~9 años después~
Muy bien, Seth, pero creo que has olvidado algo, ¿no te parece? El arma secreta que los griegos usaban en las batallas.
Isabella habló con suavidad, sonriendo. Seth era muy tímido, incluso para tener nueve años de edad, y no quería avergonzarlo delante de los otros chicos de la clase.
—Un arma secreta —murmuró el niño, cuyos ojos se iluminaron al caer en la cuenta—. ¡Las formaciones militares!
—En efecto. Muy bien.
Seth miró muy orgulloso hacia el pupitre donde se encontraba su peor enemigo, en la segunda fila. Esperaba que no pudiera contestar a la pregunta, y parecía haberse llevado una desilusión.
Isabella miró el reloj. Faltaba poco para que terminara la última hora de clase, y, con ella, la semana laboral. Le pareció extraño que el reloj de pulsera bailara en su muñeca.
—Bueno, vamos a recoger —informó a sus alumnos—. Quil, ¿podrías borrar la pizarra, por favor? Ah, Leah, cierra las persianas cuando puedas.
Los dos niños obedecieron con rapidez, porque la señorita Swan les caía muy bien. Leah la miró y sonrió. Isabella Swan no era tan atractiva como la señorita Brandon; por lo general, llevaba trajes serios, no minifaldas ni camisas atrevidas; tenía un largo cabello castaño que resultaba muy hermoso cuando no se ponía aquel horrible moño, y sus ojos eran grises como un cielo invernal. Faltaba poco para las navidades, y sólo una semana para las vacaciones. Leah se preguntó qué haría entonces la señorita Swan. Nunca iba a ningún lugar interesante a pasar las vacaciones, ni hablaba sobre su familia. Pensó que tal vez no tenía a nadie.
En aquel momento, sonó el timbre. Isabella sonrió y se despidió de sus alumnos mientras salían de la clase cargados con sus carteras. Después arregló un poco el escritorio y se preguntó si su padre iría a visitarla aquel año, por navidades. Ambos estaban muy solos desde que su madre había muerto, el año anterior. La pérdida había resultado terrible, como terrible fue tener que ir al entierro y ver que Edward se encontraba allí, con su hija. Al recordar el gesto de su duro rostro se estremeció. Su expresión no se suavizó en ningún momento, ni siquiera cuando finalmente dieron sepultura a su madre. Habían transcurrido nueve años y aún la odiaba. Isabella apenas se fijó en la niña de pelo castaño que iba con él; era como un cuchillo que estuviera clavado en su corazón, el recuerdo de que Edward se había estado acostando con Rosalie cuando aún estaban comprometidos, como demostraba el hecho de que su primogénita hubiera nacido siete meses después de la boda.
Le dolió tanto que sólo miró hacia el lugar donde se encontraban en una ocasión. Y mantuvo la mirada de Edward.
Resultaba increíble que todavía la odiara, después de haberse casado y de tener una hija, cuando, seguramente, habría oído la verdad por boca de diferentes personas a lo largo de los años. Ahora era rico. Tenía dinero, poder y una hermosa mansión. Su esposa había muerto tres años después de la boda, y no se había casado de nuevo. Supuso que echaría de menos a Rosalie. A diferencia suya. Odiaba la idea de recordar a la mujer que había sido su mejor amiga. Las mentiras de Rosalie habían tenido un precio demasiado alto, hasta el punto de que había tenido que abandonar su hogar. Y lo peor de todo, era que Edward la había creído.
Sin embargo, habían transcurrido nueve años. Tiempo más que suficiente para que pudiera pensar en él sin sentir demasiado dolor.
En aquel instante, alguien llamó a la puerta, devolviéndola a la realidad. Era
Alice Brandon, una buena amiga suya, la profesora de matemáticas que siempre llevaba minifalda. Alice era una mujer muy atractiva; delgada, de preciosas piernas y con el pelo largo y casi negro. Sus ojos verdes brillaban con cierta ironía, y era de sonrisa fácil.
—Podrías quedarte conmigo en navidad —dijo su amiga.
— ¿En Sheridan? —preguntó extrañada.
Aquél era el lugar donde vivía su padre. El lugar donde habían vivido Carlisle Cullen y su última esposa, su hijo Jasper y Alice antes de que su amiga se marchara y empezara a dar clases con Isabella en Tucson.
—No —contestó, sonriendo—. En mi piso de Tucson. Tengo cuatro novios, de modo que podemos dividirlos. Dos para ti y dos para mí. Podemos jugar un poco.
Isabella sonrió.
—Tengo veintisiete años y soy un poco mayor para algunos jueguecitos. Además, es posible que mi padre venga a verme. Pero gracias de todas formas.
—Sinceramente, Bella, eres bastante joven aunque te empeñes en disimularlo con esos trajes de institutriz antigua —declaró su amiga—. Mírate. Y ese moño infernal con el que te recoges el pelo... Pareces una postal victoriana. Deberías dejarte el pelo suelto, ponerte una minifalda, maquillarte un poco y buscar un hombre antes de que te hagas demasiado vieja. Y no te vendría mal comer un poco. Estás tan delgada que se te empiezan a notar los huesos.
Isabella sabía que tenía razón. Había perdido cinco kilos en el último mes; estaba tan preocupada que había llamado al médico para pedir hora. Suponía que no sería nada importante, pero quería asegurarse de todas formas. Intentó convencerse de que, probablemente, sólo andaba un poco baja de hierro.
—Es cierto —continuó Alice—. Has tenido un año muy duro. Primero con la muerte de tu madre y luego con esa herida que te hizo aquel alumno que trajo la pistola de su padre a clase y que nos mantuvo retenidos durante una hora el mes pasado.
—La enseñanza está empezando a ser una profesión peligrosa —sonrió con tristeza—. Tal vez deberíamos hacer hincapié en ese aspecto para que más personas se animaran a dar clase.
—Es una buena idea. ¿Quiere vivir una aventura? ¡Dé clases! Casi puedo ver el eslogan.
—Me voy a casa —interrumpió Isabella.
—Bueno, supongo que yo también. Tengo una cita esta noche.
— ¿Con quién?
—Con Peter. Es encantador, y nos llevamos bien. Pero a veces pienso que no estoy hecha para tener una relación con un hombre tan convencional. Necesito un artista, o un compositor, o un piloto.
Isabella rió.
—Espero que encuentres uno.
—Si así fuera, probablemente tendría dos esposas escondidas en otro país, o algo así. No tengo mucha suerte con los hombres.
—Es por tu aspecto. Eres imponente y agresiva, y eso asusta a la mayor parte de los hombres.
—Tonterías. Si fueran lo suficientemente seguros correrían, a mi puerta —le informó—. Estoy segura de que en alguna parte hay un hombre para mí, esperándome.
—No me cabe duda.
Ni siquiera comentó que pensaba que aquel hombre existía, y que la estaba esperando en Sheridan.
Bajo la imagen agresiva de Alice se escondía una mujer triste y bastante sola. No era en absoluto lo que parecía. En realidad tenía, miedo de los hombres, y en especial de Jasper. Ambos eran hermanastros, de padres diferentes. Jasper era hijo de Carlisle, el anciano y encantador hombre que había sido víctima de las mentiras de Rosalie Masen. Mentiras que no habían afectado al hermanastro de Alice, puesto que era demasiado inteligente, además de ser el hombre más frío e intimidatorio con las mujeres que Isabella había conocido en toda su vida. Alice no lo mencionaba nunca; no hablaba nunca de él. Si alguna vez salía a relucir su nombre, cambiaba rápidamente de conversación. Todo el mundo sabía que no se llevaban bien. Pero en secreto sospechaba que había algo en su pasado, algo de lo que su amiga no hablaba nunca.
Carlisle había muerto tiempo atrás, legando sus posesiones a su hijo. Y los dos hermanastros tenían sus diferencias porque Alice había heredado un porcentaje importante de la industria ganadera de su padrastro.
—Tengo que llamar a mi padre para ver qué planes tiene —murmuró Isabella, regresando a la realidad.
—Si no puede venir, ¿irás a tu casa en navidad?
—No, no iré a casa.
— ¿Por qué? —preguntó—. Oh, sí. Tiendo a olvidarlo a veces, porque nunca hablas sobre él. Lo siento. Pero ya han pasado nueve años. No creo que después de tanto tiempo te siga guardando rencor. A fin de cuentas, fue él quien canceló la boda y se casó con tu mejor amiga un mes más tarde. Y fue ella la causante de todo el escándalo.
—Lo sé.
—Debía estar muy enamorada de él para arriesgarse de ese modo, aunque supongo que él ya habrá averiguado la verdad —continuó su amiga, echándose hacia atrás el pelo.
Isabella suspiró.
— ¿Tú crees? Sí, imagino que alguien se lo habrá dicho. Aunque, seguramente, no lo creería. Piensa que soy una canalla.
—Pero te amaba.
—No, sólo me deseaba —dijo con amargura—. Al menos eso fue lo que dijo. No me hacía ilusiones sobre las razones que tenía para querer casarse conmigo. Mi padre tenía una buena posición en el pueblo, aunque no era rico, y a Edward le resultaba muy conveniente. El amor que sentía por él no era recíproco. Tuvo una hija y se hizo rico, aunque tampoco amaba a su esposa. Pobre Rosalie —añadió con una risa amarga—. Tantas mentiras y, cuando consiguió lo que quería, no fue feliz.
—Se lo merecía —espetó—. Destrozó tu reputación y la de tus padres.
—Y la de tu padrastro —le recordó—. Quería mucho a mi madre.
Alice sonrió con dulzura.
—Es cierto. Fue una suerte que se llevara tan bien con tu padre, y que fueran amigos. Cuando tus padres se casaron, mi padrastro lo aceptó bastante bien. Pero siguió queriéndola. Por eso te ayudó tanto.
—Hasta el punto de pagar mis estudios. Fue eso, precisamente, lo que le causó tantos problemas. Edward no tragaba a Carlisle, Su padre había perdido muchas tierras por él. De hecho, Jasper y Edward aún mantienen una disputa sobre ellas. Puede que viva en Sheridan, pero su rancho tiene cientos de hectáreas y linda con el rancho de Edward. Según dice mi padre, le hace la vida imposible siempre que puede.
—Jasper no ha olvidado ni perdonado las mentiras que Rosalie dijo sobre Carlisle. Habló con ella, ¿lo sabías? Le dijo todo lo que pensaba, estando presente Edward.
—No me lo habías contado.
—No sabía cómo hacerlo. Sé que no te gusta que se mencione a tu ex novio.
—Supongo que Edward saldría en defensa de su esposa.
—No creas. Incluso él tiene cuidado con Jasper —le recordó—. Además, ¿qué podía decir? Rosalie mintió y descubrieron sus mentiras. Aunque demasiado tarde, porque ya se habían casado.
— ¿Quieres decir que Edward ha sabido la verdad todos estos años? —preguntó, atónita.
—Yo no he dicho que creyera a mi hermanastro —le recordó, evitando su mirada.
—Ah, claro. Bueno...
Isabella pensó que era ridículo suponer que Edward hubiera creído la palabra de su mayor enemigo. Nunca se habían llevado bien.
— ¿Cómo iba a creerlo? Mi padrastro le ganó todas las tierras al padre de Edward en una partida de póquer, cuando eran jóvenes. Por si fuera poco, ambos tienen ranchos colindantes, y ambos se han hecho ricos con el negocio del ganado. Cada vez que se presenta una oportunidad, luchan entre sí para conseguir el contrato. De hecho, ahora se están peleando por ese pedazo de tierra que separa sus propiedades. La que pertenece a la viuda de Sutherland.
—Podría decirse que entre ambos poseen medio mundo —observó Isabella.
—Sí, y quieren aumentar sus propiedades —rió Alice—. En fin, no es asunto nuestro. Por lo menos, no ahora. Cuanto menos vea a mi hermanastro, mucho mejor.
Isabella sólo los había visto juntos en una ocasión, y estaba de acuerdo con ella. Cuando Jasper estaba cerca, Alice se convertía en otra persona, mucho más tensa, e incluso patosa hasta extremos cómicos.
—Si cambias de opinión con respecto a las vacaciones, sólo tienes que decírmelo —le recordó su amiga.
Isabella sonrió con calidez.
—Lo recordaré. Si mi padre no puede venir, podrías ir a casa conmigo.
—No, gracias —se estremeció—. Bighorn está demasiado cerca de la casa de Jasper para mi gusto.
—Pero él vive en Sheridan.
—No está allí siempre. De vez en cuando se queda en el rancho de Bighorn. De hecho, últimamente pasa mucho tiempo allí, por el asunto de la viuda de Sutherland. Su difunto marido tenía muchas tierras, y aún no ha decidido a quién vendérselas.
Una viuda con tierras. Alice había comentado que Edward también quería conseguirlas. O tal vez sus miras estuvieran centradas en la propia viuda. No en vano él también había enviudado y estaba solo. Tan solo que casi se entristecía al pensar en ello.
—Tienes que comer más —le recordó Alice, preocupada por su aspecto—. Estás demasiado delgada, Bella, aunque eso acentué la delicadeza de tus rasgos. Tienes un cuerpo precioso, con una piel suave y los pómulos muy marcados.
—Heredé los pómulos de una de mis abuelas, que era una india Cheyenne.
Recordó con tristeza que Edward la llamaba Cheyenne de manera cariñosa, aunque en realidad se debía a la similitud tonal de la palabra con la expresión shy Isa. La tímida Isa. No en vano se había comportado con cierta timidez en su primera cita.
—Llevas buena sangre —bromeó Alice—.Entre mis antepasados, hay un español de la Armada Invencible, que llegó a Irlanda cuando su barco se hundió en una tormenta. La leyenda dice que era un noble que se casó con la hermana de un caballero irlandés.
—Vaya historia.
—Sí, ¿verdad? Creo que algún día dejaré las clases de matemáticas y me dedicaré a la ficción histórica —bromeó, mirando el reloj—. Dios mío, voy a llegar tarde a mi cita con Peter. Tengo que marcharme corriendo. ¡Te veré el lunes!
—Que te diviertas.
—Siempre me divierto. Y ojalá lo hicieras tú también, de vez en cuando.
Alice se despidió desde la puerta, dejando un suave olor a perfume en la habitación.
Isabella alcanzó su maletín, donde llevaba los exámenes que tenía que corregir y las lecciones de la semana siguiente. Cuando terminó de recoger todo lo que había encima de la mesa miró a su alrededor y salió del aula.
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