Una Deuda Por Pasión 2

La primera señal de la segunda batalla le aguardaba al regreso del hospital. Le habían hecho varias pruebas y, por el momento, el desmayo se atribuía al estrés.
No había situación más estresante que el temor a la cárcel mientras hacía frente a un embarazo no deseado. Leyó el correo electrónico que su abogado le había reenviado:

Mi cliente tiene razones fundadas para creer que su representada está embarazada de su hijo. Insiste en implicarse plenamente en los cuidados durante el embarazo y se hará cargo de la custodia, en solitario, tras el nacimiento.

A Isabella se le heló la sangre en las venas, aunque no la sorprendió. Edward  era un hombre posesivo y su reacción era previsible, pero jamás iba a permitir que le quitara a su bebé.

Con las lágrimas enturbiándole la visión, contestó a su abogado: 

No es suyo.

Ni por un instante pensó que Edward  quisiera a ese bebé, pues necesitaba seguir viéndolo como un monstruo, a pesar de los dos años que había vivido hechizada no solo por el dinámico magnate, sino también por el solícito hijo y protector hermanastro mayor. Isabella había llegado a considerarle una persona admirable, inteligente y exigente, que había hecho palidecer sus propios hábitos perfeccionistas.

No, se recordó mientras se preparaba una tostada. Era una persona cruel que no sentía nada, al menos por ella. Lo había demostrado al hacerle el amor y luego hacerle arrestar al día siguiente.

Pero el pasado había quedado atrás. Había cometido un terrible error y el juez había aceptado su arrepentimiento. Aunque no tenía ni idea de cómo iba a reembolsar seiscientos euros al mes, lo peor era cómo convencer a ese hombre de que el bebé no era suyo.

El temor a que su hijo creciera sin madre, como le había sucedido a ella, le había dado la fuerza para luchar con uñas y dientes contra la determinación de Edward  de verla en la cárcel.

Llevándose la tostada, un té y la pastilla contra las náuseas al sofá, comprobó en el portátil si había recibido alguna oferta de trabajo. Tras haber sido despedida tres meses atrás, su cuenta bancaria había menguado considerablemente.

Si pudiera dar marcha atrás al horrible instante en que había pensado «Edward  lo comprenderá»… Tomar el dinero prestado le había parecido lo más sencillo cuando su hermana había acudido a ella deshecha en lágrimas ante la imposibilidad de completar sus estudios de maestra. Tenía que abonar la matrícula y el pago que su padre había esperado recibir de un cliente no había llegado.

–Yo me haré cargo –le había asegurado Isabella.

Lo más seguro era que Edward  no se diera ni cuenta, mucho menos que le importara. A fin de cuentas le pagaba precisamente para que fuera ella quien se ocupara de esas minucias.

Pero el cliente de su padre se había declarado insolvente.

Isabella no había querido mencionarle a su jefe el préstamo que ella misma se había aprobado hasta tener el dinero para reembolsarlo, pero el dinero no había aparecido y la oportunidad para explicarse no había surgido, no antes de que se sucedieran otros eventos.

No queriendo implicar a su padre, había asumido todas las culpas sin dar explicaciones.

Un aviso sonoro le indicó la llegada de otro mensaje. Era de Edward. El corazón le dio un vuelco. Mentirosa, fue la única palabra que apareció en pantalla.

Añadió a Edward  a su lista de correo no deseado y envió un mensaje a J. Jenks.

Dile que no puede contactar conmigo directamente. Si el bebé fuera suyo, le reclamaría una ayuda económica y habría solicitado clemencia cuando intentaba encarcelarme. El bebé no es suyo y quiero que ME DEJE EN PAZ.

Pulsar la tecla de enviar fue como apuñalarse a sí misma. Respiró dolorosamente y luchó contra una inmensa sensación de pérdida. La vida te golpeaba con cambios repentinos y había que hacerles frente. Lo había aprendido cuando su madre había muerto, y de nuevo cuando su madrastra se había llevado a su padre y hermanastra a Australia.

La gente se marchaba, desaparecía de tu vida lo quisieras o no.

Isabella se reprendió a sí misma por caer en la autocompasión y se concentró en el pequeño ser que jamás la abandonaría. Con dulzura posó una mano sobre la barriga. Mantendría a ese hijo a su lado, costara lo que costara. Ella era la única que ejercería el papel de madre, papel que sin duda Edward  intentaría arrebatarle. Estaba furioso y era despiadado.

Se estremeció al recordar esa faceta suya tras haber pagado la fianza. Lo único que le había permitido soportar la humillación de ser arrestada y que le tomaran las huellas había sido la convicción de que Edward  no sabía lo que le sucedía. La consideraba la mejor ayudante personal que hubiera tenido jamás. Iba a enfurecerse al descubrir cómo la habían tratado.

Pero Edward  le había hecho esperar bajo la lluvia frente a su mansión a las afueras de Londres, apareciendo al fin con una expresión gélida reflejada en el rostro.

–He intentado localizarte –le había explicado Isabella–. Me han arrestado hoy.

–Lo sé –había contestado él–. Fui yo quien te denunció.

El espanto debía haber sido evidente, pero el gesto de Edward  apenas había cambiado. Un gesto de cruel desprecio. Edward  la despreciaba, y eso había dolido más que cualquier otra cosa.

Quiso morir, pero no podía. Se negaba a creer que su carrera y la incipiente relación con el hombre de sus sueños hubieran quedado arruinadas por un pequeño paso en falso.

–Pero… –ninguna palabra más surgió de su garganta.

Durante los dos años que habían trabajado juntos se había forjado entre ellos una amistad, una confianza y un respeto que les había llevado el día anterior a otro nivel.

–¿Pero qué? –le había desafiado él–. ¿Pensaste que acostándote conmigo cambiaría mi reacción al saber que me habías robado? Me aburría y tú estabas ahí, eso fue lo que pasó ayer. Deberías saber que yo no me ablando ante quienes me engañan. Búscate un abogado. Lo necesitarás.

Isabella tragó la tostada con dificultad. Edward  era el pasado. El futuro era suyo y de su bebé.

Sin embargo, durante las semanas que siguieron, los ataques de Edward  arreciaron. Los acuerdos económicos aumentaban en cuantía, acompañados de solicitudes de pruebas de paternidad.

Paseando nerviosa en el despacho de J. Jenks, evitó recriminarle por anunciar el embarazo en la sala de juicios. No había admitido que Edward  fuera el padre, y estaba decidida a seguir así.

–J. Jenks, ¿Por qué tengo que pagarte una minuta que no me puedo permitir si ni siquiera quiero hablar sobre este tema?

–Puede que tus deseos se hagan realidad, Isabella. Él ha dejado muy claro que es su última oferta, y que si no la aceptas de aquí al lunes, te quedarás sin nada.

Isabella se quedó paralizada. Era como contemplar un reloj de arena.

–Escucha, Isabella, ya te he explicado varias veces que no soy abogado de familia. Hasta ahora no ha importado porque te has negado a admitir que el bebé es suyo, pero…

–Es que no lo es –interrumpió ella, dándole la espalda. Ese bebé era solo de ella. 
Punto final.

–Es evidente que él cree que sí. Alguna relación debéis haber mantenido para que piense así.

–Una relación puede producirse a distintos niveles ¿no? –espetó ella.

–De modo que lo estás castigando por haber aportado menos que tú a esa relación.

–¡Sus amantes se gastan más en un vestido de noche y él pretende que me lleven a la cárcel! –exclamó Isabella–. ¿Qué clase de relación es esa?

–Entonces ¿le estás castigando por denunciarte o por no comprarte un vestido?

–No le estoy castigando –murmuró Isabella.

–No, a quien estás castigando es al bebé al que estás privando de un padre, sea Edward  Masen o no. ¿Qué te hace pensar que no sería digno como padre?

«En realidad, todo lo contrario», admitió Isabella para sus adentros. Había sido testigo de la adoración que profesaba la hermanastra de Edward  por él. Sería un padre protector y excepcional.

Isabella sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Era cierto que estaba enfadada con él. En el fondo le aterrorizaba que el niño prefiriera a su padre antes que a su madre, pero eso no justificaba el que no permitiera a su hijo conocer a ambos progenitores.

–¿Has pensado en el futuro del bebé? –insistió J. Jenks–. Hay ciertos privilegios…

Primero tenía que alumbrar a ese bebé. Eso era lo único en lo que debía pensar.

Su madre había muerto de parto al dar a luz al que hubiera sido su hermano pequeño. Su presión sanguínea era constantemente controlada y entre eso y las reuniones con los abogados, apenas tenía tiempo para trabajar y no conseguía pagar las facturas. El estrés era un factor añadido.

Aunque intentaba no pensar en ello, por primera vez consideró que su bebé necesitaría a alguien si ella no pudiera sacarlo adelante. Su padre y su hermana vivían en Australia.

–Isabella, no intento…

–¿Ser mi conciencia? –interrumpió ella–. El lunes tengo cita con el especialista. Dile que tendré en cuenta su oferta y que me pondré en contacto con él antes de que termine la semana.

–De modo que es el padre –J. Jenks cambió de postura.

–Eso lo decidirá el test de paternidad –espetó ella, aferrándose a la única carta que le quedaba.



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Edward  estaba a punto de volverse loco. Si Isabella estaba embarazada de su hijo, lo habría utilizado para intentar evitar la cárcel. Dado que no lo había hecho, no debía ser suyo. Pero también podría haberlo utilizado para obtener clemencia del juez, y tampoco lo había hecho. Intentaba ocultarle el embarazo. Y eso le llevaba a pensar que el bebé era suyo.

Pero, si él no era el padre. ¿Quién era?

Consideró a todos los hombres repartidos entre sus numerosas oficinas por todo el mundo con quienes la voluptuosa Isabella de cálida sonrisa podría haber mantenido una relación.

La idea le produjo una profunda sensación de repugnancia. Era evidente que su secretaria había llevado una vida secreta. Y tampoco había sido precisamente virgen cuando le había hecho el amor, aunque había parecido estar muy cerca.

Desde entonces, cada noche revivía el apasionado encuentro. Cada noche ella regresaba, acariciándole con sus sedosos cabellos, emitiendo un profundo gemido de rendición cuando él encontraba el núcleo de su placer.

Y cada mañana recordaba haber utilizado ese preservativo.

Un preservativo que debía llevar tanto tiempo en su cartera que ya no recordaba cuándo ni para quién lo había reservado aunque había agradecido tenerlo cuando un aguacero había arrojado a Isabella en sus brazos. Un traspiés y él la había sujetado caballerosamente.

Ella lo había mirado perpleja al sentir la erección contra su abdomen, abriendo los labios y contemplando su boca como si llevara toda la vida esperando ese beso.

Soltando un juramento, Edward  se levantó del sillón y caminó por su despacho de París. El recuerdo de los ojos teñidos de pasión fue sustituido por otro más reciente, la mirada de terror que le había dirigido cuando el abogado había revelado la existencia del embarazo.

El bebé era suyo. Esa mujer no tenía ni idea de hasta dónde sería capaz de llegar por ese bebé.

Pero, si el bebé era suyo, y esa mujer era una desfalcadora que luego había intentado librarse acostándose con él ¿por qué no estaba intentando sacarle un acuerdo ventajoso?

Aquello no tenía sentido. Si al menos quisiera hablar con él. Solían comunicarse con mucha facilidad, terminando el uno la frase del otro, llenando los silencios con una mirada.

Mentiras, recordó. No había sido más que una pantomima para conseguir que confiara en ella, y había funcionado. A pesar de su vasta experiencia no había visto lo falsa que era esa mujer.

¿Y cómo demonios se había convertido en su padre? ¿Encapricharse de la secretaria era un rasgo genético que se heredaba? Su padre se había suicidado por un asunto de faldas.

Sin embargo, el interés por Isabella se había despertado en él desde el principio y, a pesar de ello, la había contratado porque estaba convencido de ser más fuerte que su padre.

Y no solo se había convertido en su padre, también es su madre, testigo de cómo había menguado la cuenta corriente mientras recibía una excusa tras otra, dulces mentiras.

«Iba a devolvértelo antes de que lo descubrieras».

Intentó bloquear el recuerdo de las palabras de Isabella, diciéndole lo que cualquier imbécil esperaría oír de alguien pillado con las manos en la masa. El que la hubiera considerado como una persona honrada le hacía dudar de su capacidad de juicio, un duro golpe para su autoconfianza. Su debilidad le hacía sentirse poco digno y el reembolso de la cantidad sustraída no bastaría para recompensarle. A la gente como ella había que darle una lección.

Se recriminó el tiempo perdido por ese asunto, tiempo que debería haber dedicado al trabajo.

Pero la mayor pérdida de tiempo era el dedicado a intentar sustituir a la mejor ayudante personal que hubiera tenido jamás.

La mejor, aparentemente. Su único consuelo era que no la había ascendido a un puesto ejecutivo, tal y como tenía pensado. El daño que podría haber causado desde un puesto como ese sería incalculable.

No podía continuar así. Al final le había enviado un ultimátum bastante serio y le sudaban las manos ante la perspectiva de que pudiera rechazarlo también. Isabella lo conocía lo bastante bien como para saber que cuando decía su última palabra era la última de verdad. Además, era la primera vez que estaba en juego algo tan valioso como la sangre de su sangre.

No podía rechazarlo. Isabella Swan era más avariciosa de lo que había aparentado, pero también era muy práctica y sin duda se daría cuenta de que había llegado al límite.

Y como si le estuviera leyendo la mente, recibió un mensaje del abogado.

Isabella Swan tenía una cita el lunes y solicitaba el resto de la semana para pensárselo.

Edward  apretó los puños. ¡Qué mujer más estúpida! Cuando decía lunes, quería decir lunes.



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Isabella entró en el portal de su casa, preocupada por la prescripción de reposo que le había dado el obstetra. También le preocupaban los efectos del medicamento que le había recetado.

Distraída, no se dio cuenta de que había alguien más allí hasta que un hombre apareció de entre las sombras. El pulso se le aceleró al reconocerlo de inmediato.

Las llaves se le cayeron al suelo y, apretándose contra la puerta de cristal, se llevó una mano al cuello. El sol del atardecer arrancaba reflejos del anguloso rostro.

–Hola, Isabella.

–¿Qué haces aquí? –Isabella apretó los puños.

Ladeando la cabeza decidió que no la intimidaría, a pesar de que estaba a punto de romper la puerta de cristal de tanto apretarse contra ella.

–Supongo que no pensarías que iba a esperar hasta el viernes –continuó él.

–No te quiero ante mi puerta –protestó ella con calma–. Mañana revisaré los documentos.

–Hoy, Isabella –Edward  sacudió la cabeza.

–Ha sido un día muy largo, no lo empeores –la voz de Isabella estaba cargada de cansancio.

–¿Qué clase de cita tenías hoy? –Edward  entornó los ojos–. ¿Médica?

Ella sintió un escalofrío premonitorio. Algo le decía que no debía comunicar las inquietantes noticias, pero lo cierto era que las pruebas y el historial médico empezaba a pesar demasiado. Si alguna vez había pensado que podría evitar firmar un acuerdo de custodia compartida con Edward, empezaba a darse cuenta de que iba a ser imposible no hacerlo.

–¿El bebé está bien? –preguntó él bruscamente.

–El bebé está bien –contestó ella, conmovida por la inquietud que reflejaba la voz de Edward.

Si conseguía llegar a dar a luz, y asegurarse de que al menos uno de los progenitores pudiera ocuparse de criarlo, el bebé, en efecto, estaría bien y se enfrentaría a una larga y próspera vida.

–¿Y tú? –insistió Edward.

–Estoy cansada –mintió ella–. Y tengo que ir al baño. Son las cinco de la tarde, aún quedan siete horas para que acabe el día. Puedes volver a las once y cincuenta y nueve.

–No –Edward  apretó la mandíbula con fuerza mientras se agachaba para recoger las llaves del suelo–. Basta ya de juegos y de abogados. Tú y yo vamos a solucionar esto. Ahora.

Isabella intentó recuperar las llaves, pero él cerró la mano con fuerza y el contacto con sus nudillos hizo que ella se estremeciera violentamente.

Durante los últimos meses se había sentido demasiado agotada, y con demasiadas náuseas, para sentir ninguna clase de impulso sexual que, de repente, revivió ante el contacto con ese hombre.

–Dejemos clara una cosa –anunció con voz temblorosa–. Sea cual sea el acuerdo que alcancemos, todo quedará sujeto a los resultados de la prueba de paternidad.

Edward  se echó hacia atrás. Isabella sentía su mirada, como una lanza que la tenía clavada en el sitio. Aunque nerviosa, se sentía orgullosa por haberlo sorprendido.

–¿Quién más está en la lista?

–Tengo una vida más allá de tu imponente presencia –las mentiras surgieron espontáneas.

«No te rajes, Isabella». Lo único de lo que debía preocuparse era de su bebé.

–Terminemos con esto –sentenció.



13 comentarios:

  1. Ese es es frío y algo obsesionado con el pasado de su papá
    Bella debiste decirle a Edward desde el principio
    Gracias por el capítulo
    Me encanta😍😍

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  2. Con un carajoooooooo esto se pone difil jajajajajajajajajajaja graciassssssssssss graciassssssssssss

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  3. Muchas gracias por el capítulo, esperando con ansias la próxima actualización. Saludos y bendiciones

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  4. Tan tercos no sede ni uno ni la otra esto se pone muy bueno, Gracias 😘❤

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  5. Que situación más complicada. Y Edward es implacable y exigente!

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  6. Ya veo que Edward va a terminar arrepintiendose de sus palabras jajajaj si ya está hasta celoso y todo 😝 gracias por el capi

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  7. Vaya cuanta presión soporta esa chica.

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  8. Parece que Bella de verdad quiere que su hijo sea solo suyo, aunque no creo que Edward vaya a dejarla.... Espero que puedan llegar a un acuerdo, después de todo, Bella esta muy enferma..., y demasiado débil para este Edward tan autoritario, y si no fue tanto dinero, por qué pelea????
    Besos gigantes!!!!
    XOXO

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  9. Ohhh no aguanto a saber que sigue. Cada cuanto actualizas? Espero el prox capm

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