Arreglo de Boda 6

—Te está mirando —dijo Alice Brandon.

Cuando Alice soltó una carcajada al ver su expresión incrédula, Bella miró a Edward. Estaba en la entrada del salón y la estaba mirando, pero enseguida apartó la mirada y se concentró en Sue Clearwater, que acababa de entrar tirando de un Harry aparentemente agotado.

—No me mira.

—¿Cómo qué no? No puede dejar de mirarte.

—Ya.

Edward era tan alto, tan fuerte, tan seguro de sí mismo. Mientras hablaba con Sue, sonriendo, mostrando aquellos dientes blancos y las arruguitas que se formaban alrededor de sus ojos, Bella tuvo que morderse los labios. Le gustaba tanto aquel hombre.

Pensó en sus besos, en el que le había dado el día de su boda y a la mañana siguiente, en el cuarto de baño. Pensaba en ello mientras lavaba los platos y cuando recogía los huevos. Pensaba en ello cada noche, sola en su cama.

—Veo que el sentimiento es mutuo —insistió Alice.

De repente, Bella se concentró en los dos cojines bordados que le había regalado Martha Webber. Hubiera deseado confiarle sus penas a Alice  porque era una de sus mejores amigas. Aice  tenía veintiséis años y era madre soltera. Y en Forksdown, Montana, pueblo de 473 habitantes, eso era una cruz. Aunque a Bella le parecía muy bien.

Al contrario que a mucha gente, a Alice  no le importaba su epilepsia. En general, la gente la miraba con compasión o con curiosidad. Alice era diferente y la aceptaba por lo que era. Y solo por eso, aquella chica delgada y morena siempre sería especial.

¿Qué tal va todo?

—Pues… —empezó a decir Bella, poniéndose colorada.

—Veo que bien —rió su amiga. Pero la sonrisa desapareció al ver su expresión—. ¿Qué pasa?

—Ojalá lo supiera. No sé si está contento por haber tenido que cargar conmigo.

—Venga, cariño —dijo entonces Alice, tomando su mano—. Yo no creo que pase nada. Cuando te mira, hay suficiente fuego en sus ojos como para provocar un incendio.

—Entonces, ¿por qué sigo siendo virgen casi una semana después de mi boda? —susurró Bella.

Alice parpadeó, sorprendida.

—¿No me digas?

Bella se lo contó todo porque tenía que hablar con alguien. Le contó el ataque del día de la boda, cómo él la había abrazado toda la noche, lo que pasó en la bañera, lo del establo y, sobre todo, que dormía sola todas las noches.

—O sea, no sé qué hacer.

—Vamos al porche —dijo su amiga—. Creo que sé lo que está pasando, pero para asegurarme, cuéntamelo todo otra vez. Y no te dejes nada.

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Más tarde, Edward estaba sentado en la mecedora del porche. Eran las dos de la madrugada y una hora después de que se hubiera marchado todo el mundo una luna en forma de huevo asomaba de vez en cuando entre las nubes. Iba a haber tormenta.

Inquieto, se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre sus muslos, mientras la brisa hacía sonar el móvil de campanitas.

Bella estaba muy cansada y se había ido a dormir. Cansada y más feliz de lo que él había sido capaz de hacerla desde que llegó a Swan.

A pesar de eso, tuvo que sonreír al recordar a aquella simpática pandilla de locos. El médico de Forksdown y dos docenas de chalados. Pero solo una persona, solo una más o menos de la edad de Bella.

Decía mucho sobre la vida de Bella que Alice Brandon fuera su única amiga en Forksdown. ¿No tenía más amigos de su edad?

Pero Edward conocía la respuesta. El doctor Cullen, Billy y los demás habían sido amigos de sus padres. Eran gente que se preocupaba por ella, en los que Bella podía confiar.

En la distancia escuchó un trueno. Y ese ruido, curiosamente, le recordó la crueldad de los niños.

Él había tenido sus propios mecanismos para soportar las bromas de los niños de Forksdown, que lo llamaban «expósito», o «inclusero». Había pegado muchos puñetazos a cualquiera que se atreviera a meterse con él.

Edward levantó la mano y acarició una pequeña cicatriz en forma de luna llena que tenía en la barbilla. Esa cicatriz, junto con la nariz un poco torcida a causa de un puñetazo, le recordaron las peleas en las que siempre se había metido. Aunque su rabia no había podido cambiar cómo lo veían los demás ni cómo se veía a sí mismo, su forma de mostrarla los había callado. Y, bien o mal hecho, había conseguido desahogar su humillación.

Pero Bella no tuvo ese desahogo.

Él había crecido en la calle y había tenido que buscarse la vida hasta que Charlie y Renée lo encontraron.

Pero Bella también había sufrido, aunque los golpes fueran diferentes. Con su enfermedad, tenía que soportar muchas limitaciones, muchas desilusiones. Tenía razones para no confiar en nadie y para sentirse amargada, pero no lo estaba.

Ojalá hubiera podido protegerla. Ojalá hubiera podido cuidar de ella cuando era una niña.

Pero estaba allí e iba a cuidarla. Y había hecho bien dejándola sola por las noches. Era lo mejor.

La deseaba tanto que lo consumía. Pero no era solo deseo. Sabía que necesitaba la fuerza de esa mujer, su bondad, su ternura. Y antes de hacerlo debía abrirse a sentimientos que, hasta entonces, no habían existido para él.

Entonces oyó que se abría la puerta y una alarma empezó a sonar en su cerebro.

Descalza, Bella se apoyó en la barandilla de madera para mirar el cielo.

— ¿Tú tampoco podías dormir? —preguntó, con una voz tan suave como su pelo, que casi le llegaba a la cintura. Los rizos parecían tan suaves que Edward tuvo que apretar los puños para no tocarlos.

Y tuvo que tragar saliva cuando la luna apareció entre las nubes e iluminó el camisón blanco.

¿Dónde estaba la bata?, se preguntó, frenético. ¿Dónde estaba el albornoz rosa que la cubría de la cabeza a los pies?

¿De dónde había sacado aquel camisón blanco que era casi transparente a la luz de la luna? La tela era como de agua, como el velo de una novia. Ella seguía de espaldas, pero podía ver cada curva de su cuerpo; las caderas, el redondeado trasero, las largas piernas…

Edward intentó apartar la mirada. Pero no podía. Y supo entonces que tenía un grave problema.

—No tengo sueño.

—Me gusta salir aquí cuando no puedo dormir —dijo entonces Bella, apoyando la cara en la columna de madera que él había pintado dos días antes.

Cuando estaba cuerdo, cuando podía controlar sus manos.

Lo que llevaba era un camisón de noche de bodas o algo así, pensó por fin. Muy transparente. Muy… muy sexy.

Casi rozaba el suelo, pero los deditos de sus pies asomaban por debajo. El cuello era redondo, sujeto por una simple tira de seda. Podía ver la sombra de sus pezones por debajo de la tela cuando la brisa apretaba el camisón contra sus pechos, contra el vientre plano, contra su entrepierna…

—Deberías volver dentro —dijo entonces, con voz ronca—. Debes tener frío.

Y él tenía mucho calor. Mucho. No podía dejar de pensar que con un solo dedo podría soltar la tira de seda que sujetaba el escote. De un tirón suave podría arrancarle el camisón y acariciar sus pezones con la lengua.

—¿Quieres que entre, Edward? —preguntó Bella entonces.

Edward cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos la encontró de rodillas frente a él, los ojos cafés clavados en los suyos, las manos apoyadas sobre sus muslos, unas manos que él había imaginado en sitios que la sorprenderían y que lo harían perder la cabeza.

—Bella… —murmuró, buscando fuerzas para seguir haciendo su papel de salvador, aunque no sabía bien de qué estaba intentando salvarla. Tuvo que sujetarse a los brazos de la mecedora para no tomarla en ellos, para no arrancarle aquel camisón—. Vete a la cama.

—Ya he estado en la cama —susurró ella, sentándose sobre sus rodillas.

Olía a vainilla, a canela y… a mujer.

—Tienes que dormir.

—No puedo. Me siento sola.

Edward solo era humano. Y ella era su mujer. Su aroma lo mareaba y su pelo, tan suave, rozaba su boca. Era una tentación demasiado grande.

Quería todo lo que ella le estaba ofreciendo. Lo deseaba. Y cuando se movió para mirarlo a la cara, rozando con el muslo su dura erección, pensó que se moriría si no la tomaba inmediatamente.

—¿No me deseas, Edward?

La luz de la luna iluminaba sus rizos, dejando su cara en sombra.

—¿Que si no te deseo? —repitió él, incrédulo. Y se rindió a la noche, a los ojos que lo suplicaban que la amase, al deseo que había crecido más de lo que podía reconocer—. Te he deseado… —empezó a decir, tomándola por la cintura para colocarla mejor sobre su regazo—. Te he deseado siempre. Tu boca, Bella… cómo he deseado tu boca.

Ella contuvo el aliento, sintiendo una bola de fuego líquido que iba desde su garganta hasta sus muslos.

Alice había tenido razón. Edward la deseaba. Y ella había sido una tonta al no entenderlo. Lo que pasaba era que no quería verla como a una mujer. Quería pensar en ella como alguien de quien debía cuidar. Lo que no entendía era por qué.

Pero Edward empezaba a ver las cosas de forma diferente.

Había empezado a verla de forma diferente aquella mañana, en la bañera. Estaba segura de ello. Después de besarla, había empezado a desearla como a una mujer. Su mujer. Y no estaba contento consigo mismo.

Él porqué seguía intrigándola. Pero cómo hacer que se olvidara empezaba a estar claro. Para que la tratase como a una mujer simplemente tenía que comportarse como una mujer.

—¿Quieres besarme, Edward? ¿Quieres besarme como hiciste aquella mañana en la bañera?

Apenas había terminado de formular la pregunta cuando él inclinó la cabeza para buscar sus labios.

Y la besó. La besó como un hombre debe besar a una mujer. Y ella enredó los brazos alrededor de su cuello, preparada para llegar hasta donde él quisiera.

El beso le produjo placer, tanto que su corazón empezó a latir con violencia, deseando, de repente, meterse dentro de su piel y ser parte de él. Era un deseo extraño, desconocido.

—Bella, cariño —murmuró Edward entonces, apartándose.

—No dejes de besarme.

—Solo quiero… ir despacio.

—A mí me gusta que vayas rápido —protestó ella.

Edward rió suavemente.

—Lo sé, pero confía en mí. También te gustará de esta forma.

—¿Cómo? —preguntó Bella, echando la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos.

—Lento, suave —susurró él, deslizando la mano por su garganta—. Muy, muy lento. Muy suave.

Cuando deslizó la mano para buscar sus pechos bajo la fina tela del camisón, Bella tuvo que contener un gemido. La estaba tocando donde quería que la tocase, donde había deseado tanto tiempo que la tocase.

Agitada, cerró los ojos y arqueó la espalda cuando él deslizó la punta de un dedo sobre sus pezones.

—Edward… —susurró. Deseaba que aquella sensación no terminara, pero quería más.

—Despacio, ¿recuerdas? Los dos hemos esperado mucho.

Edward la levantó entonces y la sentó sobre él a horcajadas. Cada una de sus rodillas rozando sus caderas, el camisón arrugado cubriéndola apenas. El redondo trasero colocado sobre sus muslos. Colocó sus brazos alrededor de su cuello y la tomó por la cintura, disfrutando al tenerla abierta para él.

—Bésame —murmuró, con los ojos llenos de promesas—. Bésame como siempre has querido besarme.

Bella estudió su cara, sus labios, la pequeña cicatriz en la barbilla. No se dio cuenta de que se pasaba la lengua por los labios hasta que él sonrió.

—¿Por qué sonríes?

—No pasa nada —murmuró él, mordiéndola suavemente en el brazo—. Me encanta cómo me miras.

—¿Cómo te miro?

—Como si quisieras comerme.

Bella sonrió.

—Es que quiero comerte.

—Me parece muy bien —rió Edward.

Aquella risa la llenó de amor, de deseo y de una confianza que nunca antes había sentido. Entonces lo besó, probándose a sí misma, saboreando sus labios, sintiendo que la presión de las manos del hombre en su cintura se hacía más fuerte.

Le gustaba besarlo, le gustaba sentir la lengua del hombre entrando en su boca.

—Sabes a café y a tarta.

—Y tú… tú sabes a cielo —murmuró él, rozando sus pezones. Bella sintió un escalofrío—. ¿Puedo besarte ahí? —preguntó, dejando claro con los dedos dónde quería probarla.

Ella había leído el libro. Había visto las fotografías. Imaginaba cómo sería sentir la boca de Edward en sus pechos. Pero también había visto fotografías de las manos de un hombre sobre los pechos de una mujer y la realidad no tenía nada que ver con la ficción. De modo que pensar en la boca de Edward sobre sus pechos hizo que sintiera un fuego líquido corriendo por todo su cuerpo.

—Sí —murmuró, desatando con manos temblorosas la cintita de seda.

Él la detuvo.

—Primero así —murmuró, acercando su boca al camisón.

Al sentir los labios del hombre acariciando sus pechos a través de la tela, Bella tuvo que sujetarse a sus hombros para no caer al suelo.

No era más que un roce, pero la dulce caricia le hacía sentir frío y calor al mismo tiempo.

—Más —susurró, apretándose contra él.

Edward la mordisqueaba y Bella enredó los dedos en su pelo, murmurando su nombre.

Él se metió el pezón en la boca, chupándola, tocándola con la punta de la lengua hasta volverla loca. Después, se apartó y su mirada oscura le dijo que quería deshacerse del camisón.

Bella empezó a desatar la cinta, pero le temblaban tanto las manos que Edward tuvo que pasar a la acción. En un segundo, desató la cinta y deslizó el camisón por sus hombros, dejando sus pechos expuestos a la luz de la luna.

Ya no podían pensar en nada más. Le oyó murmurar algo, pero lo único que importaba era sentir los labios del hombre sobre sus pechos desnudos.

Nunca habría podido imaginar cómo era, nunca habría podido imaginar la magnitud de la sensación. Experimentar la dureza de la barba, la humedad de los labios masculinos y el calor de su lengua contra su piel desnuda hizo que ahogara un gemido.

Y no era solo ella quien estaba loca de pasión. Edward la miraba con ojos ardientes. Sin decir nada, empezó a acariciar sus muslos, mirándola a los ojos, buscando el centro de su femineidad.

—¿Puedo tocarte ahí?

Bella se estremeció. Además de la excitación, sintió por primera vez cierta vergüenza. Pero Edward era su marido. Era el hombre que la besaba, el que había chupado sus pechos, el que la miraba con los ojos como carbones encendidos. Por fin, era su amante.

La brisa nocturna movía su pelo y la hacía experimentar una sensación deliciosa en los pechos desnudos.

—Por favor. Tócame.

Observó sus ojos mientras rozaba los rizos dorados con los nudillos. Estaba húmeda, deseaba que la tocase, que la amase.

Y entonces la tocó. Suavemente.

Y después, enterró los dedos en ella.

Bella se oyó gemir a sí misma. Se sentía completamente abierta, vulnerable. Era tan exótico, tan extraordinario…

Estaba demasiado perdida en las sensaciones como para sentir vergüenza.

Edward le daba tanto placer, intensificando la presión y la velocidad de la caricia hasta que ella se apoyó en su pecho suplicándole… algo. No sabía qué. Solo quería que siguiera tocándola. Hasta que, de repente, se sintió envuelta en una sensación desconocida, enloquecedora. Tuvo que cerrar los ojos cuando sintió el orgasmo, consumiéndola hasta que cayó sobre él, exhausta y deliciosamente enloquecida.

Edward la apretó contra su corazón. Hubiera deseado quitarse los vaqueros y enterrarse en ella, pero quizá era demasiado pronto.

Se había engañado a sí mismo pensando que era él quien controlaba la situación. Bella solo había tenido que pedirle que la amara y él no había podido esperar un segundo.

Le asombraba su respuesta. Había esperado vacilaciones, vergüenza… y hubo alguna. Pero se había dejado llevar por él, había saltado a sus brazos sin miedo alguno. Confiaba en él.

Cualquier hombre podría volverse adicto a su olor, a su sabor. A sus labios.

Estaba temblando entre sus brazos, respirando con dificultad. Parecía tan cansada…

Debería haber esperado un poco más, se dijo.

—¿Bella?

—¿Qué?

Edward acarició su pelo e hizo lo que debía hacer, pensar en ella en lugar de pensar en sus propias necesidades.

—Vamos a la cama antes de que pilles un resfriado —murmuró, tomándola en brazos para entrar en la casa.

Estaba dormida cuando la dejó sobre la cama y eso hizo que se sintiera más protector que nunca, observando aquella melena rizada, la carita pálida, los pezones como de terciopelo.

El deseo lo golpeó de nuevo, pero aquella vez estaba preparado. Tenía una semana de práctica. Una semana en la que había tenido que hacer un esfuerzo enorme. Podía esperar un poco más, se dijo.

Ella estaba agotada, no podía pedirle más. Y sabía que si seguía mirándola no podría evitarlo.

Al día siguiente, se dijo a sí mismo mientras bajaba la escalera. Hablarían al día siguiente. Al día siguiente sabría lo que le esperaba en el futuro.

Al día siguiente encontraría una explicación para la inmensa ternura que sentía cada vez que miraba a su mujer. Quizá Bree se había equivocado. Quizá él también podía entender lo que era el amor.

6 comentarios:

  1. Ya me confundí tenemos dos bree? la amiga de bella y la ex de edward ? Poco a poco ed va aflojando jaja pero les urge conversar

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  2. Siiiiiiiiiiii, por fin!!!! Que manera de hacer progresos, jajajajaja. Sólo espero que realmente puedan hablar y aclarar las cosas.

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  3. Aghhh esos dos me sacan de quicio... Se quieren pero no son capaces de dar el siguiente paso... :(
    Besos gigantes!!!!
    XOXO♥

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  4. Ya casi, falta poquito para lo mejir 😉

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  5. Edward ya no puede resistirse a la maque siente.

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