La lluvia caía sobre el tejado de la pequeña casa donde vivían los padres de Isabella Swan. Era una lluvia fría. Isabella se alegró de que fuera verano, porque a principios de otoño empezarían a sufrir verdaderas tormentas de agua o de nieve. Bighorn, una localidad del noroeste de Wyoming, no era un lugar donde resultara fácil la vida cuando la cubría el hielo. Se trataba de un simple pueblo, y a pesar de contar con tres mil habitantes, resultaba demasiado pequeño como para gozar de los medios de transporte de un lugar más grande. No había ningún aeropuerto; sólo una estación de autobuses y el ferrocarril, pero los trenes pasaban muy de vez en cuando, y a Isabella no le servían de nada.
Estaba a punto de empezar el segundo año de la carrera en la universidad de Arizona, en Tucson, un lugar donde la nieve no hacía acto de presencia ni siquiera en invierno, salvo en las cumbres de las montañas. Sufrían tormentas de arena, pero no tan aparatosas como para resultar molestas. Además, transcurrido su primer año de estudios, había estado demasiado ocupada intentando aprobar los exámenes y curar su corazón roto como para preocuparse por el clima. Sin embargo, aquel día el calor le parecía sofocante, y se alegró de que contaran con un aparato de aire acondicionado.
En aquel instante, sonó el reloj. Isabella se dio la vuelta, de manera que su corto y castaño cabello se meció en el aire. Sus ojos marrones estaban llenos de tristeza por tener que marcharse. Pero el curso empezaba en menos de una semana, y tenía que regresar al colegio mayor donde vivía para ir preparando algunas cosas. Al menos, le alegraba saber que Alice Brandon, la hija de Carlisle Cullen, era su compañera de habitación. Se llevaban muy bien.
—Ha sido maravilloso tenerte aquí durante una semana —dijo con suavidad Renée, su madre—. Ojalá hubieras podido quedarte todo el verano.
Su voz se quebró. Tanto ella como Charlie, su marido, y la propia Isabella, conocían muy bien la razón por la que no podía quedarse demasiado tiempo. Había sido motivo de gran tristeza para todos ellos, pero no habían hablado al respecto. Aún dolía demasiado, y las murmuraciones sólo empezaban a acallarse entonces, cuando casi había transcurrido un año desde lo sucedido. El súbito viaje a Francia de Carlisle Cullen, apenas unos meses después de que Isabella se marchara, había apaciguado las habladurías.
A pesar de lo sucedido, Carlisle seguía siendo un buen amigo de Isabella y de su familia. Su educación universitaria era un regalo que costeaba él. Aunque pretendiera devolverle todo el dinero, por el
momento no podía hacerlo. Sus padres tenían una posición digna en la comunidad, pero carecían de los recursos económicos suficientes para proporcionarle unos estudios en un país en que la universidad pública era prácticamente inexistente. Carlisle se había decidido a ayudarla, y su amabilidad había tenido un alto precio para todos.
Sin embargo, tanto su hijo Jasper como su hija Alice salieron inmediatamente en defensa de Isabella, para protegerla de las habladurías.
La tranquilizaba saber que los hijos de Carlisle, las dos personas que más lo querían, no creían que fuera la amante de su padre. Algo en lo que ayudaba el hecho de que Jasper y Edward Masen fueran rivales; ambos querían hacerse con el control sobre una propiedad que separaba sus respectivos ranchos en Bighorn. Carlisle había vivido en la localidad hasta que estalló el escándalo. Entonces, se marchó a la casa familiar que compartía con su hijo en Sheridan. Esperaba que de aquel modo cesaran las murmuraciones, pero no consiguió nada. Al final, se había marchado a Francia, incrementando la enemistad entre Jasper y Edward Masen. Enemistad que permanecía inalterable.
Y, sin embargo, a pesar de que Carlisle se encontraba fuera del país, y a pesar del apoyo de sus amigos y de su familia, Rosalie Masen había hecho tanto daño a la reputación de Isabella que estaba segura de que no podría regresar jamás a su hogar.
Intentó dejar de pensar en ello y concentrarse en lo que estaba diciendo su madre. Ausente, murmuró:
—Ya sabéis que este verano tuve varias clases. Lo siento mucho, pero pensé que sería mejor. Además, estaban algunos de mis mejores amigos. En realidad, resultó bastante divertido, aunque habría preferido quedarme en casa. Creo que os voy a echar mucho de menos.
Renée la abrazó con calidez.
—Y nosotros a ti.
—Ésa estúpida de Rosalie Masen —murmuró su padre, que también la
abrazó—. Ha estado esparciendo todo tipo de mentiras sobre ti para alejarte de Edward. Aún no consigo entender que el muy cretino las creyera, ni que se casara con ella. Por no hablar del bebé. Nació sólo siete meses después de la boda.
Isabella palideció, pero sonrió de todas formas.
—Olvídalo, papá. Todo eso pertenece al pasado —observó, intentando animarlo—. Se han casado y ahora tienen una hija. Espero que sea feliz.
— ¿Feliz? ¿Después de la forma en que te ha tratado?
Isabella cerró los ojos. El recuerdo aún resultaba doloroso. Edward había sido el centro de su vida. Jamás habría creído que fuera posible amar tanto a alguien. Él no le había declarado su amor, pero estaba segura de que sus sentimientos eran recíprocos. Sin embargo, cuando pensaba en ello, se daba cuenta de que no la había amado nunca. Sólo la había deseado. Hasta el punto de que siempre había querido posponer cualquier compromiso.
Pero la espera había resultado bastante adecuada, teniendo en cuenta lo sucedido.
Lo había amado con todo su corazón, pero consiguió recuperarse. Transcurrido un año, aún podía ver sus ojos verdes, su pelo cobrizo y su fina boca. La imagen permanecía en su memoria a pesar de que había cancelado la boda justo el día anterior a que se llevara a cabo. Varias personas no recibieron a tiempo la noticia, y estuvieron esperando un buen rato en la iglesia. Al recordar la humillación, se estremeció.
Charlie aún estaba haciendo todo tipo de comentarios ofensivos sobre Rosalie. Su esposa puso una mano sobre su brazo para tranquilizarlo.
—Ya basta, Charlie. Es agua pasada —dijo con firmeza.
Su voz sonó tan tranquila que resultaba difícil de creer que el escándalo hubiera afectado a su corazón. Se estaba recobrando bastante bien, e Isabella había hecho todo lo posible por soslayar el tema para evitar que se entristeciera.
—No creo que Edward sea feliz —continuó Charlie, a mirando a su hija—. No está nunca en casa, y nunca se le ve en público con su esposa. De hecho, casi nunca vemos a Rosalie. Si es feliz, no lo demuestra. Llamó a casa poco antes de Semana Santa, para pedirnos tu dirección. ¿Te escribió?
—Sí.
— ¿Y bien? —preguntó, con curiosidad.
—Le devolví la carta sin abrirla —contestó, cada vez más pálida—. En fin, tal y como ha dicho mamá, es agua pasada.
—Puede que quisiera disculparse —intervino su madre.
Isabella suspiró.
—Hay ciertas cosas que las disculpas no pueden arreglar. Amaba a Edward, ¿sabes? Pero él no sentía lo mismo por mí. Nunca dijo que me quisiera en todo el tiempo que estuvimos juntos. Creyó las mentiras de Rosalie. Anuló la boda, dijo lo que pensaba de mí y me abandonó. Tenía que marcharme. Fue algo demasiado doloroso.
Aún recordaba su ancha espalda mientras se alejaba de ella. El dolor había resultado insoportable. Y seguía siéndolo.
—Como si Carlisle fuera ese tipo de hombre —dijo Renée—. Es el hombre más encantador del mundo, y te adora.
—Es cierto. No es el tipo de hombre que se dedica a jugar con jovencitas —comentó Charlie—. Los que crean algo así sobre él son unos idiotas. Sé de sobra que se marchó a Francia con la única intención de evitar las murmuraciones.
—Bueno, teniendo en cuenta que los dos nos hemos marchado, no creo que la gente siga hablando —sonrió Isabella—. Estoy estudiando mucho. Quiero que Carlisle se enorgullezca de mí.
—Lo hará. Nosotros ya lo estamos —dijo su madre.
—Supongo que para Edward Masen es castigo suficiente estar atado a esa bruja egoísta —insistió Charlie, irritado—. Cree que se va a hacer rico con ese rancho de ganado, pero sólo es un soñador. Su padre era un jugador y su madre una pobre mujer. No creo que sea capaz de hacer dinero con ese negocio.
—Parece que lo está consiguiendo —contradijo su esposa—. Acaba de comprarse una camioneta nueva, y un par de ranchos de Montana han firmado un contrato con él para que les proporcione sementales. Si tienes buena memoria, recordaras que uno de sus toros ganó un premio nacional.
—Un toro no hace un imperio —espetó.
Isabella sintió una profunda angustia. Edward había compartido sus sueños con ella. Habían planeado levantar aquel rancho juntos y contar con las mejores reses del estado.
— ¿Podríamos cambiar de conversación, por favor? —preguntó. Isabella, con una sonrisa forzada—. Aún me duele.
—Por supuesto. Lo sentimos mucho —se excusó su madre, con voz dulce—. ¿Volverás a casa por navidades?
—Lo intentaré. De verdad.
Sólo tenía una pequeña maleta. La llevó al coche y abrazó a su madre una vez más antes de subir al interior del vehículo. Su padre iba a llevarla a la estación de autobuses.
Aún era temprano, pero hacía bastante calor. Cuando llegaron a su destino, Isabella salió del automóvil, agarró su maleta y esperó en la calle mientras su padre se dirigía a la ventanilla que se encontraba en el interior del pequeño supermercado. Había cola para comprar los billetes. Entonces miró hacia la calle y se quedó helada al contemplar a un hombre que se aproximaba. Un frío y tranquilo fantasma del pasado.
Era tan imponente como recordaba. Llevaba un traje más caro que los que usaba cuando estaban juntos, y parecía más delgado. Pero seguía siendo el mismo Edward Masen.
Por su culpa lo había perdido todo, salvo el orgullo. Al ver que se acercaba por la acera, con su lenta y elegante manera de caminar, hizo un esfuerzo para mirarlo directamente a los ojos. No estaba dispuesta a permitir que notase el profundo dolor que le había causado. Ni siquiera entonces.
La expresión de Edward no denotaba emoción alguna. Cuando llegó a su altura se detuvo y miró la maleta.
—Vaya, vaya —comentó, observándola—. Había oído que estabas aquí. Supongo que el pollito ha vuelto a casa para asarse, ¿verdad?
—No pienso quedarme aquí —contestó con frialdad—. He venido a visitar a mis padres y regreso a la universidad, a Arizona.
— ¿En autobús? —preguntó—. ¿Tu amante no puede pagar un billete de avión? ¿O es que te dejó en la estacada cuando se marchó a Francia?
Isabella le pegó una fuerte patada en la espinilla. No fue algo premeditado, y la sorpresa de Edward fue tan grande como la suya cuando se inclinó para frotarse la pierna.
—Ojalá llevara unas botas militares con puntera de acero como algunas de las chicas con las que estoy en la universidad —espetó—. Si vuelves a hablarme así, la próxima vez te romperé una pierna.
Entonces se alejó de él.
Su padre acababa de comprar el billete de autobús. Había presenciado la escena y estaba dispuesto a salir para arreglar las cuentas con Edward, pero Isabella entró y se lo impidió.
—Esperaremos aquí al autobús, papá —dijo, con el rostro enrojecido por la furia. Su padre miró a Edward con frialdad.
—Bueno, al menos parece que empieza a controlar su mal genio. El año pasado no se habría marchado —comentó su padre—. Espero que le hayas hecho daño.
Isabella sonrió.
—No lo creo. No se puede hacer daño a alguien que no tiene sensibilidad. Espero que Rosalie le pregunte por lo sucedido.
Su ex novio desapareció de la vista, calle abajo.
—Creo que el autobús ha llegado.
Su padre la acompañó al exterior. Por fortuna, ni el expendedor de billetes ni las personas que se encontraban en la cola parecían haber prestado atención a la escena que se había desarrollado en la calle. La gente de la pequeña localidad no habría necesitado mucho más para resucitar las habladurías.
Isabella abrazó a su padre antes de subir al autocar. Quería mirar hacia la calle para ver si Edward aún se encontraba cerca. Pero no quería arriesgarse a que la viera, a pesar de que las oscuras ventanillas probablemente lo habrían impedido.
Segundos más tarde, el autocar salió de la terminal. Isabella cerró los ojos y pasó el resto del viaje intentando olvidar el dolor de haber visto a Edward de nuevo.
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