La semana comenzó mal. Se quedó dormida y Aengus, por lo general tan obediente, se negó a entrar desde el tejado. Casi fue a la carrera al trabajo, donde encontró a la señorita Stanley, a pesar de que el fin de semana siguiente sería Navidad, de peor humor que de costumbre. Ese día nada le salió bien. Dejó caer cosas, mezcló menús y debido a ello salió tarde a comer.
Al regresar le dijeron que debía ir al pabellón femenino a buscar unos menús para las dos emergencias que habían ingresado. Como era más rápido, a pesar de que estaba prohibido, tornó el ascensor hasta la planta de los médicos; al detenerse, se asomó con prudencia, ya que nunca se sabía si podía pasar una hermana.
No vio a ninguna, pero sí al profesor, que se hallaba a unos metros con el brazo en torno a los hombros de una mujer. Le daban la espalda y reían, y cuando Bella se asomó, la mujer se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla. No era joven, pero sí atractiva y muy bien vestida.
Retiró la cabeza y rezó para que se marcharan. Al rato lo hicieron y vio que él seguía llevándola por los hombros. En ese momento se abrió la puerta del pabellón, salió la hermana y los tres charlaron unos momentos antes de entrar.
Bella cerró la puerta del ascensor y bajó al despacho de la señorita Stanley.
—Bueno, entrégueme esos menús —ordenó la otra.
—No los he traído —reconoció sumida en sensaciones que desconocía—. Salí tarde a comer y debería haber tenido una hora en vez de los cuarenta minutos que usted me dio. Que los recoja otra persona. ¿Por qué no va usted misma, señorita Stanley?
Esta se puso roja.
—Bella, ¿he oído bien? ¿Se da cuenta de con quién está hablando? Vaya de inmediato a buscar los menús.
Pero se sentó ante su mesa. Había varias cartas que mecanografiar, de modo que colocó papel en la máquina y comenzó a teclear. La señorita Stanley titubeó. Tuvo ganas de despedir a la chica allí mismo, pero eran atribuciones que estaban más allá de sus competencias. Además, con todo el trabajo extra que representaba la Navidad, debía disponer de ayuda en su despacho. Había más gente en el departamento, desde luego, pero Bella, a pesar de lo ínfimo que era su cometido, llevaba bien el trabajo y lo conocía a la perfección.
—Solo puedo suponer que no se siente bien —comentó la señorita Stanley—. Pasaré por alto su grosería, pero que no vuelva a repetirse.
Bella no la escuchaba; mecanografiaba las cartas mientras un rincón de su cabeza repasaba una y otra vez la visión inesperada del profesor. Con la mujer con la que iba a casarse, desde luego. Le habría estado mostrando el hospital, presentándola a las hermanas y a sus colegas luego se marcharían juntos en su coche en dirección a su casa.
Cuando dieron las cinco, se levantó, ordenó su mesa, le deseó las buenas noches a una asombrada señorita Stanley y se fue al estudio. Al entrar en la fría estancia encendió las lámparas y la chimenea, alimentó a Aengus y se preparó un té. Se sentía triste y desdichada, pero ceder a la autocompasión no iba a ayudar. Además, sabía que iba a casarse; él mismo se lo había comentado. Debía evitarlo en el hospital.
Se preparó la cena y luego se acostó. Había dejado que la felicidad que la embargaba se adueñara de su sentido común. No dudaba de que tarde o temprano volvería a ser feliz; solo necesitaba un poco de determinación.
Por ello, en vez de esperar verlo en el hospital durante sus rondas, las llevó a cabo con extrema cautela. Lo cual hizo que tardara más, por supuesto, con lo que se ganó la irritación de la señorita Stanley. Dos días más tarde, mientras compartía una mesa con otras compañeras de trabajo, la charla se animó. Quien empezó fue una estudiante de enfermería al describir con detalle a la compañera que el profesor Masen había llevado al pabellón.
—Era espléndida, no muy joven, aunque no cabe esperar que él se sienta muy atraído por alguien joven, ¿verdad? Es un hombre bastante mayor.
Bella iba a decir que con treinta y cinco años no era viejo, y que incluso cuando se ponía las gafas estaba maravilloso. Pero contuvo la lengua y escuchó.
—Ella llevaba un abrigo de cachemir y un sombrero pequeño que debió costarle una fortuna. ¡Y qué botas! —La enfermera puso los ojos en blanco—. Ambos parecían tan complacidos el uno con el otro. Él la llamaba «mi querida Rosie» y le sonreía. Sabéis que cuando hace sus rondas no sonríe mucho. Siempre es muy educado, pero algo reservado. Imagino que pronto se nos pedirá que aportemos dinero para un regalo de bodas.
—Este tipo de personas lo tiene todo —dijo una voz desde el otro extremo de la mesa—. Apuesto que es millonario. ¿Dónde vivirá?
Bella se preguntó qué comentarían si se lo dijera.
—Oh, bueno —observó una de las enfermeras del pabellón—. Espero que sean felices. Él es agradable, te abre las puertas y te da los buenos días y sus pacientes lo adoran.
Alguien notó la hora que era; todas se levantaron y regresaron al trabajo.
Faltaban dos días para la Nochebuena. Entonces sería libre. Había envuelto los regalos para las tías, había preparado su mejor vestido, tenía la maleta a medio hacer y la comida favorita de Aengus en la mochila. Podría alcanzar el tren de la tarde, y si no, poco después salía otro. Llegaría a la casa de sus tías antes de la hora de dormir.
Aquella noche casi había llegado a la salida del hospital cuando vio al profesor. Y él también la vio, porque le dijo algo al jefe de residentes con quien hablaba y comenzó a caminar hacia ella.
Se sintió tan feliz de verlo que como le hablara podría perder todo el sentido común y arrojarse a sus brazos.
Uno de los ayudantes del laboratorio, el que bailó con ella en la fiesta, pasó a su lado. Lo agarró por el brazo y lo detuvo.
—Di algo —siseó ella—. Muéstrate complacido de verme, como si esperaras encontrarte conmigo.
— ¿Para qué? Claro que estoy complacido de verte, pero he de tomar un tren.
Aún lo sujetaba con firmeza por la manga. El profesor ya se hallaba muy cerca, aunque no se daba prisa; pudo verlo por el rabillo del ojo.
—Te veré a las ocho —dijo Bella con mucha claridad—. Podríamos ir a ese restaurante chino —le dio un beso en la mejilla y, como el profesor estaba muy cerca, le deseó las buenas noches. Él la saludó con su habitual educación y salió en dirección a su coche.
— ¿Qué ha sido eso? —Exigió saber el joven técnico—. Todo está muy bien, pero no tengo intención de llevarte a un restaurante chino. Primero, a mi novia no le gustaría y, segundo, ando mal de dinero. ¡Y encima me has besado!
—No te preocupes, fue una emergencia. Solo fingía que éramos íntimos.
— ¿Te refieres a que era una especie de broma? —pareció aliviado.
—Eso es —miró por encima del hombro de él y vio que el Bentley salía del patio—. Gracias por ayudarme.
—Me alegro de haberte sido de utilidad. Aunque no he entendido nada.
Se marchó y Bella volvió a pie a su estudio; allí se lo contó todo a Aengus.
—Verás —explicó—, si no me ve o no me habla, me olvidará. Yo no podré olvidarlo, pero eso no importa. Pasará la Navidad con ella. Es hermosa y elegante, y los dos se reían con ganas. —se limpió la nariz. No pensaba llorar. El profesor ya habría llegado a su casa, y estaría sentado en su bonito salón con Rosie a su lado.
Eso era exactamente lo que hacía, con Sam y Max a sus pies, y ella acurrucada en el sofá. Los dos leían, pero al rato ella cerró la revista.
—No sabes lo agradable que es tener todo el día para mí sola. He gastado una pequeña fortuna en compras, y podré levantarme tarde y comer algo que no haya tenido que preparar yo. Es el cielo.
El profesor la observó por encima de las gafas.
—Y tienes ganas de ver a Emmett y a los niños.
—Sí, mucho. ¿De verdad no será demasiado tenernos a todos aquí? No te dejarán tranquilo. Sucede algo, ¿no? —añadió de pronto—. Por lo general se te ve sosegado y reservado, pero es como si algo, ¿o alguien?, te hubiera agitado.
—Eres muy perceptiva. Sí, me encuentro agitado, por un par de ojos marrón y una cabeza llena de pelo rubio.
—Una mujer. ¿Es bonita, joven? ¿Una de tus doctoras residentes? ¿Una enfermera?
—Una ayudante en el departamento dietético. Es joven quizá demasiado para mí, tal vez no muy bonita, aunque a mí me parece hermosa. Y es amable y un encanto —sonrió.
— ¿Te casarás con ella, Edward? —su hermana se sentó y la revista se cayó al suelo.
—Sí, si ella me acepta. Vive en una habitación destartalada con un gato y va a pasar las fiestas con su única familia, dos tías abuelas. Pretendo llevarla allí y quizá aproveche la oportunidad para hablar.
—Pero, ¿estarás aquí para la Navidad?
—Desde luego. Quizá pueda convencerla de que pase el último día de las fiestas en casa.
—Quiero conocerla. Sírveme una copa, Edward, y háblame de ella. ¿Cómo os conocisteis?
Al día siguiente el profesor realizó sus rondas, por la tarde vio a sus pacientes privados y regresó al hospital justo antes de las cinco. Por la mañana no había intentado verla, ya que estuvo muy ocupado, pero en ese momento salió a buscarla. No le había molestado mucho verla hablar con el joven del laboratorio. Después de todo, conocía a casi todos en el hospital, con la excepción del personal de mayor jerarquía. Pero le había oído decir que lo vería esa noche; además, lo había besado. Debía averiguar si había entregado su corazón a ese hombre; después de todo, era joven y atractivo y con él nunca había mostrado algo más que una actitud amigable.
Repasó los hechos con lógica serena y se dirigió a la planta donde trabajaba Bella.
Ella salió a toda carrera y tuvo que detenerse porque, desde luego, él se interponía en su camino.
—Ah, hola —saludó—. Buenas tardes, profesor.
—Tiene ganas de que llegue la Navidad, ¿verdad? —Comentó él después de saludarla—.La llevaré a Finchingfield. Los trenes irán abarrotados y con retraso. ¿Le parece bien a las siete?
Ella tuvo tiempo de aquietar la respiración; se aferró a lo primero que se le ocurrió. Bajo ningún concepto debía ir con él. Volvía a mostrarse amable. Probablemente le había dicho a su novia que pensaba llevarla y Rosie había acordado que sería una gentileza trasladar a la joven pobre a la casa de sus tías. Se encogió ante esa gentil compasión.
—Es muy amable, pero ya tengo quien me lleve. A él le queda de paso, ya que va a quedarse con unos amigos a unos pocos kilómetros de Finchingfield —se dejó llevar por la explicación—. Iré a una fiesta allí las fiestas son tan divertidas en Navidad, ¿verdad? Y también me traerá —añadió para que no quedara ningún cabo suelto. Entonces lo miró—. Trabaja en el laboratorio. —si había esperado ver desilusión en su rostro, fue ella la desilusionada.
— «Espléndido.» Veo que ya lo tiene todo bien organizado.
—Sí. Tengo ganas de que llegue el día — empezaba a divagar—. He de irme me espera alguien. Espero que pase una Navidad muy feliz.
Bajó las escaleras a la carrera. Él no intentó seguirla. Que quedara amargamente decepcionado fue inevitable, pero también estaba desconcertado. Bella se había mostrado demasiado ansiosa por hacerle saber lo mucho que se iba a divertir. Habría jurado que se lo había inventado sobre la marcha. Por otro lado, quizá se sintió avergonzada; nunca había sido más que amigable, pero quizá experimentara incomodidad por no haberle mencionado al joven del laboratorio.
Regresó a sus rondas y al final se marchó a casa, donde se comportó como en él era habitual. Le preguntó a su hermana qué tal había sido su día, charló sobre los preparativos navideños y preguntó por el marido y los dos hijos de Rosalie, que llegarían al día siguiente. Y ella, aunque anhelaba hablar de Bella, no dijo nada, pues era evidente que no tenía intención de mencionarla.
Y tampoco intentó buscarla al día siguiente en el hospital. En los pabellones había ambiente de fiesta y el personal estaba contento, incluso los que tendrían guardia al día siguiente. El profesor, en una última ronda, miró la hora. Bella ya se habría marchado, ya que casi eran las seis. Fue al laboratorio y allí encontró al joven que había hablado con ella.
— ¿Todavía no se ha marchado? —preguntó—. No tiene guardia el fin de semana, ¿verdad?
—No, señor, estoy acabando un trabajo.
— ¿Vive cerca? —inquirió con curiosidad.
—En Clapham Common. Me reuniré con mi novia y nos iremos juntos a casa. Yo vivo con mis padres, pero ella pasará la Navidad con nosotros.
—Ah, sí. No hay nada como una reunión familiar. ¿Piensan casarse?
—Bueno, en cuanto Leah venda su piso sus padres han muerto. Una vez vendido, juntaremos los ahorros y encontraremos algo próximo a Clapham.
—Pues le deseo buena suerte y unas navidades muy felices.
El profesor continuó su ronda sin prisas, dejando al joven con la impresión de que después de todo no era un mal tipo, a pesar de sus frecuentes peticiones de análisis repentinos.
Volvió a su despacho; diez minutos más y terminaría. No tenía ni idea de por qué Bella se había inventado una historia tan imaginativa, pero pensaba averiguarlo. Aunque se hubiera marchado a las cinco, no le habría dado tiempo a cambiarse, hacer la maleta y ocuparse de Aengus.
De hecho, se hallaba ante la puerta cuando lo llamaron.
*~AEN~*
Bebía el té cuando alguien llamó a la puerta; al instante oyó la voz de la señora Newton. Le indicó que pasara y le explicó que estaba a punto de irse a la estación.
—No la retendré, querida. Olvidé darle esta carta llegó por la mañana. Imagino que no es importante. Qué se divierta con sus tías. Celebro una fiesta luego y he de arreglarme. La casa estará llena, vendrá todo el mundo.
Se desearon unas felices fiestas y la señora Newton bajó las escaleras.
La carta exhibía la fina caligrafía de la tía Charlotte. Esperaba que no fuera una petición de última hora para ir a comprar algunos artículos que hubieran olvidado. Salvo que fuera algo que pudiera comprar en la estación, no tenía tiempo para nada más.
Se sentó con un ojo en el reloj y abrió la carta.
La leyó varias veces. Unos viejos amigos de la familia, un archidiácono y su esposa, habían regresado a Inglaterra desde Sudamérica. Sus familias se hallaban en Escocia y no deseaban realizar un viaje tan largo durante las fiestas.
Tu tía Marie y yo hemos tratado el asunto y acordado que es nuestro deber brindarles a estos amigos la hospitalidad que se espera de nuestra educación cristiana. La Navidad es un momento para dar y para la caridad, continuaba la tía Charlotte, y Bella casi pudo oír su voz avinagrada. Como ella sabía, proseguía la misiva, el espacio en la cabaña era limitado, y como a Bella no le faltaban amigos en Londres que estarían encantados de tenerla como invitada durante la Navidad, estaban seguras de que lo entendería. Desde luego, te echaremos de menos.
Permaneció quieta un rato, dejando que sus pensamientos remolinearan en la cabeza al tiempo que trataba de adaptarse a la sorpresa y a la abrumadora sensación de que su presencia no era deseada. Claro que tenía amigos, pero, ¿quién, en Nochebuena, se presentaría como invitado en una reunión familiar?
Al rato se levantó, contó el dinero que tenía en el bolso, sacó el carrito de la compra de detrás de la puerta y le aseguró a Aengus que regresaría pronto, luego salió del estudio. No vio a nadie; la señora Newton se hallaba detrás de su puerta cerrada, preparándose para su fiesta. Caminó con celeridad hasta una calle cercana donde había varias tiendas. Al final de la calle había un supermercado, pero no contó con él; las tiendas permanecerían abiertas aproximadamente una hora más para aprovechar el comercio de última hora. Aunque tenía el dinero que había ahorrado para el billete de tren, debía gastarlo con cuidado.
Té, azúcar, mantequilla y un cartón de leche, queso, comida para Aengus y una caja de pasta que no le gustaba mucho pero que llenaba el estómago. Se dirigió a la carnicería, y como se hacía tarde y no volvería a abrir hasta pasados tres días, compró un muslo de pavo; también beicon y huevos. Después fue a adquirir unas patatas y manzanas.
Por último compró pan y un budín de Navidad; después centró su atención en el otro extremo de la tienda. Gastó el último dinero que le quedaba en un árbol pequeño, de plástico, con unas ramas de acebo, y en una caja pequeña de bombones.
Regresó a la casa de la señora Newton. La puerta de entrada estaba abierta; los invitados a su fiesta se hallaban en el recibidor. Pasó sin que nadie se fijara en ella y subió las escaleras.
—Vamos a tener una feliz Navidad juntos — le dijo a Aengus—. Además, aquí estarás caliente. Te he comprado un regalo y tú otro a mí.
Sacó todo del carro, guardó la comida en la despensa y luego depositó el árbol en la mesa. No tenía bolas navideñas, pero al menos aportaba un aire festivo. Colgó el acebo y las tarjetas por la habitación.
Hasta ese momento no había dejado que sus pensamientos vagaran libres, pero en ese instante la tristeza se apoderó de ella y se puso a llorar sobre la lata de sopa que había abierto para la cena. No era que le importara mucho estar sola, sino saber que sus tías abuelas la habían descartado en nombre de la caridad. ¿Es que la caridad no empezaba en casa? Y podría haber dormido en el sofá.
Se tomó la sopa, sacó la ropa que había metido en la bolsa de viaje y decidió que lo mejor era irse a la cama. Y por una vez, ya que no había nadie que pudiera apremiarla, disfrutaría de un prolongado baño.
*~AEN~*
Eran las ocho y media cuando el profesor pudo abandonar el hospital. Libre al fin para centrase en sus pensamientos, llegó a la conclusión de que no debía temer nada del joven del laboratorio. Por motivos que solo ella conocía, Bella se había dedicado a inventar una historia ¿con el fin de alejarlo? Quizá no lo amara, pero sí le caía bien. Era consciente de eso. Y en alguna parte había algo que no encajaba.
Fue a casa, le dijo a su hermana y a su cuñado que quizá regresara tarde, buscó a Senna en la cocina y le pidió que preparara un cuarto para una invitada que quizá lo acompañara luego. Se subió al coche, en esa ocasión con Sam y Max en la parte de atrás, y se marchó.
Su hermana, que lo había acompañado a la puerta, se volvió hacia Senna, de pie a su lado.
—Será esa joven agradable con el pelo rubio —indicó el ama de llaves—. Dios sabe dónde estará, pero no me cabe duda de que la traerá.
—Oh, eso espero, Senna; parece la persona adecuada para él. ¿Esperamos para cenar?
—No, señora. Serviré la cena ahora mismo. Si no han regresado a medianoche, dejaré algo caliente en la cocina.
En cuanto abandonó el centro de la ciudad, las calles se vaciaron casi por completo. El profesor llegó a Bishop's Stortford en tiempo récord y se desvió hacia Finchingfield.
Las ventanas de la casa de las tías de Bella aparecían iluminadas. Bajó y llamó a la puerta.
Abrió la señora Zafrina, con el sombrero puesto.
—Llega un poco tarde —dijo—. Ya me marcho a casa.
—Me gustaría ver a la señorita Bella — pidió con voz serena.
—Y a mí. No está aquí, solo ese archidiácono y su esposa que quiere agua caliente y no sé qué más un fuego en su habitación, también. Será mejor que pase y hable con la señorita Swan —lo condujo al salón—. Tiene una visita, señorita Swan; me voy ya.
La tía Marie se había levantado del sillón.
—Profesor, qué inesperado. ¿Me permite presentarle al archidiácono Worth y a la señora Worth? Pasan la Navidad con nosotras.
Los modales de él fueron exquisitos a pesar de que lo dominaba la impaciencia.
—He venido a ver a Bella.
Fue la tía Charlotte quien le respondió.
—Estos viejos amigos de la familia van a pasar la Navidad con nosotros. Como acaban de regresar de Sudamérica, no tenían ningún plan. Nos encantó ofrecerles nuestra hospitalidad para las fiestas.
— ¿Bella? —preguntó con suavidad.
—Le escribí —continuó Charlotte—. Una joven con amigos de su edad sabía que lo entendería y que no tendría ninguna dificultad en pasar la Navidad con alguno de ellos.
—Comprendo. ¿Puedo preguntar cuándo se enteró del cambio de planes?
—Habrá recibido la carta veamos, ¿cuándo se la envié? La habrá recibido hoy, desde luego. Nos encantará verla cuando podamos organizarlo mejor.
—Sí, deberemos hacerlo cuando nos casemos —manifestó con cortesía—. Les deseo a todos una feliz Navidad —no sonreía—. Yo encontraré la salida.
Había ido a Firchingfield deprisa, pero regresó a Londres a mayor velocidad. Lo dominaba una cólera fría porque alguien se hubiera atrevido a tratar a Bella con semejante descortesía. Se lo compensaría el resto de su vida; tendría todo lo que pudiera querer: ropa, joyas y vacaciones al sol De repente rió y supo que lo único que ella desearía sería un hogar y amor. Y también podría darle eso.
La casa estaba silenciosa mientras Bella subía por las escaleras desde el cuarto de baño. Los cinco ocupantes de los otros estudios habían vuelto a casa o pasaban las fiestas con amigos. Solo la señora Newton se hallaba en casa con invitados. Le llegaron sonidos de diversión al abrir la puerta de su habitación.
La estancia se veía acogedora y alegre; el acebo y las tarjetas de Navidad cubrían casi las paredes desnudas y el árbol, visto desde lejos, daba la impresión de ser real. La comida del gato, envuelta en papel de colores, y la caja de bombones estaban distribuidas a ambos lados y había colocado las manzanas en una bandeja en el centro de la mesa.
—Muy festivo —le dijo a Aengus, que se limpiaba delante de la chimenea—. Ahora tomaré una taza de chocolate y tú un poco de leche, luego nos iremos a la cama.
Llevaba el plato con leche en una mano cuando llamaron a la puerta. Recordó que la señora Newton la había invitado a su fiesta. Había declinado, diciendo que se marcharía, pero debió verla entrar con las compras y deseaba recordarle la invitación.
Al abrir pensó que era muy amable. El profesor, seguido de Sam y Max, entró.
—Bella, debes preguntar siempre quién es antes de abrir —observó—. Podría haber sido un ladrón.
Ella contempló su rostro sereno. Como ya había pasado, no le quedaba más alternativa que cerrar la puerta.
—Me iba a la cama —vio que los perros se sentaban junto al fuego, sin fijarse en Aengus.
—Todo a su tiempo —se apoyó en la mesa y le sonrió.
— ¿Cómo sabía que estaba aquí? —le agradó oír que su voz sonaba casi normal, aunque le costaba respirar.
—Fui a ver a tus tías.
— ¿Esta noche?
—Esta noche. Vengo ahora mismo de allí. Tienen a un archidiácono y a su esposa.
—Sí, lo sé. Pero, ¿por qué?
—Ah, es algo que debo explicarte.
Miró a su alrededor, el árbol, el acebo y las tarjetas y luego el bote de cacao junto al fregadero. Luego la estudió en silencio. El sencillo atuendo de lana que vestía no hacía nada para potenciar su aspecto, aunque pensó que estaba hermosa. Su cara se veía fresca recién lavada, el pelo le colgaba alrededor de los hombros en una masa dorada.
—Guarda algunas cosas en una bolsa, querida muchacha, y vístete —pidió con firmeza, metiendo las manos en los bolsillos.
— ¿Ropa en una bolsa? —Abrió mucho los ojos—. ¿Por qué?
—Vas a pasar la Navidad en mi casa.
—No. No tengo intención de ir a ninguna parte —recordó sus modales—. Gracias por pedírmelo, pero sabe muy bien que eso es imposible.
— ¿Por qué? Dímelo.
—Lo vi en el hospital. No espiaba ni nada por el estilo, pero salí del ascensor y los vi a los dos juntos. Tenía el brazo alrededor de sus hombros y ella reía. ¿Cómo puede sugerir? — Tragó saliva—. Oh, márchese. ¿Sabe que ha venido aquí? ¿También ella me ha invitado?
El profesor logró contener la sonrisa.
—No, pero te espera. Y Senna te ha preparado una habitación.
—Es muy amable —comenzó Bella y apoyó una mano en su brazo. Fue un error, porque él la tomó, le dio la vuelta y le besó la palma—. Oh, no —musitó mientras la abrazaba. Se debatió en sus brazos.
—Quédate quieta, querida —pidió con gentileza—. Voy a besarte —lo cual hizo de manera prolongada y profunda—. Hace mucho que deseo hacerlo. Estoy enamorado de ti desde que nos conocimos. Te amo y no habrá razón para nada de lo que haga si no estás conmigo — cerca, las campanas de la iglesia anunciaron las once—. Y ahora guarda algo de ropa, mi amor, y nos iremos a casa.
Bella se obligó a regresar del cielo.
—No puedo, Oh, Edward, sabes que no puedo.
La besó con suavidad.
—No me has dado la oportunidad de explicarlo; adrede metiste a ese joven del laboratorio en medio, ¿verdad? Mi hermana, Rosalie, y su marido y sus hijos pasan las fiestas conmigo. Fue a ella a quien viste en el hospital, y te dejaste llevar por tu insensata imaginación.
—Sí, bueno —le sonrió—. ¿De verdad quieres casarte conmigo?
—Más que nada en el mundo.
—Aún no me lo has pedido.
Él rió y la abrazó otra vez.
— ¿Quieres casarte conmigo, Bella?
—Sí, sí, por supuesto que quiero. No intentaba enamorarme de ti, pero no pude evitarlo.
—Gracias al cielo. Y ahora ve a buscar un cepillo de dientes, quítate esa cosa de lana que llevas y vístete. Dispones de quince minutos. Aengus, los perros y yo dormitaremos juntos hasta que estés preparada.
—No puedo dejarlo.
—Claro que no; viene con nosotros.
El profesor se acomodó en una silla y cerró los ojos.
Era asombroso lo que se podía hacer en poco tiempo cuando se era feliz y no importaba nada más en el mundo. Bella se vistió, preparó el bolso, se recogió el pelo y tuvo listo el neceser en menos de diez minutos.
—Estoy lista —anunció con timidez.
Él se puso de pie, guardó a Aengus en la jaula, cerró la ventana, apagó el gas y fue a echar un vistazo a la pequeña nevera. Observó el muslo de pavo, el budín de Navidad y dijo:
—Desconectaremos todo menos la nevera. Nos ocuparemos de ella en unos días; no regresarás aquí, desde luego.
—Pero no tengo adonde mis tías.
—Te quedarás conmigo, y como eres una chica a la antigua, Senna te acompañará hasta que consiga la licencia para casarnos —le dio un beso rápido—. Y ahora vámonos.
Al llegar al recibidor la señora Newton salió a ver de quién se trataba.
— ¿Se va, señorita Swan? ¿A esta hora de la noche? —Miró al profesor—. Usted ya ha estado aquí; parecía un caballero muy amable —lo observó con severidad—. Espero que no sea nada indecente.
—Señora, me llevo a mi futura esposa a pasar la Navidad en mi casa, con mi hermana y su familia. No regresará aquí, pero llamaré después de las fiestas y me encargaré de liquidar cualquier cuenta pendiente.
—Oh, bueno, en ese caso Feliz Navidad a los dos —miró a Sam, a Max y la cara de Aengus que se asomaba desde la jaula—. Y a todos los animales.
—Parecías justo un profesor —comentó ella ya en el coche—, ya sabes, un poco rígido.
—Ese es otro aspecto de mí que descubrirás, querida, aunque te prometo que jamás seré rígido o severo contigo —la miró mientras arrancaba el coche—. Ni con nuestros hijos.
Bella sonrió y también quiso llorar. Supuso que de felicidad.
—Qué día hermoso para amar y ser amada. Soy tan feliz.
Al llegar a la casa, desde la iglesia próxima sonaban las primeras campanadas de la medianoche. El profesor condujo a su pequeño grupo fuera del vehículo y al interior de la casa. El vestíbulo estaba en silencio y poco iluminado. Sam y Max avanzaron sin hacer ruido hasta el pie de las escaleras, donde se sentaron como estatuas. Él cerró la puerta, dejó a Aengus sobre una mesa y abrazó a Bella.
—Esto es lo que quería hacer desearte feliz Navidad en mi propia casa también la tuya, querida.
Después de besarla de forma muy satisfactoria, ella recuperó el aliento.
—Es verdad, ¿todo es verdad? Queridísimo Edward, feliz Navidad —se puso de puntillas, lo besó y él le devolvió el beso.
*~*FIN*~*
Historia Original
Neels Betty - Un Romance Navideño
Historia Original
Neels Betty - Un Romance Navideño
Como decía, sus tías son unas completas desnaturalizadas, como es posible que prefieran decirle a su familia que no la pueden hospedar, mientras dejan a dos personas desconocidas????
ResponderEliminarMenos mal Edward decidió ir por ella, buscarla y hacerla su esposa :D me encantó!!!!!!!
Besos gigantes!!!!
XOXO
Hipócritasmñ, primero es la casa como vsn a dejar a fuera a la familia
ResponderEliminarQue lindo final!!! Para tías como esas, mejor nada, lo bueno es que pudieron aclarar las cosas y así poder ser felices.
ResponderEliminarGracias por la adaptación, la disfruté muchísimo!!!
Me súper encanto gracias fascinada gracias gracia yo quería ir a la boda jajajaaj
ResponderEliminarMuy bonita historia q bueno q Edward le va a dar todo el amor q se merece Bella.
ResponderEliminarMe encantó. Pero me faltó un epilogo con un lindo bebé.
ResponderEliminarHola me a facinado. Bueno el amor es medio loco cuando llega y arraza.
ResponderEliminarNos seguimos leyendo.