–¡Estará bien! –Edward oyó las exasperadas palabras de Bree–. Las dos lo estaremos. Te lo juro.
–Pero llámame si hace falta. ¿Tienes el número de Edward por si yo no oigo mi teléfono?
Reprimiendo una sonrisa, Edward entró en el cuarto del bebé. Vagamente consciente de Bree que cambiaba con pericia el pañal de Renie, se llenó la vista con Bella, quedándose sin aliento.
De espaldas a él, la maraña de rizos caía como una cascada sobre un hombro. El vestido verde dejaba la espalda al descubierto. La falda caía elegantemente sobre sus caderas.
–Ha venido tu cita –anunció Bree–, y menudo bombón también.
Isabella se volvió, inquieta, mordiéndose el labio. No le hacía falta maquillaje y el estilista lo había comprendido, limitándose a resaltar los impresionantes pómulos y las largas pestañas.
Llevaba unos pendientes de esmeraldas, a juego con la pulsera. Eran joyas prestadas, pero Edward decidió que iba a comprarlas. Combinaban demasiado bien con ella, como para permitir que otra mujer las luciera.
–Lo siento –murmuró ella–. ¿Me has estado esperando?
«Toda la vida».
–Marchaos ya –Bree dio un empujón a su hermana–. Está de los nervios, a pesar de que le he asegurado que hice de canguro para media Sídney antes de trabajar en la inmobiliaria.
Edward le ofreció su brazo, sin atreverse a decirle lo hermosa que estaba por miedo a que su voz le traicionara. Sin embargo, dio un respingo cuando ella se le adelantó.
–Estás muy guapo.
Isabella le tomó el brazo y su proximidad llenó los sentidos de Edward de una sutil mezcla de aromas florales con un toque cítrico.
Entraron en el ascensor, pero él no pulsó ningún botón. Esperó a que las puertas se cerraran y al fin cedió a la tentación de ajustarle la falda del vestido, revelando una pierna desnuda y unos altísimos tacones.
–¿Qué haces? – ella intentó esconder de nuevo el pie bajo la falda, pero él se lo impidió agarrándola de la cintura.
–No te muevas, Bella.
Isabella dio un respingo como si se hubiera quemado, pero el rubor que inundó sus mejillas y el brillo que desprendieron los ojos verdes revelaba que se trataba más de una reacción erótica.
–Estás impresionante –murmuró Edward mientras sacaba el móvil del bolsillo de la chaqueta.
–¿En serio? –Isabella abrió los ojos desmesuradamente e hizo una mueca mientras intentaba ordenar sus confusos pensamientos. Decidida a optar por la pose de mujer segura de su aspecto, echó los hombros hacia atrás y separó un poco los pies–. Qué predecibles sois los hombres.
–Es verdad –asintió él haciendo una foto–. Somos criaturas muy simples. Ahora quítatelo.
–Pienso dejármelo puesto al menos tanto tiempo como me llevó entrar en él –ella soltó una carcajada y pulsó el botón de la planta baja–. Déjame ver la foto.
Contemplando la foto con ella, Edward advirtió algo que no había tenido la intención de captar. Le había gustado el reflejo que le había devuelto el espejo de la parte trasera del vestido y su intención había sido inmortalizarlo, pero no se había dado cuenta de que su propia expresión también se reflejaba en el espejo. Su rostro estaba teñido de lujuria. Y había algo más.
Rápidamente guardó el teléfono, no queriendo ver la desnuda emoción que reflejaba su rostro.
Desconcertada, Isabella se dijo que ya debería estar habituada a los cambios de humor de Edward que iban de la cálida familiaridad a la seriedad del empresario en un latir de corazón. Intentó calmar el pulso y dejar de figurarse cosas que no existían. La naturaleza romántica de Bree era contagiosa. «Se te va a declarar. ¿Por qué si no se tomaría un hombre tantas molestias?».
Bree no era consciente de que para ese hombre el lujo era habitual. Y seguramente tomaba fotos de todas sus citas para colgarlas en su pequeña agenda electrónica y así saber quién era quién.
Tuvo que morderse la lengua para no proponerle la idea como nuevo programa informático.
Tan absorta estaba que no se dio cuenta de que el ascensor se había detenido.
–¿Qué sucede? –preguntó Edward.
–Por si acaso se me olvidara decírtelo luego, me lo he pasado muy bien –Isabella intentó aligerar el ambiente citando a Julia Roberts en Pretty Woman.
–Yo también.
Temblando de pies a cabeza, Isabella aceptó la mano que él le ofreció y le permitió guiarla hasta la limusina. Era como si estuviera entrando poco a poco en un mundo surrealista lleno de color.
Avanzaron por la alfombra roja, rodeados de actores. «No es más que Hollywood mimándose un poco», había dicho Edward. Aun así, Isabella apenas podía cerrar la boca.
–Realmente estás disfrutando con esto –observó él durante un descanso de la gala.
–¿Y cómo no iba a disfrutar? Yo no poseo ningún talento en particular y me maravilla ver actuar a los que sí lo tienen.
–Eres una madre excelente, Isabella.
–¡Por favor! –protestó ella, incómoda con los halagos–. Tener al bebé casi me mata y me abro paso a trompicones entre cólicos y la lactancia. No creo ni de lejos que tenga ningún talento.
–No bromees con esas cosas –observó él con gesto severo–. Nunca.
Como todas las críticas, merecidas o no, Isabella se tomó muy en serio las palabras de Edward.
Poniéndose en pie, él le agarró la mano e intentó obligarla a levantarse.
–¡No! –exclamó ella horrorizada, apenas capaz de contener sus emociones. No estaba dispuesta a colocarse bajo los focos cuando estaba al borde de las lágrimas.
–Este innovador programa informático se desarrolló para cubrir la necesidad de un determinado efecto. No podría haberse desarrollado sin las personas que lo pidieron, pero creo que todo el equipo estará de acuerdo en que no lo habríamos entregado a tiempo y respetando el presupuesto sin el apoyo de mi excepcional asistente personal en ese momento, Isabella Swan. No ha querido subir al escenario conmigo porque se siente más cómoda en el papel de ayudante que bajo los focos. Hace poco que me he dado cuenta de ello, Bella.
El apodo fue un gesto de ternura, pero la intensidad de la mirada fue monumental. Después recordaría todas las cámaras, y todos los rostros, volviéndose hacia ella, pero en ese momento solo era consciente de la mirada y atención de Edward.
–Hace poco trabajaste muy duro en un proyecto especial en el que yo solo ejercí un papel menor. No voy a aceptar ningún mérito por la preciosa hija que nos has regalado. Si esta noche se entregaran estatuillas doradas por ese motivo, esta sería para ti.
¡Qué hombre tan fastidioso! Se le iba a estropear el maquillaje si no conseguía contener las lágrimas que anegaban sus ojos.
Edward fue escoltado fuera del escenario para la sesión de fotos y Isabella aprovechó la oportunidad para escabullirse al tocador de señoras. Nadie la había elogiado tanto en su vida y no sabía cómo sobrellevarlo. Las críticas dolían, pero estaba acostumbrada a ellas.
Una parte de ella quería creer que las palabras de Edward no habían sido más que halagos vacíos, pero amaba demasiado a su hija para ignorar las cosas tan bonitas que había dicho sobre ella, incluso si ello implicaba aceptar los elogios por su propia contribución.
Lo cierto era que intentaba ser una buena madre y una buena persona. ¿Tan imposible era que él se hubiera dado cuenta llegando a valorar esos detalles?
Con la respiración aún acelerada, abandonó el tocador de señoras y corrió hacia Edward.
–Te estaba buscando –al verla, se paró en seco.
–Unos zapatos y un vestido como este son todo un reto para ir al baño –bromeó ella.
Edward la empujó hacia una zona más apartada. Era la enésima vez que deslizaba la mano por la piel desnuda de Isabella que sintió una descarga en el cerebro.
–¿Estás enfadada conmigo? –preguntó él.
–¿Por qué? –ella agachó la cabeza fingiendo buscar algo en el bolso para ocultar su rubor.
–Por contarle al mundo entero que somos padres de un bebé.
–Ah, eso –apretó los labios–. Yo no lo hubiera anunciado así, pero no voy a fingir que no existe.
–Yo tampoco pretendía revelarlo de ese modo. Ahí atrás he recibido no pocas preguntas sobre si vamos a casarnos. Y he comprendido que deberíamos hacerlo. Así no tendrías que preocuparte por depender de mí.
Estupefacta, Isabella miró fijamente la pajarita de Edward. Esa proposición había sido aún menos emotiva que la «quizás deberíamos casarnos», de Peter años atrás.
–Y antes de que me acuses de proponértelo solo por cuestiones prácticas –Edward la acorraló en un rincón–, te recuerdo que hay un motivo para que acabásemos metidos en un embarazo no planeado –la atrajo hacia sí.
Isabella se agarró a la manga de la chaqueta de Edward para no caerse, pero con la otra mano lo empujó con el bolso mientras echaba la cabeza hacia atrás y entreabría los labios espantada.
–Me acabo de retocar el carmín –se excusó cuando él inclinó la cabeza para besarla.
–No me importa –Edward cubrió los labios recién pintados con los suyos, a la vez calmando e intensificando el deseo de Isabella.
Una llamarada de calor les rodeó quemándola viva mientras giraban juntos directos al sol.
Isabella gimió al entrar sus lenguas en contacto y se puso de puntillas para aumentar la intensidad, hundiendo las manos en los cabellos de Edward para empujar su cabeza hacia ella aún más. Él se mostró complaciente intensificando el beso hasta alcanzar proporciones feroces.
Isabella sintió claramente la potente erección presionar contra la seda del vestido, pero incluso esa seda le estorbaba. No quería que nada interfiriese entre sus cuerpos y gimió, casi llorando.
–Esto es una locura –murmuró Edward apartándose de ella, pero sin soltarla.
Isabella tembló, mortificada al ser consciente de lo cerca que estaba de perder el control en público. No servía de consuelo que estuviera arrinconada en un lugar apartado.
–Edward , tenemos que parar.
–Lo sé. Estoy a punto de llevarte al cuarto del celador –Edward se irguió y sacó un pañuelo del bolsillo, con el que se limpió el carmín de los labios.
Ella le quitó con el pulgar un pequeño resto que había quedado en la comisura de los labios y le tomó prestado el pañuelo con la intención de llevárselo al tocador de señoras.
Sin embargo, Edward la agarró de la muñeca y la arrastró hacia la salida.
–¿Qué…?
–No me obligues a sacarte de aquí a rastras, Bella.
–Tengo la impresión de que ya lo has hecho –murmuró ella mientras Edward hacía una señal hacia una limusina–. Esa no es la nuestra –observó.
–La nuestra irá a buscarnos cuando la necesitemos –le aseguró él mientras el coche les conducía hacia un lujoso hotel. Arrojó la tarjeta platino sobre el mostrador y en un tiempo récord estuvieron en la suite nupcial.
Isabella se preguntó qué estaba haciendo allí. Una cosa era dejarse llevar por la pasión y otra reservar una habitación y desnudarse deliberadamente.
–¿No estás segura? –Edward se desabrochó la chaqueta del esmoquin y la arrojó sobre el respaldo de un sillón–. Me he hecho la vasectomía, por si es eso lo que te preocupa.
–¿Qué? –a Isabella se le cayó el bolso al suelo y, rápidamente se agachó–. ¿Cuándo?
–Más o menos una semana después de nuestra pelea. Tú me preguntaste si me había dado un tirón en la pierna y yo te contesté que más o menos.
–Deberías habérmelo contado –Isabella seguía incapaz de asimilarlo–. ¿Por qué lo hiciste? Lo nuestro fue puro azar. Otras mujeres…
–No pienso en tener sexo con otras mujeres, solo contigo.
A Isabella le fallaron las rodillas y tuvo dificultades para levantarse del suelo.
–También llevo preservativos –le mostró unos paquetitos cuadrados–, por si te preocupa algún contagio. Me he hecho pruebas y jamás he tenido sexo sin utilizar uno de estos, lo cual, por cierto, me pone bastante nervioso pues desconozco cuál será mi rendimiento sin uno, dado el tiempo que hace que no lo hemos hecho.
Isabella lo miraba boquiabierta. ¿No había estado con ninguna otra mujer?
–Somos buenos juntos, Bella –Edward se acercó a ella–. Incluso sin dormitorio. Siempre lo fuimos.
–Porque yo hice lo que me ordenaron –consiguió responder ella.
Edward le tomó la barbilla y la obligó a mirarlo a los ojos.
–No soporto a los idiotas, a lo psicópatas o a las mujeres que fingen ser desvalidas. Tú eres brillante y divertida, y muy competente. Siempre me han atraído esos rasgos, además de tu físico.
–Sigo teniendo la sensación de que puede suceder algo y que vuelvas a odiarme.
–¿Sabes lo que odio? –Edward dio un respingo–. No tenerte en mi vida. Maldita sea, no llores. Tenemos mucho por lo que luchar, Bella.
–Lo sé –murmuró ella–, por no mencionar lo mucho que significaría para mí que Renie no acabe con una madrastra como la mía. Pero ese no es mi único motivo. Llevo años loca por ti.
–Me gusta oír eso –murmuró él–. Oírlo, verlo, sentirlo…
De nuevo sus labios se fundieron con una pasión igualada solo por un cataclismo. Isabella se aferró a Edward y se sintió arrastrada hacia la cama. Pero una vez tumbada allí, una extraña quietud pareció sobrecogerlo y todo se hizo más lento.
Edward deslizó los dedos desde el desnudo hombro hasta la muñeca, llevándose la mano hasta los labios. Unos labios ardientes y húmedos presionaron la parte interior del brazo hasta el codo.
Isabella hundió compulsivamente los dedos en los cabellos de Edward disfrutando la sensación.
La inmaculada camisa era un estorbo. Isabella necesitaba sentir el calor del masculino cuerpo.
–Quiero sentirte –se quejó arrugando la tela de fina seda.
Edward la miró con un gesto parecido a la arrogancia, aunque sus movimientos eran urgentes.
«Necesita que se lo digan», pensó ella mientras intentaba ayudarlo a desabrochar los botones. Cuando al fin la prenda desapareció, le acarició los firmes músculos del torso, arañándolo ligeramente con las uñas desde el cuello hasta los abdominales.
–Estás muy caliente –susurró Isabella, «figurada y literalmente», pensó.
Podría haber ejercido como modelo de ropa interior masculina y esa sexualidad masculina tan pura le hizo sentirse debilitada. Isabella se alegró de estar tumbada, aunque una parte de ella oía alarmas por todas partes. Ya se había encontrado en esa situación una vez, satisfaciendo su curiosidad y su libido, y al día siguiente su vida se había venido abajo.
–Cada vez que te recoges el pelo siento ganas de soltártelo –susurró él con un sensual murmullo–. Me imagino un montón de cosas eróticas que me podrías hacer con este pelo.
Las palabras y los labios de Edward la llevaron a un nuevo nivel de excitación, a punto de gritar cuando le empezó a mordisquear y chupar delicadamente el lóbulo de la oreja. Pero no se detuvo ahí. Los pequeños mordiscos en el cuello le hicieron gemir y arquear la espalda, ofreciéndose.
–¿Qué me estás haciendo? –preguntó con la voz entrecortada, aunque sin protestar cuando él le sujetó las muñecas por encima de la cabeza con una sola mano.
–Aún no te he quitado el vestido –susurró Edward mientras bajaba la cremallera.
Isabella presenciaba la escena inmóvil, jadeando, deseando únicamente pertenecer a ese hombre.
–Eres como una diosa, una fantasía hecha realidad. Me vuelves loco y solo puedo pensar en tenerte –Edward deslizó el vestido por el cuerpo de Isabella, dejando los pechos al descubierto.
–Edward –ella intentó taparse con los brazos, aunque una parte de ella deseaba agradarle y, si la visión de sus pechos lo excitaba, deseaba ofrecérsela.
–Preciosos –él tomó los pechos con las manos ahuecadas y los cubrió de besos–. Perfectos.
Deslizó el vestido más abajo y ella levantó las caderas para facilitarle la labor. Estaba completamente desnuda, salvo por los zapatos y el tanga que no tapaba nada.
A pesar de haber sido depilada, exfoliada e hidratada por todo el cuerpo, contuvo la respiración, temerosa de que descubriera sus imperfecciones.
Pero Edward emitió un sonido de satisfacción y deslizó un dedo sobre la fina tela que cubría el sensible núcleo. De repente, Isabella fue plenamente consciente de estar sobre una cama, calzada con zapatos de tacón, retorciéndose excitada delante de un hombre a medio desnudar.
–Edward.
–Calla –le ordenó él.
Sujetándole la cadera con una mano la inmovilizó mientras que con la otra mano acarició la cicatriz de la cesárea. Era la marca de su maternidad, más pronunciada que las estrías.
–No lo hagas –Isabella se retorció en un intento de apartar la mano de Edward de su cuerpo.
–¿Te duele?
La cicatriz estaba a la vez sensible y entumecida, pero, sobre todo, la caricia le había resultado excesivamente personal. Edward se inclinó para besarla y ella dio un respingo, asombrada y conmovida, e invadida por una vergonzosa excitación.
Él continuó la lenta tortura, soplando suavemente sobre el centro del placer. Isabella contrajo los muslos, pero Edward los separó, haciendo sitio para sus anchos hombros y agachándose para besarle el interior de las piernas.
–No tienes que…
–Mi dulce y ardiente Bella. Sí tengo que hacerlo.
Isabella cerró los ojos. Era la clase de intimidad ante la que nunca se había sentido capaz de relajarse, sabiendo que la estaba mirando. ¡Por Dios! Los músculos se volvieron a tensar cuando él hundió un dedo en las húmedas profundidades.
–Dime cuando estés lista.
Edward la mordisqueó suavemente antes de sacar el dedo de su interior y llenarla de nuevo, en esa ocasión con dos dedos. La lengua continuaba con sus caricias y ella no pudo contener un gemido. Todo su ser estaba concentrado en ese cúmulo de sensación pura, el paraíso que se acercaba más con cada lánguida caricia, como si tuvieran todo el tiempo del mundo.
Aquello era una tortura, tan deliciosa que Isabella se sintió morir, perdiéndose, animándole con la inclinación de las caderas y suaves gemidos.
–¡No puedo más! –exclamó ella hundiendo los dedos en sus cabellos y tirando de ellos.
Edward se arrodilló y la contempló, provocándole una instantánea sensación de pérdida, a pesar de haber sido ella quien había provocado ese momento.
Tironeando de los pantalones, se quedó desnudo y se acomodó sobre ella. Instintivamente, Isabella le abrazó la cintura con las piernas y lo empujó hacia abajo mientras él la besaba con pasión.
Edward se irguió levemente para que ella pudiera tomar su miembro viril y conducirlo hacia la abertura, a su interior.
Y él se deslizó hacia el hogar con una deliciosa embestida. Durante unos segundos permaneció inmóvil, salvo por el latido del corazón que chocaba con fuerza contra las costillas.
Isabella sintió una inconmensurable dicha al saberlo dentro de ella, llenando el doloroso vacío que había pensado permanecería el resto de su vida.
Edward se retiró levemente antes de volver a hundirse con fuerza, arrancándole una profunda sensación de felicidad.
La tensión fue en aumento. Ambos buscaban mayor intensidad, mayor contacto. No era solo ella, comprendió Isabella. Edward también estaba perdido en el deseo, buscando la satisfacción como si su vida dependiera de ello. Y en efecto así era. Era lo que ella necesitaba, el salvaje deseo y dulce combate, el intento de aguantar, de prolongar la sensación, de no permitir que terminara nunca. De dar y tomar.
El clímax llegó, balanceándoles sobre la cima, la respiración entrecortada, basculándoles entre la angustia y la felicidad.
Y triunfó la euforia, lanzándoles al vacío. Edward la aplastó, derrumbándose tras la última embestida, arrancándole fuertes contracciones. Sorda, muda y ciega, Isabella solo podía sentir. Había alcanzado el Edén.
Por fin al parecer todo se está arreglando gracias por el capítulo
ResponderEliminarOhhh que intenso gracias por el capitulo.
ResponderEliminarGracias 😘 actualiza pronto 🔜
ResponderEliminarAl fin estos dos tercos ya dieron el siguiente paso. Lo único es que Edward fue muy egoísta al hacerse la vasectomia sin consultarle a Bella que si quisiera dale un hermanito a Renie. Espero haber que sigue.
Parece que por fin se arreglaron las cosas, ojalá que no pase nada que los haga pelear de nuevo.
ResponderEliminarGracias por el capi!
Gracias por la actualización...
ResponderEliminarWow! Que buen agradecimiento.
ResponderEliminarParece que por fin se rindieron rl uno al otro... Solo espero que esto no deje de ser así después de que salgan de la habitación... Porque deben seguir juntos!!! 😍😍
ResponderEliminarBesos gigantes!!!
XOXO
X fin Edward le dijo lo q siente x ella , se dejaron llevar 🔥😛😍❤ ojala todo sea así siempre y no el otro q esconde sus sentimientos sus chicas valen la pena ❤😍😘 gracias
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