Arreglo de Boda 3

Era medianoche y Edward estaba acostado junto a Bella.

No había pensado meterse en la cama con ella. Solo quería arroparla y después apartarse para pensar.

Quería pensar en todo lo que nunca sería para ella, en lo que no podría darle, en el futuro que le esperaba a los dos.

Pero era más importante no dejarla sola. Por eso, cuando ella le dijo al oído: «No te vayas», todas sus intenciones se fueron por la ventana.

A pesar de la medicina, a pesar del cansancio, sus ojos cafés le decían cuánto lo deseaba.

—No voy a ninguna parte, Bella. Voy a quedarme aquí, en el sillón.

—En la cama —insistió ella. Edward tuvo que sonreír.

—Vale, en la cama. Pero primero ponte cómoda.

Con decisión, había empezado a desabrocharle los botones del vestido. Los botones eran diminutos… y debía haber más de cien. No estaba preparado para eso.

Y no estaba preparado para el cuerpo que descubrió bajo las capas de satén.

—Soy muy delgada —susurró Bella.

Edward tuvo que hacer un esfuerzo para calmarse, sus manos ocupadas con metros de tela, su corazón latiendo como loco dentro de su pecho.

Era delgada. Y tan exquisita, tumbada sobre las sábanas rosas, cubierta apenas por aquella ropa interior de encaje. Estaba sorprendido por la belleza de su piel de porcelana y tenía que recordarse a sí mismo lo frágil que era, lo delicada que estaba en aquel momento.

Pero solo podía pensar que era su mujer. Aquel hermoso cuerpo era el de su mujer. Las medias de seda blanca, el sujetador diminuto en forma de flor que apenas cubría sus pechos, la sombra de los rizos bajo las braguitas… Su mujer.

La imagen era tan vivida que lo golpeó como un martillo: estaban desnudos, tumbados en la cama y Bella se colocaba sobre él, con el magnífico pelo cayendo sobre su cara, los pezones duros mientras descendía hacia él para tomarlo hasta el fondo, gimiendo…

El sonido, doloroso, lo hizo volver a la realidad. Cuando la miró, Edward vio que por fin estaba dormida.

Dejó el vestido sobre el sillón y se sentó al borde de la cama, nervioso. ¿De dónde habían salido esas imágenes? Bella, la dulce Bella, tan inocente… Edward tuvo que pasarse la mano por el pelo, nervioso.

¿En qué se había metido? ¿En qué la había metido a ella? Un matrimonio que Bella no había elegido. Pensaba que era lo que quería, pero era tan joven, tan ingenua…

La deseaba.

Pero estaba enferma.

Edward sintió una náusea.

—Edward…

—Estoy aquí, cielo.

—No me dejes.

Su corazón se encogió al oír esas palabras. Y, de repente, lo puso todo en perspectiva. No era un alivio, más bien una aceptación.

Le debía mucho a Charlie Swan. Eso era lo más importante.

Y le debía a Bella mucho más de lo que había estado dispuesto a darle cuando llegó al rancho. Pensaba que era suficiente haber dejado su trabajo, su casa y sus amigos y que era un sacrificio volver a Montana… aunque se decía a sí mismo que Swan era lo que quería, lo que se merecía.

Bella era parte del trato. Al principio, le había parecido bien. Quería cuidar de ella. Y seguía haciéndolo. Pero solo en ese momento se dio cuenta de lo que significaba: «En la salud y en la enfermedad».

Desde Texas, las consecuencias de volver a Swan habían sido abstractas. Aceptables.

Pero en aquel momento… No había contado con que Bella dependería tanto de él. Y tampoco había contado con el deseo que aquella cría despertaba, un deseo que Edward había intentado negarse desde que volvió para organizar el funeral de Charlie y su inminente boda.

Su boda.

De alguna forma, había visto aquel matrimonio como una solución. Estaba aburrido de los bares, de las discotecas, las sonrisas de plástico de mujeres que no querían entender que él no podía darles lo que buscaban. Mujeres como Bree. A las que había hecho daño.

De modo que el matrimonio lo sacaba de esa rutina. Era bueno para él.

Pero no para Bella.

Ella necesitaba más. Y poco a poco, Edward se daba cuenta de que se lo merecía.

— ¿Edward?

Resignado, se quitó la chaqueta y se tumbó en la cama, a su lado.

—Estoy aquí —murmuró, tomándola en sus brazos.

—Prométeme que no me dejarás.

Si no hubiera estado tumbado, aquel tono de voz tan ingenuo, tan sincero, lo habría hecho caer de rodillas.

—No voy a dejarte. Nunca te dejaré.

Y no lo haría.

Tenía un compromiso que cumplir.

Bella se apretó contra él y el nudo que sintió en la garganta lo pilló desprevenido. Edward cerró los ojos, negándose a reconocer la emoción, pero apretó la cara contra los rizos fragrantes. Y se agarró a ella. Se agarró como si fuera un ancla, cuando supuestamente debía ser él quien iba a sostenerla.

—No voy a defraudarte —murmuró, intentando contener la ternura que crecía en su pecho. Bella era una obligación. Dependía de él—. Te lo prometo.

Había vuelto a Swan para reclamar lo que creía suyo. Y había vuelto para cuidar de Bella. No porque necesitara su dulzura. No necesitaba a nadie, no necesitaba nada. No le hacía falta un hogar. Se negaba a pensar que la necesitaba a ella y todo lo bueno que representaba.

El reloj del abuelo dio la una.

Edward esperaba con los ojos abiertos que llegara el amanecer y con él, la distancia de aquellos sentimientos nuevos para él.

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Cuando por fin Bella se despertó, estaba lloviendo. Tenía los ojos cerrados, pero sabía que había amanecido. Ya no le dolía la cabeza y el sonido de la lluvia golpeando los cristales era relajante.

Olía la tierra húmeda y pensó en su jardín. Olió un aroma desconocido en su almohada y… pensó en su marido.

Pero cuando abrió los ojos, Edward no estaba a su lado.

La desilusión hizo que sintiera un nudo en la garganta. Tocó la marca de su cabeza en la almohada. Estaba fría.

Pero su olor seguía allí. La había abrazado durante toda la noche. Era cálido, fuerte, masculino.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Hubiera querido darle mucho más en su noche de bodas. Hubiera querido darle… pero había terminado pidiendo.

Bella miró el reloj. Las 10:15, domingo, 15 de abril. Su primer día como esposa de Edward Masen. Y estaba sola en la cama.

Y seguía siendo virgen.

Su corazón se encogió mientras observaba las gotas de lluvia deslizarse por el cristal de la ventana, como lágrimas.

Así fue como Edward la encontró.

Estaba en la puerta de la habitación, mirándola.

El rostro de su esposa lo mantenía hechizado. Estaba mirando hacia la ventana y no sabía que él estaba allí. Tenía una mano bajo la barbilla y el gesto la hacía aparecer una niña, pero lo que había tenido en brazos toda la noche era una mujer. Era una mujer quien calentaba las sábanas.

Y aquella mañana necesitaba un hombre. Un hombre que conociera sus propios límites y los de ella.

Sabía lo que necesitaba. Necesitaba sus cuidados y su fuerza. Además de eso, dependía de él colocar los límites para que la relación no se hiciera demasiado intensa hasta que Bella estuviera preparada.

Si alguna vez estaba preparada.

—Buenos días —la saludó, dejando la bandeja sobre la mesita de noche.

Su silencio le dijo que se encontraba incómoda. Con él en la habitación, con su recuerdo en la cama…

¿O seguiría dolida por haberse puesto enferma el día de su boda?

—Buenos días —dijo Bella, por fin.

— ¿Cómo te encuentras?

Ella seguía mirando hacia la ventana, evitando sus ojos. Un segundo después, dejó escapar un suspiro que decía mucho más que las palabras.

—Siento haber estropeado el día de nuestra boda.

—No has estropeado nada. Estabas enferma. No podías evitarlo.

Ella miró al techo, sus ojos vacíos de emoción.

—Nunca puedo evitarlo.

Edward la había visto reír muchas veces, la había visto alegre. La había visto triste también, pero nunca lo había afectado tanto. ¿Qué podía hacer para que se sintiera mejor? ¿Cómo podía borrar esa mirada de derrota? Su orgullo estaba herido, su espíritu también.

Pero no quería añadir más dolor haciéndole preguntas.

— ¿Cómo te encuentras?

—Mejor.

— ¿Tienes hambre?

Ella se encogió de hombros y Edward vio un hombro desnudo, perfecto.

En medio de la noche, Bella había intentado bajarse las tiras del sujetador, que debía molestarla, y él la había ayudado. La diminuta pieza de encaje, junto con las horquillas que sujetaban su pelo había terminado en el suelo. Eso le recordó la imagen de dos pechos perfectos, con cumbres rosadas a la luz de la luna…

Pero no debía pensar en eso. No era el momento.

—Creo que deberías comer algo —dijo, después de aclararse la garganta—. En la cocina hay suficiente comida para un regimiento. ¿Has hecho todo eso para mí?

Bella se cubrió hasta el cuello con el edredón, con expresión tímida.

—Sí.

—No debes sentir vergüenza —sonrió Edward, tomando su mano—. Cuando quieras, podemos hablar. Pero cuando tú quieras.

—De acuerdo.

—Yo cuidaré de ti, Bella.

—Soy tu mujer. Se supone que yo debo cuidar de ti.

Edward había cuidado de sí mismo durante tantos años que la idea de que Bella cuidara de él le hacía gracia.

— ¿Qué tal si cuidamos el uno del otro? —sugirió. Eso la hizo sonreír—. ¿No serán bollos caseros? —preguntó entonces, señalando la bandeja.

Bella sonrió. Y Edward no pudo evitar la absurda noción de que el sol había salido por fin.

—Son bollos de crema.

— ¿Los has hecho para mí? Son mis favoritos.

—Lo sé.

— ¿Ves? Ya estás cuidando de mí. Nadie me ha hecho bollos de crema en… —Edward no terminó la frase. La última vez, fue Renée quien los hizo. Y Bella lo sabía—. Digamos que hace mucho tiempo. ¿Me ayudas a comerlos? He traído café y té porque no sé lo que prefieres.

—No sabemos mucho el uno del otro, ¿verdad?

—Tenemos mucho tiempo para aprender.

La expresión de Bella le decía que eso le gustaba. Aun así, las sombras en sus ojos hablaban de un dolor que él no podía entender, ni curar.

—Prefiero café.

Edward colocó varias almohadas detrás de su espalda para que estuviera más cómoda. Al moverse, se percató de su desnudez. Y ella también.

El primer roce de sus dedos fue accidental, el segundo no. No debería haberlo hecho. No debería haber rozado su espalda. Pero no podía evitarlo. La tentación era demasiado grande.

Su piel era como la seda. Nada habría podido evitar que la acariciara. Y Bella no se movió. Todo lo contrario, pareció derretirse ante el contacto. Edward cerró los ojos un segundo, disfrutando de aquel roce antes de apartarse.

Los ojos de su mujer estaban llenos de preguntas.

« ¿Vas a besarme?», parecía decir.

No tenía elección. Edward tomó su cara entre las manos y acercó sus labios.

Debía ser un beso de buenos días, un beso suave como un pétalo de rosa, una invitación para que confiara en él. Una promesa.

Pero se convirtió en otra cosa.

Los labios femeninos eran tan cálidos como su piel y su respuesta, instantánea. Se abría para él, húmeda y receptiva.

El deseo lo golpeó como un rayo.

Edward conocía las prácticas de seducción, entendía las artes femeninas para conquistar a un hombre. Pero la respuesta de Bella era instintiva.

Ella no sabía nada de seducción y, sin embargo, era tremendamente seductora. Con el primer roce de su lengua, la mente de Edward se llenó de imágenes eróticas. Que ella hubiera podido excitarlo con aquella breve caricia le hizo darse cuenta de que debía ir con cuidado.

Era él quien tenía experiencia.

Era él quien debía ejercer el control.

—Estoy pensando… —empezó a decir, intentando pensar en la salud de su mujer más que en sus propios deseos—. No sé si los bollos saben tan ricos como tú.

Nunca había visto a una mujer sonrojarse de esa forma. Sus mejillas se pusieron de color de rosa y el rubor cubría su cuello y el nacimiento de sus pechos.

Tuvo que hacer un esfuerzo para no rendirse ante el deseo de tumbarla, apartar las sábanas y disfrutar de su hermosura. Para no tomar uno de aquellos dulces pezones en la boca, besarlo, rozarlo con los dientes y notar cómo ella se arqueaba.

Pero eso no podía ser. No era el momento. Quizá no llegaría en mucho tiempo si no recordaba su enfermedad y sus limitaciones.

Edward también tenía sus limitaciones, pero ella parecía saltar todas las barreras cada vez que estaban cerca.

—Quizá sería buena idea que fuera a buscar tu bata.

Bella parpadeó, confusa. Anhelaba conocerlo como una esposa debería conocer a su marido en la mañana después de su boda.

Preguntas. Tenía tantas preguntas sobre lo que harían en la cama… Cómo la tocaría, dónde la besaría. Tenía tantas fantasías. Muchas de ellas provocadas por un libro que había comprado para saber lo que debía hacer con su marido. Muchas más, que habían despertado al verlo, sabiendo que probablemente él podría enseñarle mucho más que cualquier libro.

—Está en el armario —dijo entonces, en lugar de pedirle lo que quería. Otro beso. Otra caricia. En sus pechos desnudos.

No sabía cómo pedírselo. Ni siquiera sabía si estaba bien. Era una cobarde, se dijo. Era su esposa, pero la parte de ella que le impedía ser muchas cosas parecía impedirle también ser su mujer. No solo la parte física de su enfermedad sino la parte que afectaba a cómo se veía a sí misma, el miedo que provocaban sus ataques.

Lo observó levantarse y cruzar la habitación. Observó las largas piernas, la anchura de sus hombros, el oscuro satén de su pelo, los ojos azules cuando se volvió con la bata… y sintió un anhelo desconocido.

Sabía que era deseo, pero eso le recordó algo. Debería haberlo contado la verdad. Debería habérselo contado todo. No era justo.

Incluso antes de volver a mirarlo, supo que si lo hacía, lo perdería. Su beso le decía que la deseaba. Pero, ¿desearía todo lo que iba con ella?

Bella se sintió culpable.

«No te dejaré nunca».

Eso era lo que había dicho por la noche. Eso era lo que ella quería, lo que había soñado. Pero no lo obligaría a cumplir una promesa. Lo quería por amor, no por otra razón. Y, después de lo que había pasado el día anterior, supo que no lo quería a costa de su orgullo.

De modo que se lo contaría. Todo.

Pero no en aquel momento, cuando estaba desnuda bajo las sábanas.

No podía hablar de aquello desnuda. Se sentía demasiado vulnerable. Y esa vulnerabilidad, como el leve dolor de cabeza, justificaba su decisión de esperar un poco más.
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Bella parecía preocupada por las tareas, de modo que Edward insistió en que se quedara en la cama mientras él se encargaba de todo.

En realidad, para él era un alivio. Necesitaba distanciarse. En media hora, dio de comer a las gallinas, recogió los huevos y llevó el heno a los caballos.

Aquellas tareas le recordaron el pasado, la satisfactoria simplicidad del trabajo manual cuando vivía con Charlie y Renée. Le recordaba lo que ya no era su vida. Curiosamente, sentía a la vez nostalgia y satisfacción.

Vulturi, la empresa que dirigía en Houston, había sido su vida durante los últimos diez años. La controlaba desde un despacho, con la ayuda de Internet para comprobar cómo iba el mercado minuto a minuto. Su vida había consistido en ganancias, pérdidas y cuotas durante mucho tiempo. Había conseguido una posición y trabajaba como un perro para conservarla. Y aunque eso no borraría nunca su vida de niño abandonado, le había dado la seguridad económica que nunca tuvo.

—Pensé que te gustaba tu trabajo —había protestado Marco cuando le dijo que se iba.

—No me gusta, me encanta. Me encanta la competitividad, la tecnología, la rapidez. Pero también lo odio —le había confesado Edward—. Echo de menos hacer algo con mis propias manos. Echo de menos el olor de la hierba, el de los caballos…

Soltó una carcajada cuando Marco lo miró como si hubiera perdido la cabeza.

— ¿Vas a dejar esto para montar a caballo?

—Ya sé que suena muy romántico, pero echo de menos vivir en un rancho. Swan es parte de mi vida. Me ha dado mucho.

Y él podría devolvérselo. Podría convertir ese rancho en el mejor de la comarca. Podía llevar a Swan al siglo XXI. Y, en el proceso, preservaría un estilo de vida que había amado de pequeño y ya empezaba a formar parte de la historia.

Edward miró los cobertizos, que necesitaban una buena mano de pintura, la enorme casa construida a principios de siglo y que no había sido mejorada desde entonces. Él tenía capital para invertir en aquella casa y la firmeza de no vender nunca. Mucha gente había intentado comprar Swan para dividir la parcela y ganar millones. Pero eso no iba a pasar.

Se preguntaba por qué Charlie nunca había aceptado sus ofertas de ayuda.

—No necesito tu dinero, hijo —le había dicho muchas veces—. Estamos bien. Pero tenemos ganas de verte. Ya sé que tienes mucho trabajo, pero podrías encontrar unos días para venir a vernos.

Edward entró en la cocina y dejó la cesta con los huevos sobre la mesa. No había ido a visitarlos a menudo y ya era demasiado tarde.

La casa estaba en silencio mientras se secaba las manos en un paño que colgaba de la nevera. La misma nevera que había conocido veintitrés años atrás, cuando llegó al rancho.

Después de servirse un café, se apoyó en la repisa y estudió la cocina. Entonces no le había parecido tan humilde. Aunque Bella intentaba mantener la casa limpia y organizada, tenía un aspecto abandonado que solo las reformas podrían cambiar.

Entonces escuchó el crujido de una madera sobre su cabeza. Bella debía haberse levantado de la cama. Por fin, pensó sin darse cuenta. Pero, en realidad, no había dejado de pensar en ella desde que salió de la habitación.

Suspirando, levantó la mirada. Tenía muchas cosas que hacer antes de pensar en ella. Tenía que arreglar el suelo del porche, pintar la casa, comprobar el ganado… y cuidar de Bella. Solo cuidar de ella. Era frágil, vulnerable y eso era lo que necesitaba. Que alguien cuidara de ella.

Lo sabía y, sin embargo, no había podido dejar de pensar en su expresión invitándolo a besarla. Invitándolo con aquellos ojos aterciopelados a hacer todo lo que quería hacer.

Le disgustaba no poder dejar de pensar en ella de esa forma. Pero haría lo que Charlie le había pedido que hiciera. Cuidar de su hija.

Dejando la taza sobre la repisa, Edward salió al pasillo y empezó a subir la escalera.

— ¿Bella? —la llamó, antes de entrar en el dormitorio.

La cama estaba vacía, pero oyó un grifo en el cuarto de baño. Seguramente le había dado vergüenza pedirle ayuda para ducharse. Y si hubiera pensado que él estaría imaginándola desnuda bajo el agua, seguramente habría salido corriendo.

Disgustado consigo mismo, se acercó al baño. No iba a entrar, solo quería…

La puerta estaba entreabierta. Bella, de espaldas, envuelta en un albornoz rosa, se inclinaba hacia el grifo de la bañera. Con una sensualidad que aceleró su pulso, se colocó los rizos dorados con un prendedor y después, sin saber que él estaba mirando, se desató el cinturón del albornoz.

Edward debería haberse apartado. O, al menos, debería haberle hecho saber que estaba allí. Pero al ver aquel albornoz deslizándose por sus hombros de porcelana antes de caer a sus pies, se quedó paralizado.

4 comentarios:

  1. Uy! Están que arden el uno por el otro y yo también ya quiero ver esa consumación 😉

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  2. Ese ed nos dejó y se quedó con las ganas lo ara de nuevo jijiji

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  3. Creo que la voluntad de Edward no es tan grande para dejarla sola... para apartarse de ella... en algún momento tendrá que ceder...
    Besos gigantes!!!!
    XOXO

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  4. Vaya con la lucha interna de estos dos jajaja, en que irá a terminar??? XD

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