Arreglo de Boda 5

—Es ahí —dijo Bella, señalando una casa.

La llamada telefónica había sido de Sue Clearwater. Harry y Sue siempre habían sido muy buenos vecinos de los Swan. Cuando Bella perdió a su madre, Sue la acompañó. Y Harry se había encargado del rancho cuando Charlie se puso enfermo. Y era él quien la llevaba al hospital.

Pero en aquel momento, los Clearwater la necesitaban. Y Bella movería cielo y tierra para ayudarlos.

—Bella, tenemos un problema —le había dicho Sue por teléfono—. Harry está en la cama. El doctor Cullen le ha puesto una inyección para que se relaje y precisamente hoy May Belle se ha puesto de parto. Seth está en la universidad, así que no tengo nadie que me ayude. Ya sé que estás de luna de miel, pero, ¿tú crees que podrías pedirle a ese marido tuyo que viniera a echar una mano? El veterinario está fuera de Forksdown y yo no puedo sacar al potro sin ayuda.

Edward había escuchado la explicación de Bella mientras se abrochaba la camisa. Después, tomó las llaves del jeep y salió de la cocina a la carrera.

De repente, se sentía agradecido al problema de los Clearwater. De esa forma, podía poner cierta distancia entre su libido y su esposa.

Había intentado calmarse cortando leña, pero al ver a Bella en la cocina, tan guapa y tan… tan enfadada, por cierto. ¿Por qué parecía enfadada?

Eso lo había sorprendido. La dependiente, la dulce Bella de repente parecía tener temperamento. Y eso lo había excitado tanto como cuando la vio en la bañera.

La llamada de Sue Clearwater le permitiría alejarse un poco para pensar. No quería cometer otro error, así que fue prácticamente corriendo hacia el jeep.

Pero cuando abrió la puerta y se percató de que Bella iba tras él, se dio cuenta de que no había conseguido nada.

—No tienes que venir conmigo —dijo, mientras metía la llave en el contacto, esperando que bajara del coche.

Pero Bella no se movió. Simplemente, se puso el cinturón de seguridad.

—Claro que tengo que ir.

Aquella chica tenía carácter. Mucho carácter.

Se suponía que él era la voz de la experiencia. Se suponía que era él quien sabía lo que estaba haciendo, pero no dejaba de cometer errores. El primero había sido no reconocer cómo dependería de él a causa de la epilepsia, el segundo subestimar su personalidad.

Pero el más costoso de los errores era haber dejado que lo volviera loco cuando hizo el numerito de la bañera. Y no podía permitirse cometer más errores, porque sería ella quien sufriera.

Sue estaba muy nerviosa cuando los recibió en el porche.

— ¡Gracias a Dios! No puedo ir sola al establo. No puedo soportar ver a May Belle sufriendo. Además, casi he tenido que atar a Harry para que no saliera de la cama.

—Tú encárgate de Harry. Nosotros nos encargaremos de la yegua —dijo Bella, corriendo hacia el establo.

—Bella, quédate con Sue —le ordenó Edward.

Pero no valió de nada. Bella ya estaba abriendo la puerta del establo.

May Belle es una yegua preciosa y la tengo mucho cariño.

Edward decidió no protestar. Lo mejor sería hacer lo que tenía que hacer y dejar de pensar en ella.

Pero no podía hacerlo. Ni mientras cortaba leña ni mientras conducía a toda velocidad. Simplemente, no podía dejar de pensar en Bella. No podía dejar de imaginarla en la bañera, con sus redondos pechos apenas cubiertos por el agua, sus muslos firmes, los rizos dorados cubriendo su virginidad…

Y era virgen. Había sido un idiota al dudarlo. Un idiota celoso. Todo en ella le decía que era virgen, desde sus suspiros cuando la besaba hasta la tentativa exploración con su lengua.

Él, sin embargo, ya no tenía veinte años. Y era un gato callejero que se dejaba llevar por lo que tenía entre las piernas, como en aquel momento, mirándola. Y seguía mirándola porque no podía apartar sus ojos de ella.

El gemido agónico de un animal que sufría hizo que los dos volvieran la cabeza.

—Por favor. Vuelve a la casa.

—¿Cuándo fue la última vez que ayudaste a nacer a un potro? —preguntó Bella entonces.

Edward apretó los puños.

—Hace tiempo. Pero he ayudado a muchos terneros. Es parecido.

—Esto es diferente —insistió ella entrando en el establo, donde había una yegua tumbada, jadeando, cubierta de sudor—. Es diferente porque esta yegua es May Belle y es muy especial. ¿Verdad, cariño? —susurró, acariciando la cabeza del animal.

De nuevo, Edward sintió que algo encogía su corazón.

Tenía que hacer un esfuerzo para concentrarse. La yegua había perdido sangre y, a juzgar por el líquido que había en el suelo, seguramente la bolsa estaba rota. May Belle tenía los ojos desorbitados y respiraba rápidamente.

Edward tenía la impresión de que la llamada de Sue había llegado demasiado tarde.

Cuando miró a Bella, supo que ella había leído sus pensamientos.

—Bella…

—No podemos perderla. No podemos perder a May Belle. Es la yegua favorita de Forksdown. Bud, mi caballo, es hijo suyo. No podemos perderla.

Era una esperanza infantil y, a la vez, una determinación de mujer madura. Todo eso despertó al Lancelot que Edward llevaba dentro y, sin dejar de mirarla, se enrolló las mangas de la camisa.

—Habla con ella, Bella. Intenta que se calme.

Después, fue a buscar un cubo de agua y se preparó tanto mental como físicamente para traer al mundo a un potrillo.

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La luz del atardecer se filtraba por la ventana del establo y el cansancio después del difícil parto los había dejado en silencio.

—Qué bonito —murmuraba Bella, acariciando al potrillo que mamaba de su madre. La visión de aquel dulce animal comiendo por primera vez la hacía sonreír.

Durante los últimos quince minutos, Edward había estado callado en una esquina, observándola, pensativo.

No podía dejar de mirar su pelo rubio, iluminado por los últimos rayos de sol. Le hubiera gustado enredar los dedos en aquellos rizos, atraerla hacia él, sentir su piel, saciarla como una mujer solo podía ser saciada por un hombre.

Edward dejó escapar un suspiro. Estaba empezando a acostumbrarse a aquellos anhelos.

«¿Qué me estás haciendo, Bella?»

Aquella mujer despertaba sentimientos que nadie antes había despertado. Edward nunca había tenido tiempo para emociones de ese tipo. Pero Bella las había despertado y él no tenía fuerzas para resistirse.

—¿Te sigue doliendo el brazo?

La suave voz hizo que levantara la cabeza.

—Ahora lo siento, al menos. Y me duele, sí.

—¿Mucho? —sonrió ella.

—No, no mucho.

Había cometido un error. Se había puesto de rodillas detrás de la yegua para ayudarla a sacar el potro. Era lo normal. Lo importante era el momento. No se podía meter el brazo después de una contracción. Pero estaba tan concentrado en su bella mujer, en cómo le susurraba cosas al oído a la yegua que no se dio cuenta.

Cuando May Belle empezó la siguiente contracción, él tenía el brazo dentro hasta el hombro. Idiota. Solo la suerte había evitado que no se lo rompiera. Como era suerte que tanto el potrillo como la madre estuvieran vivos.

—Están bien, ¿verdad? —le preguntó Bella entonces, acercándose.

Edward dejó escapar un suspiro.

—Creo que sí.

Al principio, pensó que no iban a conseguirlo. Pero, de algún modo, gracias a la determinación de Bella, allí estaba el potro. Y May Belle estaba bien. Su mujer quería darle a entender que había sido gracias a él, pero no era cierto. Ella tenía mucho que ver.

Edward decidió levantarse y ella alargó la mano para ayudarlo.

Tenía unas manos pequeñas, pero fuertes. No debería haberlo sorprendido, pero así era. Como le sorprendía todo en ella.

Cuando estuvo de pie, no soltó su mano.

¿Cómo se había hecho tan fuerte? ¿Cómo podía serlo con todo lo que tenía que soportar?

—Gracias —dijo con voz ronca.

Y después no pudo evitarlo. La tomó en sus brazos y enterró la cara en su pelo, pensando en un millón de cosas que querría decirle. Pero eso sería abrir algo que no quería abrir. No estaba preparado para enfrentarse con ciertas cosas, ni con las verdades que podían revelarse si empezaba a hablar.

—Vamos a darle la noticia a Sue —sonrió Bella.

—De acuerdo. Y después, a casa.

A casa.

Edward condujo hasta Swan en silencio, intentando no pensar en lo rápido que había asociado esa palabra con la mujer que iba sentada a su lado.

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Un retazo de lavanda, un hilo naranja y una franja de plata era todo lo que quedaba del atardecer cuando Bella vio a Edward entrar en la cocina, recién duchado.

Habían vuelto del rancho de los Clearwater una hora antes. Estaba decidida a hablar con él y mientras se duchaba había colocado cada palabra en su sitio, como si fueran soldados, pero al verlo se le quedó la boca seca.

Estaba descalzo, los vaqueros un poco caídos sobre las caderas, el faldón de la camisa de cuadros por encima, los botones sin abrochar… La toalla verde que tenía en la mano seguía mojada. Como su pelo. Espeso y fuerte, que se rizaba un poco en la nuca.

Era tan guapo que dolía mirarlo. Pero sus ojos verdes eran tan fríos que se le formaba un nudo en el estómago.

—Ve a ducharte. Yo me encargo de la cena —había insistido Edward cuando salieron del coche.

Y así había sido. Bella se duchó antes que él, puso la mesa y pensó en lo que iba a decirle mientras cenaban.

Pero Edward estaba allí y no sabía qué decir.

Habían compartido algo especial en el establo, con May Belle y su potrillo. Bella no podía ponerle nombre, pero reconocía la sutil diferencia de comportamientos. Parecían haber llegado a alguna parte, pero se habían perdido de nuevo en el silencioso camino a casa.

Por la mañana, cuando se encontraron en la cocina, él estaba enfadado y ella también. Y dispuesta a decirle un par de cosas sobre ranas y príncipes y cómo creía haber terminado con el más verde de los dos.

Bella solía estar a la defensiva. La experiencia le había enseñado a estarlo porque debía protegerse. Pero Edward no era Mike Newton. Nunca había sido así. Él no la veía como un bicho raro.

Sin embargo, de nuevo se portaba de forma extraña. De nuevo apenas la miraba, de nuevo parecía estar siempre mirando hacia otro lado.

—Supongo que tendrás hambre.

Había perdido el valor.

¿Y si Edward no quería estar con ella? ¿Y si había otra mujer en su vida, esperándolo en Texas? Una mujer a la que había dejado porque le prometió a su padre que cuidaría de ella cuando llegara el momento.

Una mujer. No una chica con problemas.

De repente, Bella no quería saber.

Edward tomó un muslo de pollo y emitió algo así como un gruñido de satisfacción.

—Nada mejor que el pollo frito. Eres una buena cocinera —dijo, sirviéndose un poco de ensalada.

—Gracias —murmuró ella, levantándose.

Tenía ganas de llorar. ¿Eso era todo lo que iba a decirle?

«Te echo de menos, mamá. Necesito que alguien me diga cómo ser una mujer. No sé qué hacer. No sé cómo llegar a él… o si quiere que lo haga».

—Bella…

Lo sintió detrás de ella. Sintió su calor, su presencia. Y, como era lo que deseaba, se dio la vuelta para buscar sus brazos.

—Echo de menos a mis padres —confesó, casi sin voz.

—Lo sé, cariño. Yo también los echo de menos.

Bella apretó la cara contra su pecho.

—Lo siento. Es que a veces… me siento sola.

—Ya no estás sola —murmuró Edward, besando su frente—. Venga, vamos a cenar.

Y cenaron. En silencio.

Edward la ayudó a fregar los platos y después se fueron a la cama.

Al menos, Bella se fue a la cama.

Con el corazón en la garganta, esperó. Pero Edward no apareció.

Ni esa noche. Ni la noche siguiente. Ni durante toda la semana.

Cada mañana, la recibía con una sonrisa. Y después se marchaba para cortar madera, arreglar puertas, pintar ventanas… como si no quisiera estar a solas con ella.

Bella daba de comer a las gallinas, regaba las plantas, hacía la comida, lavaba la ropa y se preguntaba qué debía hacer.

Cada noche en la oscuridad, sola, cerraba los ojos y deseaba que Edward estuviera a su lado. Y seguía oyendo sus palabras:

«Ya no estás sola».

Pero lo estaba.

Estaba sola y deseaba con todo su corazón hacerle entender que era una mujer.

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Cada día, junto con el correo, Eric Yorkie llevaba el Wall Street Journal y el Denver Post.

Cada noche después de cenar, Edward los tomaba como si fueran un salvavidas y salía al porche a leerlos de arriba abajo.

Era como un patrón de comportamiento. Y funcionaba, se decía a sí mismo.

Sí, claro. Por eso tardaba dos horas en dormirse en el sofá. Por eso no se atrevía a usar los dormitorios del piso de arriba.

Y por eso Bella tenía aquel aspecto de estar perdida.

Le estaba haciendo daño.

Cuando la dejaba sola en su habitación cada noche, le hacía daño. Lo sabía. Pero no podía hacer nada.

Se decía a sí mismo que era porque le estaba dando tiempo. En realidad, era él quien necesitaba tiempo. No sabía cómo arreglar la situación. No sabía cómo controlar el deseo físico que sentía por ella, ni su incapacidad para sacar el tema de la epilepsia.

Cuando Bella lo abrazó en la cocina, llorando por sus padres, se había dado cuenta de lo joven que era. Lo frágil. Y supo que tenía que dar marcha atrás hasta que pudiera controlarse.

Pero no había servido de nada. Estaba inquieto. Tan inquieto como ella.

Desde el porche podía oírla dentro de la casa, limpiando la cocina, arreglando el salón.

No podían seguir así. La situación tenía que cambiar. Solo desearía saber cómo hacerlo. Edward dobló los periódicos y empezó a mecerse, intentando encontrar una solución.

De repente, vio luz en uno de los linderos del rancho.

—¿Qué es eso? —exclamó, levantándose.

En ese momento, Bella salía de la casa con un paño en la mano. Ella también debía haberlo visto.

Desde lejos, parecían muchas lucecitas. En realidad eran un montón de faros cortando la oscuridad.

Debían ser unos veinte coches y todos estaban tocando el claxon.

—Algo pasa —murmuró ella, bajando los escalones del porche.

Los coches se acercaron a la casa y de ellos salieron unas veinte personas con cacerolas y sartenes, que golpeaban como si fueran tambores.

Edward miró a Bella, que se encogió de hombros.

—¡Shivaree! —gritó Billy Black.

Eran los vecinos del pueblo, que bailaban golpeando las cazuelas, en una danza primitiva que dejó a Edward boquiabierto.

—¿Qué demonios están haciendo?

—Nos están haciendo una Shivaree.

—¿Y qué es eso? —preguntó él, pasándole un brazo por los hombros.

—Es una serenata para recién casados —explicó Bella—. Una vieja costumbre de Forksdown.

Una serenata de broma para un matrimonio de broma. La ironía le hizo daño y sabía que también le hacía daño a Bella.

Pero los dos intentaban sonreír.

—Una vieja y ruidosa costumbre. ¿Significa que tengo que compartir mi cena con toda esa gente?

—Algo me dice que ellos van a compartir con nosotros mucho más que nosotros con ellos.

El ruidoso grupo, después de dar una vuelta a la casa, volvió a los coches para dejar las cazuelas y sacar los instrumentos. Billy llevaba un violín, alguien sacó una guitarra, otro una pandereta. Y también había regalos, todos envueltos en papeles de colores. Incluso había una tarta de boda, regalo de la mujer del doctor Cullen.

Cuando Edward vio sonreír a Bella, solo pudo sentirse feliz.

Pero tuvo que apartarse cuando los inesperados invitados la llevaron dentro casi en volandas.


7 comentarios:

  1. Que le cuesta a Edwa a hacer felíz a Bellita.

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  2. Ed que necio k t cuesta aventarte, bella si no le dices nada este va a seguir de ignorante

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  3. Ohhh, pensé que estaban progresando. Debe ser difícil hablar de esa enfermedad pero si no lo hacen no van a progresar en su matrimonio U.U

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  4. Aghhhh Edward es un tonto!!! Por que se aleja tanto de ella???
    Debería aprovechar la situación!!!
    Besos gigantes!!!
    XOXO

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  5. Edward debería tratar de esforzarse y sacar adelante su matrimonio!!!

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  6. Todos suponene cosas pero ninguno habla, como van a saber lo que quiere el otro si no se comunican!

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