Sin darse cuenta, Edward había entrado en la habitación y se encontraba a escasos centímetros de ella. Bella retrocedió un paso.
—Creo que me echaré un poco antes de la cena. Estoy muerta.
Edward extendió la mano en un gesto inesperado de dulzura y le acarició la mejilla.
—Huir no hará que desaparezca.
—No estoy huyendo de nada. Sólo estoy cansada.
—Si tú lo dices...
Una hora después, Bella seguía rememorando la breve caricia y la leve acusación mientras daba vueltas en la cama incapaz de conciliar el sueño. El problema era que necesitaba la compañía masculina a su lado, protegiéndola. Una noche había bastado para olvidar todo un año de ausencia.
—No estás dormida.
Bella se giró. Edward permanecía en pie junto a la cama, el pelo revuelto, la camisa medio abierta, los ojos negros con un brillo muy familiar.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—No puedes dormir —dijo él poniendo una rodillas en la cama—. No me preguntes cómo lo sé, pero lo sé. No puedo trabajar pensando en ti dando vueltas y vueltas, sola en la cama.
No podía negarlo. El estado de la cama era la prueba evidente.
—No estoy sola.
Edward apoyó la mano junto a la cabeza de Bella en la almohada y se inclinó sobre ella con todo su poder sensual y amenazador.
—¿Estás segura?
Bella no podía contestar. Sentía la garganta seca y le faltaba oxígeno. Edward acercó el rostro hasta que sus labios estuvieron a escasos milímetros de los de ella.
—Creo, cara mia, que estás muy sola, pero esto no debe preocuparte, porque yo sé cómo solucionarlo.
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