Tras Telones ~ 8

Se casaron un domingo a la mañana. Sobre ellos, el sol brillaba radiante y a sus espaldas, las olas se mecían suavemente. Bella brillaba en su vestido de novia, desafiando el esplendor del sol. Edward, con traje blanco, que tornaba sus ojos de un profundo verde. Sólo Alec, Caius, la señora Leonini y el funcionario público fueron testigos de la boda; ellos, las ondulantes palmeras y las blanquísimas playas que Edward y Bella tanto amaban.

También Jasper sabía que estaba celebrándose esa boda y estaba en Port Angels, cuidando nuevamente a su sobrino. Sabía que no podía ocultar el secreto que le habían revelado.

Esa mañana, Bella no pensó en sus secretos. Estaba fascinada con las simples promesas de la ceremonia. "Para amar y respetar." Eran palabras que podía declarar con espontaneidad y sencillez. Bella siempre había amado a Edward con todo su corazón. La profundidad de ese amor adquirió un nuevo significado cuando él, mirándola a los ojos, dijo:

—Hasta que la muerte nos separe. —Había un mensaje en aquella tierna mirada, un mensaje tan antiguo como el cielo y el mar que bendecían su unión. Él estaría con ella para siempre. Para lo mejor o para lo peor.

Y cuando Edward besó a su flamante esposa, lo hizo con agónica ternura, sólo interrumpida por el carraspeo de Caius.

—¿Cuándo podré besar a la novia? —preguntó, protestando.

—Ahora —declaró Edward secamente— y después, por siempre, deberás abstenerte.

Hasta Alec parecía feliz cuando besó a Bella, deseando a ambos lo mejor.

—Yo veo así las cosas —dijo con una sonrisa—: No he perdido a una actriz; he ganado un actor.

—Eso es correcto —prometió Bella solemnemente, rodeándolo con los brazos con fuerza—. Nos tendrás a ambos cuando quieras.

—Bien —dijo Alec—, porque es probable que grabemos Otelo para las emisoras de PBS. Los necesitaré a los dos.

—¿Y dónde será la luna de miel? —preguntó Caius mientras descorchaba la botella de champagne.

—Ese es un oscuro y profundo secreto —dijo Edward, con los ojos danzando endiabladamente—. Pero tómenme la palabra: ¡nadie podrá encontrarnos hasta el martes!

En realidad, habían planeado pasar la luna de miel en casa de Bella. Como dos niños sonrientes, estacionaron sus autos, bajaron el tono de la campanilla del teléfono como para que no pudieran oírlo y luego se dispusieron a disfrutar de su intimidad. Ni siquiera tenían cuarenta y ocho horas antes que Bella tuviera que pasar por Mark. Luego, la pareja tendría que prepararse para la noche del estreno.

Cuando entraron a la casa, Bella, sin saber explicar por qué, estaba hecha un manojo de nervios. Lentamente, giró entre los brazos de su flamante esposo.

—¡Oh, Edward! ¡Soy tan feliz que no puedo creer que todo esto sea cierto!

—Yo soy real —respondió él— y tengo intenciones de empezar a demostrarlo. Tenemos mucho que disfrutar de nuestra luna de miel en muy pocas horas…

Los dedos de Edward le produjeron una comezón en la columna mientras danzaban desde los hombros hasta la cintura de la joven y ella se acurrucaba contra él.

Los dedos de Edward comenzaron a trabajar sobre la cremallera del vestido que cayó al suelo; la muchacha se sintió embargada por la emoción y el placer.

La joven era seductora, hechicera. Cubierta solamente con una delicada ropa interior con encajes, no más que un blanco y provocativo rocío, Bella era definitivamente tentadora. El sostén de corte francés, realzaba la alta firmeza de sus senos. Apenas lograba ocultar los rosados pezones que se oscurecían paulatinamente, como avergonzados del análisis de Edward. Las bragas de seda acreditaban aún más la perfección de aquellas caderas y la sinuosa calidez de las piernas delgadas y bronceadas.

Edward besó los erráticos latidos de la base del cuello de Bella. La tomó entre sus brazos y la tendió delicadamente sobre la cama. El vestido había quedado olvidado en el vestíbulo. Bella lo contemplaba con sus ojos entrecerrados: Edward se quitó la chaqueta y la corbata.
Fue entonces cuando la muchacha ya no resistió quedarse quieta. Con agraciada fluidez de movimientos, se arrodilló sobre la cama y tomó el rostro de Edward entre ambas manos. Lo besó y sólo se alejó de él en el momento que el abrazo amenazó con consumirlos. Con los ojos fijos en la camisa de Edward, sus dedos, cual delicado aleteo, extrajeron los botones de sus respectivos ojales, uno por uno. Luego, quitando la camisa de la prisión de los pantalones, le pasó las manos sobre la increíble chatura de aquel abdomen, fascinada.

—¡Dios! —gimió Edward, en el momento en que ella, con la boca, encontró su pecho creándole un delicioso tormento con la lengua sobre la piel—. ¡Mujer, estás volviéndome loco!

Edward soltó un enorme suspiro y la anidó entre sus brazos. El peso de su cuerpo la obligó a tenderse nuevamente sobre la cama. Sus labios buscaron los de ella. Después, trazó un trayecto de deseo, que se tornaba cada vez más intenso, sobre la garganta de Bella, la suave carne de sus brazos y los montículos que se asomaban majestuosos sobre la parte superior del sostén. Era el momento para liberarse de todas las barreras interpuestas por la ropa. Edward hizo una pausa, la cual le dio el tiempo suficiente para deshacerse de las bragas y del sostén de Bella y de su pantalón y calzoncillos. A ninguno le interesó el modo en que sus prendas se diseminaron al azar.

—Te amo —susurró él con tono ronco, bajando la cabeza para morder eróticamente el labio inferior de la muchacha—. Amo tu rostro —sus besos cayeron como lluvia sobre él—, amo tu cuello, tus pechos, tus piernas… —Sus besos siguieron su enumeración, ganando un ardiente calor cada vez que las mencionaba. Bella trataba de contenerse, pero temblaba como una débil hoja bajo el rugiente viento del deseo de su esposo. Edward ascendió con sus labios sobre la parte superior de los muslos de ella, piel agónicamente sensibilizada. Ella gritó, implorando a Edward que la poseyera. Él estaba sediento, preparado para obedecer. Bella le devolvió el tormento, volviéndolo salvaje. Estaba en las caderas de la muchacha, que naturalmente flameaban por él; en sus piernas, que se deslizaban por la longitud de aquel físico masculino, fervientes prisioneras de su virilidad; en sus pechos que se presionaban contra el de él, arqueados; en los pezones, eróticos hechizos que se restregaban sobre la aspereza de aquellos vellos, dando… recibiendo.

—Edward… —gimió Bella. Su murmullo lo atormentó aún más cuando acarició la oreja de Edward con un fuego húmedo. Bella no vaciló en guiarlo ni en gemir de placer cuando él le tomó las caderas con firmeza para guiarla.

Parecía imposible, pero participar de aquella comunión de total unidad de los sentidos, era más excitante y más bello que antes. ¿Acaso una hoja de papel que revelaba el compromiso de amarse lo hacía posible? Bella se lo preguntó rápidamente. No, no era el papel, sino los corazones que se habían unido para celebrar ese compromiso. No importaba. La primitiva belleza que los tornaba salvajes, insaciables, unidos, no necesitaba definición. La mañana se convirtió en tarde, la tarde en noche y después de aquel primer vértice de tumultuoso placer, el tiempo careció de significado. Estaban solos, en una isla, dando importancia exclusivamente a los preciosos momentos que vivían, participando en todos los juegos del amor, susurrando, exigiéndose, rindiéndose. Él la sedujo; ella lo sedujo. En algunas ocasiones se unieron con locura; en otras, saborearon el dulce tormento.

Pudo haber sido breve, pudo haber sido simple, pero Bella sabía que adoraría los recuerdos de su "luna de miel" durante toda la vida.

Finalmente, se tendieron felices, juntos. Bella tenía apoyada la cabeza sobre el estómago de Edward, dibujando vagos círculos con el pulgar sobre su pecho. Extrañamente, Edward guardaba silencio y después de un rato, ella se extendió para besarlo.

—Cinco centavos por tus pensamientos —murmuró ella y luego agregó en tono de broma—. Te ves preocupado. Hasta te ofrezco un cuarto de dólar.

La intensidad de sus verdes ojos aquietó la primera curiosidad de Bella. Demasiado tarde, se dio cuenta de que las preguntas de Edward vendrían.

El hombre acarició la cabellera de ella, mirando cada mechón cuando lo soltaba.

—Quiero conocer tu pasado, Bella. Seguramente, ahora me tienes confianza. Quiero saber todo lo que pasó en tu vida desde que me marché.

Las pestañas se cerraron una y otra vez sobre los ojos de la joven en el momento en que ella volvió a apoyar la cabeza en el estómago de Edward, mirando el cielorraso.

—Edward —dijo ella finalmente—. Por favor, hoy no.

—Bella. —Su voz encerraba una nota de severidad—. Durante la ceremonia, se había mencionado algo respecto de "obedecer" y Bella sintió el peso de ese deber. Parecía que Edward también estaba tomándose a pecho esa palabra.

La muchacha cerró los ojos con fuerza y repitió:

—Oh, Edward. ¡Por favor! No hoy. Hoy es nuestro, es especial. Mantengámoslo de ese modo. —Bella no había intentado hacerlo, pero el instinto puso en su tono de voz una nota de súplica, treta femenina que le molestaba usar.

Las caricias de Edward sobre sus cabellos se tornaron más duras, y luego casi imperceptiblemente, se relajaron.

—¿Tienes confianza en mí, Bella?

—Sabes que sí —murmuró ella, ocultando la tristeza que aquella pregunta le había provocado. Bella confiaba en él. Casi. Pero no lo suficiente para tomar esa oportunidad que él estaba pidiéndole justamente ese día.

—¿Y tienes verdaderas intenciones de contármelo pronto?

Al sentir nuevamente que la mano de Edward se endurecía, la muchacha se dio cuenta de que cualquier promesa que le hiciera tendría que ser cumplida.

—Sí —contestó, mordiéndose el labio inferior—. Pronto, Edward, te lo prometo. Pero por favor… hoy no.

Las caricias de él volvieron a tornarse suaves.

—Muy bien mi amor, hoy no. Pero me lo contarás pronto. Aún estás ocultando algo y eso me molesta. No me gusta que vivas con este temor… me pone incómodo.

Bella se dio vuelta y habló contra el rígido muro de su estómago.

—¡Oh, Edward! ¡Te amo de verdad y tengo real confianza en ti! Por favor, no te preocupes… —Bella se preocupaba lo suficiente por los dos.

Tenía miedo y estaba terriblemente incómoda. Sin embargo, había mágicos momentos en los que se convencía de que todo saldría bien. Ese día había sido una eufórica combinación de muchos momentos importantes.

—Realmente no estoy ocultando nada —dijo. No hay razón para sentirse incómoda.

¡Sí sólo hubiera podido creerse esas palabras!

Edward suspiró y Bella notó que el movimiento tensionaba aún más sus músculos.

—Bella, hoy podrías pedirme la luna y trataría de buscar la manera de dártela. —Se sentó repentinamente y la atrajo hacia sí. Mirándola, le sonrió y ella supo que el tema se había terminado… temporalmente—. Como no me has pedido la luna y yo no tengo necesidad de salir corriendo al espacio para traértela, ¿qué te parece si nos dedicamos a la satisfacción física?

Los ojos de Bella se abrieron divertidos, con una expresión de reproche.

—Si no estás satisfecho…

—¡Lo estoy, lo estoy! —respondió, agitándole el cabello al reír—. Pero estoy famélico y tan satisfecho que he desarrollado un terrible apetito… de comida.

—Muy bien —bromeó ella—. Hace menos de un día que nos casamos y ya, al hablar de apetito, te refieres a la comida.

—Sólo esta vez —le advirtió él arqueando una ceja interrogante—. Pero si sientes que estoy molestándote, puedo prometerte que si meneas esa cabellera sobre la sección de mi anatomía en la que está apoyada una vez más, estaré más que dispuesto a seguir practicando otra clase de sosiego.

Riendo por la seductora amenaza de sus ojos, Bella se sintió feliz con la naturalidad de la desnudez de ambos. No obstante, se movió rápidamente para silenciar la advertencia de su esposo.

Se puso una bata ligera, larga hasta el suelo. Con la misma rapidez, arrojó a Edward sus pantalones algo arrugados, conscientes de que su amenaza no había sido dicha porque sí.

—¡Vamos, famélico! —le ordenó ella, haciendo un mohín mientras se dirigía a la puerta—. Atacaremos juntos la nevera.

—¿Qué? —gruñó él con divertida sorpresa—. ¿Acabo de casarme y mi esposa se niega a cocinar para su flamante marido?

—¡Correcto! —gritó Bella—. Esta es una sociedad, a pesar de que seas rico y famoso. También es mi luna de miel.

—Es cierto —dijo Edward, caminando descalzo detrás de ella para abrazarla. La alzó muy alto y le ofreció una sonrisa muy satisfecha—. ¡Creo que de todas maneras, soy mejor cocinero que tú!

—¡Ja! —rió Bella con picardía, adorando el rostro que observaba—. Prometo darte muchas oportunidades para demostrarlo.

—La cuestión es realmente irrelevante —dijo Edward al bajarla y golpearle el trasero en gesto arrogante—. Es obvio que necesitaremos un ama de llaves que trabaje todo el día para nosotros.





El martes por la mañana, cuando Bella despertó, le pareció increíble tener que dejar a Edward por algunas horas. Tal como una vez Edward había entrado al teatro para empezar a dominar su vida, ahora había entrado a su vida y empezaba a dominar todo el ser de la joven de la más maravillosa de las maneras. Era un hombre exigente, pero no pedía más de lo que ofrecía.

Levantándose cuidadosamente para no despertar a su esposo, Bella casi se tropezó con una de sus maletas. Edward no había terminado de desempacar aún, puesto que había decidido hacerlo cuando Bella fuera por Mark. Habían pasado esas horas completamente dedicados el uno al otro. La muchacha se había sorprendido cuando, conversando, descubrió lo adinerado que era Edward. Luego había experimentado cierta sensación de humildad con un especial toque de orgullo por él. Edward era propietario de varias casas en los Estados Unidos de Norteamérica y de algunas en el exterior y a pesar de eso, se sentía feliz de poder llamar la pequeña casa de Bella, su hogar.

Mientras Bella se vestía lo observaba. Nunca se cansaría de contemplarlo. A pesar de estar dormido, irradiaba magnetismo. Luego, antes de tomar su bolso y marcharse, la tentación fue más fuerte que ella y lo besó sobre los labios. Edward se movió, se tapó más con las cobijas, pero siguió durmiendo.

Bella caminó lentamente en puntillas de pie, alejándose de él. De pronto, con una sensación de amargura, recordó la última vez, tres años atrás, en que ella se marchara de ese modo. ¡Había sido tan patéticamente diferente! Lo había dejado con el seguro y agónico conocimiento de que jamás volvería a verlo otra vez, con el corazón hecho trizas y la mente construyendo un muro de defensas.

Ese día su corazón cantaba con felicidad. Bella tenía todo lo que siempre podía haber deseado. Regresaría y lo vería otra vez, se acostaría junto a él a la noche y apoyaría la cabeza contra su fuerte hombro cuando el cansancio la venciera.

Bella se marchó con una tierna sonrisa de serenidad.

Cuando Bella volvió, Edward se había ido. Una nota sobre la cama prolijamente tendida, decía simplemente: Fui al teatro.

Al principio, Bella no se alarmó; sólo se sintió confundida y un tanto molesta. ¿Por qué había ido tan temprano? Alec, pensó Bella, cerrando los ojos, iracundos, por su director. Probablemente Alec había tenido algún problema y había llamado a Edward para que lo ayudara. ¡Maldito sea! Sabía que la pareja tenía tan poco tiempo…

Bella pasó la tarde jugando con Mark. Al acercarse la hora de la cena, preparó la mesa para tres. Pero Edward no apareció. Pensó en llamar al teatro, pero luego decidió que había esperado demasiado. En poco tiempo más, ella estaría personalmente allí.

Cuarenta y cinco minutos después, corriendo en el repleto comedor del teatro, miró a su alrededor, desesperada, tratando de encontrarlo, pero no había ni señales de él. Consideró la idea de ir al camarín de los hombres, pero Félix la detuvo y nervioso, le pidió que fuera a vestirse. Había que hacer algunos pequeños arreglos en el vestuario todavía. Inmediatamente, Bella se sintió inmersa en las corridas de la noche del estreno.

Bella no vio a Edward sino hasta que estuvieron juntos, en escena y consecuentemente, no se dio cuenta de que algo anduviera mal sino hasta que terminaron la primera actuación. Confundida, llenándose lentamente de pesar, Bella trató de estudiar el rostro de su esposo, pero no era una expresión conocida.

Era severo, duro como las rocas en las sombras. En la austeridad de su oscura y salvaje mirada ceñuda, sus labios eran poco más que una línea delgada. Sus ojos se clavaron en ella como dagas de cristal. Cuando Edward dejó caer el brazo de la joven, su voz sonó como un latigazo. La miró con esas dagas, ignorando la tentativa de ella:

—Edward…

—Señora, hablaré con usted en casa. —Con una leve inclinación de su cabeza, se cruzó de brazos y se alejó de ella, para dirigirse al podio de Félix.

Sola, en penumbras, Bella debió luchar contra el pánico que la envolvía. Quería correr detrás de él, sacudirlo y exigirle que le dijera qué andaba mal. Pero no pudo. A pocos metros de allí la obra continuaba. Tenía que controlarse. Tenía que cambiarse el traje rápidamente y prepararse para la escena siguiente.

La obra nunca había salido mejor. Las tensiones que se albergaban dentro de Edward y Bella habían encontrado sus canales en Otelo y Desdémona. La sincronización de ambos fue perfecta y el clima, fluido. Y a medida que la obra iba acercándose al final, la escena del crimen fue poco menos que brillante. Tendida en silencio, mientras Edward recitaba su soliloquio, Bella, con una parte de su mente, supo que la opinión de los críticos sería magnífica.

Cualquiera que hubiese amado alguna vez, que hubiese conocido el dolor del corazón y el engaño, podía identificarse con el personaje. Bella casi pudo percibir que el público, completamente atrapado en aquella magia, se contenía sólo por la barrera de las luces, para no decirle a Otelo que estaba cometiendo un grave error.

Sus labios, cuando la besó dormida, con un sutil adiós antes del hecho, eran tan fríos como el acero. Su monólogo continuó: Una vez más y es la última… —Sus labios tocaron los de ella otra vez, infinitamente suaves, pero tan fríamente mortales. —Este es el último… —Le llevó todos sus años de experiencia recordar que aquello era sólo una obra de teatro. Quería abrir los ojos, exigir que se le informara lo que andaba mal. Aquella frase del libreto sonó con tanta veracidad… ¿Acaso sería de verdad el último beso?

—Esta angustia es paradisíaca, golpea donde ama.

Ella despierta.

Finalmente, Bella pudo abrir los ojos. La actriz había recuperado el control, interpretando la escena apasionada y brillantemente deslumbrando al público con ardor.

Pero para Bella fue una pesadilla. Imploraba. Denotaba una confusión e inocencia que nadie vio. Otelo mataría a su Desdémona antes de admitir la traición. El amor se transformó en horror.

¡Mátame mañana, déjame vivir esta noche!

Su guión fue una apasionada súplica del corazón. La respuesta de él, igualmente deslumbrante. Mientras actuaban, él la tomó entre sus fuertes brazos y volvió a tenderla en la cama, en una combinación de ternura perdida y agónica resolución. Sus manos recorrieron el cuerpo de ella, amenazantes y durante breves instantes, Bella se abandonó a la farsa Sus ojos reflejaban tanto dolor… Eran tan esplendorosamente acusadores…

Pero por supuesto, todo era una ficción. Edward estaba perfectamente controlado. Los ojos de la audiencia se clavaron cruelmente sobre ella: su garganta, su carne, sin sentir ni el menor dolor.

Momentos más tarde, la joven volvió a vivir momentáneamente para expresar las últimas líneas. Luego cayó con todo el peso de la muerte, tomando una posición que debía mantener hasta que culminara la obra. El escenario cobró vida con la actividad: se probó la villanía de Yago y lo hirieron; Otelo pronunció el monólogo de su suicidio y cayó cerca de ella, pesadamente, para morir. Fue Ludovico quien expresó las líneas finales de la obra.

El aplauso fue estruendoso. Los actores recibieron el premio de la aprobación con el público de pie.

Edward sonrió cuando se incorporó de un salto para llevar a Bella y a Emmett hacia el telón. Sin embargo, cuando sus ojos se posaron en ella, aún reflejaban un hielo duro y verde. Aquella sonrisa era tan fingida como el acto de la pasión criminal.

La batahola sobrevino después del espectáculo. Los reporteros habían venido de todas partes del mundo por Edward. Las entrevistas y fotografías terminaron horas después de la función. Alec estaba en el séptimo cielo. En medio de la confusión, atrapó a Bella y le golpeó el mentón, lleno de dicha.

—¡El sueño de todo director! —gritó—. Se dice que puede ser la mejor producción de la obra desde que Bard la pusiera en escena!

Bella sonrió lánguidamente. Estaba perfectamente emocionada por Alec, por la obra, por el resto de los actores. Pero tenía la sensación de que jamás había abandonado las sombras. Nada tenía sabor o fervor sin Edward a su lado y el único momento en que él se había acercado, fue para cumplir con los requisitos de las fotografías. Y ahora, había desaparecido. Cuando ella se cambió de ropa, se dirigió hacia el camarín de los hombres. Se enteró por Emmett de que Edward ya se había marchado a su casa.

—De todas maneras, si yo fuera tú, trataría de no verlo esta noche —le dijo Emmett con alegría—. Está de un humor pésimo.

Bella palideció levemente. Emmett ignoraba que ella tenía que verlo. La casa a la que Edward había ido era la suya.

—¿Dijo algo? —preguntó ella serenamente.

Emmett se encogió de hombros.

—Conoces a Edward. Él nunca dice nada. Sólo se cierra en sí mismo y se va lo antes posible. Te ves pálida —dijo Emmett, preocupado—. ¿Quieres que te lleve a tomar algo?

—No, no, gracias, Emmett —dijo ella rápidamente, con la voz apagada—. Será mejor que yo también me vaya a casa.

Edward estaba esperándola, rígido como la muerte, sentado en la oscuridad. Esa misma quietud se tornaba ominosa por la furia que irradiaba, como una tangible y cortante tensión, Bella cerró la puerta detrás de sí y se apoyó contra ella, mientras lo observaba. Trataba de mantenerse de pie, pero las rodillas le temblaron.

Edward permaneció en silencio durante mucho tiempo. Era parte de la oscuridad, con el cabello y la piel aún renegridos por el maquillaje. Bella temió que los latidos de su corazón se detuvieran inmediatamente y que ella cayera pesadamente al suelo. Luego, la voz de Edward explotó en una única palabra, con la ferocidad de un latigazo.

—¿Bien?

La boca de Bella era algodón. Demasiado seca como para permitirle esgrimir otra cosa que no fuera un estúpido carraspeo.

—¿Bien qué? —dijo.

Edward se levantó con la violencia de un volcán en erupción, estrellando la silla contra el suelo. Caminó hacia ella con vehementes pasos y al alcanzarla, la arrojó sobre el sofá ignorando el alarido alarmado de su esposa.

—No se preocupe, señora Cullen. No tengo intenciones de dañar su piel de alabastro que tiene —gruñó, mirándola furioso con los puños metidos en el bolsillo—. Sólo pensé que le gustaría sentarse, dado que presumo tiene unas cuantas explicaciones un tanto extensas para darme.

La mente estaba trabajándole a mil revoluciones por minuto y a pesar de eso, Bella no lograba pronunciar palabra, ¿qué había pasado? ¿Cómo podía haberse enterado Edward de todo, quién le había contado?

—¿Qué pasa, señora Cullen? ¿No hay ningún libreto planeado para esta ocasión? ¿No hay líneas armadas a las que recurrir? Aquí está la escena: furioso esposo ha descubierto un importante secreto de su flamante esposa. Parece que ella ha olvidado decirle algo, contarle de "alguien", quien seguramente, debe de ser considerado como muy importante. De modo que allí está: Isabella Masen, escenario y escena. Improvisa el libreto. A lo mejor quieres una copa primero. Yo prefiero una. —Con unos pocos pasos larguísimos, Edward estuvo junto a las puertas de la cocina, donde se detuvo por un segundo para volverse socarronamente hacia ella—: Es sorprendente que un hombre tan muerto como yo necesite una copa. Quiero decir, que según tú, como padre de Mark, estoy muerto.

Edward regresó un momento más tarde y colocó una copa en manos de la muchacha. Bella la necesitaba. Todo su cuerpo estaba entumecido. Edward levantó la silla que había tirado y volvió a sentarse, estudiando a Bella. Tenía las piernas cruzadas con aire negligente, una mano haciendo girar el ambarino líquido y la otra sostenida a modo de súplica contra los labios de él. Los dedos de Bella temblaron cuando bebió. Fue un trago ardiente. La cabeza le latía sonoramente.

—Habla, Bella. —Su orden fue tan fría como el hielo.

La malévola y peligrosa mirada de Edward la volvía loca; pero empezar a negar habría sido poco menos que una estupidez. De alguna manera, Edward se había enterado de todo.

—¿Qué quieres que diga? —dijo ella finalmente, con un susurro quebradizo.

—¡Por Dios, mujer! —gritó él. Sus dedos abandonaron su rostro para clavarse en los apoyabrazos de la silla mientras luchaba por recuperar el control—. Quiero que me expliques por qué no me lo dijiste tres años atrás. ¿Por qué te casaste conmigo con semejante mentira sobre tus hombros. ¿Cuándo pensabas contármelo? ¿Cuándo mi hijo se graduara en la universidad? ¿O a lo mejor no me tuviste confianza? Nunca ibas a decírmelo, presumiendo con tu dulce y pequeña mente que algo saldría mal y que yo insistiría en compartir a mi hijo.

Cada pregunta golpeaba a Bella como un latigazo doloroso. Se sentía como si el corazón hubiera abandonado su cuerpo y estuviera sangrando en el suelo. Edward la odiaba. Bella se había equivocado… La reacción de él era la que ella había imaginado. Estaba en carne viva ante semejante agonía. Enderezándose, reunió sus desvencijadas defensas.

—No tenía tu número telefónico de Hollywood —le dijo ella sarcásticamente—, de modo que era bastante difícil decirte algo.

—¡No me vengas con ésas! —gruñó Edward—. Yo tenía derecho…

—¡Tú tenías derecho! —dijo Bella pasmada, saltando como un resorte para lanzarse sobre él, agitándose con la intensidad de su temor y de su ira—. ¡No, yo tenía los derechos! Tú te habías ido, ¡estabas muy ocupado tratando de convertirte en una maldita estrella!

Edward se puso de pie y ella, instintivamente, retrocedió medio paso y él hizo una mueca.

—Me conocías como para saber que yo no habría hecho eso Bella. Habría vuelto para cuidar de ti.

—¡Idiota! —lo acusó ella, clavando las uñas en las palmas de sus manos y mordiéndose el labio para contener las lágrimas—. ¡Yo no quería que me cuidaran! Podía cuidarme sola.

—¿Y Mark?

—¡Sí! —gritó Bella—. ¡Y Mark!

—Eras una pequeña bruja sabelotodo, Bella dijo él con frialdad.

—¡Cómo te atreves!

Fue todo lo que ella pudo decir. Edward hizo desaparecer los pocos metros existentes entre ellos y tomándola con violencia por los hombros, la arrojó sobre el sofá, donde la aprisionó con sus manos de acero y sus ojos ardientes clavados en los de ella.

—Mala pregunta, señora Cullen —le advirtió—. Y ni se le ocurra mover ese bello cuerpo que tiene porque aún no he terminado.

—¡Yo sí! —desafió ella, incapaz de detener su cuerpo que temblaba como una frágil hoja al viento—. Déjame en paz. ¡Sabía que actuarías así!

—¿Lo sabías? ¿Cuándo lo supiste? ¿Cuando regresé? ¿Cuándo te dije que estaba enamorado de ti? ¿Cuándo hicimos el amor? ¿Cuándo te casaste conmigo? ¿Cuándo lo supiste, Bella? ¿Cuándo? ¡Tener sola a su hijo! Lo lamento, pero me suena un poco a cobardía. Excentricismo moralista. No podías dar crédito a nadie más por interesarse, preocuparse o tener un sentido de los valores. Dependencia. Responsabilidad. O amor.

Edward le soltó los hombros disgustado, abruptamente y caminó hacia el centro de la sala. Cuando volvió a hablar, le daba la espalda.

—Pero puedo entender eso, Isabella. Sería capaz de dar mi brazo derecho para volver atrás y deshacer todo, pero puedo entenderlo. Yo me había ido, tú tenías miedo. Lo que no puedo entender es cómo te casaste conmigo, me juraste amor, honor y confianza, con semejante mentira en tu corazón.

—¡Iba a decírtelo! —gritó Bella.

Edward encogió sus poderosos hombros para responder.

—Como dije, Bella, ¿cuándo? ¿El día que mi hijo cumpliera veintiún años?

—Iba a decírtelo esta mañana —dijo ella tristemente, con deseos de correr hacia él pero consciente de que hubiera sido en vano—. Yo… yo no podía decírtelo antes de la boda. No podía correr el riesgo.

—¿El riesgo? —preguntó incrédulo—. ¿El riesgo de qué?

—De que te casaras conmigo por Mark…

—¡Oh, Dios, qué excusa! ¡Ya te lo había pedido!

—Sí… pero… pero… ¡oh, no importa! —Ella alzó el mentón—. ¿Cómo te enteraste?

—Por una pequeña cuestión de partida de nacimiento.

Bella suspiró, nuevamente encolerizada.

—¡Canalla! Revolviste mi casa…

—¡Te he sugerido que te quedaras sentada! —la interrumpió Edward salvajemente, capturándola con un feroz abrazo que echó a ambos sobre el sofá. Edward extendió su cuerpo sobre el de ella y le afirmó los brazos por encima de la cabeza, mientras Bella luchaba por zafarse. La expresión de él era dura, impenetrable. No intentó volver a hablar hasta que ella se lanzó sobre él otra vez—. No estuve revolviendo nada, señora Cullen; simplemente, desempacando. No me di cuenta de que me habías destinado el cajón superior. Y debo de haber sido tan ciego como un murciélago antes, pero como me mentiste con respecto a la edad de Mark, simplemente no lo vi. Sólo por curiosidad. ¿Cuánta gente sabe que tengo un hijo?

—Dos personas —farfulló Bella entre sus dientes apretados.

—¿Quiénes?

—Mi hermano y Alec.

—¿Y cómo lo supieron? —preguntó Edward.

Bella lo miró con la vista perdida durante algunos segundos, pesando su respuesta. Las probables respuestas sonaron patéticamente débiles en su mente.

—Creo que he formulado la pregunta con claridad —dijo Edward.

En ese momento, Edward estaba enojado y podía ponerse mucho peor. Quizás ella debía mentir otra vez… decirle que ellos habían adivinado.

—¡Bella, estoy esperando una respuesta!

Edward le apretó más las muñecas y Bella gimió, escupiendo la verdad.

—¡Yo se los dije! —Las mentiras la habían puesto en esa posición. Vagamente, al decir la verdad, Bella se dio cuenta de que otra mentira más se habría sumado a aquella red creando más tensión y además ¿cuál habría sido la diferencia en ese momento?

—Tú se lo contaste a Alec y tú se lo contaste a tu hermano —dijo Edward, acentuando su aseveración sin poder creerlo—. Y no me lo dijiste a mí.

—Sí —dijo ella simplemente, demasiado cansada como para explicar más. Había tenido sus razones, terribles temores, pero en ese momento, con la intensidad de la furia del rostro de Edward sobre el de ella, él no entendería, no trataría de entender.

—No me lo dijiste a mí —repitió él casi sin expresión—. ¿Para qué molestarte? Soy solamente el padre —murmuró sarcásticamente—. ¿Todas estas confesiones a las personas equivocadas han sido recientes?

Ella suspiró y se mordió el labio inferior.

—Sí, cuando tú regresaste.

—Realmente fui un tonto —se insultó Edward con una carcajada que acarició la oreja de la muchacha—. El último en saberlo, se dice… —Sus ojos se clavaron en los de ella, fuego verde—. Ese niño llevará mi nombre, Bella y no por adopción. Haremos todos los análisis de sangre que sean necesarios y contrataremos a todos los abogados del país, si es necesario. Me lo has arrebatado durante más de dos años, pero sería un estúpido si permito que eso volviera a suceder.

—¡No! —gritó ella, presa del pánico. Sus peores pesadillas se estaban convirtiendo en realidad. Edward iba a dejarla y trataría de arrebatarle a Mark—. ¡No! —gritó otra vez, con la voz como un torbellino en medio del silencio de la noche.

Edward se tensionó como si le hubieran disparado.

—¡Cállate! —Le ordenó con dureza—. ¡Dios! —¿Cómo podía seguir negándole cosas? Edward le había dado su amor, su confianza, su alma, su vida. Ella era su esposa. Su ira era dolor y cada palabra fría que ella pronunciaba le clavaba un cuchillo con más profundidad.

Y aún, él la quería. Ella era irrevocablemente de él, aunque ella se le pusiera en contra. Edward podía sentir la suave firmeza de su cuerpo debajo de él. La respiración agitada de ella golpeaba sus senos contra el pecho de Edward. Sus ojos se asemejaban a una gris tormenta mientras sus labios se abrían para negarle una vez más.

De pronto, Edward sonrió, una sonrisa que no alcanzó el hielo de sus ojos. Luego bajó la boca para aquietar las negativas de ella. Su beso fue una combinación agridulce de ternura y salvajismo, amor y agonizante rabia. Ella trató de girar la cabeza, pero él la mantuvo tiesa, exigiendo una respuesta al incursionar en las profundidades de aquella boca. Un familiar calor empezó a arder en el cuerpo de Edward.

Abruptamente, se apartó con violencia de ella. Caminó rápidamente hacia la puerta, en un intento por disimular la irregularidad de su actitud. Tenía que apartarse de ella. ¡Dios! ¡Había estado a punto de violar a su propia esposa! Una esposa que le había mentido, que lo había traicionado, que le había negado cosas. Bella estaba silenciosa; no se había movido. Pero aún intentaba alejarlo de su propio hijo…

Un estremecimiento se apoderó de Edward. Apretó con fuerza los dientes y sus manos se transformaron en potentes puños. Estaba listo para el ataque.

—Lo siento por eso —dijo con fría indiferencia—, pensé que debía recordarte que aún eres mi esposa.

En un rapto de dolor y agonía, Bella se dio cuenta de que Edward estaba junto a la puerta. Se marchaba.

Cerró los ojos, deseando que las lágrimas no cayeran.

—Bien —dijo ella—. Aún soy tu esposa. Sigue. Ve a donde quieras.

Bella oyó que la puerta se cerraba.



5 comentarios:

  1. Ayyy no.... Como pudo ser que reaccionara así???
    Si él mismo llamo a Bella Jane, que podría esperar????
    Espero que en algún momento Edward vea los errores que cometieron....
    Besos gigantes!!!!
    XOXO

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  2. Ni a cuál irle, con explicaciones a medias, cada uno entendió lo que quiso.

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  3. Nooo!!! Por qué Bella no le dijo todo lo que pasó esa noche???!!! Espero que Edward no se haya ido y que hablen bien las cosas u.u

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  4. Me dan ganas de golpearlos a los dos por tontos...!!
    Gracias por el cap y espero que subas pronto el siguiente
    saludos

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