Mi lugar en el mundo 7


Roses - James Arthur Feat. Emeli Sandé.


Bella sentía la cabeza a punto de estallar. Un año antes habría pagado por saber que otra mujer había dañado el orgullo masculino de Edward.
Empezaron a cobrar sentido las incongruencias que la habían perseguido tanto tiempo hasta el punto de haberle hecho creer que algo tenía que haber hecho mal para hacer que Edward desconfiara de ella.


Hasta su propio padre había hablado mal de ella a Edward, algo para lo que no sabía si estaba preparada, aunque todo parecía indicar que no le quedaba más remedio.

—Gracias por decírmelo -dijo Bella—. Vamos a estar aquí toda la noche.  Será mejor que nos pongamos cómodos —dijo, tratando de buscar un tema menos controvertido, y se dirigió de nuevo hacia el rincón en el que estaba el aseo y un armario con provisiones para casos de emergencia como aquél.

—Pobre señor Di Adamo —continuó Bella—. Lo más probable es que esos hombres hayan robado todas las joyas antes de salir de la tienda. Está asegurado pero esto podría llevarlo a decidirse a vender la joyería —y sería realmente una pena después de lo que el hombre y también ella habían sacrificado para hacer que el negocio funcionara.

—Buscaban las joyas de la corona, no la modesta colección de las vitrinas exteriores. Cuando se dieran cuenta de que las joyas estaban en la cámara  dudo mucho que se tomaran la molestia de vaciarlas antes de huir.

—Al menos las joyas están a salvo. Todavía puede llevarse a cabo la subasta lo que significa que aún quedan esperanzas de mantener la joyería.

—Por ahora.

Bella levantó la cabeza del cajón de alimentos en el que estaba buscando algo  para comer.

—¿Por qué dices eso? Seguramente no se arriesgarán a volver ahora que la policía sabe lo que están buscando.

—Eres tan inocente dijo él estirando el brazo y acariciándole con ternura la mejilla con una sonrisa.

Bella se retiró de él bruscamente. Fue un movimiento involuntario pero Edward frunció el ceño.

—Pero no para todas las cosas —contestó ella sin pensarlo y al momento se arrepintió de haberlo dicho, no porque no creyera que Edward se merecía la insinuación, sino porque no quería volver a la conversación de antes—. Olvídalo.

—Está olvidado —dijo él, aunque la mueca que se instaló en sus labios no decía lo mismo.

—Bella, piccola. ¿Estás ahí?

La voz del señor Di Adamo al otro lado de la cámara la sorprendió y por un momento no supo dónde estaba. No así Edward. En un segundo se  había movido hacia el otro extremo de la cámara y estaba hablando a través del intercomunicador colocado en la pared junto a la puerta.

—Soy Edward. Bella está conmigo.

—¿Estáis heridos? —preguntó el señor Di Adamo, cuya voz demostraba su preocupación.

—No. ¿Podría abrir la cámara?

—La empresa de seguridad que la instaló dejó el negocio hace dos años.

Aquello era nuevo para ella. Si lo hubiera sabido, habría tratado de convencer a su jefe de transferir la cuenta a otra empresa de seguridad.

—Entonces, supongo que no puede forzar el temporizador del mecanismo de apertura.

—Me temo que así es. Gracias a Dios que no os ha ocurrido nada.

Edward le contó entonces lo de los ladrones y que por eso ellos habían acabado en el interior de la cámara. Las exclamaciones del hombre fueron reemplazadas por el tono frío y serio de la policía local.


—Pregúntales por el resto de las joyas que hay fuera —dijo Bella a Edward.

—Bella quiere hablar con el señor Di Adamo —dijo Edward presionando el botón y se retiró para dejarle el sitio a Bella.

—Señor Di Adamo, no tuve tiempo de recoger las bandejas de las vitrinas y guardarlas en la cámara.

—Ya me he dado cuenta —dijo el hombre con tono burlón aunque no excesivamente preocupado.

—¿Y... se han llevado algo? —preguntó Bella, fiel a su trabajo.

—No, piccola. Debían de estar buscando las joyas de la corona.

—Es lo que piensa Edward —dijo Bella mirando hacia la pared opuesta de la cámara aunque sin verla, perdida en sus pensamientos—. Tendrá que llevarse el resto de las joyas a casa. No creo que esto sea seguro —se volvió entonces hacia Edward. El era el experto y había insistido en introducirse en su vida. Ahora podría ser de utilidad—. ¿Qué haremos ahora?

—Déjame hablar.

Bella se echó hacia atrás, satisfecha de que los dos hombres acordaran que lo mejor era llamar a uno de los hombres de Edward para que se hiciera cargo de la joyería. Aún tuvo oportunidad de hablar con su jefe una vez más antes de que se marchara con la promesa de volver a las nueve de la mañana, hora en que la cámara se abriría.
Regresó al mueble con los comestibles y se puso a buscar con más optimismo e interés que antes, tranquila porque el señor Di Adamo no estaba preocupado por ellos. Además, estaba hambrienta.

Había una cuña de queso, agua mineral, una lata de atún, pan tostado y tres botes con conservas: aceitunas, tomates secos en aceite y zanahorias en vinagre.

Lo dejó todo en el suelo y sacó uno de los estantes del mueble para utilizarlo como mesa. Afortunadamente, el señor Di Adamo había pensado en todo y había  incluido platos de papel, servilletas y cubiertos junto a los alimentos.

Bella sirvió el atún y el queso en sendos platos, acompañados por el pan tostado, y puso los botes con las conservas entre los dos. Edward permaneció en silencio mientras Bella preparaba la cena. Se sentó a un lado de la improvisada mesa mientras ella se sentaba al otro lado con todo cuidado.

—Esto dista mucho de la cena que tenía preparada para nosotros esta noche,  cara.
—No tenemos muchas opciones. ¿Qué sabes del estado de salud de mi padre? — preguntó Bella mientras cortaba una delgada lámina de queso y la ponía sobre una rebanada de pan y encima una aceituna cortada en dos.

—No es grave si sigue los consejos del médico y evita el estrés —contestó él tras dar un suspiro, como si estuviera pensando en otra cosa.

Como el que le causaba la preocupación por la segundad de su hija. No era necesario que Edward se lo dijera con esas palabras exactamente.

—¿Qué ocurrió?

—Tuvo un pequeño ataque hace un par de meses y al final hubo que llevarlo al hospital de urgencia. El médico dijo que aunque no había sido grave, era el primer aviso de lo que podría ocurrirle si no cambiaba de forma de vida.

—¿Y lo ha hecho?

—Charlie trabaja menos ahora, hace más ejercicio y come más saludablemente.

—Estoy segura de que Teresa se asegura de que así sea —dijo Bella consciente de que su madrastra lo quería mucho.

—Sí.

—Sigo sin comprender por qué no me lo dijo.

—No lo sé.

Si no hubiera estado ocupada huyendo de Edward durante todo un año, habría ido a visitarlo a Sicilia.y se habría enterado de su estado de salud. La culpa pesaba sobre sus hombros cuando terminaron de cenar.

Después de recoger y lavarse las manos, se sentaron en el suelo, pero era realmente incómodo. Bella cambió de posición y se quitó los zapatos.

—Dormir será muy incómodo.

Bella levantó la cabeza al oír la voz de Edward y se quedó pensativa. Debería decirle que había un colchón hinchable en el armario. En realidad, era pequeño y tendrían que compartirlo. Era la única opción lógica pero se negaba a permitirse dormir con él en un espacio tan reducido. El duro suelo le haría bien a su cordura. Trató de convencerse de que el colchón no tendría aire después de todo el tiempo que había estado sin usar en el armario. Pero al final, su conciencia pudo más que su cabeza.

—Hay un colchón de aire dijo con una mueca. Edward la miró con las cejas arqueadas de curiosidad.

—Ya sabes, uno de esos hinchables. Podemos utilizarlo para sentarnos ahora.

—Y para dormir después.

—Sí.

—Tendremos que compartir la cama.

—Sí contestó Bella asintiendo. A punto estuvo de ofrecerse a dormir en el suelo cuando vio la mirada de satisfacción en el rostro de él—. No se te ocurra hacer nada, Edward. Si intentas algo, te echaré del colchón.

Era una amenaza ridícula teniendo en cuenta que él era mucho más grande que ella y peligroso, pero Edward no se rió. Se limitó a sonreír.

—Perfectamente comprendido.

Bella sacó entonces el colchón. No encontró bomba para hincharlo así que se turnaron para inflarlo soplando. Edward sonrió la primera vez que le tocó soplar justo a continuación de Bella y colocó con deliberada parsimonia los labios donde antes habían estado los de ella. Bella podía sentir esos labios como si estuvieran sobre los suyos. Pero peor fue soplar después de él. Trató de ocultar sus sentimientos pero sentía que él los había intuido.
Cuando terminaron de inflarlo, Edward sacó la manta y la extendió sobre el colchón y luego se sentaron encima. El colchón no cedió y no se escuchó tampoco el silbido delator de un escape de aire.

—Creo que aguantará.

—Ojalá tuviéramos unas cartas o algo —dijo Bella no muy segura de si se alegraba o la defraudaba.

—¿Ya te has cansado de mi compañía, dolcezza?

—No, claro que no. Es sólo que... —se detuvo sin saber qué más decir. Edward no era tonto. Sabía cuál era el problema.

—Se me ocurre una manera de pasar el tiempo.

—Ni lo pienses -dijo ella poniéndose rígida mientras lo miraba fijamente.

—¿Qué hay de malo en jugar a Adivina, adivinanza?

Le resultaba muy difícil imaginarse a aquel hombre que tanto la excitaba jugando a algo tan simple.

—Olvidas que pasé mucho tiempo en una escuela donde reinaba un ambiente espartano —continuó Edward.

Y Bella tuvo que reconocer que había aspectos en aquel hombre tan masculino  que ella desconocía totalmente. Así que empezaron a jugar, pero estaba muy cansada después de la intranquila noche pasada.

—Deberías echarte a dormir, cara -dijo él al tercer bostezo de Bella.

¿Dormirás tú también? —preguntó ella, que no quería tumbarse.

—Es eso o caminar o sentarme en el duro suelo. Ninguna de las opciones es muy atractiva. Dormiré. No descansé mucho anoche.

—Lo siento -dijo Bella consciente de que su pesadilla lo había despertado.

—No lo sientas. No lo he hecho en todo este año. Edward conseguía elevar el sentimiento de culpa de hombre siciliano a unos niveles increíbles, lo cual no la ayudaba precisamente. Tras un suspiro ante lo inevitable, Bella se levantó y se dirigió al minúsculo aseo.
Cuando salió, Edward la estaba esperando de pie al otro lado, pero esta vez sólo llevaba puestos los pantalones mientras sostenía la camisa en un dedo.

—Ponte esto para dormir. Estarás más cómoda que con tu vestido.

—Estaré bien —contestó ella con tozudez aunque sabía que tenía razón.

—No seas cabezota.

—Mi vestido no está tan mal —contestó ella. Era más largo y ajustado que cualquiera de sus camisones pero lo soportaría.

—No te gusta dormir con prendas largas.

—Lo aguantaré por una vez —dijo ella incómoda al recordar el guiño de intimidad.

—No tienes por qué hacerlo —dijo él poniéndole la camisa sobre los hombros y metiéndose él en el aseo—. Bella...

—¿Sí?

—Me agradaría mucho ayudarte a cambiarte de ropa, cara.

—¿Alguna vez te han dicho que eres muy mandón?

Por toda respuesta cerró la puerta del aseo. Bella no sabía si pretendería llevar a cabo su amenaza de ayudar a cambiarse, pero por si acaso se le ocurría, se apresuró a quitarse el vestido y el sujetador y ponerse la camisa, que se abrochó hasta el último botón.
Después, se dispuso a tumbarse. Vio que Edward había extendido el abrigo en un lado de la cama y supo que lo había hecho para que su piel no tocara el  colchón de plástico. Pensó durante un momento tumbarse en el otro lado a modo de desafío pero al final decidió que no lo haría. El le había cedido el sitio junto a la pared para que no se cayera y su preocupación por ella la emocionó más que irritarla.

Se acurrucó sobre el abrigo fingiendo que su aroma no estaba teniendo un tremendo impacto en sus emociones. Se tapó con la manta mientras esperaba a que saliera del baño, más por pudor que por frío.

—¿Quieres que deje la luz encendida? —preguntó Edward cuando salió del baño.
Era un espacio reducido. Ambos sabían que podrían encontrar el aseo sin problemas si lo necesitaban por la noche y dormirían mejor a oscuras.

No.

Edward apretó el interruptor de la luz y Bella lo esperó tensa por la mezcla de miedo y expectación. Cuando llegó a la cama, colocó un brazo alrededor de la cintura de ella y el otro bajo su cabeza, a modo de almohada, formando un caparazón para ella como hacía cuando eran amantes.

Bella se puso rígida y trató de escapar de su «prisión».

—¡Edward!

—Sé razonable, cara, el colchón es demasiado pequeño y ésta es la postura más cómoda para dormir.

—Pero...

—Te he prometido que no te acosaría. ¿No puedes confiar en mí?

Bella no sabría decir por qué la pregunta le removió las emociones y se quedó mirándolo como si fuera a decir algo.

—Calla y duerme —susurró Edward dándole un beso en la sien.

No intentó aprovecharse de la situación y Bella acabó por relajarse hasta el punto de sentirse más segura de lo que había estado en meses. Increíblemente, se durmió.
Cuando se despertó, la oscuridad era absoluta. Lentamente, recordó dónde estaba pero echaba en falta algo: el calor del cuerpo de Edward a su lado. La manta estaba escrupulosamente colocada a su alrededor para que no tuviera frío, pero Edward no estaba allí.

Escuchó con atención. Podía escuchar su respiración aunque no sabía de dónde venía. Se sentó adormilada en la cama y la manta resbaló hasta su cintura.

—¿Edward?

—Sí, cara —su voz sonaba clara, como si llevara tiempo despierto.

—¿Por qué no duermes?

—Tienes tus dudas sobre ello, pero te aseguro que aún me queda honor — respondió él con risa áspera.

—¿Acaso dije que lo dudara?

—No es necesario. Sé lo que piensas de mí.

Bella se restregó los ojos pero seguía sin ver en la absoluta oscuridad.

—¿Tu honor no te deja dormir? —preguntó todavía adormilada sin comprender.

—Te deseo.

—Lo sé —contestó ella. Incluso medio dormida pudo notar que a Edward decir aquello le costó mucho. Seguro que odiaba ser objeto de una necesidad tan fuerte. Y sus palabras se lo confirmaron.

—Después de lo que me ocurrió con Sofía, juré que ninguna mujer podría someterme a semejante esclavitud nunca más.

—Lo que no te gusta es perder el control —dijo ella. Aunque él no lo creyera, no hallaba satisfacción en hacer de él un esclavo. El deseo sexual no era nada comparado con el amor y el respeto.

—Crecí en un ambiente de autodisciplina y control frente a situaciones que serían imposibles para la mayoría de la gente.

—Y la idea de que una simple mujer irrumpa en tu fortaleza te aterra, ¿verdad?

—No tengo miedo —dijo él. Bella no podía verlo, pero apreció el tono de afrenta en su voz.

—Has elegido mal las palabras.

—No estoy ahí seduciéndote. Tengo algo de control respecto a ti.

Pero no mucho y había tenido que salir de la cama para ello. Sin embargo, Bella no se regodeó en la idea. El día anterior se había dado cuenta de que no hallaba placer en hacerle daño.

—Lo siento.

—¿Lo suficiente para dejar que te haga el amor?
—Estoy segura de que no aceptarías sexo por lástima —dijo ella riéndose por lo absurdo de la pregunta.

—Te sorprendería.

El deseo de Edward por ella tocaba su fibra como si fuera una orquesta de sensualidad. Las necesidades de su propio cuerpo entraron en conflicto con los pensamientos de su cabeza. Aquel hombre la había abandonado. No podía hacer el amor con él.

«Pero ha vuelto. Estuvo contigo en el momento que perdiste al bebé porque fue a tu apartamento a verte».

No sabía por qué ni desde cuando se preocupaba por ella, pero en ese momento, en la oscuridad de la cámara, empezó a preguntárselo.

—¿Por qué volviste?

—Dijiste que estabas embarazada de mi hijo.

—Pero tú no creíste que fuera tuyo.

—Me di cuenta de que no importaba.

—¿Qué quieres decir?

—Tú creías que el bebé era mío. Yo debería haberme casado contigo. El bebé habría sido mío.

—¿Estabas dispuesto a casarte conmigo aunque pensabas que podría estar embarazada de otro hombre?

—Así es.

—Pero no estuviste dispuesto a hacer algo así por Sofía —dijo ella sin poder creerlo.

—Era más joven y exaltado. Y ella me mintió.

—Tú pensaste que yo te mentí.

—Me dijiste lo que deseabas que fuera. No es lo mismo. Tú creías lo que estabas diciendo.
Aunque lo que decía la emocionaba, le dolía que aún dudara de ella.

—Era tu hijo.

Edward guardó silencio un buen rato y cuando las palabras salieron de sus labios no fueron las que ella quería oír.

—Te abandoné.

—Sí.

—Lo siento.

—Eso no ayuda.

—Lo sé.

¿Pero era eso enteramente cierto? Después de saber lo de Sofía Pennini, Bella comprendía mejor por qué Edward no había confiado en ella. Una experiencia como ésa haría desconfiar a cualquier hombre. La afirmación de su padre de que Bella era como su madre había aumentado la desconfianza de Edward. Pero el corazón privado de sentimiento de Bella no veía la diferencia. Lo cierto era que si  la hubiera amado de verdad habría querido que ese niño fuera suyo y no habría tenido  miedo de que lo fuera.  

Habría  confiado  en  ella  y  nunca  la  habría abandonado.

Durante un tiempo había creído que la amaba. La había colmado de halagos y se la había llevado a la cama. Tras sus últimas vacaciones en Sicilia, se había enamorado perdidamente de Edward y no había podido resistir la batalla de seducción por parte de él cuando fue a buscarla a Milán. Había sido estúpida al confundir un ataque de pasión con el amor. Finalmente, había acabado embarazada y sólo entonces se dio cuenta de su tremendo error. El no creyó que  el bebé que esperaba fuera suyo y el disgusto la había hecho abortar. Ahora había «algo» entre ellos que era demasiado grande para olvidarlo y al mismo tiempo no era nada.

—¿Cuánto tiempo llevas ahí sentado?

—No lo sé.

—Puedo sentarme en el suelo si quieres. Tengo tu abrigo para sentarme encima.

  No.

—Seguro que será más cómodo para mí que para ti.

 No.

—Eres demasiado testarudo y macho.

—¿Piensas que soy un macho? —preguntó con cierto humor en la voz, lo cual ya era un avance comparado con el tono desesperado de antes.

—Por favor, Edward. Eres tan macho que podrías embotellarlo como esencia y venderlo. 

No sólo eres más alto que la media sino que además eres más musculoso de lo que se les está permitido a los magnates. Has sido entrenado  para la lucha de comandos y tu persona es la definición de la virilidad. Suficiente para hacer suspirar a cualquier mujer.
En cuestión de segundos lo tuvo a su lado en el colchón, su aliento acariciándole la piel.

—¿Soy la definición de la virilidad?

Tal vez aquello hubiera sido un error pero no tenía ningún sentido negarlo en ese momento.

—Sí.

—Pero no dejarás que comparta tu cama.

—Yo no te he echado de ella. Tú te fuiste porque tenías miedo de seducirme.

—¿Admites entonces que podría seducirte?

—No estoy admitiendo nada. Han sido tus preocupaciones las que te han empujado al duro suelo en medio de la noche.

—Miedo. Preocupaciones. Haces que parezca una anciana.

—No lo creo —dijo ella con risa nerviosa.

—Tal vez quieras que te seduzca —susurró él acariciándole la mejilla con los labios.
Bella sintió una calidez en su interior mientras maldecía la oscuridad que parecía magnificar la electricidad que desprendía su contacto.

—N-no.

—Dilo otra vez con más convencimiento dijo él mientras sus labios jugaban con los de ella, que no parecía hallar en ninguna parte la fuerza para decirle que parara —Me deseas, cara. Admítelo.

Su única defensa estaba en decir la verdad.

—Pues claro que te deseo. ¿Qué mujer no lo haría? ¿Qué crees que he estado diciendo? Pero mi cuerpo y mi mente no siempre están de acuerdo.

—Esta vez lo estarán. Confía en mí, Bella. No volveré a hacerte daño.


¿Y cómo iba a evitarlo? El no la quería y eso en sí le hacía daño. No debería. No debería amarlo. Debería ser capaz de obtener placer igual que hacía él sin involucrar a los sentimientos. Pero ella sabía que no podía hacerlo.

Aspiró el aroma de Edward dándose cuenta de que él era y sería el único  hombre de su vida. Tomar conciencia de ello la cegó como si un rayo hubiera inundado la cámara. Seguía amándolo. A pesar de la forma en que la había rechazado, siempre lo amaría.
Edward presionó con su boca las comisuras de los labios de Bella, buscando con la lengua su sabor.

—Por favor, dolcezza, permíteme complacerte.

El estupor ante su convencimiento se mezcló con las sensaciones físicas que la abrumaron en la oscuridad de la cámara. Y entonces su mente dejó de funcionar, capaz únicamente de centrarse en las palabras y el tono que tanto placer prometían.

Los labios ciegos de pasión de ambos chocaron en la oscuridad.
El deseo, la necesidad y el amor rivalizaban dentro de ella creando una sensación de dolor que era física y emocional; una sensación de vacío en su parte más íntima que pujaba por ser completado. Su corazón se alimentaba de la necesidad que se podía intuir en la voz de él, de la tensión en sus caricias que atestiguaban cuánto  la deseaba.

Un año antes había paladeado con dicha ese mismo deseo que era para ella mucho más que simple lujuria, pero en esa cámara oscura la aterrorizaba. Sabía que, tras los sentidos que urgían ser satisfechos, yacía el dolor.

Pero su miedo a la profunda emoción que le había arrancado un simple beso no logró aplacar la necesidad de su cuerpo.

Mientras su boca se regalaba con el sabor del amante tanto tiempo negado, el resto de su cuerpo se contraía contra el de él con voluptuoso abandono. Edward dejó escapar un gemido mientras sus manos se cerraban sobre el cuerpo de   ella.

Ella se apretó contra el pecho desnudo de él y hundió los dedos en la mata de vello y el contorno musculoso.

Tenía los ojos abiertos pero no podía ver nada. Lo único que podía hacer era  sentir.
Los dedos de Edward recorrieron los botones de la camisa que ella iba desabrochando, y no dejó de besarla apasionadamente. Bella sintió bajo sus manos el latido acelerado del corazón de Edward y los pezones duros y, a continuación, la mano de Edward tomando con sensual urgencia sus pechos.

Ella bajó la mano para comprobar el estado de excitación de él, evidente incluso con los pantalones puestos.

Gimiendo como un hombre sometido a tortura, rompió el beso y Bella pudo notar que dejaba caer la cabeza hacia atrás abandonándose al placer de sus caricias. No dejó sin embargo de acariciar los pechos de ella, lenta y bruscamente, lenta y bruscamente.
La excitación de Edward era tal que pugnaba por escapar de su prisión bajo los pantalones. Cuidadosamente, con una mano, Bella desabrochó el botón y deslizó la cremallera, lentamente, hasta que Edward comenzó a gemir de nuevo.


—Oh, sí, cara, acaríciame. Necesito sentir tus manos. Pero ella no lo hizo.

Le bajó los pantalones cuidando de no tocar su cuerpo tenso y se detuvo a la  altura de las caderas, esperando a que él se moviera para que pudiera terminar de bajarlos, siempre con lentitud, y sin rozarse. Le encantaba jugar así con él.

—Me estás volviendo loco.

—¿Y te molesta? —preguntó ella con fingida amabilidad—. Tal vez prefieras que  no lo haga.

Bella sonrió y, con la misma parsimonia y cuidado de no tocarlo, le quitó los bóxers. Podía sentir su gran miembro temblando de deseo igual que temblaba su cuerpo. Ella sentía los pezones duros, y la piel de los pechos tensa bajo las manos de él.

—Edward... —suspiró, contenta de que la oscuridad ocultase las emociones que sentía.

—Me deseas —dijo él y ella no se molestó en contestar.
Su cuerpo ya se encargaba de ello. Notaba la humedad entre sus piernas y el latido de las terminaciones nerviosas.

Bella le tocó el rostro con las manos a ciegas, tratando de ver con las manos. El le dejó, su cuerpo curiosamente quieto, mientras ella descendía con las puntas de los dedos desde el hermoso rostro hasta los bíceps y el abdomen, tensos por el  deseo.

Edward aspiró mientras ella seguía descendiendo por su pelvis y, de nuevo, Bella sonrió. En aquella posición no parecía tenerlo todo bajo control. Detuvo el descenso junto encima del miembro erecto. Podía sentir el calor que emanaba de aquella parte de su espléndido cuerpo aunque no pudiera admirar la familiar erección.

—Me pregunto qué es lo que deseas.

—A ti —contestó él con voz gutural—. Sólo a ti, pequeña bruja juguetona.

En aquel momento, Bella tomó las palabras como si fueran las que había estado deseando oír de verdad, pero no se movió. Ambos permanecieron así unos segundos, expectantes por lo que habría de venir a continuación.

Cuando ella no pudo seguir aguantando el tormento autoinfligido ni un minuto más, cerró los dedos sobre él complacida y se deleitó con el primitivo sonido que le arrancó de la garganta. Por su parte, Edward tomó con pasión descontrolada los pechos de ella en sus manos. La presión aumentó la excitación de ella. Deseaba que le acariciaran los pezones como sólo aquel hombre increíblemente sexy sabía hacer.

Ella lo complació como una vez él le había enseñado a hacer, sin saber que su expresiva pasión había guiado entonces a unas inocentes manos para darle la mayor de las gratificaciones. Sin previo aviso, ni siquiera las caricias preliminares que ella había dado por seguro, unos labios ardientes y llenos de deseo tomaron sus pezones erectos arrancándole un grito de sorpresa.

Edward comenzó a chuparlos con fuerza. Ella se arqueó hasta que el vértice formado por sus piernas rozó el miembro erecto. El contacto fue como una descarga eléctrica, tan deseada después de un año de falta de estimulación que el cuerpo de Bella tembló y de sus labios escapó un gemido de satisfacción.

—Eres perfecta para mí. Ninguna mujer me ha parecido nunca tan perfecta.

A continuación le quitó la camisa y las braguitas. Bella pensó que se pondría sobre ella, pero se sorprendió cuando en vez de eso notó que se levantaba del colchón.

— ¿Adónde vas?

—Quiero verte — dijo al tiempo que encendía la luz de emergencia de la cámara. Después de la negra oscuridad, tardó unos segundos en acostumbrarse a la tenue luz. Cuando consiguió mantener los ojos abiertos, Edward estaba de vuelta en el colchón, mirándola. Sus ojos eran dos pozos negros inflamados por la pasión de verla desnuda y preparada para él.
—Bellisima. Eres la mujer más hermosa que he visto en mi vida. Un ángel de perfección.
Su generoso halago era algo que la había sorprendido mucho la primera vez que hicieron el amor, pero en ese momento le encantó escucharlo.

Animada por la aprobación de Edward, ella también se permitió deleitarse en el cuerpo desnudo de él.

La tenue luz hacía que la piel bronceada de Edward pareciera aún más oscura, pero no pudo ocultar las formas espléndidas de su cuerpo bellamente esculpido. Era la definición de la virilidad, y un amante increíble.

Lo miró con los ojos entornados formando con los labios un puchero inocente.

—¿Es que no vas a poseerme?

El  no se rió como ella había esperado, igual  que otras veces  cuando ella había
bromeado al respecto. En lugar de eso, su cara se contrajo y a continuación la penetró gimiendo en respuesta al desafío de ella.

Todo pensamiento se desvaneció en el momento en que Edward se introdujo en el cuerpo de Bella con un suave empujón que los hizo jadear a ambos.

Edward se quedó inmóvil dentro de ella tanto tiempo que Bella se preocupó.

—¿Pasa algo?

—No —dijo él besándola profundamente—. Al contrario, todo va bien, muy bien. Ella también lo sentía y lo abrazó con brazos y piernas dejando que él impusiera el ritmo que habría de llevarlos a la culminación del placer.

Pero no fue un movimiento rápido y fuerte como ella esperaba, sino que empezó con un lento vaivén que lo hacía casi salir del todo para volver a introducirse de nuevo, más profundamente cada vez. Tras unos minutos de tormento Bella le suplicó que fuera más rápido, pero él se negó.

—No, dolcezza. Tiene que durar. Esta primera vez tendría que durar para siempre. Ella no soportaría ni cinco minutos más, mucho menos para siempre. Deshizo el nudo de sus piernas y clavó los talones en el colchón arqueando el cuerpo hacia arriba para forzarlo a que la penetrara profundamente. Golpeó salvajemente con las caderas intentando obtener la fricción necesaria para lograr el placer.

Cuando éste llegó, fue como una tremenda explosión en su interior. Gritó con fuerza cuando notó que las oleadas de placer iban subiendo hasta que alcanzó el orgasmo. Su cuerpo tembló, los músculos le dolían de las contracciones tan intensas que había sufrido hasta que, finalmente, se derrumbó sobre el colchón y Edward cayó sobre ella, cubriéndola con su cuerpo.

Entonces dijo algo que ella no entendió. Estaba muy cansada.

—Duerme... —fue lo único que consiguió decir con un susurro. Si Edward dijo algo, ella no lo oyó.

Bella se despertó segura de que seguía dormida y soñando porque sólo eso podía explicar que estuviera desnuda en aquel lugar junto al cuerpo, igualmente  desnudo, de su antiguo amante. Incluso en la oscuridad, conocía su aroma, sus formas, el tacto de su piel. Nunca lo olvidaría.

—Buono mattina, cara —dijo una voz grave junto a su sien derecha.

Se puso rígida por completo al recordar lo sucedido la noche pasada. Había dejado que le hiciera el amor. No, no sólo le había dejado. Al final había acabado rogándole que lo hiciera.

—¿Cómo sabes que es por la mañana? —preguntó ella. Edward debía de haber apagado de nuevo la luz cuando se quedó dormida, porque estaban completamente a oscuras.

—Con la luz del reloj.

—Vaya —dijo ella. Aquélla era una conversación estúpida, pero tampoco sabía qué decir—. ¿Qué hora es?

—Las ocho y cuarto. Hemos dormido mucho.

Lo que habían hecho no tenía nada que ver con dormir. Entonces Bella se dio cuenta de que el señor Di Adamo estaría allí a las nueve cuando la cámara pudiera abrirse. Le quedaba menos de una hora. Si la puerta se abriera en ese momento no quedaría ninguna duda de lo que Edward y ella habían estado haciendo. Se sentó sobre el colchón presa de pánico.

—Tenemos que vestirnos.

Edward le acarició el vientre plano y los músculos se le pusieron tensos.

—Relájate. Nos queda mucho tiempo.

El olor dejado por la noche de sexo llenaba el reducido espacio.

— ¿Cómo puedes decir que me relaje? ¿Crees que quiero que mi jefe sepa que he pasado la noche con su experto en seguridad?

—Somos amantes. ¿Por qué no?

Ella le diría a aquel arrogante por qué no... Sus pensamientos se detuvieron al darse cuenta de la sensación viscosa entre sus piernas. Conocía la sensación. La había tenido una vez. La primera vez que hizo el amor con Edward. Era muy diferente de cuando se utilizaba condón.

— ¡No te pusiste nada! —le gritó mientras se ponía en pie.
Al tratar de bajarse del colchón para encender la luz, tropezó y empezó a caer, pero no llegó al suelo porque unas poderosas manos la arrastraron hacia atrás hasta dejarla caer sobre su regazo.

—Para. Acabarás haciéndote daño.

—No usaste condón —le recriminó de nuevo.

—No, no lo hice -dijo él, no parecía lamentarlo ni remotamente.

—¿Por qué no?

—Una razón es porque no tenía ninguno. No estaba preparado para quedarme encerrado en una cámara de seguridad toda la noche contigo, dolcezza.


—¿Una razón? ¿Y cuál es la otra? ¿Estabas tan fuera de control por el deseo que no lo pensaste?dijo ella aunque ya empezaba a pensar que simplemente no le importaba. Después de todo él no se había quedado embarazado la última vez—. Ni siquiera trataste de dar marcha atrás en el momento crucial.

—No lo pensé — dijo él—. Estaba fuera de control. Y tú también, ¿no?

—¡Eso no es excusa! -dijo ella en lugar de contestar a la provocadora pregunta.

—No estaba tratando de excusarme.

Era cierto y no tenía ningún sentido. De acuerdo, él no había tenido un embarazo por hacer el amor sin protección, pero era un hombre responsable. Lo sabía aunque tratara de fingir lo contrario. ¿Pero por qué no estaba preocupado?

Esperaba cierto remordimiento procedente del gen de la culpa, típico de Sicilia. Echó la cabeza hacia atrás tratando de adivinar lo que estaba pensando, pero no podía verlo en la oscuridad.

—No podemos tener esta conversación a oscuras.

—Estoy de acuerdo —dijo él moviendo el brazo para ver la hora—. Tienes un poco menos de media hora para lavarte y prepararte antes de que llegue tu jefe.

Se dio cuenta con desmayo de que tenía razón. La conversación, su rabia y su confusión, todo tendría que esperar. No podía soportar la idea de que su jefe la pillara en la cama con Edward. Trató de ponerse en pie pero Edward la tomó con firmeza de la mano.

—Deja que yo encienda la luz. Acabarás haciéndote daño.

—Qué pena que no mostraras ese refinado instinto protector anoche -dijo ella haciendo un cálculo mental, y justo cuando se encendió la luz se dio cuenta de algo terrible—. Estoy en medio de mi ciclo dijo ella mirándolo fijamente, inmóvil  por la certeza de que la noche anterior habían hecho otro niño—. Cuando me quedé embarazada la otra vez no era ni siquiera el momento propicio. ¿Qué posibilidades hay de que no me quede esta vez?

—No hables como si fuera el fin del mundo. No lo es -dijo él con el rostro congestionado.
Tal vez no era el final de su mundo, pensó Bella. Pero el de ella sí. Le había arrancado el corazón al rechazarla y después se lo habían vuelto a arrancar tras el aborto.

No dijo nada, sólo lo miró, sintiendo que la tragedia de su vida la embargaba de nuevo. El sí dijo algo y a continuación se sentó sobre los talones al lado de ella.

—Todo irá bien, cara. Confía en mí esta vez.

Bella lo miró sin verlo pero se vio a sí misma embarazada de nuevo. Y sola. Sacudió la cabeza.

—No puedo.

—Sí puedes —dijo él haciendo que se agachara junto a él y dándole un beso en la boca—. Lávate y vístete. Yo recogeré todo.

Sí, tenía que vestirse antes de que la puerta de la cámara se abriera y todo el mundo viera de nuevo lo idiota que había sido.

Edward lanzó una maldición mientras observaba a Bella. Caminaba como una anciana encorvada. Era evidente que la aterraba el hecho de estar de nuevo embarazada. El le había dicho que se había dado cuenta del error que había cometido un año antes, pero ella no creía que nunca volvería a abandonarla.

Era su mujer ideal y él cuidaría de ella. Desde ese mismo momento. Se vistió en segundos. La camisa olía a ella y su cuerpo reaccionó de forma predecible a la fragancia femenina. Ignorando la oleada de deseo, dobló el abrigo ocultando así las pruebas de lo que habían hecho. Desinfló el colchón y lo guardó, junto a la manta, en el armario.

En ese momento un sonido anunció que la cámara estaba abriéndose justo en el momento que Bella salía del aseo. Estaba pálida y tenía las pupilas demasiado dilatadas, pero no pudo animarla antes de ver a su jefe.

Evitó el contacto visual con Edward mientras se ponía los zapatos y se quedó de pie, a la espera de que el mecanismo terminara de abrir la puerta. Edward la dejó tranquila.
El señor Di Adamo estaba esperando al otro lado tal y como había prometido la
 noche anterior, su rostro lleno de profunda preocupación al verlos.

—Piccola. Estás bien —dijo abrazando a Bella en cuanto se abrió la puerta—. Gracias a Dios —dijo separándola de sí un poco para observarla. El también se dio cuenta de que su estado no era el adecuado pero le dio una interpretación totalmente distinta—. Esto ha sido demasiado. Hay que tomar nuevas medidas — añadió mirando a Edward.

—Sí. Hablaremos, pero primero tengo que hacer unas llamadas.

El hombre se mostró de acuerdo y condujo a Bella a su apartamento. Mientras el señor Di Adamo se preocupaba por ella, Edward llamó a su oficina y pidió dos hombres. A continuación, hizo los preparativos para viajar con Bella a Sicilia esa misma tarde.

Cuando le dijo que tenía que volver al hotel con sus hombres mientras el señor Di Adamo y él discutían las medidas necesarias para la tienda, ni siquiera fue capaz de protestar, lo cual confirmaba que aún no había superado el choque de comprender que habían tenido sexo sin protección.

Bella salió de la ducha y empezó a secarse. Estaba en su pequeño cuarto de baño, en su pequeño pero alegre apartamento.

Cuando salieron de la joyería, había informado a los hombres de Seguridad Vitale de que quería ir a casa. Ellos se habían negado, pero ella no se había arredrado, y simplemente se había negado a salir del coche hasta que el conductor la llevó a su apartamento. Edward la habría recogido y llevado él mismo, sin duda, pero  habría despedido a uno de sus hombres por hacerlo.

Sus hombres lo habían comprendido y por eso la llevaron a donde quería ir. A casa. Necesitaba su ambiente familiar.

Al llegar a su casa, trató de que se marcharan de allí, pero se obstinaron en quedarse. Así que los había dejado en el descansillo sintiéndose culpable, pero no lo suficiente como para invitarlos a entrar en su pequeño hogar.

Tras darles algo de beber y ofrecerles una silla que rechazaron, los dejó haciendo guardia y se fue a darse una ducha. Necesitaba lavarse y no podía soportar la idea de tener a un par de extraños en su apartamento mientras hacía algo tan íntimo.

Se vistió y peinó su cabello en una cola de caballo. Después, se preparó una taza de café, todo el tiempo sin dejar de pensar en lo que había ocurrido la noche anterior. Había dejado que Edward le hiciera el amor. Sin protección. Iba a dar un sorbo pero dejó la taza en la mesa al recordar algo que había leído un año antes cuando estaba embarazada. Algunos médicos pensaban que la cafeína no era buena para el bebé y no quería correr el riesgo de perderlo si es que estaba embarazada. Se llevó la mano al vientre preguntándose si llevaría en él al hijo de Edward.

Estaba aún muy confusa, deshecha ante la posibilidad de estar embarazada. Sin embargo, la niebla que había cegado su mente y su corazón desde que abortara involuntariamente había comenzado a disiparse. Una leve sensación de esperanza comenzaba a brillar en su corazón.

El miedo seguía allí. Y la rabia. El dolor no había desaparecido milagrosamente pero debajo de él sentía vibrar una pequeña chispa de vida que ella había creído desaparecida para siempre.

—Pareces inmersa en tus pensamientos, cara mia. Bella se giró bruscamente y vio a Edward a escasos centímetros de ella. Sin pensarlo, miró hacia la puerta.

—Les he dicho que podían irse —añadió él.

—¿Cómo has entrado?

—No respondías a mi llamada.

—¿Y?

—Y abrí sin más. La puerta no es muy segura. No me gusta. Alguien podría entrar por la noche sin que te dieras cuenta.

Ella sacudió la cabeza con un gesto de impaciencia.

—Te aseguro que es cierto.

—No lo estaba negando —dijo Bella dándose cuenta entonces de que a aquel hombre le gustaba mucho discutir, probablemente porque hasta una pequeña discusión sin importancia como ésa siempre terminaba en la cama. Un lugar en el que ella siempre había disfrutado mucho estando con él. Antes—. Estaba tratando de despejar mi mente.

—¿Y funcionó?

—No. ¿Por qué no llamaste más fuerte?

—Estaba preocupado.

Bella comprobó que era cierto lo que decía a juzgar por las arrugas alrededor de sus ojos.
—¿Pensabas que iba a hacer alguna estupidez?

—No pensé que fueras a hacerte daño, pero pensé que podrías desaparecer.

—La última vez me buscaste.

—Sí, pero podría no encontrarte.

—Así que decidiste entrar a la fuerza para asegurarte de que seguía aquí. ¿Qué se supone que iba a hacer, salir por la ventana?

—Eres una mujer de recursos.

—Ya veo —dijo ella sintiéndose curiosamente halagada ante la estimación de su inteligencia y habilidades—. ¿Quieres un café?

—Ya lo he tomado. Quiero hablar.

—¿Y de qué quieres hablar?

—De la posibilidad de que vayamos a ser padres dentro de nueve meses.

Bella lo miró de nuevo. Edward no estaba sonriendo, no estaba bromeando. Hablaba totalmente en serio.

—Supongo que esta vez crees que el niño es tuyo... O ¿tal vez te estás preguntando si he tenido algún amante en este año?

—Sé que no ha sido así.

—¿Cómo lo sabes? ¿Has tenido a uno de tus hombres espiándome? Edward palideció.
—¡Lo has hecho! —exclamó Bella sin dejarlo hablar.

—Tú no querías verme. Tenía que saber que estabas bien. Así que decidí vigilarte.

—Bien, a menos que me hayas seguido las veinticuatro horas del día no puedes saber si te he sido fiel.

No era necesario decirlo así. No había motivo para ser fiel. No estaban casados. Ni siquiera salían juntos.

—Simplemente lo sé —dijo él ignorando la brusquedad de su comentario.

—¿Además de magnate eres psicólogo?

—Esta discusión no nos lleva a ninguna parte.

—Tal vez no tenemos que ir a ninguna parte.

—Al contrario. Salimos hacia Sicilia en una hora.

—¿De qué estás hablando? No vamos a Sicilia —dijo ella poniendo los brazos en jarras y mirándolo con el ceño fruncido—. Tengo un trabajo. El señor Di Adamo cuenta conmigo.
—La joyería Adamo quedará cerrada hasta que se celebre la subasta.

—Pero se arruinará. Lo perderá todo -dijo ella con el corazón en un puño.

—Eso no ocurrirá.

—¿Porque tú lo dices? —preguntó desafiante.

—Sí. Porque yo lo digo. He arreglado las cosas con tu jefe. Mi empresa terminará de instalar el nuevo sistema de seguridad mientras la tienda está cerrada y llevarán a cabo mejoras en la instalación eléctrica del edificio.

—Pero no podemos permitírnoslo -dijo Bella, que conocía el frágil estado de las cuentas del negocio.

—Ya me he ocupado.

Si Edward había convencido al orgulloso señor Di Adamo para que le dejara hacer todas esas cosas significaba que había sido mucho más diplomático con él que con ella.

—Y qué hay de las joyas de la corona?

—Serán transportadas a un lugar secreto hasta la subasta.

—Supongo que tu empresa se ocupará también de la seguridad el día de la subasta -dijo ella, aunque no le importaba realmente.

—Sí.

—No entiendo por qué tengo que ir a Sicilia. Ya no corro peligro, las joyas no están bajo mi custodia.

—¿Y cómo crees que los ladrones averiguarán que las joyas ya no están con el señor Di Adamo?

Bella se mordió el labio y miró por la ventana, y de nuevo a Edward.

—Supongo que he pensado que si han averiguado que las teníamos nosotros también podían averiguar que ya no es así.

—Las cosas no son tan fáciles, amore.

Bella sintió que el corazón se le contraía al escuchar el cariñoso tratamiento.

—¿Sabes? Estoy harta de que utilices esos términos cariñosos conmigo. No me gusta —mintió—, pero lo tolero. Es la forma de hablar del hombre italiano. Lo sé, pero no me llames nunca «amor mío». ¿Lo entiendes? El amor no existe en nuestra relación.

No quería engañarse hasta el punto de creer que el amor tenía algo que ver con la preocupación que mostraba por ella. El sentimiento de culpa y la obligación para con un amigo de la familia se mezclaban con el deseo, pero eso era todo. Y ella tenía que recordarlo siempre.

—¿Estás diciendo que ya no me quieres? Lo sé —dijo él con expresión de piedra.

—Y tú tampoco me quieres a mí, así que deja de jugar.

—No creo estar jugando.

—Pues deja de usar términos cariñosos conmigo.

—Pero es que eres un ser querido para mí.

—No soy más que la carga de tu culpa, querrás decir.

—¿Crees que anoche me sentía culpable? —preguntó él con la misma expresión de piedra.
Bella no podía digerir aún lo que había sido. Tenía que aceptar primero la realidad.

—Lo de anoche fue una explosión de deseo sexual entre dos personas que olvidaron usar preservativo.

—No lo olvidé.

—Ya —Bella lo miró fijamente. A un hombre como Edward le costaba admitir sus errores—. Decidiste pasar por alto cualquier intento de evitar la concepción.

—Exactamente.

—¿Cómo?

—Elegí no hacer nada por evitar un embarazo.

—Dijiste que no tenías un condón.

—Y es cierto, pero podía haberte hecho el amor de otra forma.

—Y no lo hiciste.

—No lo hice.

7 comentarios:

  1. Muchas gracias por actualizar, comprendo a Bella como puedes volver a confiar 😪, Pero soy una romántica. Me encantan los finales felices, me da esperanzas de tener el mío algún día 💞

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  2. Ohhhh si que Edward solo emitió el usar algo para que Bella no quedará embarazada..... Sólo espero que puedan solucionar las cosas entre los dos!!!
    Besos gigantes!!!!
    XOXO

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  3. Parece que Edward quiere arreglar las cosas pero no creo que esté tomando el camino correcto

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  4. Muy buena historia, pero ...Siempre en estas historias los Edwards creen que casándose o teniendo hijos solucionan las cosas . Grave error. Debería darle tiempo a Bella para que tome sus propias decisiones . Pienso que jamás se le da el espacio para que ella pueda decidir por sí misma , ya que siempre termina cediendo demasiado rápido ante el Edward dominador y manipulador . Me gustaría que Edward tomara una aptitud mas comprensiva aceptando que cometió un error al tratarla tan mal anteriormente y que le pidiera perdon. Además quiere que Bella quede embarazada sin tomar en cuanta la opinión de ella , demasiado machista para mi gusto .Aún así seguiré leyendo 😊

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  5. Gracias! Actualiza pronto! Por favor ☺

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  6. Actualiza pronto muy buena tu historia ♥♥♥♥

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