Capítulo IX ~ Amarga Posesión


Edward insistió en que se quedaran en Londres un tiempo. Era atento y encantador cuando estaba con ella. A veces se sentía una huésped. No era la señora de la casa, aunque el personal así la tratara. Era como una impostora que decidía el menú para la cena y los arreglos florales de la casa.

Edward trabajaba mucho. La llevó al edificio moderno y elegante donde se hallaba la sucursal británica de Masen Twilight, y la presentó a su secretaria y a su contador público, así como a diferentes directores de departamentos. Dos elegantes mujeres asustaron a Bella un poco, aunque no sabía por qué, ya que Edward estaba decidido a tenerla como esposa, a pesar de que no la amaba. Una y otra vez probaba que la deseaba con la urgencia que caracterizó su primera unión. Y siempre en la oscuridad de la noche. Sin embargo, los celos la perturbaban ahora que lo amaba de nuevo.

El primer día dispuso que el médico la visitara. Bella se complació. No había virus alguno, pero Edward se tomó la molestia de cuidar de ella. De hecho el medico no le preguntó mucho sobre su salud, sino que le aconsejó métodos anticonceptivos. Más tarde miró el paquete de píldoras y quiso lanzarlas al fuego. Sería tonto, ya que tendría que buscar otro médico y pedir más. Si Edward no quería ser padre de sus hijos, ella no quería embarazarse. Sólo Alice quiso que él fuera padre.

El segundo día la llevó de compras, y le dio muchas tarjetas de crédito para que pudiera ocupar el tiempo en tanto él trabajaba.

—¿Por qué diablos debo pasármelo comprando cosas? —preguntó Bella—. ¿No compramos ya suficiente?

—Estoy ocupado en el trabajo —replicó él—. Será un entretenimiento.

Bella nunca se había aburrido en su vida y lo miró con asombro. ¿Qué pensaba ese marido suyo? Casi regresa a Dorset en ese momento. Pero Edward habló entonces:

—Te gusta la ropa linda… y no te importa gastar para conseguirla. Pensé que sería agradable para ti complacerte mientras yo trabajo.

No era una respuesta que la emocionara, pero al menos era lógica. No era razón para abandonarlo. Era consciente de que él había pasado cuatro años pensando que lo había abandonado por una tontería. Con razón tenía sus dudas…

El tercer día, Bella guardó las tarjetas de crédito y ordenó un escritorio, un gran rango de pigmentos y tintas de colores, pinceles y lápices. Edward la llevó a cenar esa noche y la presentó como su esposa a un grupo de amigos. La abrazaba posesivamente de la cintura y su voz era sensual. No les mencionó que era diseñadora, sino sólo su esposa. Pudo ver envidia en algunas mujeres. Deseó que la vieran trabajar en su estudio para que la envidiaran más. Por lo menos el trabajo era real. Ese marido encantador de ella, que la trataba tan posesivamente en público, y cortésmente en privado, era sólo una imitación.

Se las arregló para fijar una sonrisa y hablar durante la cena. Después de todo, acordó quedarse con él para tratar de restablecer su matrimonio. No sería bueno darle al mundo exterior una clave de lo poco perfecto de su unión.

El séptimo día llegó el escritorio.

—¿Qué diablos es eso? —preguntó Edward cuando Bella guiaba a los hombres a una de las habitaciones más pequeñas.

—¿No es obvio?

—¿Así que quieres seguir trabajando? ¿Por qué? Ya hice muchos progresos con el asunto de la fábrica. Contraté a un tipo astuto para que lleve todo. Tiene buen curriculum de arte y administración. Ya tiene suficientes diseños tuyos para comenzar. No necesitas hacer nada.

—¿No? —lo miró con ira—. ¿Así que piensas que cualquier tipo con un buen antecedente puede hacer mi trabajo, eh? ¿Cómo te atreves? Esta es mi labor, basada en mi talento. No tienes derecho a usar mis diseños. ¿Dónde los conseguiste?

—Los dejaste con Carlisle —respondió fríamente—. En caso de que estés interesada, yo mismo he delegado muchas de mis funciones de mi trabajo en estos días. Te llevaré un par de meses al extranjero, a una isla del Océano Índigo, una especie de luna de miel retrasada.

Bella estaba tan iracunda que quería llorar.

—Ya tuvimos nuestra luna de miel, Edward —dijo groseramente—. No puedo pensar en algo peor que estar encerrada contigo en una isla desierta. La conversación sería inútil. Siempre me preguntas que compré. Nos quedaríamos callados en cuestión de minutos. ¡Y no podríamos hacer el amor todo el día!

—Una vez así lo hicimos —expresó con voz peligrosa.

—Pero no como lo hacemos —replicó con brusquedad. Después le dio la espalda y supervisó la disposición del taller. Edward no habló más de las vacaciones. Era la primera vez que ella se salía con la suya.



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Carmen fue a Londres para hablar sobre la Mansión Littlebourne. Acordó supervisar las cosas en ausencia de Bella. Se encontraron con Carlisle para almorzar. Edward la llevó allí sin decirle quien los acompañaría. Todos se saludaron, y Bella se quedó quieta con una sonrisa en la boca aunque sus ojos la traicionaban. Cuando bebían café, Carmen dijo:

—Edward, debo hablar a solas con Bella sobre el trabajo en Dorset.

Edward inclinó la cabeza y Bella sonrió agradablemente, pero tenía la boca seca de miedo. ¿Qué diablos le diría Carmen?

—¿Qué pasa, Bella?

—¿No te dijo mi papá…? Le llamé hace un par de días. Edward y yo estamos casados.

—Sí, me lo dijo. De todas formas él lo habría adivinado.

—Es muy astuto… —meditó Bella, preguntándose cuánto sabría su padre.

—No tanto para darse cuenta de que esos suéteres que usa no te favorecen —sonrió—. ¿Cuándo te casaste con él?

—Nos casamos de prisa cuando nos conocimos. Hace cuatro años.

—¿Y ahora se arrepienten?

—No… no es eso. Lo que pasa es que… tenemos años de malos entendidos que debemos solucionar. A veces es algo duro.

—¿Lo amas?

—Sí. No estaría aquí, de otra forma.

—Entonces está bien —Carmen frunció sus labios de color canela—. Después de todo él te ama también. Todo saldrá bien.

—¿Perdón?

—Ya sabes. Esas cinco palabras que me dijo cuándo lo conocí —Carmen contó con los dedos—. "La amo y la tendré", cinco.

Bella se sonrojó. Él dijo eso, justo días después de volver a verla. No pudo hablar en serio, o cambió de opinión ahora que la conocía mejor. No era un pensamiento tranquilizante.



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Una noche Edward se había quedado en su habitación, en la oficina de cristal, y llamó a Bella para informarle.

—¿Estarás bien? La señora Mallory puede encargarse de todo.

—Claro que estaré bien. De todas formas nosotros no… será agradable ponerme a leer algo.

—¿Nosotros qué?

—¿Perdón?

—Comenzaste a decir algo sobre nosotros. ¿Qué era?

—Nada.

—¡Bella! —exclamó con autoridad—. Dime.

—De verdad que no te importa —replicó.

—Si hubiéramos hablado más, antes, quizá no habríamos terminado en este desastre. Así que habla.

¡Qué injusto! El enfado de Bella surgió.

—¡Válgame! Tú fuiste el que no me dijo que eras hermanastro de Alice. Quizá pensaste que lo sabía cuándo los vi juntos, pero cuando fuiste a mi casa fingiendo estar perdido sabías que no estaba enterada. A propósito no me lo dijiste. ¡Así que no digas nada sobre que yo sea abierta, Edward Masen!

—Entiendo, pero aun así tú eres la que mantiene intactos los tabúes. Tú eres la que no habla ahora.

Bella alejó el auricular y le hizo muecas.

—¡No es cierto! Lo que iba a decir era que de todas formas nosotros no tendríamos mucho que decirnos. Eso significa que vienes a casa todas las noches y hablas del clima y de noticias actuales. Eso lo puedo ver en la televisión. ¡Gracias!

Azotó el auricular. No sabía si con eso quería que él fuera corriendo a casa. No fue así, ni le importó. Pasó la noche en su escritorio diseñando mosaicos para baño. Trabajar era un buen antídoto contra Edward.

No lo extrañó sino hasta que subió a la cama imperial. Había demasiado espacio para uno. Se extendió para cubrirlo, pero no funcionó. Su cuerpo anhelaba a Edward. Una y otra vez se preguntó por qué permanecía a lado de él. El encanto cortés con que la trataba no escondía el hecho de que aún no la amaba. La forma en que se alejaba de ella cuando Bella hablaba, naturalmente indicaba que ni siquiera le gustaba la verdadera Bella. La Bella relajada y voluble. Quería a la mujer atractiva, vestida con ropa costosa, a quien simbólicamente compró con su dinero.

Rodó al centro de la cama donde normalmente lo encontraba. El espacio vacío le contrajo el corazón porque cuando se preguntaba por qué estaba ahí, sólo tenía una respuesta. Necesitaba su amor. Necesitaba que él se volviera a ella en la oscuridad, con esa desesperación en cada beso. Necesitaba que la excitara con su propia necesidad, que la deseara. Esa noche él no estaba ahí, y Bella no tenía razón para quedarse más.

Ridículamente recordó sus jeans y sus herramientas. Se sentía cómoda con sus jeans. Hacía mucho que no cuidaba el jardín. Recordó la palita de madera en su mano. Comenzó a sollozar intensamente hasta bien entrada la noche y amaneció cansada y pálida.



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Edward llegó tarde a desayunar y la encontró en la bañera. La miró brevemente y después le dio la espalda. Se quitó la chaqueta, y la camisa, y Bella se lamió los labios.

—¿Qué haces? —preguntó ella.

—Me cambio.

—Ah.

—¿Por qué? ¿Pensaste que me uniría a ti en la bañera?

—Pues… ya me voy a salir. Tengo arrugados los dedos.

Claro que lo había vislumbrado en las mañanas, desde aquella primera vez cuando hicieron el amor en la tarde, y cuando Edward se levantaba a las seis, cada mañana, para salir y entrar del baño al vestidor. Sin embargo, casi siempre se cubría con una bata. Ahora, con la espalda a ella, podía ver el conocido patrón de músculos en cada hueso. Podía ver los diminutos vellos en los omóplatos y la cintura. Su espalda inmóvil ante ella. Bajó los ojos y vio que sus pezones se habían endurecido. Se desató el moño en la cabeza para que subieran sus senos. La ola de deseo era por suerte menos visible.

Edward se volvió mientras se desabotonaba los pantalones.

—¿Quieres que te lave la espalda? —sugirió.

Sorprendida, Bella sólo se le quedó mirando.

Edward se acercó a la bañera y se sentó en la orilla. Hundió los dedos en el agua y trazó el rostro femenino. Después quiso levantar el cabello de Bella para mirar sus senos, y tocarla, quizá para hacerle el amor ahí, en la bañera, a plena luz del día.

Bella sacudió la cabeza y él retiró de prisa la mano. Bella estaba casi aterrorizada con pensarlo. Podía arreglárselas con hacer el amor de noche, como siempre. Después, cansada, se dormía y se preparaba para la farsa del día. Podía seguir así un poco más.

—¿Por qué te soltaste el cabello? —preguntó con voz ronca.

—Se soltó —mintió—. Ahora, si me disculpas…

Edward salió del baño.

—Sí, lo sé. Si te disculpo… tus dedos están arrugados —murmuró.

Cuando se puso la bata entró en la habitación y lo encontró vestido con pantalón de pana y un suéter de lana.

—¿No vas a trabajar?

—No.

—¿Por alguna razón?

—Podríamos desayunar juntos y después ir a Dorset.

—¡Ah!

Sus ojos debieron iluminarse porque él sonrió con burla y dijo:

—Me complace que por lo menos parte de mi sugerencia te gustó.

—Sería hermoso ir al campo de nuevo —lo ignoró—. De hecho, esta mañana pensaba en mis jeans y en ir a recogerlos.

—Pero puedes comprar unos aquí.

—¡Oh, Edward! ¿Nunca usaste jeans? Los nuevos son horribles. Parecen de cartón y el ojal está tan duro que cuando quieres ir al baño, prácticamente tienes qué… bueno estoy segura de que te lo imaginas. Además, los jeans nuevos son feos. Si compras los desgastados, no duran nada y se les hacen agujeros en las rodillas. Sí, se deben comprar jeans nuevos de cuando en cuando, pero los alternas con los viejos hasta que están viejos también. Claro, supongo que podría comprar unos y pedirle a la señora Mallory que los lave treinta veces, pero…

—Pero si no te apresuro —la cortó—, y te vistes, el desayuno se enfriará.

—Tú —lo acusó y fue al vestidor para ponerse una falda y una blusa de seda—, querías que hablara y ahora me callas.

Él no contestó de inmediato. Cuando ella salió vestida, Edward miró su Rolex y dijo:

—Cinco minutos otra vez. Eres muy constante.

—Tú también —murmuró ella.

Sus intentos por hablar bien en el desayuno fueron malos. No les ayudó el hecho de que Edward seguía rompiendo su pan y untándolo con mantequilla. Eso lo recordaba, claro. Como si necesitara más recordatorios después de que él fue al baño y fue tan provocativo.

—No comprendo de qué vamos a hablar —estalló Bella—. Si quieres anunciar que te has enamorado profundamente de mí, ¿por qué no lo dices y ya? No me quejaré por no estar en el más hermoso de los escenarios.

—No era esto lo que tenía en mente —suspiró Edward y dejó caer su cuchillo.

—Eso pensé —replicó con desilusión.

Edward continuó estudiándola con ojos oscuros e intensos.

—No es bueno que me mires así —le advirtió—. Me siento como si estuviera en un concurso de preguntas y no pudiera contestar las más fáciles. No sé qué quieres que diga.

Edward siguió mirándola en silencio.

—¿Quieres que haga mis maletas? —preguntó Bella por fin—. ¿Por eso me llevas a Dorset? ¿Para qué me mude a casa de nuevo?

—Esta es tu casa —replicó él duramente—. Y la Mansión Littlebourne. Será mejor que lo recuerdes.

Bella levantó la barbilla con desafío.

—Sólo mientras yo así lo quiera. Soy dueña de mí misma.

—Lo has probado. ¡Convertiste nuestra casa en un estudio sin necesidad! Te niegas perversamente a no gastar mi dinero. ¡Y las comidas! ¡Son la broma más terrible que he visto! ¿Puedes tratar de ser una esposa para mí, Bella?

—¿Qué tienen de malo las comidas? —lo retó sin importarle más.

—¡Sopa Windsor! Eso tienen de malo. Platija al vapor con trozos de limón. Tarta de mermelada. Lo haces a propósito.

—¡Pensé que esas eran las comidas que supuestamente debía ordenar! —levantó las manos—. No tengo experiencia en mandar instrucciones a la cocina.

—Pero tu padre tiene un ama de llaves.

—Sí, pero ella es mi amiga. Sólo le pido las cosas que a papá o a mí nos gustan. Es diferente. No sé qué hacer aquí.

—Bueno, ¿por qué no haces lo mismo aquí? ¿O te gusta la sopa Windsor?

—No mucho, pero es lo que se ve en las minutas. Parecía apropiado.

—La señora Mallory me dijo que tuvo que buscar en un viejo recetario para poder hacerla.

Bella lo miró con disgusto y después comenzó a reírse.

—Ah, Dios. De todas formas, seguramente ahora somos muy saludables. ¿No se supone que las raciones de guerra eran buenas…? —y sus hombros se sacudieron de la risa.

Edward no se reía. Golpeó fuertemente la mesa, haciendo que las tazas bailaran.

—¡Maldición, Bella! Ese es el punto. Si era un problema para ti, ¿por qué no me lo dijiste? En vez de eso te acordaste de un menú antiguo y ordenaste eso. No puedes decir que siquiera lo pensaste bien. En cuanto a tu trabajo… bueno, ¡parece que no puedes pensar en nada más!

Bella pudo succionar sus mejillas mientras él la sermoneaba, pero tan pronto se calló comenzó a reírse de nuevo. No lo había hecho por semanas y ahora salía incontrolablemente.

Edward echó atrás su silla y salió de la habitación, con un gesto de disgusto. Bella puso un codo en la mesa y se cubrió los ojos, aun riendo, hasta que comenzó a llorar.



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Edward tenía discos compactos en el auto, y los dos se alegraron por eso en el largo camino. La Mansión Littlebourne parecía maravillosa, bañada por el sol vespertino, y con el acompañamiento de la Quinta de Beethoven.

Bella suspiró. Todo era muy provocativo. El hombre al que amaba, un hogar que amaría, su padre y su amiga cerca. Todo sería perfecto sí…

¿Sí qué? Sabía en su interior que esperaba que Edward se enamorara de ella, lo cual no sucedería. Y él esperaba que ella se enamorara de él, lo cual tampoco pasaría, pensó Bella con ironía. Después de todo, a él no le agradaba. Se distanciaba de ella, se portaba amable y frío. Aun así lo amaba. Miró su perfil mientras estacionaba. El cabello grueso y corto peinado hacia atrás, la nariz recta, la mandíbula fuerte y la boca bien moldeada. Y los ojos… aún la lastimaban más que nada. No. No se enamoraría de él. Tampoco se convertiría en una esposa bien vestida que ordenaba comidas pomposas y arreglaba las flores en jarrones recién comprados para que Edward se saliera con la suya.

Mientras fuera Bella Swan, como lo era, la persona que él una vez amó, sería una causa perdida. Esa era la Bella que él no quería a ningún precio.

Carmen estuvo ocupada con el interior. Se aseguró de que los dibujos y los colores de Bella se convirtieran en una hermosa realidad. La sala, con sus puertas corredizas que daban a la galería, fue transformada en una habitación clara y pacífica donde los azules pálidos y el amarillo rojizo se mezclaban. Sólo la chimenea, encendida ahora, era la misma.

—¿Una bebida? —preguntó Edward, cortésmente.

—Sí —replicó Bella con dulzura.

—¿Qué quieres?

El diablo la picó; era otra parodia de conversación.

—Cocoa, hecha con leche condensada dulce y un poco de ginebra —invento.

Edward cerró los ojos brevemente y le sirvió una copa de jerez seco.

—No quiero jerez —protestó ella.

Edward tocó el intercomunicador y ordenó su cocoa. Después se sentó frente a ella y cruzó los brazos.

—Has querido pelear todo el día, así que terminemos ya.

Bella suspiró de nuevo. Tenía razón. Quería discutir y sacar a relucir todas esas farsas. Temía perderlo, aunque no lo tuviera. Odiaba ese arreglo, pero no soportaba la idea de una alternativa. Quería dormir con él esa noche y todas las demás hasta que la echara. Eso significaba que no le quedaba nada de orgullo.

—Nada, Edward… —murmuró con cansancio.

—No es cierto.

—No, no lo es, pero es mejor que pelear. Sería inútil.

—¿Estás segura? ¿Estás tan decidida a no cambiar que no quieres exponerte en una confrontación?

—Edward —rogó—, ¿no puedes comprender que no puedo cambiar? Tú tampoco lo harás.

—Entonces, ¿seguimos así hasta que nos odiemos tanto que no haya nada que salvar? —preguntó con voz violenta.

—No te odiaré, Edward. Pensé que lo hice una vez, pero eso fue antes de que supiera la verdad.

—Entonces, ¿nos contentamos con la situación actual?

—No, claro que no, pero esta es la forma en que seguiré actuando. Si terminas odiándome y nos separamos, tendré que aceptarlo.

—Y dices amarme… —susurró él con ira.

—Lamento que te moleste tanto, pero así es. Ojalá hubiera podido controlarme cuando descubrí lo de Alice y tú. Entonces no te habría dicho qué te amaba. Me sentiría mucho más cómoda viviendo como tu esposa si pensara que tú no lo sabías. Pero fui una tonta y mencioné el hecho. Primero muerta que empezar a mentir. Puedes aceptarme como soy o no.

—¿Amarme no te hace querer complacerme?

—Me encantaría, pero no fingiré ser quien no soy. ¿Para qué? ¿Me querrías, si fingiera? ¿De verdad te satisfaría, Edward?

Su repulsiva cocoa dulce llegó en ese momento. Bella tomó un sorbo, la dejó y probó el jerez.

—¿Así que cambiaste de opinión sobre la cocoa? —preguntó él secamente. Miró con detenimiento el fuego y continuó—. ¿Qué dirías si supieras que deseo invitar a Alice aquí para la Navidad?

Bella cerró los ojos. ¿Así que no soportaba pasar la Navidad sólo con ella? No era sorprendente, pero la desilusionó. ¿Sería todo más fácil si Alice estaba allí? Desde que descubrió la verdad, los amargos sentimientos hacia su hermana casi se disolvían. Aún estaba el hecho de que convenció a su madre de irse, pero ya no le dolía tanto. Si se peleaban, quizá Edward se pondría de parte de Alice y Bella no lo soportaría. De hecho, después de todo, él quería a su hermanita… y no a su esposa…

—Pues… no creo que sea buena idea…

Edward se inclinó y tomó un leño. Lo arrojó con fuerza a la chimenea haciendo saltar chispas. Después, sin mirarla, se levantó y se fue a su estudio.



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Había un coche compacto en la casa. Bella lo tomó prestado y fue a visitar a su padre, pero él no estaba. Tomó sus jeans y sus herramientas y regresó a Littlebourne. Se cambió y fue a rastrillar hojas de la amplia extensión de césped. Una hora de duro trabajo a la luz de cayente le coloreó las mejillas y dejó una pila de hojas en un rincón. Estaba oscuro cuando regresó a la cocina por una caja de cerillas, y hacía frío cuando encendió la fogata.

Pronto las llamas brincaban en la noche, haciéndola entrar en calor y consolándola. Podía quedarse ahí horas, pero de pronto unas voces la interrumpieron.

—¡Eres una idiota! —exclamó Edward con alegría y calidez.


Carmen
—No me estás apretando bien. Ese es el problema. Deja de ser caballeroso y sujétame propiamente —ordenó Carmen.

—¿Así está mejor?

—Mucho. De hecho, pon tu mano ahí… así está bien. Mmm. Muy bien.

Bella se volvió para mirar en la oscuridad, pero sus ojos estaban cegados por el fuego.

—¡Por Dios, Carmen! —exclamó Edward con desaprobación divertida.

—Ah, sólo eres un viejo mojigato.

—¡Un mojigato! —Edward se rió—. ¡Qué descaro! Sólo porque sugiero que una falda ajustada y zapatillas de tacón altísimo no son vestimenta adecuada para nuestra aventurita.

El corazón de Bella se detuvo. Un sabor amargo bañó su lengua. No podía creerlo, ni lo haría. Seguramente había una explicación inocente. Sólo debía esperar.

La explicación se presentó de pronto. Carmen estaba envuelta en un abrigo costoso de piel de camello; sus tacones hacían el buen trabajo de airear el jardín, y Edward hacía lo que podía para que ella no tropezara a cada paso.

—¡Hola! —exclamó Carmen—. Qué preciosa fogata. Edward y yo la vimos y decidimos venir a contemplarla. Edward compró algunas castañas.

De los bolsillos de sus pantalones, Edward sacó un puñado de castañas.

—Hay un castaño dulce en el camino —explicó—. Tome algunas cuando te vi encender la fogata.

—Grandioso… —susurró Bella.

No podía ser más inocente. ¿Por qué diablos entonces se sentía tan celosa? Seguramente Carmen no soñaría en coquetear con Edward, conociendo la situación. Para ser justa, Edward sólo había sido un caballero por ayudarla a caminar en el terreno traicionero con esos tacones altos.

No había nada de malo, más que el tono cálido de la voz de Edward con Carmen. Nada más que el relajado buen humor que emanaba de ellos dos. Se sintió dolorosamente excluida. Quizá su orgullo comenzaba a restablecerse.

—Te voy a comprar unos zapatos de leñador, Carmen —bromeó Edward—. Un par bien ancho con suela de dos centímetros.

—Hazlo. Claro que no los usaré.

—Lo harás si quieres seguir trabajando para mí. A menudo decidimos amueblar mientras los constructores siguen trabajando con cemento. No te llevaré a esos sitios en zapatillas. Insisto.

—Nada de zapatos de leñador, Edward, y punto.

—Chanclas entonces. Un par diseñado exclusivamente para acomodarse a tus zapatos sensuales.

Carmen explotó en risas roncas y profundas.

—¡Chanclas altos! —jadeó—. ¡Maravilloso! ¡Seguramente son de Calvin Klein!


La risa de Carmen era irresistible. Edward comenzó a reír con ella mientras Carmen se apoyaba en él.

No era orgullo, sino celos. Ardían como una navaja filosa. Hicieron que Bella volviera la cara con angustia amarga. Si Carmen podía reírse así frente a Edward, eso significaba que a él le agradaba mucho, mucho.

Cuando Bella se rió esa mañana, Edward se había alejado enfermo de disgusto.



7 comentarios:

  1. Por Dios!!! Odio a Edward y odio a Bella por seguir con el solo recibiendo desaires y humillaciones. Por favor no me dejes así. Necesito saber qué pasó.

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  2. El comportamiento de el estúpido de edward me confunde.... Ahora Carmen .....hay Carmen nadamas kiere tantito para coquetear!!! Mejor aclara las cosas con edward, bella y si las cosas no son así al diablo y divorciate!!!

    Actualiza pronto!!!!

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  3. Enamorada de tu historia actualiza pronto

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  4. Creo que Edward se está pasando, lo que quiere es una esposa prefabricada y no como Bella se comporta, en vez de tratarla como si la quisiera, la trata como si fuera una muñeca de aparador... y con el resto de mujeres si es cálido.... Aghhh
    Besos gigantes!!!
    XOXO

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