Capítulo 11 / Mentiras y Rumores



ESTA HISTORIA ES UNA ADAPTACIÓN
LOS PERSONAJES PERTENECEN A STEPHENIE MEYER
EL NOMBRE DE LA HISTORIA, 
COMO LA AUTORA LO DIREMOS 
AL FINAL DE LA ADAPTACIÓN


Isabella miró todos los vestidos que tenía en el armario antes de elegir uno de color negro, bonito pero sencillo, de manga corta y escote modesto. Le llegaba justo por debajo de las rodillas, y aunque remarcaba su figura tal vez le quedaba demasiado holgado. En realidad, no tenía casi nada que le quedara bien. Hacía frío, de modo que decidió ponerse un abrigo de cuero que había comprado el año anterior en unas rebajas. De aquel modo cubriría el ves­tido, y cuando estuviera sentada, no se notaría que era una o dos tallas más grande de la que le correspondía. Como complemento se puso un cinturón, unos pendientes de oro y una pequeña cadena que le había regalado su madre cuando terminó los estudios en el instituto. No llevaba otras joyas, salvo un reloj normal en la muñeca. Entonces reparó en al anillo de compromiso que le había regalado Edward, de oro y con un modes­to diamante. Había intentado devolvérselo, pero se negó a aceptarlo. De manera que lo había guardado en una cajita, junto con la cadena de su madre.


Tomó el anillo y lo miró con sus ojos marrones. Su vida, y la de su antiguo novio,
habrían podido ser muy diferente si él no hubiera llegado a conclusiones apresuradas y si ella no hubiera huido.

Dejó el recuerdo en la cajita, encerrado en el pasado, a donde pertenecía. Aquélla iba a ser la última vez que vería a Edward. Sólo quería hablar sobre Maggie. Si quería casarse con la viuda de Sutherland , tal y como había oído, no querría repetir aquella cita. Y aunque se lo pidie­ra, se negaría. Su corazón aún era demasiado vulnerable. Pero en todo caso, se maquilló con sumo cuidado y dejó suelto su cabello. Aunque delgada, seguía siendo atractiva, y esperaba que Edward también lo creyese así.

Se sentó en el salón con su padre, que per­manecía en silencio aunque lo carcomía la curio­sidad, y esperó a que el reloj marcara las seis. Faltaban diez minutos. En el pasado, Edward era siempre bastante puntual. Se preguntó si aún lo sería.

—¿Nerviosa? —preguntó Charlie Swan.


Isabella sonrió y asintió.

—No sé por qué quiere hablar sobre Maggie en otro sitio. Podríamos hablar aquí, o en el colegio.

Su padre se cruzó de piernas y pasó una mano por una dé sus botas.

—Puede que intente arreglar las cosas contigo.

—Lo dudo —espetó—. He oído que pasa mucho tiempo con la viuda Sutherland .

—Jasper también pasa mucho tiempo con ella, pero el amor no es la razón de su interés. Ambos quieren hacer un negocio. Obtener unas tierras que lindan con sus ranchos.

—Pero todo el mundo dice que es una mujer muy bella.

—Es cierto. Pero Jasper no tiene intención de mantener una aventura, y Edward se limita a ser amable.

—Me han dicho que tiene intención de casarse.

—¿De verdad? —preguntó, frunciendo el sue­ño—. Me sorprende.

—La señora Cooper dijo que su hija se escapó de su casa porque pensó que quería casarse con la viuda.

Su padre negó con la cabeza.

—Eso no me sorprende tanto. Maggie no se lleva bien con nadie. Si alguien no se encarga de ella, acabará mal.

Isabella jugueteó con el bolso negro que había elegido.

—Temo no haber sido justa con ella —con­fesó—. Se parece mucho a Rosalie. Debe echarla de menos.

—Lo dudo. Su madre la dejaba con una niñera siempre que podía, y se dedicaba a beber hasta que no podía más. Nunca fue buena conductora. Tal vez ésa fue la razón de que acabara en el río.

En el río. Isabella recordó haber oído una reseña sobre el accidente en las noticias. Edward era un hombre rico, y la muerte de su esposa merecía la atención de los medios de comuni­cación. Cuando lo supo, lo sintió por ella, pero no asistió al funeral. No tenía sentido. Rosalie había sido su enemiga durante mucho tiempo. Mucho tiempo.

El sonido de un coche que aparcaba en el vado interrumpió sus pensamientos. Se levantó para abrir la puerta y lo hizo en el preciso momento en que Edward llamaba.

Cuando vio cómo iba vestido se avergonzó de haberse arreglado. Llevaba vaqueros, una camisa de franela, chaqueta y unas viejas botas.

Su sorpresa fue tan grande como la de él. Isabella estaba muy elegante con su vestido negro y su abrigo oscuro. De hecho, tuvo que contener la respiración al verla. A pesar de su excesiva delgadez, estaba tan atractiva como siempre.

—He llegado tarde a casa —mintió ella, para explicar su indumentaria—. Acabo de regresar del pueblo. Pero si esperas un momento me cam­biaré de ropa en un segundo. Puedes hablar con mi padre mientras tanto. Siento mucho.

Avergonzada y ruborizada regresó a su dor­mitorio y cerró la puerta. Todos sus sueños esta­ban rotos, una vez más. Se había vestido para ir a un restaurante y él tenía aspecto de querer compartir un café y unas tapas en cualquier bar. Había cometido un error al interpretar sus pala­bras. Tendría que haberle preguntado acerca de las intenciones que tenía.

Rápidamente se puso unos vaqueros y un jer­sey y volvió a colocarse el habitual moño. Enton­ces pensó, con ironía, que al menos los vaqueros se ajustaban mejor a su cuerpo que el vestido.

Edward la miró mientras se alejaba e hizo un gesto de desagrado.

—Tuve una emergencia en el rancho con una de las reses —murmuró—. No pensé que fuera a vestirse también, de manera que ni siquiera, me cambié de ropa.

—No empeores las cosas —dijo Charlie Swan— Respeta su orgullo y haz como si hubieras creído su explicación.

—Nunca hago ni digo lo correcto —suspiró, con ojos llenos de tristeza—. Ella ha sufrido más que nadie, y sólo consigo causarle más dolor.

Charlie se sorprendió mucho al escuchar sus palabras, pero, en cualquier caso, no apreciaba en absoluto a Edward Masen. No podía perdonarlo por el tormento que había causado a su hija, y no podía olvidar el comentario de Isabella, en el sentido de que los había utilizado para hacerse rico. El supuesto interés que demostraba por su salud no había cambiado su opinión sobre él, ni la cita de aquella noche. No le gustaba ver cómo alguien avergonzaba a su hija.    

—No la tengas hasta muy tarde por ahí —dijo con frialdad—. No se encuentra bien. 

Edward miró al padre de su ex novia.

—¿Qué le ocurre? —preguntó.

—Aún no ha pasado un año desde la muerte de su madre —le recordó—. La echa mucho de menos.

—Ha perdido peso, ¿verdad?

Charlie se acomodó.


 —Ahora que ha vuelto a casa, lo recuperará —contestó, mirándolo con intensidad—. No vuel­vas a hacerle daño. Si quieres hablar con ella sobre tu hija, perfecto. Pero no esperes nada. Aún está furiosa por lo que sucedió en el pasado, y no la culpo. Cometiste un terrible error y no quisiste escuchar. De nada sirve que te arrepien­tas. Fue ella quien tuvo que marcharse del pueblo.

Edward apretó los dientes y lo miró irritado, pero no contestó.

Cuando Isabella regresó al salón la atmósfera era muy tensa. Su padre estaba visiblemente enfadado, y Edward tenía una expresión muy extraña.

—Ya estoy preparada —dijo. Se colocó de nuevo el abrigo de cuero y su antiguo novio asintió.

—Podemos ir al bar de Mike. Está abierto toda la noche y tiene buen café, si te parece bien.

Isabella tomó el comentario como un insultó y se ruborizó.

—Te dije que me había vestido así porque aca­baba de llegar del pueblo. El bar de Mike me parece un lugar tan bueno como cualquier otro.

Edward se sorprendió con su reacción. No había tenido ninguna intención de herirla. Le abrió la puerta de la casa y dijo:

—Muy bien, vamonos entonces.

Isabella se despidió de su padre antes de salir. La noche era fría, y estaba nevando. Un Mer­cedes de color metálico estaba aparcado en el vado, en lugar del todo terreno que utilizaba de manera habitual. Llevaba cadenas en las rue­das para poder rodar sobre la nieve y el hielo, pero era un vehículo lujoso que nada tenía que ver con la antigua furgoneta que usaba cuando eran novios.

El local de Mike era bar y asador, y se encon­traba lejos de Bighorn. El dueño del estableci­miento tenía fama de servir buen vino, buena cerveza y buena comida, pero Isabella no había entrado nunca. Socialmente se trataba de un lugar muy bien visto, tanto que se preguntó por qué razón querría llevarla allí. Tal vez, para enfatizar que aquello no era una cita cualquiera, sino una reunión casi de negocios para tratar sobre su hija. O acaso no quisiera que lo reconocieran, en cuyo caso podía ser cierto el rumor de que pretendía casarse con la viuda de Sutherland . Al pensar en ello se entristeció, aunque supiera que no tenía futuro con él, ni con ninguna otra persona.

—Estás muy callada —comentó él, mientras aparcaba.

El aparcamiento estaba vacío. Aún era pronto y sólo podían verse un par de tractores.

—Supongo que sí —replicó.

Edward se sentía inquieto y algo triste. No podía evitar cierto sentimiento de culpabilidad por haberla llevado a aquel lugar. Se había ves­tido de forma elegante para salir con él y sin querer lo había estropeado todo. Ni siquiera había pensado que pudiera considerar aquella reunión como una cita. Seguía siendo tan sen­sible como a los dieciocho años.

Salió del coche y dio la vuelta para abrirle la puerta, pero Isabella salió antes de que pudie­ra hacerlo y lo esperó de pie bajo la nieve que caía. Caminaron hacia el bar. Por desgracia para ella, no había previsto el mal tiempo y se había puesto unas zapatillas deportivas y unos calce­tines que se le quedaron calados en poco tiempo. Sin embargo, y teniendo en cuenta su estado de ánimo, poco le importaba tener helados los pies.

Edward se dio cuenta y apretó los labios. La velada estaba resultando catastrófica, y todo por su culpa.

Entraron en el local y se sentaron. La camarera, una rubia de buen tamaño llamada Jessica, sonrió y les dio la carta.

—Sólo quiero café —dijo Isabella, sonriendo a su vez.

Los ojos de Edward se iluminaron.

—Te he traído para que cenemos —le recordó con firmeza.

—Bien, en tal caso tomaré chili con carne. Y café.

Edward pidió un filete y una ensalada antes de devolver la carta a la camarera. No recordaba haberse sentido tan avergonzado e impotente en mucho tiempo.

—Necesitas comer algo más —dijo él, con suavidad.

El tono dulce de su voz recordó a Isabella tiempos pasados. Durante su juventud salían pocas veces, pero cuando lo hacían, siempre uti­lizaban su vieja y destartalada camioneta. A veces sólo tenían dinero para un par de boca­dillos, pero su compañía bastaba. Devoraban la comida y conducían hasta la pradera que había cerca de la casa de Edward. Entonces, él apagaba el motor y ella se arrojaba en sus brazos, ena­morada y candida como una paloma.

Aún recordaba el sabor de los apasionados y profundos besos que compartían. Cuando pensaba en ello, le sorprendía darse cuenta de que Edward había tenido el suficiente control como para evitar que las cosas fueran más lejos. Lo deseaba tanto que habría sido capaz de hacer cualquier cosa, pero siempre se encontraba con su sentido común. Nunca intentó sobrepasarse, y ella lo interpretó como un gesto de respeto algo tradicional, como si no quisiera hacer el amor antes de que se casaran. Pero cuando se casó con Rosalie poco después, y cuando imaginó que habían estado acostándose, llegó a conclu­siones bien distintas. Nunca la había amado, ni deseado. Sólo quería obtener los contactos de su padre. Estaba tan enamorada que no se había dado cuenta.

—He dicho que necesitas comer algo más —repitió.

Isabella miró sus oscuros ojos, recordando.

—No me he sentido bien en todo el día —dijo de forma evasiva—. En realidad, no tengo hambre.

Edward observó sus profundas ojeras. Obvia­mente, tampoco dormía bien.


—Quería hablar contigo acerca de mi hija —de­claró de repente, porque no quería recordar el pasado que

lo asaltaba—. Sé que te está causando problemas, y espero que podamos encontrar una solución, juntos.

—No es necesario. Ha hecho los deberes, y supongo que más tarde o más temprano cederá.

—Anoche dijo muchas cosas sobre ti. Dijo que habías amenazado con pegarla. Isabella lo miró, sin sorprenderse.

—¿De verdad?

—También comentó que has dicho que la odias y que no quieres que esté en tu clase porque te recuerda demasiado a su madre.

Isabella no apartó la mirada. La niña había mentido, pero sin querer estaba muy cerca de la verdad. Maggie era mucho más perceptiva de lo que parecía a simple vista. Y Edward la había creído.

Ahora ya sabía por qué la había llevado a aquel lugar. Para demostrarle que no merecía otro mejor, ni más elegante. Era una manera sutil y fría de ponerla en su sitio por haber moles­tado a su hija.

De todas formas, hizo un esfuerzo por sonreír antes de hablar.

—¿Es posible encontrar algún taxi por aquí? —preguntó, tensa—. De ese modo no tendré que pedirte que me lleves a casa.

Hizo ademán de levantarse, pero Edward se lo impidió.

En aquel momento llegó la camarera, que lle­vaba dos tazas de café humeante.

—Siento haber tardado. ¿Algo anda mal? —preguntó.

—No —contestó Edward, sin dejar de mirar a Isabella—. Nada. Si no es demasiado tarde para cambiar de opinión, creo que no cenaremos nada. Sólo tomaremos el café.

—Perfecto. Me encargaré de ello.

La camarera se marchó, no sin antes observar las lágrimas que se habían formado en los ojos de Isabella. Podía reconocer una discusión cuan­do la veía. Mientras escribía la cuenta, pensó que conocía lo suficiente a las mujeres como para saber que aquélla iba a estallar en cuestión de segundos. Después, dejó la cuenta sobre la mesa, sonrió y se alejó antes de que empezaran los fuegos de artificio.

—No llores —dijo Edward entre dientes—. Por favor.


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