Era, en una palabra, exquisita.
Su piel era pálida y sin mácula, el cuello largo. La cintura, muy estrecha, las piernas largas y delgadas. Tenía dos hoyitos al final de la espalda, sobre el redondo trasero que llamó su atención y despertó su sexo. Tenía allí un lunar que le hubiera gustado acariciar, con los dedos y con la lengua.
«Mía», pensó, sorprendido por aquella idea tan posesiva.
Edward no era ciego, aunque tampoco era vanidoso. Las mujeres lo encontraban atractivo. Las mujeres que buscaba como amantes eran preciosas y sofisticadas, pero ninguna de ellas lo había conmovido como Bella. Ninguna de ellas lo había excitado como Bella. Y ninguna de ellas, nunca, podría hacerle olvidar quién era y quién no era y lo que no estaba preparado para ofrecer.
Tenía que apartarse, se dijo. Pero entonces ella se inclinó para entrar en la bañera y al ver un pezón rosado, se excitó más de lo que se había excitado nunca.
Y no podía moverse.
No había nada en ella que no fuera una paradoja de erotismo e inocencia. Y cuando echó en el agua un líquido blanco y espeso, Edward tuvo que sujetarse al marco de la puerta. Tuvo que hacer un esfuerzo para respirar cuando Bella levantó una pierna.
El agua jabonosa le llegaba por la cintura, jugando con sus pechos.
Edward estuvo a punto de entrar, arrodillarse a su lado y tocarla donde la tocaba el agua, envidioso.
Pero se sentiría avergonzada, se dijo a sí mismo. Era su marido, pero se sentía como un voyeur, invadiendo su privacidad, destrozando su confianza.
Al menos, pensó que lo estaba haciendo hasta que con un lánguido y deliberado suspiro, ella se volvió y lo miró directamente a los ojos.
El corazón de Edward dio un salto dentro de su pecho. Bella siguió mirándolo durante unos segundos antes de cerrar los ojos.
Sabía que la estaba mirando.
La idea le hizo sentir un placer desconocido. Quizá se había equivocado. Quizá no era virgen. Dudaba que los chicos de Forksdown fueran ciegos o estúpidos y recordaba bien cómo era él a los veinte años. Recordaba bien lo que quería de una mujer.
Y sabía lo que deseaba en aquel momento. Edward miró aquella piel sonrosada hasta que mirar ya no era suficiente.
El deseo se mezcló con unos celos absurdos de los hombres que podrían haber estado con ella antes. «Al demonio tanto cuidado», se dijo entonces. «Al demonio con todo». Ella lo había invitado. Se había desnudado para él, había posado para él. Se portaba como una mujer segura de sí misma, seductora.
—No tienes ni idea de lo que te has buscado, princesa —dijo en voz baja.
Buenas intenciones o no, no pensaba sentirse culpable por reaccionar como un hombre. Ella no era Lolita y él no era un viejo verde. Tenía treinta y tres años y deseaba a su mujer.
Edward abrió la puerta de golpe. Ella abrió los ojos, pero no pareció asustada cuando se acercó y la miró de arriba abajo.
«Mía», era lo único que podía pensar mientras apoyaba las manos a cada lado de la bañera. Y se sintió satisfecho cuando Bella se cubrió los pechos desnudos.
Ya no estaba tan segura de sí misma.
«Estás jugando con fuego, jovencita. Y vas a quemarte».
Pero quien se estaba quemando era él. Él, quien apenas podía respirar.
Sin pensar en nada más, se inclinó apoyándose en los bíceps hasta que su boca estuvo muy cerca de la de su mujer. Hasta que pudo capturar sus labios dejando claro que había despertado a la bestia que había en él y sería mejor que estuviera preparada.
Ya no estaba actuando solo por deseo sino reaccionando ante una fuerza que no podía evitar. La imagen de aquella mujer desnuda en la bañera, el albornoz rosa a sus pies, sus cálidos labios… todo eso era demasiado fuerte y convertía sus entrañas en un infierno.
El gemido que emitió cuando él buscó su lengua le hablaba de su inocencia. Sus suspiros le hablaban de un deseo que estaba despertando… y del control que ejercía sobre él.
Control.
De repente, Edward se apartó. No podía perder el control de ese modo. Nunca lo había hecho, nunca había permitido que una mujer tomara el control.
Se apartó, nervioso. Ella seguía con la boca abierta, intentando respirar.
Quería marcharse, pero no podía dejar de mirarla. Estaba preciosa, ruborizada, suave y húmeda.
Tuvo que hacer un esfuerzo para controlar los latidos de su corazón. Pero Bella abrió los ojos y se pasó la punta de la lengua por los labios para saborear el beso que había terminado.
El deseo se mezcló con una ola de ternura. Y eso, por fin, consiguió aclarar su cabeza.
Tenía que marcharse de allí.
Tenía que hacerlo para no arrepentirse después. Nunca había deseado tanto a una mujer. Estaba a punto de quitarse la ropa y meterse en la bañera con Bella…
Bella, que lo hacía olvidar quién era. Bella, que lo hacía olvidar cómo debía cuidar de ella. No podría soportar lo que tenía en mente. Ni siquiera sabía si podría soportarlo él.
Edward se obligó a salir del baño y de la casa. Había estado a punto de hacerla suya, sin pensar en su inocencia ni en su salud.
Y se odiaba a sí mismo por ello.
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Bella tardó algún tiempo en atreverse a bajar. El dolor de cabeza había desaparecido por completo, pero no estaba segura de cómo se sentía después de su encuentro con Edward.
O lo que había sentido con aquel beso.
De una cosa sí estaba segura: después de la sorpresa inicial por su gesto salvaje, le había gustado. Mucho.
Aquel beso la había afectado profundamente, había afectado partes de su cuerpo que nunca antes se habían sentido afectadas.
Seguía teniendo el estómago encogido mientras se ponía unos vaqueros y una camiseta blanca y se hacía una coleta.
Sabía que la casa estaba vacía porque había visto a Edward por la ventana, serio y con aspecto preocupado, mientras cortaba leña al lado del garaje.
Lo que no entendía era por qué cortaba leña en abril, cuando su vecino, Harry Clearwater, había cortado suficiente como para que le durase todo el invierno.
Pero no lamentaba que hubiera decidido ponerse a trabajar. Especialmente cuando vio que se quitaba la camisa.
Lo había observado desde la ventana de su habitación. Tenía la espalda muy ancha, el torso cubierto de un suave vello oscuro. Y bajo la cinturilla de los vaqueros, su estómago era plano y duro. Parecía uno de esos modelos de las revistas. Bella no estaba acostumbrada a ver hombres jóvenes medio desnudos…
Aunque Edward no estaba desnudo. Y tampoco era tan joven. No como Mike Newton. Joven, estúpido y malvado.
Frunciendo el ceño, sacó un frasco de pastillas y llenó un vaso de agua. No quería recordar, pero los dolorosos recuerdos siempre aparecían cuando menos lo esperaba. Mike Newton y sus sonrisas maliciosas. Era un chico que ella había querido como amigo, pero él tenía otra idea.
— ¿Qué pasa, Bella? —le preguntó Mike una mañana de domingo, a la salida de la iglesia—. ¿Te ha comido la lengua el gato? ¿O te la has mordido durante uno de tus ataques?
Bella solo tenía doce años. Y Mike se partió de risa al ver que se ponía colorada. Se partió de risa junto a sus amigotes, para quienes ella debía ser una especie de monstruo.
No sirvió de nada que su madre lo obligara a disculparse antes de meterlo en el coche de la oreja. Y tampoco sirvió de nada que su propia madre la abrazase al verla llorar.
— Es un ignorante, Bella. Mucha gente se siente mejor cuando hace que otras personas se sientan mal. No pienses en él.
No era la primera vez que ocurría. Pero era la primera vez que Bella hacía un esfuerzo por ser aceptada, por formar parte de un grupo. Así que le dolió más porque ella misma se había expuesto al insulto.
Al día siguiente no fue al colegio. Y dejó de hablar con nadie en quien no confiara absolutamente.
Cinco años más tarde, cuando Mike Newton le había pedido que fueran juntos a tomar un helado, había resultado fácil darle la espalda.
Mike y todos los ignorantes como él no podrían volver a reírse de ella. Le daba igual lo que la gente dijera. Además, siempre había sabido en quien confiar. Y a quien amar.
Y amaba a Edward. Siempre lo había amado, desde que era pequeña. Desde que la sentaba sobre sus rodillas y la acunaba con sus fuertes brazos.
Y, en aquel momento, era su mujer.
Al menos, de nombre.
Mientras abría la nevera, volvió a recordar el beso. Cómo se había sentido asustada por la expresión del hombre y después… después no sabía muy bien qué nombre ponerle a sus sentimientos: estaba inquieta, nerviosa, anhelante. Deseando algo que no podía explicar, pero que debía ser maravilloso. No había querido que terminase aquel beso. No había querido que se fuera de esa forma, que la dejara sola y angustiada.
Se puso colorada al pensar en lo que había hecho para seducirlo.
Seguía sin creer que hubiera tenido tanto valor. Al escuchar sus pasos, pensó en cerrar la puerta, pero no lo hizo. Y su segundo pensamiento… eso hizo que se pusiera colorada de nuevo.
«Déjala abierta. Que te vea».
De repente, se había dado cuenta de que quería que la viera desnuda. Y el instinto la había hecho reaccionar de esa forma para que la deseara.
De repente, era muy importante que la deseara. Y se había quitado el albornoz como si estuviera acostumbrada a hacerlo. Deseando que la mirase, deseando volver loco a aquel hombre que era su marido.
Además del doctor Cullen, ningún otro hombre la había visto desnuda.
Pero aquella mañana no sintió vergüenza. Se sentía… como una mujer. Y sus besos le habían dicho que él también la veía así.
Hasta que se marchó.
Bella miró el reloj de la pared. Era casi la una y decidió sacar el pollo frito de la nevera. Esperaba que a Edward le gustase el pollo frito.
Tenía una expresión fría y distante cuando salió del cuarto de baño. Eso era lo que la preocupaba. ¿En qué estaría pensando?
¿Se arrepentiría de haberse casado con una mujer epiléptica?
Quizá su madre había tenido razón. Quizá Edward era como Mike Newton. Quizá era una rana disfrazada de príncipe encantado.
Angustiada, intentó que sus lágrimas no cayeran sobre el pollo. Lágrimas de rabia, de injusticia y de desilusión.
—Tenemos que hablar.
Bella dio un salto al escuchar la voz de Edward. Estaba tan perdida en sus pensamientos que no lo había oído entrar.
Pero allí estaba. Alto y hermoso, el pelo húmedo de sudor, la camisa sin abrochar. Sus ojos verdes eran tan oscuros como una tormenta.
Pero era rabia lo que ella sentía, no miedo. Nadie le daba miedo. Ya no.
—Tienes razón.
El teléfono sonó antes de que pudieran decir nada más.
Edward había pasado más de una hora cortando leña, intentando quitarse de encima la frustración sexual. Y estaba cansado, pero no había podido dejar de pensar en ella.
Tan húmeda en la bañera. Tan invitadora.
Bella seguía sin saber a qué lo había invitado o habría salido corriendo. Era una niña y no conocía las reglas del juego.
Y ese era el problema. Que él tampoco conocía las reglas porque Bella las había cambiado. Con su cuerpo, con su vulnerabilidad y su habilidad para hacerlo sentir… ¿loco de deseo?
No sabía la respuesta. Solo sabía que no le gustaba. No sabía lo que sentía por ella, lo que quería o esperaba de su mujer.
En un día, veinticuatro horas, Bella le había dado la vuelta a todo.
Tenía que encontrar respuestas sobre la epilepsia, sobre sus expectativas, sobre sus limitaciones, para poder controlar la situación. No le gustaba no entender nada, no le gustaba andar de puntillas. No le gustaba sentirse incómodo, esperando… no sabía qué. Y portándose como un salvaje. Le temblaban las manos al recordar cómo prácticamente la había atacado en la bañera. La había atacado, en realidad. No había habido ternura en aquel beso. Y mientras cortaba leña no podía dejar de pensar en su boca, en sus pechos…
Estaba haciéndoselo otra vez.
Edward apretó los puños. Tenían que hablar. Necesitaba respuestas.
—Rancho Swan —escuchó la voz de Bella.
—Hola. Soy el reverendo Webber.
—Ah, hola… Estoy mucho mejor, gracias… Sí, él también está bien. Estábamos a punto de comer. No, no está interrumpiendo. Bueno, de acuerdo, gracias por llamar.
Bella colgó y se secó las manos en los vaqueros, nerviosa.
—Supongo que quería lo mismo que el doctor Cullen cuando llamó esta mañana —murmuró Edward—. Y la señora Cooper, y la señora Mallory y Sam Uley… Pensé que había muerto.
—No. Es muy mayor, pero está bien.
Debería estar agradecido por recibir llamadas interesándose por su mujer. Pero no era así; se sentía excluido. Ellos sabían cómo cuidar de Bella. Él no sabía nada. Pero iba a enterarse.
—Mira, Bella…
Antes de que terminase la frase, el teléfono volvió a sonar. Edward descolgó de un manotazo y se lo dio a ella, resignado.
—Hola, Billy. Estoy bien, gracias… No necesito nada, de verdad. A partir de ahora, Edward irá a buscar lo que necesitemos. Sí, claro que puedes venir a verme. Vale, hasta pronto.
Después de colgar, se volvió de nuevo hacia él, encogiéndose de hombros.
—¿Quién era?
—Billy.
—¿Del supermercado?
—Sí.
—Pues debe tener ochenta años, ¿no?
Ella se volvió para abrir la nevera, mostrándole justo en lo que había estado pensando toda la mañana.
—Suele traer mis compras a casa. Lo hace desde que mi madre se puso enferma —explicó Bella, sacando un bol de ensalada.
Edward estaba a punto de preguntar por qué el decrépito de Billy tenía que llevarle las compras a casa, pero se detuvo a tiempo.
Por supuesto alguien debía llevarle las compras a casa. Bella no podía conducir.
La mayoría de los epilépticos no pueden sacarse el permiso de conducir porque podrían sufrir un ataque al volante. Una información que, hasta aquel momento, no lo había afectado personalmente.
¿Cómo se sentiría él si le quitaran esa libertad?, se preguntó a sí mismo sintiendo un nudo en la garganta. ¿Cómo se sentiría si dependiera de los demás para usar un coche, para ir de un lado a otro?
Edward estudió el rostro de Bella y vio en él orgullo y humillación. Pero no debía sentirse humillada. Su enfermedad no era algo denigrante.
—Querías que hablásemos.
Estaba muy quieta, muy seria.
No le gustaba hablar de su enfermedad. Debía ser duro para ella. Mucho más duro de lo que Edward podía imaginarse.
Debía hacerla sentirse incómoda y vulnerable y, como tantas veces, dependiente de otro. ¿La rechazaría? Estaba seguro de que era eso lo que estaba preguntándose.
¿Sentiría pena por ella? ¿Usaría su enfermedad contra ella? O peor, ¿la haría sentir ridícula?
Edward no quería pensarlo. Y ya no quería hablar. Solo quería abrazarla. Y también quería llevarla a la cama para hacerle cosas que la harían olvidar, al menos por un momento, todo lo que oscurecía sus ojos.
Él se sentiría mejor. Pero, ¿y su mujer? ¿Qué clase de amenaza era aquella enfermedad para su salud? Eso era un problema. El único en el que debían pensar.
El teléfono volvió a sonar entonces y Edward maldijo en voz baja mientras ella contestaba.
—Iremos enseguida, Sue.
A partir de entonces, todo ocurrió muy rápido. Bella guardó la comida en la nevera, explicándole dónde tenían que ir y por qué debían ir inmediatamente.
Ohhh ahora que pasó??? solo espero que no sea nada grave, y que puedan hablar y sacar ese tema del camino...
ResponderEliminarBesos gigantes!!!
XOXO
Es que es un tema dufícil de hablar.
ResponderEliminarEd se tienecesita k informar bien de la enferuedade de bella pero sobretodo desconectar el teléfono jajaja asi no se puede hablar, y no nos dijo k paso???????
ResponderEliminarOjalá puedan hablar todo y sacarse esa incomodidad de encima pronto, se nota que los dos quieren hacer las cosas bien pero no saben como jejejeje
ResponderEliminarMe encanta esta historia, comence a leer en FF, pero la continuo aqui que va mas adelantada, tenia que saber como seguia!! gracias
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