Arreglo de Boda 2

Cuatro ríos y, al menos, una docena de arroyos cruzaban el techo de escayola de la habitación número seis del viejo hotel Forksdown. Edward lo sabía porque llevaba despierto casi toda la noche, mirándolos. Mirando y deseando que hubiera otra salida.

Pero a las nueve de la mañana no había encontrado ninguna. De modo que se puso el traje oscuro, guardó las maletas y las pocas cosas que había llevado con él desde Houston en el maletero del jeep y se dirigió a Swan.

Para buscar a la que iba a ser su mujer.

Media hora más tarde, cuando se acercaba al rancho recordó algo: «He pedido que haya sol».

A pesar de todo, no pudo evitar una sonrisa. Aparentemente, las plegarias de Bella habían sido atendidas.

La luz del sol caía sobre las verdes praderas y los árboles que rodeaban la carretera, iluminando a lo lejos las colinas nevadas.

Soltando el acelerador, Edward recordó la primera vez que había hecho aquel viaje. Tenía diez años. Pero como si hubiera tenido cincuenta. Estaba furioso y tan lleno de miedo que su estómago seguía encogiéndose al recordarlo.

De nuevo, como tantas veces, recordó la serie de eventos que lo habían hecho volver a Swan. Y recordó la conversación con su jefe, Marco Vulturi.

— ¿Necesitas más dinero, Edward? Podemos llegar a un acuerdo para que no te marches. No puedo creer que quieras vivir en un pueblo tan diminuto que nadie ha oído hablar de él.

Edward no había querido defraudar a Marco. Había sido el director de su empresa durante ocho años.

—Alec conoce el negocio, no te preocupes. Él puede ocupar mi puesto.

—No lo entiendo —murmuró Marco, sacudiendo la cabeza.

Y nunca lo entendería, de modo que Edward intentó explicárselo.

—Le debo la vida a Charlie Swan y tengo que pagar la deuda que tengo con él.

Edward se colocó las gafas de sol sobre la cabeza y guiñó los ojos para mirar hacia delante. Sí. Pagaría su deuda. El problema era que Bella tendría que pagarla también. Y no aliviaba nada su conciencia saber que ella era tan joven y tan ingenua que no entendía lo que aquel acuerdo iba a costarle.

Pero él sí. Y no podía hacer nada contra la desilusión de que el rancho Swan llegara a sus manos cargado de obligaciones.

Entristecido, miró alrededor. Frente a él, lo que oficialmente sería suyo en menos de una hora. Una vez, ser el dueño de Swan había sido un sueño imposible. Pero después de su matrimonio con Bella…

Había llegado muy lejos.

Le gustaba pensar que había aprendido mucho desde que era un niño que se buscaba la vida como podía. De crío, no le importaba haber sido abandonado y maltratado por un sistema social que no sabía qué hacer con los niños sin padres. Pero entonces los Swan lo encontraron. Hasta aquel momento, Edward solo entendía la hostilidad, el abuso, la pobreza. Esa había sido su vida.

Aunque era muy joven, sabía mucho del hambre y del dolor. Y, sobre todo, sabía lo que era estar solo. Lo sabía cómo lo sabe un perro callejero. Y lo había sabido todos los días de su vida hasta que Charlie y Renée lo acogieron en su casa. Eran una pareja encantadora que había abandonado la idea de tener hijos propios a los cuarenta años.

Un momento después, paró el jeep sobre la colina para tomarse algún tiempo antes de llegar al rancho que había sido su casa, donde los Swan le habían ofrecido paciencia y comprensión. Como recompensa, él les había dado incontables dolores de cabeza durante el primer año. Y, a pesar de todo, no lo echaron de allí.

«Huye todo lo que quieras, chico», le dijo Charlie una noche, después de estar horas buscándolo por todas partes. «Siempre tendrás un hogar en Swan».

Por primera vez en su vida, Edward pensó que había un sitio para él. Por primera vez sintió que alguien lo quería.

Apoyando un codo en la ventanilla abierta, miró hacia la casa en la que había conocido el cariño por primera vez. La casa en la que una mujer, una niña en realidad, lo esperaba para convertirse en su esposa.

Bella.

Bella, a quien él recordaba como una niña juguetona. Bella la adolescente que estaba loca por él. Bella, que no debería convertirse en su mujer.

Recordaba cada momento del día en que Renée estuvo a punto de morir al dar a luz a la niña que Charlie y ella nunca pensaron tener. Edward tenía catorce años y quería odiar al bebé arrugado y llorón. Pero desde el primer día, Bella Swan había enamorado a todo el que la mirase. Y Edward no había sido una excepción.

Sus padres estaban locos por ella y movieron cielo y tierra para que no le ocurriera nada malo a aquel milagro que la vida les había regalado.

Edward se sintió apartado. Era como si, de nuevo, estuviera en el escaparate de la tienda de caramelos sin poder entrar. Había sido un despertar, el recordatorio de que, aunque los Swan lo apreciaran mucho, solo podía contar consigo mismo. Bella era una Swan y por mucho que Charlie y Renée lo quisieran, nunca le dieron su apellido.

Y en momentos como aquel, eso volvía a doler como si le arrancaran el corazón.

Bella acababa de cumplir cuatro años cuando él se fue a la universidad con una beca deportiva. Tenía ocho cuando a los veintidós años, él había terminado sus estudios de dirección de empresas, dieciséis cuando él volvió a Forksdown para llorar la muerte de la única madre que había conocido.

Y después Charlie murió también. El dolor hizo que apretara los labios. Un mes antes, Charlie Swan lo había llamado para pedirle una promesa que Edward pensaba cumplir aunque le fuera la vida en ello.

—Tú sabes que mi Bella es especial —le había dicho en voz baja desde su cama del hospital, delgado y frágil, a punto de morir—. Es una niña muy delicada. Te necesita, Edward. Y yo necesito que tú cuides de ella.

Delicada. Esa era la palabra que Charlie y Renée solían usar para describir a Bella. Edward no sabía mucho sobre la epilepsia. Nunca había querido saberlo. No estaba orgulloso de ello, pero los Swan no habían querido darle muchas explicaciones. Cuando empezaron los ataques, él también era un niño.

Pero la verdad era que le daba miedo saber. Le daba miedo porque se sentía incapaz de ayudar… y se sentía excluido.

—Tiene fiebre —decía Renée cuando Bella sufría un ataque—. Es solo fiebre. Se le pasará.

Pero no se le había pasado. Y una vez que se marchó del rancho, Edward fue pocas veces de visita. Era más fácil, más conveniente no preocuparse o sentirse culpable porque la enfermedad la sufría Bella y no él.

Pero estaba allí. Y cuidaría de ella como le había prometido a su padre.

Ni siquiera se le había ocurrido decirle que no cuando le pidió que dirigiera el rancho Swan.

Pero se quedó sorprendido cuando Charlie le pidió aquel imposible.

—Tú eres la única persona en la que puedo confiar, hijo. Tú eres el único que puede cuidar de mi niña.

Edward se habría dejado matar por Charlie Swan. Por la persona que había cuidado de él y lo había ayudado a hacerse un hombre.

Iba a casarse con Bella. Tan seguro como que el sol sale al amanecer. Y por la noche, cuando se pusiera, Bella Swan sería su esposa. Él dejaría su vida en Texas, el trabajo, sus amigos, las mujeres…

—Llevas demasiado tiempo pensando que vas a hacerle una mala jugada a Bella cuando los dos vamos a conseguir lo que queremos —se dijo entonces a sí mismo.

Bella lo quería, al menos eso pensaba Edward. Y él quería Swan, aquel rancho que era el sueño de su vida. Charlie había tenido razón sobre una cosa: su hija necesitaba que alguien cuidara de ella porque estaba enferma. Mejor que fuera él.

Edward volvió a ponerse las gafas de sol, arrancó el jeep y se dirigió a su casa.

Su casa.

Donde su esposa-niña lo esperaba con los ojos brillantes y un alma imposiblemente romántica.

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Bella tardaba en contestar. Cuando por fin abrió la puerta, Edward se sorprendió al ver lo frágil que parecía.

Por un momento, ninguno de los dos dijo nada. Edward no podía hablar. Estaba allí, en la puerta, con la maleta en la mano, envuelto en una especie de sueño de princesas vestidas de encaje blanco con ojos aterciopelados. Y se preguntó en qué se estaba metiendo.

Ella parecía recién levantada y estaba pálida. Bajo el velo de encaje, una masa de rizos rubios y unos ojos cafés que parecían haber perdido color…

— ¿Te encuentras bien?

Bella asintió, sonriendo con tristeza.

—Voy a buscar el mantón.

Edward notó que se movía lentamente, como si le costara trabajo, mientras tomaba un mantón de elaborado encaje antiguo. Sin decir nada, él se lo quitó de las manos y se lo puso sobre los hombros, fijándose en el contraste de sus grandes y fuertes manos con los delicados hombros femeninos. Fijándose en cómo temblaba Bella.

No parecía encontrarse bien.

—Si no quieres hacerlo, podemos esperar.

—Estoy bien —dijo ella, sin mucha convicción—. De verdad —insistió, al ver su expresión incrédula.

No estaba bien. Eso era evidente. Pero aquello era nuevo para él. Quizá Bella se había percatado por fin de lo que estaba a punto de pasar. Quizá simplemente estaba asustada.

¿Por qué no iba a estarlo? Él no había hecho el papel de novio enamorado. Porque no lo era. Y no lo sería nunca. Eso no significaba que no pudiera ser amable con ella y que no estuviera dispuesto a cuidarla.

—Si necesitas más tiempo para acostumbrarte a la idea…

—No necesito tiempo —susurró ella, sin mirarlo, como si tuviera que concentrarse para emitir cada palabra. Te he esperado… toda mi vida. No quiero esperar más.

La sinceridad de aquella admisión lo irritó y lo hizo sentirse humilde al mismo tiempo.

Bella Swan se merecía algo más. Se merecía un caballero que la llevara a un castillo encantado. Pero lo único que había conseguido era a él. Su corazón estaba lleno de ilusiones sobre Edward.

Pero Edward sí sabía lo que era… y lo que no era. El nunca sería Lancelot. Y nunca sería el hombre que Bella necesitaba.

Aun así iban a casarse. Más tarde o más temprano.

—No tiene que darte vergüenza admitir que estás incómoda.

Ella levantó la cabeza.

—No estoy incómoda. Estoy emocionada —dijo, con los ojos brillantes. Edward sacudió la cabeza, incrédulo. Encima, intentaba animarlo—. De verdad. Prometo hacerte feliz.

Aquellos preciosos ojos lo miraban con tal fe… Edward supo entonces que, aunque no pudiera darle lo que ella quería, podía darle lo que necesitaba. Costase lo que costase, haría que confiara en él.

—Vamos a hacerlo, princesa. No podemos desperdiciar este sol tan precioso, ¿no te parece?

—No —sonrió Bella—. No podemos desperdiciarlo.

—Estás preciosa.

—Tú también.

—La carroza espera —sonrió él, tomándola del brazo—. Vamos, señora.

Edward la llevó al jeep, preguntándose qué ladrón había robado la alegría de sus ojos.

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Bella soportó durante la ceremonia un dolor de cabeza increíble. Siempre era así después de un ataque. Un terrible dolor de cabeza y un cansancio que, a menudo, la obligaba a permanecer en cama durante varios días.

Lo odiaba, odiaba depender de aquella enfermedad, odiaba que la epilepsia dictara cómo debía vivir su vida.

Pero no aquel día. Aquel día no iba a permitir que lo arruinara. Permaneció al lado de Edward por pura fuerza de voluntad, luchando por seguir de pie, luchando para escuchar las palabras del pastor cuando solo podía oír los latidos de su corazón.

Pero era real. Estaba allí, con Edward, bañada por la luz del sol que entraba a través de las vidrieras. Oliendo el ramo de flores que llevaba en la mano. Viendo las lágrimas de Martha, la esposa del pastor Webber, que hacía de testigo. Repitiendo las promesas que había esperado toda su vida pronunciar.

—Yo os declaro marido y mujer —dijo entonces el pastor. Bella intentó grabar en su mente aquel momento; el momento que marcaba el principio de una vida que siempre había deseado—. Puede besar a la novia.

Ella levantó la cabeza, notando el calor de las manos del hombre en su cintura, el peso de la alianza en su dedo, el calor de los ojos de su marido…

Tuvo que hacer un esfuerzo para controlar el dolor mientras esperaba el gran momento. El beso que los convertiría realmente en marido y mujer.

Su primer beso.

Se perdió en su sonrisa, en la promesa de su aliento. Sus ojos eran tan amables… pero no era solo amabilidad lo que esperaba de aquel hombre. Quería amor, quería un «para siempre». Quería la magia, la emoción que sentía cada vez que la miraba, cada vez que la tocaba. Como la estaba tocando en aquel momento.

Pero el dolor era casi insoportable y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para concentrarse en los labios de Edward rozando los suyos, suavemente primero… después con cierta exigencia. Era como lo había imaginado, mejor aún. Se derretía entre sus brazos, adorando su olor, el poder de su cuerpo, la tierna caricia de sus manos.

Pero, a pesar de la magia, a pesar del desafío con que se apretaba contra él, Bella por fin aceptó que aquella era una batalla que no podía ganar, una victoria que nunca obtendría.

Por segunda vez aquel día, su cuerpo la traicionó.

Y lo que recordaría del día de su boda era que el mundo se volvió oscuro antes de caer en los brazos de su marido.

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—Bella… Bella… es hora de despertar.

Bella intentaba abrir los ojos para descifrar a quién pertenecía aquella voz.

— ¿Doctor Cullen?

—Sí, cariño. Abre esos ojos tan bonitos. Tengo un hombre a mi lado que está deseando verlos.

Aunque la única luz encendida era la del pasillo de la consulta, la cabeza de Bella pareció explotar al abrir los ojos. El dolor y la realización de que estaba en la consulta del médico y no en la iglesia hicieron que su corazón se encogiera. No estaba sola con Edward, no estaba disfrutando del día de su boda.

El dolor físico de repente no le parecía nada, comparado con el dolor de su corazón.

—Voy a darte algo para calmar el dolor —escuchó la voz del médico.

—No quiero dormir. Hoy no.

El hombre le dio un golpecito en la mano.

—Ahora no es el momento de ponerse cabezota. Si te doy una pastilla, mañana estarás como nueva. Si no, ya sabes que podrías pasar varios días en la cama. Puede que tú lo soportaras, pero no creo que tu marido pudiera hacerlo.

«Su marido». Las lágrimas asomaron a los ojos de Bella. No quería que Edward la viera de esa forma. Y el día de su boda…

—Bella, por favor —escuchó entonces su voz—. Deja que el doctor Cullen te dé algo para el dolor.

Haciendo un esfuerzo, se secó las lágrimas con la mano.

—De acuerdo.

—Primero tengo que examinarte. Después, intentaremos aliviar ese dolor de cabeza.

—Se ha desmayado, ¿verdad, doctor? —preguntó Edward en voz baja.

En el silencio que siguió a la pregunta, Bella imaginó que el doctor Cullen había fruncido el ceño. Cuando abrió los ojos y vio que la miraba, como esperando una respuesta, asintió con la cabeza.

El doctor Cullen se aclaró la garganta.

— ¿Por qué no esperas fuera, Edward? Tengo que examinar a tu mujer.

Bella observó que los ojos de Edward se oscurecían. Pero salió sin decir nada. Poco después, el doctor Cullen volvía a su lado.

—Me duele mucho…

—Lo sé, cielo.

El médico le puso una compresa fría sobre los ojos antes de encender la luz.

— ¿He sufrido un…?

—Te has desmayado —aseguró él, tomándole el pulso—. Solo te has desmayado. Como una novia cualquiera… o como alguien que ha sufrido un ataque de epilepsia esta mañana. Es así, ¿verdad?

—Sí.

— ¿Fuerte?

Bella iba a negar con la cabeza, pero el dolor era tan insoportable que tuvo que parar.

—Lo normal.

— ¿Largo?

—Dos o tres minutos, creo. Estaba poniéndome el vestido y… creí que podría recuperarme. Pensé que podría asistir a la ceremonia como si no pasara nada, pero…

El doctor Cullen no dijo una palabra mientras le tomaba la tensión. No tenía que decir nada. Estaba pensando lo mismo que ella. Físicamente, era el período después de un ataque lo que era más difícil de soportar, al menos para Bella. La abrumadora fatiga, la desorientación y el dolor de cabeza eran insoportables. Había sido una ingenuidad pensar que podría comportarse de forma normal, pero deseaba tanto estar bien el día de su boda…

—Por lo demás, ¿te encuentras bien?

—Sí —murmuró ella.

— ¿Tomas tus medicinas? —preguntó el hombre, ayudándola a sentarse para examinarla con el estetoscopio. Bella asintió, sujetando la compresa sobre sus ojos—.Voy a ponerte una inyección y va a doler un poquito. Pero no tanto como le ha dolido a tu marido tener que salir de aquí.

—No creo que le haya dolido. Se habrá quedado de piedra cuando me desmayé.

—Edward lleva mucho tiempo fuera de Forksdown, ¿verdad?

—Sí.

Sabía cuál sería la siguiente pregunta. Lo sabía.

—Edward sabe que sufres epilepsia, ¿verdad?

Bella permaneció en silencio unos segundos.

—Más o menos.

—Bella…

—Lo sé. Sé que debería habérselo dicho para que supiera dónde se metía. Pero no quería decírselo hoy. Yo quería que… que hoy fuera mi día.

Después de ponerle la inyección, el doctor Cullen cubrió el pinchazo con un algodón que, a su vez, sujetó con un esparadrapo.

—Tu marido debería saber lo que te pasa —murmuró, apretando su mano—. Para que sepa cómo debe actuar cuando ocurra.

Bella no pudo contener las lágrimas.

— ¿Por qué… por qué tiene que pasarme esto? ¿Y por qué ha tenido que pasarme hoy?

—Cariño, no pasa nada. Hoy solo es un día más entre un montón de días maravillosos. Ya lo verás.

—Ya, claro. Y el dolor me hace más fuerte —dijo entonces ella, con amargura.

—Ya eres fuerte. Más fuerte que nadie que yo conozca. Se te pasará. Tú y tu marido tendréis una maravillosa vida juntos.

«Una vida maravillosa».

Las palabras del médico se repetían en su mente una y otra vez.

Pero era epiléptica. Eso solo era más que suficiente para contradecir aquellas palabras. Sus padres habían hecho todo lo posible para que fuera feliz, pero no siempre fue así. Su vida consistía en esperar el próximo ataque. Había tenido que ser constantemente protegida de la crueldad de los demás niños, que no entendían lo que le pasaba y tenían miedo. Aunque sus padres nunca lo supieron, la vida de Bella había consistido en aislarse, emocional y socialmente.

La medicina podía paliar, pero no eliminar los ataques que la hacían perder el control y erosionaban su personalidad, su espíritu y su orgullo.

Y su vida, a menudo, no había sido suya.

Como en aquel momento, cuando notó que la droga empezaba a hacer efecto. De nuevo, perdía el control de su vida y se puso furiosa. Y después, incluso la furia desapareció junto con su conciencia, aislándola una vez más.

Bella se quedó dormida, pero no soñó con la felicidad eterna.

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— ¿Cómo está? —preguntó Edward cuando por fin el doctor Cullen salió de la consulta.

Había pasado el tiempo leyendo revistas que no quería leer y contando las baldosas grises del suelo una y otra vez.

—Está dormida. Es lo que necesita ahora mismo. Llévala a casa para que descanse un poco y mañana estará como nueva.

— ¿Siempre es así?

El hombre le puso una mano en el hombro.

—No, hijo. No siempre es así. Tienes que recordar que ha sufrido mucha presión últimamente. Su padre murió hace un mes y hoy era el día de su boda… La emoción, la ansiedad… han sido demasiado. Pero se pondrá bien. Ahora tiene que descansar, pero cuando esté mejor, ella misma te contará todo lo que tienes que saber.

El doctor Cullen era muy amable, pero demasiado discreto para el gusto de Edward.

—Quiero que me lo cuente usted.

—No creo que deba hacerlo.

Pero él tenía que saber. Tenía que hacer la pregunta que le había quemado los labios desde que se desmayó en el altar.

— ¿Su enfermedad…? —empezó a decir, nervioso, pasándose una mano por el pelo—. ¿Bella va a morir?

—No —contestó el médico—. No va a morir.

Edward sintió un alivio increíble. Más del que había esperado.

—Gracias a Dios.

—La suya es una enfermedad con la que lleva lidiando mucho tiempo. Está mejor preparada para ello que tú. Se siente humillada porque ha ocurrido el día de su boda, pero se le pasará… si tú la ayudas.

—Lo haré —murmuró Edward. No podía soportar que Bella estuviera sufriendo.

—Paciencia, hijo. Es lo que los dos necesitáis ahora. Cuando hayas hablado con ella, ven a verme y te contaré todo lo que necesites saber. ¿De acuerdo?

No estaba de acuerdo, pero Edward sabía que eso era todo lo que el doctor Cullen iba a contarle.

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Edward levantó a Bella del asiento y se dirigió con ella hacia la casa. Era como un pajarito en sus brazos. Suave como la seda, ligera como una pluma y tan vulnerable que se le encogía el corazón al mirarla.

La brisa de abril movía el satén de su vestido mientras el último sol de la tarde, el que ella había pedido para el día de su boda, hacía brillar su pelo.

El delicado ronquido que salió de su garganta lo habría hecho reír si no se sintiera tan angustiado.

Cuando la miró, se dio cuenta de que pasaría mucho tiempo antes de que pudiera contarle lo que quería saber y antes de que… pudieran hacer nada.

Hasta aquel día, «eso» había sido una preocupación, pero lejana. Edward no era ningún monje. Aunque sabía que Bella era virgen, también sabía que no habría podido dormir solo. ¿Quién podría hacerlo con tan preciosa criatura en la misma cama? Había pensado ir despacio, aunque tenía toda la intención de hacerla su mujer.

Pero en aquel momento se preguntaba… se preguntaba muchas cosas. Sobre todo, qué eran aquellos sentimientos que no tenían nada que ver con el sentido del deber. Iban más allá de la preocupación por un ser humano y la angustia de que hubiera en peligro algo más que su salud; sentía un viejo miedo de no tener nada que darle a una mujer excepto una relación física.

De repente, una conversación que mantuvo seis meses atrás se repitió en su cerebro:

—Te da lo mismo, ¿verdad? —escuchó de nuevo la voz de Bree Tanner, acusadora, cuando él había roto la relación.

Le gustaba Bree, pero no estaba enamorado de ella y sabía que no era justo engañarla.

Los ojos violetas de la mujer estaban llenos de angustia y… de amor, una emoción en la que Edward no confiaba. Desde el principio le había dicho cómo era él, le había dicho que no buscaba una relación duradera y pensaba que ella había aceptado las reglas. Cuando se dio cuenta de que no era así, era demasiado tarde y tuvo que cortar la relación, como hacía siempre.

—No me da lo mismo, Bree. Ya te dije al principio…

—Te da lo mismo que te quiera. Siempre te ha dado igual.

—Lo siento. No sé qué decir. No quería hacerte daño.

Y era cierto, aunque sus palabras hubieran sonado vacías.

Ella rió entonces, una risa amarga.

—Ya, claro. No quieres hacerme daño. No sabes lo que es el amor, ¿verdad, Edward? No lo entiendes —le espetó, con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Sabes una cosa? Me das pena. Al menos, yo sé lo que es amar a alguien. Tú nunca lo sabrás. De los dos, tú eres el más patético.

Bella se movió entonces, disipando sus oscuros recuerdos.

— ¿Dónde estoy…?

—Calla —susurró Edward, besando la pálida frente—. Estamos en casa. Voy a llevarte a la cama.

Bella enredó los brazos alrededor de su cuello.

—Esto no era lo que tenía en mente cuando… cuando te imaginaba entrando conmigo en casa.

El corazón de Edward se encogió. Su princesa había esperado una boda de cuento. Ojalá hubiera sido así.

— ¿Qué tal si lo hacemos otra vez cuando te encuentres mejor?

—Vale —susurró ella.

Le sorprendía su confianza en él. Le sorprendía que siguiera mirándolo como cuando era una adolescente.

Bella era especial y Edward no quería hacerle daño, pero sabía que se lo haría de todas formas. Solo había que mirarla a los ojos. Ella lo veía como un ideal romántico. Quería un matrimonio por amor, no el pago de una deuda.

Ojalá pudiera darle eso. Como hubiera deseado haberle dado algo más a Bree. Su ex novia se había equivocado. Edward sabía lo que era el amor, pero no sabía cómo darlo. Seguramente debido a su infancia, seguramente porque se lo habían arrancado del corazón antes de que los Swan lo adoptaran.

Para él era casi un mundo desconocido. Y por Bree, y sobre todo por Bella, lo lamentaba.

Cuidaría de ella. Le daría todo lo que pudiera darle… aunque sabía que nunca sería tanto como se merecía.



5 comentarios:

  1. No fue como lo esperaba bella pero al menos se caso ya lo demás poco poco. Gracias por el capi

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  2. Aghhh por lo menos el Doctor le dijo que ella sufría una enfermedad, que no era porque le tuviera miedo o algo así... solo espero que Bella le cuente...
    Besos gigantes!!!
    XOXO

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  3. Pobre de Bella vivir toda esa situación sola espero que ahora que se ha casado con Edward la ayude!!!

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  4. Él lo sabe y quiere ayudarla, es muy tierno!!!! Y aunque diga que no sabe como dar amor no se da cuenta que ya lo hace preocupándose por Bella y queriéndola ayudar y hacerla feliz.

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