—Es ahí —dijo Bella, señalando una
casa.
La llamada telefónica había
sido de Sue Clearwater. Harry y Sue siempre habían sido muy buenos vecinos de
los Swan. Cuando Bella perdió a su madre, Sue la acompañó. Y Harry se había
encargado del rancho cuando Charlie se puso enfermo. Y era él quien la llevaba
al hospital.
Pero en aquel momento, los Clearwater
la necesitaban. Y Bella movería cielo y tierra para ayudarlos.
—Bella, tenemos un problema
—le había dicho Sue por teléfono—. Harry está en la cama. El doctor Cullen le
ha puesto una inyección para que se relaje y precisamente hoy May Belle se ha puesto de parto. Seth
está en la universidad, así que no tengo nadie que me ayude. Ya sé que estás de
luna de miel, pero, ¿tú crees que podrías pedirle a ese marido tuyo que viniera
a echar una mano? El veterinario está fuera de Forksdown y yo no puedo sacar al
potro sin ayuda.
Edward había escuchado la
explicación de Bella mientras se abrochaba la camisa. Después, tomó las llaves
del jeep y salió de la cocina a la carrera.
De repente, se sentía
agradecido al problema de los Clearwater. De esa forma, podía poner cierta
distancia entre su libido y su esposa.
Había intentado calmarse
cortando leña, pero al ver a Bella en la cocina, tan guapa y tan… tan enfadada,
por cierto. ¿Por qué parecía enfadada?
Eso lo había sorprendido. La
dependiente, la dulce Bella de repente parecía tener temperamento. Y eso lo
había excitado tanto como cuando la vio en la bañera.
La llamada de Sue Clearwater
le permitiría alejarse un poco para pensar. No quería cometer otro error, así
que fue prácticamente corriendo hacia el jeep.
Pero cuando abrió la puerta y
se percató de que Bella iba tras él, se dio cuenta de que no había conseguido
nada.
—No tienes que venir conmigo
—dijo, mientras metía la llave en el contacto, esperando que bajara del coche.
Pero Bella no se movió.
Simplemente, se puso el cinturón de seguridad.
—Claro que tengo que ir.
Aquella chica tenía carácter.
Mucho carácter.
Se suponía que él era la voz
de la experiencia. Se suponía que era él quien sabía lo que estaba haciendo,
pero no dejaba de cometer errores. El primero había sido no reconocer cómo
dependería de él a causa de la epilepsia, el segundo subestimar su
personalidad.
Pero el más costoso de los
errores era haber dejado que lo volviera loco cuando hizo el numerito de la
bañera. Y no podía permitirse cometer más errores, porque sería ella quien
sufriera.
Sue estaba muy nerviosa
cuando los recibió en el porche.
— ¡Gracias a Dios! No puedo
ir sola al establo. No puedo soportar ver a May
Belle sufriendo. Además, casi he tenido que atar a Harry para que no saliera
de la cama.
—Tú encárgate de Harry.
Nosotros nos encargaremos de la yegua —dijo Bella, corriendo hacia el establo.
—Bella, quédate con Sue —le
ordenó Edward.
Pero no valió de nada. Bella
ya estaba abriendo la puerta del establo.
—May Belle es una yegua preciosa y la tengo mucho cariño.
Edward decidió no protestar.
Lo mejor sería hacer lo que tenía que hacer y dejar de pensar en ella.
Pero no podía hacerlo. Ni
mientras cortaba leña ni mientras conducía a toda velocidad. Simplemente, no
podía dejar de pensar en Bella. No podía dejar de imaginarla en la bañera, con
sus redondos pechos apenas cubiertos por el agua, sus muslos firmes, los rizos
dorados cubriendo su virginidad…
Y
era virgen.
Había sido un idiota al dudarlo. Un idiota celoso. Todo en ella le decía que
era virgen, desde sus suspiros cuando la besaba hasta la tentativa exploración
con su lengua.
Él, sin embargo, ya no tenía
veinte años. Y era un gato callejero que se dejaba llevar por lo que tenía
entre las piernas, como en aquel momento, mirándola. Y seguía mirándola porque
no podía apartar sus ojos de ella.
El gemido agónico de un
animal que sufría hizo que los dos volvieran la cabeza.
—Por favor. Vuelve a la casa.
—¿Cuándo fue la última vez
que ayudaste a nacer a un potro? —preguntó Bella entonces.
Edward apretó los puños.
—Hace tiempo. Pero he ayudado
a muchos terneros. Es parecido.
—Esto es diferente —insistió
ella entrando en el establo, donde había una yegua tumbada, jadeando, cubierta
de sudor—. Es diferente porque esta yegua es May Belle y es muy especial. ¿Verdad, cariño? —susurró, acariciando
la cabeza del animal.
De nuevo, Edward sintió que
algo encogía su corazón.
Tenía que hacer un esfuerzo
para concentrarse. La yegua había perdido sangre y, a juzgar por el líquido que
había en el suelo, seguramente la bolsa estaba rota. May Belle tenía los ojos desorbitados y respiraba rápidamente.
Edward tenía la impresión de
que la llamada de Sue había llegado demasiado tarde.
Cuando miró a Bella, supo que
ella había leído sus pensamientos.
—Bella…
—No podemos perderla. No
podemos perder a May Belle. Es la
yegua favorita de Forksdown. Bud, mi
caballo, es hijo suyo. No podemos perderla.
Era una esperanza infantil y,
a la vez, una determinación de mujer madura. Todo eso despertó al Lancelot que Edward llevaba dentro y,
sin dejar de mirarla, se enrolló las mangas de la camisa.
—Habla con ella, Bella.
Intenta que se calme.
Después, fue a buscar un cubo
de agua y se preparó tanto mental como físicamente para traer al mundo a un
potrillo.
.
.
.
.
.
La luz del atardecer se
filtraba por la ventana del establo y el cansancio después del difícil parto
los había dejado en silencio.
—Qué bonito —murmuraba Bella,
acariciando al potrillo que mamaba de su madre. La visión de aquel dulce animal
comiendo por primera vez la hacía sonreír.
Durante los últimos quince
minutos, Edward había estado callado en una esquina, observándola, pensativo.
No podía dejar de mirar su
pelo rubio, iluminado por los últimos rayos de sol. Le hubiera gustado enredar
los dedos en aquellos rizos, atraerla hacia él, sentir su piel, saciarla como
una mujer solo podía ser saciada por un hombre.
Edward dejó escapar un
suspiro. Estaba empezando a acostumbrarse a aquellos anhelos.
«¿Qué
me estás haciendo, Bella?»
Aquella mujer despertaba
sentimientos que nadie antes había despertado. Edward nunca había tenido tiempo
para emociones de ese tipo. Pero Bella las había despertado y él no tenía
fuerzas para resistirse.
—¿Te sigue doliendo el brazo?
La suave voz hizo que levantara
la cabeza.
—Ahora lo siento, al menos. Y
me duele, sí.
—¿Mucho? —sonrió ella.
—No, no mucho.
Había cometido un error. Se
había puesto de rodillas detrás de la yegua para ayudarla a sacar el potro. Era
lo normal. Lo importante era el momento. No se podía meter el brazo después de
una contracción. Pero estaba tan concentrado en su bella mujer, en cómo le
susurraba cosas al oído a la yegua que no se dio cuenta.
Cuando May Belle empezó la siguiente contracción, él tenía el brazo dentro
hasta el hombro. Idiota. Solo la suerte había evitado que no se lo rompiera.
Como era suerte que tanto el potrillo como la madre estuvieran vivos.
—Están bien, ¿verdad? —le
preguntó Bella entonces, acercándose.
Edward dejó escapar un
suspiro.
—Creo que sí.
Al principio, pensó que no
iban a conseguirlo. Pero, de algún modo, gracias a la determinación de Bella,
allí estaba el potro. Y May Belle
estaba bien. Su mujer quería darle a entender que había sido gracias a él, pero
no era cierto. Ella tenía mucho que ver.
Edward decidió levantarse y
ella alargó la mano para ayudarlo.
Tenía unas manos pequeñas,
pero fuertes. No debería haberlo sorprendido, pero así era. Como le sorprendía
todo en ella.
Cuando estuvo de pie, no
soltó su mano.
¿Cómo se había hecho tan
fuerte? ¿Cómo podía serlo con todo lo que tenía que soportar?
—Gracias —dijo con voz ronca.
Y después no pudo evitarlo.
La tomó en sus brazos y enterró la cara en su pelo, pensando en un millón de
cosas que querría decirle. Pero eso sería abrir algo que no quería abrir. No
estaba preparado para enfrentarse con ciertas cosas, ni con las verdades que
podían revelarse si empezaba a hablar.
—Vamos a darle la noticia a Sue
—sonrió Bella.
—De acuerdo. Y después, a
casa.
A casa.
Edward condujo hasta Swan en
silencio, intentando no pensar en lo rápido que había asociado esa palabra con
la mujer que iba sentada a su lado.
.
.
.
.
.
Un retazo de lavanda, un hilo
naranja y una franja de plata era todo lo que quedaba del atardecer cuando Bella
vio a Edward entrar en la cocina, recién duchado.
Habían vuelto del rancho de
los Clearwater una hora antes. Estaba decidida a hablar con él y mientras se
duchaba había colocado cada palabra en su sitio, como si fueran soldados, pero
al verlo se le quedó la boca seca.
Estaba descalzo, los vaqueros
un poco caídos sobre las caderas, el faldón de la camisa de cuadros por encima,
los botones sin abrochar… La toalla verde que tenía en la mano seguía mojada.
Como su pelo. Espeso y fuerte, que se rizaba un poco en la nuca.
Era tan guapo que dolía
mirarlo. Pero sus ojos verdes eran tan fríos que se le formaba un nudo en el
estómago.
—Ve a ducharte. Yo me encargo
de la cena —había insistido Edward cuando salieron del coche.
Y así había sido. Bella se
duchó antes que él, puso la mesa y pensó en lo que iba a decirle mientras
cenaban.
Pero Edward estaba allí y no
sabía qué decir.
Habían compartido algo
especial en el establo, con May Belle
y su potrillo. Bella no podía ponerle nombre, pero reconocía la sutil
diferencia de comportamientos. Parecían haber llegado a alguna parte, pero se
habían perdido de nuevo en el silencioso camino a casa.
Por la mañana, cuando se encontraron
en la cocina, él estaba enfadado y ella también. Y dispuesta a decirle un par
de cosas sobre ranas y príncipes y cómo creía haber terminado con el más verde
de los dos.
Bella solía estar a la
defensiva. La experiencia le había enseñado a estarlo porque debía protegerse.
Pero Edward no era Mike Newton. Nunca había sido así. Él no la veía como un
bicho raro.
Sin embargo, de nuevo se
portaba de forma extraña. De nuevo apenas la miraba, de nuevo parecía estar
siempre mirando hacia otro lado.
—Supongo que tendrás hambre.
Había perdido el valor.
¿Y
si Edward no quería estar con ella? ¿Y si había otra mujer en su vida,
esperándolo en Texas? Una mujer a la que había dejado
porque le prometió a su padre que cuidaría de ella cuando llegara el momento.
Una
mujer. No una chica con problemas.
De repente, Bella no quería
saber.
Edward tomó un muslo de pollo
y emitió algo así como un gruñido de satisfacción.
—Nada mejor que el pollo
frito. Eres una buena cocinera —dijo, sirviéndose un poco de ensalada.
—Gracias —murmuró ella,
levantándose.
Tenía ganas de llorar. ¿Eso
era todo lo que iba a decirle?
«Te
echo de menos, mamá. Necesito que alguien me diga cómo ser una mujer. No sé qué
hacer. No sé cómo llegar a él… o si quiere que lo haga».
—Bella…
Lo sintió detrás de ella.
Sintió su calor, su presencia. Y, como era lo que deseaba, se dio la vuelta
para buscar sus brazos.
—Echo de menos a mis padres
—confesó, casi sin voz.
—Lo sé, cariño. Yo también
los echo de menos.
Bella apretó la cara contra
su pecho.
—Lo siento. Es que a veces…
me siento sola.
—Ya no estás sola —murmuró Edward,
besando su frente—. Venga, vamos a cenar.
Y cenaron. En silencio.
Edward la ayudó a fregar los
platos y después se fueron a la cama.
Al menos, Bella se fue a la
cama.
Con el corazón en la
garganta, esperó. Pero Edward no apareció.
Ni esa noche. Ni la noche
siguiente. Ni durante toda la semana.
Cada mañana, la recibía con
una sonrisa. Y después se marchaba para cortar madera, arreglar puertas, pintar
ventanas… como si no quisiera estar a solas con ella.
Bella daba de comer a las
gallinas, regaba las plantas, hacía la comida, lavaba la ropa y se preguntaba
qué debía hacer.
Cada noche en la oscuridad,
sola, cerraba los ojos y deseaba que Edward estuviera a su lado. Y seguía
oyendo sus palabras:
«Ya
no estás sola».
Pero lo estaba.
Estaba sola y deseaba con
todo su corazón hacerle entender que era una mujer.
.
.
.
.
.
Cada día, junto con el
correo, Eric Yorkie llevaba el Wall
Street Journal y el Denver Post.
Cada noche después de cenar, Edward
los tomaba como si fueran un salvavidas y salía al porche a leerlos de arriba
abajo.
Era como un patrón de
comportamiento. Y funcionaba, se decía a sí mismo.
Sí, claro. Por eso tardaba
dos horas en dormirse en el sofá. Por eso no se atrevía a usar los dormitorios
del piso de arriba.
Y por eso Bella tenía aquel
aspecto de estar perdida.
Le
estaba haciendo daño.
Cuando la dejaba sola en su
habitación cada noche, le hacía daño. Lo sabía. Pero no podía hacer nada.
Se decía a sí mismo que era
porque le estaba dando tiempo. En realidad, era él quien necesitaba tiempo. No
sabía cómo arreglar la situación. No sabía cómo controlar el deseo físico que
sentía por ella, ni su incapacidad para sacar el tema de la epilepsia.
Cuando Bella lo abrazó en la
cocina, llorando por sus padres, se había dado cuenta de lo joven que era. Lo
frágil. Y supo que tenía que dar marcha atrás hasta que pudiera controlarse.
Pero no había servido de
nada. Estaba inquieto. Tan inquieto como ella.
Desde el porche podía oírla
dentro de la casa, limpiando la cocina, arreglando el salón.
No podían seguir así. La
situación tenía que cambiar. Solo desearía saber cómo hacerlo. Edward dobló los
periódicos y empezó a mecerse, intentando encontrar una solución.
De repente, vio luz en uno de
los linderos del rancho.
—¿Qué es eso? —exclamó,
levantándose.
En ese momento, Bella salía
de la casa con un paño en la mano. Ella también debía haberlo visto.
Desde lejos, parecían muchas
lucecitas. En realidad eran un montón de faros cortando la oscuridad.
Debían ser unos veinte coches
y todos estaban tocando el claxon.
—Algo pasa —murmuró ella,
bajando los escalones del porche.
Los coches se acercaron a la
casa y de ellos salieron unas veinte personas con cacerolas y sartenes, que
golpeaban como si fueran tambores.
Edward miró a Bella, que se
encogió de hombros.
—¡Shivaree! —gritó Billy Black.
Eran los vecinos del pueblo,
que bailaban golpeando las cazuelas, en una danza primitiva que dejó a Edward
boquiabierto.
—¿Qué demonios están
haciendo?
—Nos están haciendo una Shivaree.
—¿Y qué es eso? —preguntó él,
pasándole un brazo por los hombros.
—Es una serenata para recién
casados —explicó Bella—. Una vieja costumbre de Forksdown.
Una
serenata de broma para un matrimonio de broma. La ironía
le hizo daño y sabía que también le hacía daño a Bella.
Pero los dos intentaban
sonreír.
—Una vieja y ruidosa
costumbre. ¿Significa que tengo que compartir mi cena con toda esa gente?
—Algo me dice que ellos van a
compartir con nosotros mucho más que nosotros con ellos.
El ruidoso grupo, después de
dar una vuelta a la casa, volvió a los coches para dejar las cazuelas y sacar
los instrumentos. Billy llevaba un violín, alguien sacó una guitarra, otro una
pandereta. Y también había regalos, todos envueltos en papeles de colores.
Incluso había una tarta de boda, regalo de la mujer del doctor Cullen.
Cuando Edward vio sonreír a Bella,
solo pudo sentirse feliz.
Pero tuvo que apartarse cuando los
inesperados invitados la llevaron dentro casi en volandas.
Que le cuesta a Edwa a hacer felíz a Bellita.
ResponderEliminarEd que necio k t cuesta aventarte, bella si no le dices nada este va a seguir de ignorante
ResponderEliminarOhhh, pensé que estaban progresando. Debe ser difícil hablar de esa enfermedad pero si no lo hacen no van a progresar en su matrimonio U.U
ResponderEliminarAghhhh Edward es un tonto!!! Por que se aleja tanto de ella???
ResponderEliminarDebería aprovechar la situación!!!
Besos gigantes!!!
XOXO
Wowwwww fascinante
ResponderEliminarEdward debería tratar de esforzarse y sacar adelante su matrimonio!!!
ResponderEliminarTodos suponene cosas pero ninguno habla, como van a saber lo que quiere el otro si no se comunican!
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