasiado pesados. No podía luchar contra el pasado. Ni siquiera podía luchar contra el presente. Tenía que detenerse y considerar con seriedad qué iba a hacer con su futuro.

— ¿Señorita Swan?

Isabella abrió, los ojos y notó que Julie la miraba con preocupación.

— ¿Se encuentra bien? —preguntó.

—Sí. Estoy cansada, eso es todo —contestó, sonriendo—. Será mejor que nos vayamos.

Entonces dio por terminado el recreo, llamó a los niños y esperó a que entraran en el edificio.

Durante el resto del día, Maggie se comportó peor que nunca. Contestó varias veces de mala manera y se negó a obedecer, haciendo caso omiso de Isabella cuando se dirigía a ella. Cuan­do terminaron las clases, esperó a que todos se marcharan para entrar de nuevo y mirar a su profesora.

—Mi padre dice que le gustaría que se mar­chara y que no regresara jamás —dijo en alto—. Dice que convierte su vida en un infierno y que no puede soportarla. ¡Dice que le pone enfermo!

Isabella se ruborizó, sorprendida.

Maggie se dio la vuelta entonces y salió del aula. En realidad, no había mentido. Su padre había dicho algo muy parecido, aunque pensan­do en voz alta, y ella se había limitado a repetirlo en el lugar adecuado. Resultaba evidente que había conseguido herirla. Sólo quería vengarse de ella por lo que había sentido cuando la miró durante el recreo y se estremeció. Sabía que no le caía bien y no le importaba, porque la señorita Swan tampoco le gustaba a ella.

Maggie estuvo tranquila al día siguiente. No se metió con Isabella e hizo el trabajo en clase. Pero una vez más se negó a realizar los deberes y retó a su profesora a suspenderla de nuevo. Hasta se atrevió a amenazarla diciendo que enviaría una nota a su padre de inmediato.

Isabella no se tomó en serio su amenaza, pero no dijo nada. Cada día que pasaba se sentía peor, y tenía que hacer verdaderos esfuerzos para levantarse por la mañana para ir a trabajar. La enfermedad evolucionaba más deprisa de lo que había pensado, y la niña no facilitaba las cosas.

Durante el resto de la semana, Isabella pensó en la posibilidad de cambiarla de clase. Pensó que podía hablar con la directora, y en cuanto terminaron las clases entró en su despacho.

La señora Cooper sonrió con cierta precau­ción cuando vio que Isabella entraba y se sen­taba frente a su escritorio.

—Imagino que has venido para hablar de Mag­gie Masen, otra vez.

—En efecto —dijo, sorprendida.

—Lo esperaba —declaró la mujer, con resig­nación—. La señorita Denali se llevaba bastante bien con ella, pero ha sido la única profesora en muchos años que ha podido tratarla. Es una rebelde. Su padre viaja mucho, y siempre la deja con la familia de Julie. En cierta ocasión, oímos el rumor de que el señor Edward pensaba casarse de nuevo, y la niña se escapó de casa. No le gusta mucho la viuda de Sutherland.

Isabella empezaba a preguntarse si aquella mujer le gustaría a alguien. Ya sabía algo sobre ella, gracias a los comentarios de Alice. Pero le sorprendía oír que Edward había considerado la posibilidad del matrimonio. Aunque podía tra­tarse de un falso rumor.

La directora suspiró y centró su atención en el tema principal.

—Supongo que quieres que cambie a Maggie de clase. Y me gustaría hacerlo, pero sólo tene­mos una clase de cuarto. Ten en cuenta que es un colegio pequeño. Lo siento mucho, de ver­dad. Pero no es posible. Tal vez, si hablaras con su padre...

—Ya lo he hecho —dijo con calma.

— ¿Y bien?

—Dijo que si lo presionaba, haría lo posible para que me expulsaran del colegio. La directora apretó los labios.

—Bueno, ya hemos charlado sobre ello, y sabes que podría hacerlo. Es una situación bastante difícil. Siento no poder ser más optimista.

Isabella se recostó en su asiento y suspiró.

—No debí regresar a Bighorn —dijo, casi pen­sando en alto—. No sé por qué lo hice.

—Puede que estuvieras buscando algo.

—Sí, algo que ya no existe —confesó, ausente—. Una parte perdida de mi vida que no encontraré aquí.

—Pero piensas quedarte hasta final de curso, ¿verdad? Tus alumnos dicen cosas maravillosas de ti. Sobre todo Julie —añadió con una sonrisa.

—Estudié con su padre, en esta misma escuela. Es exactamente igual que él.

—Lo conozco, y tienes razón. Se parecen mucho. Es una pena que no todos tus estudiantes puedan ser tan energéticos y entusiastas como ella.

—Sí, desde luego. Pero todos tienen su propia personalidad.

—Bueno, te daré todo el apoyo moral que pue­da. Tenemos un buen psicólogo infantil. Enviamos a Maggie un par de veces a verlo, pero ni siquiera abrió la boca. También lo enviamos a su casa para que hablara con el señor Masen, pero se negó a colaborar. Es una situación muy compleja.

—Puede que se solucione por sí sola.

— ¿Pensarás seriamente en la posibilidad de quedarte? —preguntó.

Isabella no podía prometer algo así. Hizo un esfuerzo por sonreír y contestó:

—Lo pensaré.

Cuando salió del despacho de la directora, estaba más deprimida que nunca. Maggie la odia­ba, y, obviamente, no querría colaborar con ella. Si las cosas seguían así, sólo era cuestión de tiempo que se viera obligada a suspenderla, y Edward regresaría para hablar con ella o haría lo posible para despedirla. No sabía si estaba preparada para enfrentarse a él de nuevo. Y en cuanto a la posibilidad de perder su puesto de trabajo, tampoco sabía si le importaba. Su salud empeoraría poco a poco, y entonces, carecería de importancia.

Al regresar a la clase descubrió a Edward, sen­tado sobre el escritorio. Llevaba un traje gris y una corbata roja, con un sombrero lejano y botas hechas a mano como perfecto complemento. En la mano llevaba el mismo anillo que había llevado siempre, incluso en la época en que estu­vieron comprometidos. Un anillo de oro de diez kilates, no demasiado caro y muy sencillo, con una simple inscripción, la letra «M». Su madre se lo había regalado cuando terminó los estudios en el instituto, y para comprarlo había tenido que trabajar muy duramente. El carísimo reloj que llevaba en la muñeca izquierda lo había con­seguido por sus propios méritos. Los Masen no habían ganado suficiente dinero en toda su vida como para comprar algo así. Al pensar en ello, se preguntó si Edward no pensaría de vez en cuan­do en los duros días de su juventud.

En cuanto entró en la habitación, se volvió y la miró. Isabella llevaba un vestido de color crema y el pelo recogido en un moño. Parecía más delgada que nunca, y muy digna.

—Has cambiado mucho —dijo él, de forma involuntaria.

Caminó hacia el escritorio y se sentó. Andar, aunque fuera poco, la cansaba terriblemente. Lo miró con fatiga y declaró:

—Estaba pensando lo mismo de ti. En fin, tengo que marcharme a casa. Sé por qué has venido. Pero no podemos cambiar a Maggie a otra clase, porque no hay ninguna. La única alternativa es que abandone mi puesto de trabajo.

—Ésa no es la razón por la que estoy aquí.

— ¿No?

Edward agarró un clip que había sobre el escri­torio y lo miró.

—Pensé que podríamos cenar juntos. Podría­mos hablar sobre Maggie.

Isabella se encontraba tan mal que sentía náu­seas. Apenas oía su voz.

— ¿Cómo has dicho?

—He dicho que podíamos cenar juntos esta noche —contestó, frunciendo el ceño—. Tienes muy mala cara. Échate hacia delante.

Isabella obedeció e inclinó la cabeza, apo­yándola sobre las manos. Los mareos y náuseas se repetían día a día, cada vez con mayor inten­sidad y frecuencia. Ni siquiera sabía cuánto tiem­po podría continuar trabajando con normalidad. Y la idea la asustaba. Tendría que arreglarlo todo para empezar con el tratamiento, mientras aún estuviera a tiempo. Una cosa era decir que la muerte no importaba, cuando se estaba sano, y otra muy distinta enfrentarse realmente a ella.

—Estás muy delgada —continuó él—. ¿Has vis­to a un médico?

—Si alguien vuelve a preguntarme algo así... Sí, he ido al médico. Sólo estoy algo cansada. Ha sido un año muy difícil.

Respiró profundamente y levantó la cabeza de nuevo. Se echó el pelo hacia atrás, intentando contener el mareo.

—Sí, lo sé —dijo, ausente, mientras la obser­vaba.

Isabella observó su preocupada mirada. En otras circunstancias la habría analizado, pero estaba demasiado agotada como para que le importase.

—Maggie ha estado causando problemas a todo el mundo —dijo, sin que lo esperara—. Sobre todo a ti. Pensé que, si charlábamos sobre ello, podríamos encontrar alguna solución.

—Creí que mi opinión no te importaba.

—Tengo demasiadas cosas en la cabeza, pero tu opinión me importa mucho. Tenemos que hablar.

Isabella quiso decirle que no comprendía por qué. No entendía que quisiera hablar con ella cuando le había dicho a su hija que no la sopor­taba y que deseaba que se marchara del pueblo. Pero no lo mencionó. No habría sido demasiado educado por su parte, aunque le doliera terri­blemente.

— ¿Y bien? —preguntó, impaciente.

—Me parece perfecto. ¿A qué hora quieres que te vea, y dónde?

La pregunta pareció sorprenderlo.

—En tu casa, por supuesto. Iré a recogerte a eso de las seis.

Pensó que debía negarse, pero bastó una mira­da a sus ojos verdes para convencerse de lo con­trario. Con tristeza, se dijo que sería su última cita. La última cita antes de que los aconteci­mientos se desencadenasen hacia un final trá­gico.

—De acuerdo —dijo, haciendo un esfuerzo por sonreír.

Edward la observó mientras ordenaba con paciencia los papeles que tenía sobre el escri­torio. Se fijó en sus manos, mucho más delgadas de lo normal. Comprendía que la muerte de su madre la hubiera afectado, pero aquello parecía algo más que una depresión común. Estaba en los huesos.

—Te veré a las seis —dijo Isabella.

Salieron juntos de la clase. Edward era per­fectamente consciente de su fragilidad. Y, sin embargo, los años no parecían haber pasado. Aún era mucho más alto que ella, y cuando la miraba veía a una jovencita vivaz y encantadora de dieciocho años, y no a una mujer de veintisiete. Se preguntó qué habría pasado para que su personalidad cambiara de forma tan drástica. Como si su joven cuerpo albergara un alma vieja. Tal vez fuera él el culpable.

Isabella lo miró con curiosidad.

— ¿Querías algo más?

Edward se encogió de hombros.

—Maggie me enseñó el diez que le habías puesto.

—No fue cosa mía. Se lo ganó. Hizo un buen trabajo.

—Es una chica brillante cuando quiere —dijo, metiéndose las manos en los bolsillos—. Dije cosas terribles la última vez que nos vimos, y quiero disculparme. Me excedí.

No quiso ir más lejos y reconocer que Maggie le había mentido. Se trataba de algo que aún le dolía, tanto como las mentiras de Rosalie habían dolido a Isabella. Resultaba difícil admitir que se parecía demasiado a su madre.

—Cualquier padre se habría preocupado al saber que su hija había sacado un cero.

—Yo no he sido muy buen padre —confesó de repente—. En fin, te veré a las seis.

Isabella lo observó con tristeza mientras se alejaba. La visión de sus anchos hombros le recordó el día que rompieron su compromiso.

Edward se detuvo en la puerta del colegio, como si hubiera notado que lo estaba observan­do. Se dio la vuelta de repente y la miró. Fue algo tan súbito que notó su profunda angustia. De hecho, vaciló al verla; debía tener la misma expresión que nueve años atrás, cuando la dejo. Pero no podía estar seguro, porque en aquella ocasión no se había vuelto para mirarla.

La profesora respiró profundamente e intentó mantener la compostura. No dijo nada. No había nada que decir. Nada que no hubiera dicho ya su rostro.

—A las seis —repitió Isabella.

Él asintió. Y esta vez, se marchó.


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