Desesperada, Isabella había cogido el coche de su hermano y se había ido de compras al Centro Comercial, cerca de la carretera interestatal, donde estaba segura de no encontrar nada que pudiera recordarle otros tiempos más felices e inocentes.
Isabella había aprendido mucho de la gente en los seis años que llevaba fuera de casa. Ya nunca volvería a ser tan crédula, tan dispuesta a creer en fantasías.
En el aire se respiraba la sensación de expectativa y alegría ante la Navidad, una época para pasarla con los seres queridos, una época de risas y amor, de calor familiar y de entrega, una época de paz.
Desgraciadamente Isabella no había podido encontrar mucha paz. Al menos, no en Forks. Ya tenía otra vida y no quería recuerdos del pasado. Había dejado atrás los infelices momentos que vivió hacía seis años y no quería dejar que influyeran en su futuro.
Isabella observó a un niño que se detuvo a exclamar con entusiasmo ante un escaparate navideño. El niño señalaba la decoración llamando a gritos a su madre.
Isabella miró a su alrededor, inconscientemente buscando a alguien con quien compartir aquella escena. Sus ojos se detuvieron de repente y permanecieron clavados en la ancha espalda de un hombre que estaba delante del escaparte de una joyería.
Había algo en la forma de sus hombros, en su postura segura y en la manera que tenía de mantener la cabeza alta que le recordó al hombre que tanto había luchado por olvidar. Edward Cullen.
No podía ser. Debía de estar imaginando un parecido inexistente. Hacía seis años que no lo veía, y el Edward que ella recordaba ya no existía.
Probablemente él nunca había sido tan atractivo como ella lo imaginaba en sus recuerdos, en las muchas noches que había permanecido en vela pensando en él.
Isabella se acercó un poco, como atraída por aquel hombre aparentemente concentrado en las joyas del escaparate. Éste giró levemente la cabeza; Isabella le vio de perfil y se quedó paralizada. Ya no podía negar lo que le estaban gritando sus sentidos.
Su perfil, propio de una antigua moneda romana, era el que ella recordaba. Unos mechones le caían sobre la frente y el hombre, con un gesto impaciente que a ella siempre le hacía llorar, se los echó hacia atrás.
Con pasos vacilantes, Isabella se abrió paso entre la multitud. Se preguntó si debería hablarle, si se acordaría de ella, si no sería mejor dejar los recuerdos y las fantasías tal como estaban. Probablemente hablar con él destrozaría los pocos buenos recuerdos que le quedaban.
¿Pero cómo podía irse, negándose la oportunidad de hablar con él aunque sólo fuera una vez? Sus pies, siguiendo sus propios impulsos, la llevaron hacia él.
—¿Edward? —vio que se ponía tenso, o al menos eso creyó ella, y después, lentamente, él se volvió para mirarla—. No estaba segura de que fueras tú —dijo ella, esbozando una vacilante sonrisa—. Hola, Edward.
Los seis años le habían tratado bien. Su apariencia era más madura y no estaba tan delgado como cuando tenía veintidós años. Tenía los brazos y el pecho más anchos.
Su cara parecía más cincelada. Tenía líneas alrededor de la boca y en sus ojos, los hermosos ojos verdes que ella adoraba, ya no podía leer lo que él pensaba, como antaño.
—¿No te acuerdas de mí? Soy Isabella…
—Me acuerdo —la interrumpió él—. Pero me ha sorprendido verte.
—Sí. Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad?
—Sí.
Su mirada recorrió el cuerpo de Isabella y ella se preguntó qué pensaría de ella. La última vez que se vieron ella acababa de cumplir dieciocho años. Demasiado joven para saber cómo reaccionar ante la situación en la que se había visto. Se preguntó si alguna vez sería capaz de olvidar la última vez que le vio. Recordó su enfado, su última mirada al ver que ella se alejaba, de su vida y del futuro que juntos habían planeado inocentemente.
Era evidente que él todavía no la había perdonado. Los expresivos ojos verdes estaban en ese momento cerrados, y no reflejaban en absoluto sus pensamientos.
—¿Vives cerca…? —empezó a decir Isabella.
Alguien chocó contra ella. Perdió el equilibrio y tropezó con Edward. Con un movimiento automático, él la rodeó con los brazos para evitar que cayera.
¿Cuántas noches había soñado con estar otra vez entre los brazos de Edward? ¿O escuchándole murmurar palabras de amor? ¿Cómo podía olvidar su cuerpo o el conocido aroma de su loción, una fragancia que aún le recordaba a él cada vez que estaba cerca de alguien que usaba la misma marca?
Isabella le puso las manos en el pecho para separarse.
—Lo siento —murmuró sin aliento—. Me temo que…
—Salgamos de aquí —la interrumpió él.
La cogió del brazo y la llevó fuera de los grandes almacenes y del centro comercial. Se dirigió hacia la pista de patinaje sobre hielo, que en el primer piso estaba rodeada por un círculo de bares, pizzerias, pastelerías y todo tipo de lugares para comer. Se detuvo al llegar a una mesa y le indicó que se sentara.
—¿Qué quieres beber? —preguntó él.
Edward no había cambiado mucho. Como siempre, era él quien llevaba la batuta. Ni siquiera le había preguntado si deseaba beber algo. Seis años atrás probablemente ni siquiera se habría molestado en preguntar; la conocía tan bien que habría pedido por ella sin equivocarse.
—Un batido de chocolate caliente, por favor —dijo ella, y le miró a los ojos.
Advirtió el breve destello en sus ojos verdes al oírle pedir una de sus bebidas favoritas, e inmediatamente la emoción que se reflejó en su rostro desapareció.
—Ahora vuelvo.
Lo vio alejarse hacia el mostrador más cercano.
Una vez que se había quedado más tranquila Isabella se dio cuenta de los cambios que se habían operado en él.
La ropa, por ejemplo. Edward siempre llevaba vaqueros, botas de moto y una cazadora de cuero negra, que era una de las muchas razones por las que su padre se había opuesto a su relación con él. Sonrió al recordar cómo le latía el corazón cada vez que oía el motor de la moto delante de su casa.
Ni siquiera entonces Edward se había preocupado por lo que la gente pudiera pensar de él, ni siquiera su padre. Trabajaba en la construcción, y en su guardarropa no había lugar para un atuendo formal.
En ese momento, sin embargo, llevaba pantalones de tela y un suéter encima de la camisa.
Pero no llevaba corbata.
Eso encajaba con el Edward que ella recordaba. Le vio esperar pacientemente a que le tocara su turno para pedir. La paciencia no había sido nunca una de sus grandes virtudes, como tampoco la de ella. A pesar de todo, en ese momento estaba esperando que volviera, satisfecha de poder mirarle y reflexionar sobre lo que habría sido su vida en los últimos seis años.
Se preguntó si se habría casado. No llevaba anillo, pero ya en una ocasión le había explicado que en su profesión los anillos eran peligrosos. Quizá nunca se hubiera acostumbrado a llevar uno.
Isabella se había convencido hacía mucho tiempo de que no le afectaría enterarse de que Edward Cullen se había casado. ¿Cómo podía culparle? De no haber estado tan asustada e insegura de sí misma, quizá habría podido hacer frente a la cólera de su padre.
Sacudiendo la cabeza, se dijo que recordar el pasado era una pérdida de tiempo. Eso ya era un hecho consumado, pero lo que sí sabía era que no deseaba estar con ningún otro hombre. Por un momento Isabella recordó la magia de la Navidad, la magia que Edward Cullen había llevado a su vida muchos años atrás. Para mucha gente, la infancia de Isabella Swan había sido una infancia maravillosa, en la que no le había faltado dinero ni juguetes. Su hermano, diez años mayor, nunca había tenido mucho tiempo para ella, y su madre estaba siempre controlando a sus amiguitas y amiguitos.
Por eso había sido una niña solitaria que aprendió a divertirse leyendo o jugando sola con sus muñecas. Más tarde aprendió a nadar y a jugar al tenis, deporte que practicaba siempre que encontraba a alguien con quien jugar.
Recordaba perfectamente la primera vez que vio a Edward. Sucedió cuando tenía diez años.
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*
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Era verano y se había pasado toda la mañana en la casa. Estaba enfadada con sus padres porque no la habían dejado ir al campamento de verano. O más exactamente, su padre. Su madre, como siempre, habría acatado la decisión de Charlie Swan, aunque entendía el deseo de su hija de ir.
Charlie Swan había aprendido muy pronto que su único punto vulnerable era su familia, y les protegía celosamente. Era consciente de que había pisoteado a mucha gente para llegar a la cima, de que tenía muchos enemigos. Eso no le importaba, pero no estaba dispuesto a arriesgarse a que su familia pagara por algunas de las decisiones que él había tomado. En consecuencia, Isabella disfrutaba de muy poca libertad.
Aquel día se rebeló contra las órdenes de su padre y salió de la casa dando un portazo para buscar una forma de aplacar la ira y la frustración que la invadían.
Pero en lugar de eso se enamoró.
El joven Edward, de catorce años, estaba cortando el césped en el jardín que se extendía detrás de la casa. Dos hombres mayores estaban recortando los setos que rodeaban el área de la piscina, pero ella ni siquiera advirtió su presencia.
Edward llevaba unos pantalones vaqueros cortos que dejaban ver la mayor parte de su cuerpo y una cinta en la cabeza para evitar que el pelo y el sudor le cayeran a la cara. Estaba tan concentrado en lo que hacía que era totalmente ajeno a cuanto le rodeaba.
A Isabella le pareció un maravilloso Adonis. Mirándole perdió la noción del tiempo hasta que el calor del mediodía le sugirió una buena ocurrencia: llevar agua a los jardineros.
Isabella corrió a la cocina, llenó una jarra de agua con hielo, puso unas galletas recién hechas en un plato y se apresuró a salir al jardín.
—Eh, seguro que tienes sed —le dijo ella—. Te he traído agua y unas galletas.
Edward, que acababa de apagar la máquina cortadora y estaba de espaldas a ella, se volvió y al verla allí con la bandeja en la mano, sonrió.
—Gracias —dijo él.
Isabella le vio quitarse la cinta y enjugarse el sudor de la frente antes de volver a atársela y dirigirse a una de las mesas que había junto a la piscina, donde ella había dejado la bandeja.
—¿Cómo te llamas? —preguntó él sonriendo mientras se disponía a beber.
—Isabella.
—Gracias por el agua, Isabella. Ha sido un detalle muy bonito —Edward miró la casa—. ¿Vives aquí?
Ella asintió.
—Bonita casa —dijo él, estudiando las líneas de la casa.
—¿Crees que esos hombres querrán beber algo? —preguntó ella, señalando con la cabeza a los dos hombres que estaban trabajando en el otro extremo de la piscina.
—Seguro que sí. Eh, tío Carlisle, abuelo, ¿queréis un poco de agua?
—Nosotros ya tenemos, Edward, y lo sabes —respondió el hombre más joven—. No molestes a la niña.
Isabella se ruborizó. Edward miró a su alrededor y sonrió.
—Es verdad, pero seguro que el hielo hace rato que se ha derretido. Y lo que sí que no hemos traído son galletas.
Sus ojos verdes brillaban con picardía, como si ella hubiera entendido la broma.
—¿Cuántos años tienes, Isabella? —preguntó él, después de comerse un par de galletas.
—Diez.
—Ésa es una buena edad.
—¿Cuántos años tienes tú?
—Catorce.
—¡Qué ganas tengo de tener catorce!
—¿Por qué?
—Porque a lo mejor entonces mi padre me dejará hacer más cosas. No me deja ir a ningún sitio.
Edward sonrió.
—A lo mejor sólo quiere protegerte.
—¿De qué?
—Del mundo, Isabella. De la vida. Eres una niña muy bonita, Isabella. Si fueras mía, yo también querría protegerte.
La sonrisa del muchacho la hizo contener la respiración. ¿Pensaba que era bonita? ¿También él querría protegerla?
Sonrió, incapaz de decir nada.
—Sigue trabajando, Edward. No tenemos todo el día —gritó uno de los hombres.
—Tengo que trabajar —dijo Edward—. Gracias otra vez, Isabella.
Isabella contempló cómo se alejaba, pensando que nunca había conocido a nadie como él. Le encontraba fascinante.
Y desde entonces nada le había hecho cambiar de opinión.
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*
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—Aquí tienes.
Sobresaltada, Isabella alzó la cabeza y vio a Edward sentarse frente a ella con dos tazas humeantes en las manos.
—Me alegro de volver a verte, Edward —dijo ella, con un tono de voz vacilante.
Edward permaneció durante unos momentos en silencio, estudiándola. Por fin habló.
—Seis años es mucho tiempo, ¿verdad?
—Sí.
—Tú estás muy cambiada. No te pareces a la niña que vi crecer. Y nunca pensé que podrías llegar a ser todavía más hermosa de lo que eras cuando cumpliste dieciocho años. Me equivoqué.
Hablaba sinceramente, como constatando el hecho, igual que si estuviera hablando del tiempo o de las condiciones para esquiar en Monte Hood. Le estaba dejando claro, a pesar del pasado, que ella ya no ejercía ningún efecto sobre él.
—¿Cómo te ha ido, Edward?
—Tu pregunta llega un poco tarde, ¿no crees? —preguntó él, después de beber un sorbo de su taza.
—Supongo que sí. No tengo disculpas para mi comportamiento. Me porté muy mal contigo.
—Eras muy joven. Toda tu vida estuviste muy protegida y tu reacción era de esperar.
—Puede, pero me doy cuenta de que todavía no me has perdonado por haberme ido.
—No era una cuestión de perdón. Tú elegiste, eso es todo.
Permanecieron en silencio durante unos momentos. Isabella descubrió que no podía mirarle a los ojos. La mirada de Edward siempre había sido muy directa, y cuando se enfrentaba a su padre y a su hermano, nunca había mostrado indicios de sentirse intimidado por ellos. Ella siempre había tenido la impresión de que Edward tenía la capacidad de leer en su alma, de leer sus pensamientos y secretos más íntimos y profundos.
¡Si ella tuviera el mismo poder con él!
—¿Cómo está tu familia? —preguntó ella, por fin.
—Bien. Mi madre se pasa todo el día cocinando para las vacaciones. Ahora Alice estará con ella —explicó él—. Con toda la comida que preparan podrían alimentar a todo el barrio.
—¿Se ha casado Alice?
Edward ladeó ligeramente la cabeza.
—Sí, se ha casado. ¿Por qué?
—Simple curiosidad. Le escribí un par de veces desde la universidad, pero no me contestó —Isabella se encogió de hombros—. Quería saber si había ido a la universidad.
—Sí. Allí conoció a Jasper, y se casaron hace dos años.
—Cada vez que pienso en las navidades me acuerdo de tu familia, Edward. Siempre me ha gustado cómo las pasabais, cocinando y preparándolo todo, y jugando con los más jóvenes —sacudió la cabeza—. Os envidiaba.
—¿Qué era lo que nos envidiabas?
—En mi casa todo era siempre tan formal… el árbol y la decoración, los regalos para Emmett y para mí, siempre muy bien envueltos, la comida… Todo formal, sin sorpresas, sin risas. Pasábamos las navidades sin apreciarlas realmente, sin sentirlas.
—¿Qué tipo de sentimientos son esos?
Ella sonrió, y su expresión reflejó sus deseos.
—El amor, la risa, el compartir, el dar. Todas las cosas maravillosas que en tu familia ocurren todos los días.
—Nunca me di cuenta de que apreciabas lo que compartíamos —dijo Edward. La estudió durante un momento, y después preguntó—: ¿Cuándo has llegado a Forks?
—Anoche.
—¿Y has venido a comprar los regalos?
—No —respondió ella, negando con la cabeza—. Ya los compré en Boston. No, he salido porque necesitaba salir de casa.
—¿Cómo está tu madre? —preguntó él cortésmente, ignorando la fuerte corriente que fluía entre ellos.
—Ocupada, como siempre. Está muy contenta de que haya venido a pasar las navidades con ellos. Desde que mi padre murió, Emmett y ella siempre venían a verme al Este.
—Seguro que a tu hermano le gusta que hayas venido.
—Supongo que sí. Emmett y yo no hablamos mucho.
—Ya veo.
Había tantas preguntas que le quería hacer, tantas cosas que deseaba saber… Pero no era asunto suyo. Edward Cullen ya no era parte de su vida, y era evidente que él lo había aceptado. Isabella creía que ella también lo había asumido. Y lo había hecho, sí. Pero sólo mientras estuvieran separados.
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte? —preguntó él.
—Me voy el lunes después de Navidad.
—Entonces no estarás para Año Nuevo.
—No, tengo que volver.
¿Cómo era posible que estuvieran manteniendo aquella conversación como si no fueran más que dos viejos amigos que se encontraban después de cierto tiempo, como si no hubiera nada más entre ellos?
Pero, por supuesto, no había nada más entre ellos.
Su padre se había ocupado de ello, seis años atrás.
Bufff, menudo comienzo... Graciaaaas
ResponderEliminarMe encanta, ya quiero leer el siguiente
ResponderEliminarAsí que Charlie fue el que los separó, será que trató mal a Edward por no ser "suficiente"???
ResponderEliminarBesos gigantes!!!!
XOXO
Ya quiero seguir leyendo esta estupenda historia. Cada cuanto actualizaras???
ResponderEliminarGracias 😘💗
ResponderEliminarAveces el paso del tiempo no es suficiente para superar ciertas cosas.
ResponderEliminarParece ser una historia interesante.
Gracias por compartirla...
Si quiero leer más
ResponderEliminarInteresante comienzo
ResponderEliminarWow!!! Que manera de comenzar, te brindo una conversación con Edward, hombre de hielo, Cullen, ya quiero leer más nena
ResponderEliminarSaludos y besos 😘😘😘
Excelente comienzo que engancha y deja con ganas de mas...Gracias linda...
ResponderEliminarCreo k es dificil enfrentar a los padres
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