Bella
Bella no debería haber dicho eso. A cincuenta metros de altura y sin escapatoria posible. Acababa de desafiar la identidad sexual de un hombre que llevaba amando, y abandonando, a las mujeres desde su adolescencia.
Se decía que Edward Masen sabía exactamente cómo satisfacer a una mujer. Que podía aguantar toda la noche cuando lo deseaba. Por otro lado, mantener el interés de Edward durante más de una noche había resultado hasta el momento imposible para cualquier mujer. Jamás se había escuchado rumor alguno de que Edward prefiriera a los hombres, pero, desde que pronunció aquellas palabras, parecía que el teleférico se había quedado sin aire. El modo en el que le brillaron los ojos y en cómo su mirada se detuvo sobre los labios de Bella, antes de apartarse precipitadamente, había estado cargado de sensualidad.
¿Qué podía ser peor, que la furia de Edward?
Cuando él volvió a mirarla, lo que Bella vio en aquellos ojos verdes, hizo que se sintiera como si el suelo se le desmoronara bajo los pies. Entonces, bajó la mirada y se preparó físicamente para la respuesta de él.
—Lo siento, muchacho —gruñó él—, no eres mi tipo. Entonces, el silencio se apoderó de ellos, un silencio pesado y asfixiante.
—Prueba de nuevo la radio —sugirió ella, para cambiar de conversación. Él lo hizo, pero no respondió nadie.
Edward volvió a quedar en silencio y éste pareció extenderse hasta la eternidad. Se metió las manos en los bolsillos del abrigo y se miró los zapatos, lo que le permitió a Bella estudiar su rostro. No había en él imperfección alguna. Todo ocupaba el lugar que exigía la belleza masculina, con una boca que sugería sensualidad y risas.
Sin embargo, él no sonreía en aquellos momentos, pero, al menos, había dejado de insistir sobre lo de la caja o sobre el hecho de que se quitara las gafas. Este hecho hizo que Bella pensara en las cosas que tenía en la caja y que, efectivamente, tenían un uso en aquellos momentos. Manoplas, para empezar. Seguramente serían demasiado pequeñas para él, pero por lo menos podría utilizar las fundas impermeables de las manoplas. La caja también contenía las infusiones de hierbas que a su madre tanto le gustaban y también las provisiones que había encontrado y que harían que cualquiera se preguntara qué era lo que hacía James Masen en su cabaña de la montaña. Galletas de almendras, bombones de Godiva...
También había encontrado objetos personales como el champú de Esme y su suavizante. Crema hidratante que olía a jazmín y a sándalo, cepillos y pasta de dientes... Objetos muy femeninos.
Además, estaba la colcha.
—Es negra y azul, con la textura de un Van Gogh y es tan suave —le había contado Esme a su hija, con una sonrisa que le había partido el corazón—. Es como tumbarse en un trozo de cielo de medianoche.
Bella no había preguntado de dónde había salido y Esme no había dicho nada. Era suficiente para ella que Esme hubiera querido recogerla. Estaba
segura de que había sido un regalo de su amante, posiblemente el único regalo que su madre había aceptado nunca. Esme Swan no era una prostituta, a pesar de lo que pensara la gente.
Los siguientes veinte minutos parecieron horas. El tiempo fue empeorando. Empezó a nevar con más fuerza y el viento arreciaba sin parar. Ya iba siendo hora de que los sacaran de allí, pero no parecía muy probable que aquello fuera a ocurrir en un futuro cercano. Si Jacob tenía problemas mecánicos, lo más probable era que el teleférico no se moviera hasta el día siguiente como muy pronto y eso asumiendo que los mecánicos pudieran subir a la montaña al día siguiente con la cantidad de nieve recién caída que había sobre el suelo. Por supuesto, la nieve era muy bienvenida para las pistas de esquí, pero tanta nieve en tan poco tiempo no podía significar nada bueno para nadie.
En cuanto al rescate, eso tendría que esperar hasta que el tiempo mejorara. El teleférico era cerrado, por lo que no sufrían las inclemencias del tiempo. No parecía probable que la jaula fuera a caerse al suelo a pesar de los constantes balanceos. Por lo tanto, el peligro más inmediato para ambos era el frío.
Bella se sentía bien. Tenía más capas de las que necesitaba en aquel momento en particular. Edward Masen, no.
Ella frunció el ceño y se levantó de la caja. Entonces, rasgó la cinta. Los guantes estaban cerca de la parte superior y la colcha en el fondo de la caja, protegida por un plástico. Tal vez terminaran necesitándola, pero no estaba dispuesta a admitir que la necesitaban en aquel momento.
—Toma —le dijo cuando encontró las manoplas. Se las ofreció. Edward estudió las manoplas.
—¿No tienes nada de hombre?
—No, pero las cubiertas impermeables deben de estar por aquí, en alguna parte —respondió ella, mientras rebuscaba en la caja. Se las ofreció también—. Podrían dar un poco de sí.
Edward tomó las dos cosas. Las manoplas eran demasiado pequeñas para él, pero, a pesar de todo, se las puso. O tenía mucho frío o el puro sentido de la supervivencia lo empujaba a utilizar lo que fuera para mantenerse caliente. Los forros le venían mejor. Bella asintió para darle su aprobación.
Edward sonrió. —¿Qué más tienes?
—Galletas —dijo ella mostrándole el paquete—. Y chocolate —añadió, sacando también la caja de lady Godiva. Edward entornó la mirada—. Regalo de despedida —explicó ella, improvisando—. Sin embargo, creo que están pasados de fecha.
—Me alegra saberlo —comentó él con una deliciosa y profunda voz—. Espero que tengas whisky. Aunque también podría estar pasado de fecha.
—No. No hay whisky —replicó ella. Lo había dejado en la cabaña, porque ésa era bebida de hombres.
Sin embargo, sí que tenía champán. Una botella de Dom de doscientos dólares. Dejó las galletas y la sacó, pero inmediatamente cambió de opinión y la volvió a guardar antes de que él se diera cuenta. Entonces, sacó de nuevo las
galletas. Abrió la caja y sacó dos antes de entregársela a Edward. Él las aceptó sin comentario alguno y se comió un puñado sin decir nada. Bella trató de no mirar el modo en el que se le movía la boca al masticar. Su rostro, su cabello, tenían el aspecto de alguien que acaba de levantarse de la cama.
Pensar lo que Edward sería capaz de hacer en una cama fue una idea muy mala. Bella tuvo que apartar la mirada y rodearse con los brazos mientras rezaba para que el teleférico empezara a moverse de nuevo muy pronto.
—¿Más? —le preguntó él de repente. Bella se sobresaltó y lo miró. Entonces, vio que él le ofrecía la caja de galletas.
—No, gracias.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste?
—A mediodía. ¿Y tú? —preguntó ella, al ver que Edward se había comido muchas galletas muy rápido.
—Ayer.
—Pues come más —replicó ella. Edward tomó un par de galletas más y luego retorció la bolsa para cerrarla. A continuación, se acercó a la caja y las dejó caer dentro. Miró. Vio productos de aseo, infusiones. No realizó comentario alguno.
—¿Tienes frío? —preguntó Bella.
—Un poco —respondió él mientras retiraba la condensación de la ventana con la manga del abrigo y miraba hacia el exterior—. ¿Y tú?
—No —contestó ella.
Probablemente porque tenía las prendas repetidas. Podría darle uno de sus gorros. Tal vez tendría que hacerlo, pero aún no.
Se sentó sobre el suelo y volvió a comprobar el teléfono móvil, no para ver si tenía cobertura sino para consultar la hora. Las cinco y dieciocho. Aún no había oscurecido.
De repente, un crujido ahogado restalló en el aire, la clase de sonido que nadie que viva en una montaña quiere escuchar nunca.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó ella mientras se ponía precipitadamente de pie sin ningún tipo de dignidad. Entonces, se puso a limpiar la ventana—. ¿Puedes verla?
Se refería a la avalancha.
—Todavía no —respondió él. Se acercó a la parte del teleférico que quedaba más cerca de la cima y miró hacia arriba.
—Tal vez sólo haya sido un árbol que se partía...
En ese momento, la montaña volvió a gruñir y el teleférico se meneó salvajemente. La caja se cayó. El té cayó y la botella de champán rodó por el suelo.
Edward lanzó una maldición mientras que Bella se abalanzaba sobre la botella y la volvía a meter en la caja. Entonces, la cerró encajando las tapas. Inmediatamente, Edward la agarró por el brazo y la levantó hacia él al tiempo que los dos observaban cómo una gran parte de la montaña que quedaba a su derecha comenzaba a moverse.
—No estamos en su camino —murmuró él—. Mira.
Efectivamente, así era, pero el miedo no desaparecía. Bella cerró los ojos y se aferró al pasamanos que flanqueaba la puerta del teleférico. Sentía que Edward estaba a sus espaldas, pero sin llegar a tocarla. Quería dar un paso atrás y refugiarse en él y no sólo porque lo deseara. Simplemente, necesitaba el contacto.
—Mira —dijo él de nuevo en voz muy baja.
—No, gracias.
—Jamás volverás a ver esto, al menos desde este ángulo.
—Espero que eso sea una promesa —replicó ella.
Como el teleférico había dejado de moverse, ella miró. Contuvo el aliento ante la terrible belleza de la tierra deslizándose bajo sus pies, agrietándose y desgajándose.
Asustada, miró a Masen. Él sonrió, algo que ella jamás hubiera deseado. Había llegado el momento de marcharse, pero, ¿adónde podía ir? Los equipos de mantenimiento estarían registrando la montaña durante días. Comprobarían las torres de la estructura y todo lo demás y eso que sólo se había producido una única avalancha. ¿Y si había más?
Sin importarle que tuviera que rozar a Masen para poder llegar a la caja y tomar la botella de champán, se dio la vuelta. Tras arrodillarse, empezó a quitar el corcho. Todos los años que había pasado en un bar le dieron su recompensa cuando no tardó en sacarlo. Tras dejar que saliera la espuma, se colocó la botella contra la boca.
—Bueno, ésa es una manera de beberlo —dijo Masen secamente antes de agacharse junto a ella y agarrar la botella para apartársela de los labios, lo que hizo con una eficacia increíble—. Hay otras.
—Así se bebe muy bien. ¿Acaso te importa? Estás interrumpiendo mi pánico —dijo señalando la botella.
—Lo sé.
Y por la mirada que había en aquellos maravillosos ojos verdes, iba a seguir interrumpiéndolo. Dio un trago a la botella y Bella contempló hipnotizada cómo los músculos de la garganta se ponían a funcionar. No bebió mucho, pero cuando terminó de hacerlo, Bella estaba sedienta.
—El alcohol y la hipotermia no van bien juntos — dijo, con más amabilidad de la que le habría creído posible.
—No tengo hipotermia —musitó ella—. Todavía. Estoy en estado de shock. El alcohol es bueno para el estado de shock.
—Es cierto —replicó él. Entonces, le extendió la botella para que la tomara —. Discutes como una chica. También bebes como una chica.
Bella se quedó completamente inmóvil. No sabía si agarrar la botella que él le ofrecía y confirmar sus sospechas o no hacerlo con el mismo resultado. Al final, decidió tomar la botella y beber. Ya no le importaba lo que él pudiera sospechar. Sus prioridades habían cambiado. Era lo que tenía ver la muerte muy de cerca.
—Mira, no estoy diciendo que esta situación sea ideal, pero, por el momento, estamos bastante a salvo —dijo él con voz tranquilizadora mientras le quitaba la botella de nuevo—. Tenemos un refugio, comida. Champán —añadió
con una sonrisa—. Y teléfonos que funcionarán en cuanto pase la ventisca. No estamos lejos de la estación de arriba. Vendrán a recogernos desde allí.
Tal vez sería así. Tal vez Edward Masen y ella pudieran aguantar hasta entonces si permanecían en calma, pensaban con la cabeza y compartían el calor corporal y hacían todo lo que se suponía que la gente hacía cuando se quedaban atrapados en el frío.
—Eh —susurró él.
Las gafas de Bella se estaban empañando. Tal vez eran las lágrimas.
—Chica... porque eres una chica —añadió—. De eso estoy seguro. Tranquilízate. No te dejes llevar por el pánico. Todo va a salir bien.
Bella agradeció las palabras. Entonces, la montaña volvió a moverse y, en aquella ocasión, el teleférico hizo lo mismo.
Bajó y bajó, como si fuera a cámara lenta, aún unido al cable. El acoplamiento no les había fallado. Había sido otra cosa.
El cuerpo de Bella no quería hacer lo que el teleférico estaba haciendo. Su cuerpo quería mantenerse arriba. Edward dio un paso hacia ella y la rodeó con sus brazos. Entonces, la apretó contra el suelo. En aquel momento, el teleférico caía ya a toda velocidad.
—Agárrate fuerte —musitó.
Ella obedeció. Lo abrazó con fuerza y le colocó la mejilla contra el pecho. Olía tan bien... Incluso con el miedo olía bien. Sintió un pequeño consuelo al ver que Edward se había equivocado en lo de no correr un peligro inminente y que ella había tenido todo el derecho del mundo a sentir pánico.
Bella se despertó. Sintió una gran incomodidad. Y dolor. Recobró la conciencia lentamente, recordando a retazos todo lo que había ocurrido antes. El descenso. La avalancha. Edward Masen. Estaba tumbado en el suelo debajo de ella. Inconsciente pero aún respirando. Alrededor de ambos, los restos de un teleférico destrozado y medio enterrado en nieve suelta.
Nieve suelta. No era la nieve de una avalancha, que los habría rodeado como si fuera cemento.
Edward respiraba, por lo que ella se levantó suavemente de él tanto por su bien como por el suyo propio. Las piernas y los brazos le funcionaban, pero tenía mucho frío. Edward parecía estar peor. Sin sombrero, sin ropa apropiada para la nieve, tenía el rostro muy pálido a excepción de la sangre que le manaba lentamente de un corte en la frente y que manchaba el suelo debajo de él. Incluso la sangre tenía un aspecto frío.
Bella se quitó el guante y le tocó el rostro. Descubrió que el tacto era completamente helado.
No le resultó fácil quitarse las gafas y el gorro de piel de oveja y colocárselo a él. Volvió a ponerse las gafas y le colocó las palmas de las manos sobre las
mejillas, rezando para que el calor le llegara a tiempo.
—Edward, despierta —dijo. Él se rebulló un poco y abrió los ojos—. Edward, mírame.
Edward lo intentó. Lo intentó con todas sus ganas.
—Masen, concéntrate.
—Ya te dije que estaríamos bien —musitó él. Entonces, pareció que iba a volver a perder el conocimiento.
—No, no, Edward... Eh, Masen. Despierta. Hora de marcharnos. —Bien —dijo él—. Vete...
Se llevó la mano a la cabeza, que tenía que estar doliéndole mucho. Bella le impidió el movimiento para que no se quitara el gorro y descubriera que tenía sangre.
—Yo me quedo aquí —añadió.
—No, aquí te morirás, Edward. Concéntrate. Y muévete. Hemos perdido nuestro refugio. Casi está oscuro. Necesitamos irnos.
—¿Adónde? Buena pregunta.
—Creo... Está bien. Creo que tenemos dos opciones. O nos quedamos aquí y nos refugiamos en lo que queda del teleférico o... si puedes andar, podemos tratar de llegar de nuevo a la estación. El cable sigue unido a algo allí arriba. Mira.
Edward miró hacia donde ella le indicaba, hacia donde el cable, efectivamente, se estiraba hacia arriba.
—No creo que debiéramos quedarnos aquí —dijo ella—. Si puedes moverte, deberíamos marcharnos. ¿Qué quieres hacer?
—Irme —dijo él, tras pensarlo durante unos segundos.
Bella lo ayudó a sentarse y luego a levantarse. Así empezaron a avanzar, paso a paso, con el cable como guía. Contenía el aliento cada vez que él se caía, dado que no tenía fuerzas para sostenerlo. Si Edward podía subir la montaña, tendría que hacerlo solo, lo que significaba que tendría que echar mano de sus reservas de fuerza y determinación. O de ira y rabia. Lo que fuera.
—¿Sabes lo que más odio? —le preguntó ella por fin dando paso a su propia rabia cuando pareció que Edward estaba a punto de perder la suya—. La gente que recibe todo en bandeja de plata y que luego se rinden al más mínimo obstáculo.
—¿De verdad?
—Sí. ¿Y sabes qué más odio? Los hombres que se creen que lo pueden tener todo. Si yo estuviera a cargo del infierno, habría un pozo especialmente para ellos y los bajaría centímetro a centímetro hasta que se dieran cuenta de que tal vez no se merecían todo lo que tenían.
—Tienes mucho odio en tu interior. Lo sabes, ¿verdad?
—Ni que lo digas. También odio a los que se emborrachan y se convierten en personas malvadas y a los que dan malas propinas.
—Y yo odio a las mujeres que no hacen más que manipular a los hombres.
—Yo también —dijo ella enfáticamente—. Pero te aseguro que deberías probar a los hombres.
—Y tú también —murmuró él—. ¿Hay alguna razón en particular para que vayas vestida de hombre? ¿Acaso quieres parecer uno?
—No.
—Entonces, ¿qué? ¿Tienes una docena de hermanos y tomas prestada su ropa para ir a trabajar en la montaña?
—No.
—Entonces, ¿por qué te disfrazas?
—Costumbre.
Con eso, Bella dio por terminada la conversación. Se concentraron en subir unos cincuenta metros arriba de aquella maldita montaña. Camino a ninguna parte, con la nieve aún cayendo y el viento azotándoles con fuerza. Bella no tenía frío, pero lo más probable era que Masen sí.
El cable se erguía ya por encima de sus cabezas. Eso era una buena noticia si significaba que se estaban acercando a la estación. Mala porque el cable no ayudaba a avanzar a Edward. Él volvió a caerse y, en aquella ocasión, dejó una mancha oscura de sangre sobre la nieve, justo sobre el lugar donde cayó de cabeza.
—Edward... —dijo ella. Se arrodilló junto a él y vio que tenía el rostro muy pálido y los labios casi azules. En aquella ocasión, tenía los ojos cerrados—. Edward, despierta. Vamos. Ya casi estamos allí. Háblame. Dime qué es lo que odias.
—Los vi juntos en una ocasión —susurró sin abrir los ojos—. Comprando ropa.
—¿A quién? —preguntó ella. Lo agarró del brazo y lo obligó a incorporarse. Entonces, se colocó el brazo por encima para poder levantarlo—. ¿A quién viste?
—A Esme y a Bella Swan. Y a mi padre.
—Eso no es cierto —replicó ella—. Tal vez simplemente estaba pasando por allí —afirmó. Ella lo sabía bien.
Consiguió levantarlo y lo apoyó sobre ella. La sangre de la herida de él le cayó por la mejilla.
—¿Las has visto? —preguntó él—. ¿Has visto a Esme Swan y a su hija?
—Sí, las he visto —respondió ella. No comprendía por qué hablaba de aquello. ¿Acaso habría averiguado su identidad?
—Entonces, lo sabes.
—¿Qué es lo que sé? —inquirió ella. Comenzó a tirar de él para que los dos siguieran andando. Abrió un camino a través de la nieve para que a él le resultara más fácil avanzar.
—¿Que son unas zorras?
—Que son muy hermosas.
No era lo que había esperado escuchar en labios de Edward Masen, sino lo que llevaba toda la vida escuchando. Lo miró, pero vio que él no levantaba la vista del suelo. ¿Cuánto más iba a poder seguir?
—Bueno, no creo que eso sea un delito.
—Y tienen una cierta arrogancia.
—Tonterías —replicó ella.
—Como si supieran lo que uno está pensando, pero no les importara en absoluto.
—Tal vez sea un mecanismo de defensa.
—Enloquecedor. Eso es lo que es.
Bella no dignificó aquel comentario con una respuesta.
—Esme Swan tuvo a mi padre embelesado durante más de diez años. Sabía que él tenía esposa e hijos. Responsabilidades. Y no le importó.
—¿Y no debería haber sido a él a quien importara aquella situación?
—A él le importaba.
—Sí —musitó Bella—. Pero no lo suficiente para dejar de cometer adulterio. Menudo ejemplo era.
—Estás hablando de mi padre.
—Efectivamente.
Bella cerró la boca y dejó que su ira la transportara ladera arriba. La ira resultaba muy útil, pero se disipaba demasiado rápido, rasgada por el viento y el frío, para encontrarse con un muro de nieve y los primeros signos de rendición y derrota.
—No puede faltar mucho. Es imposible...
Pero sí que faltaba.
Siguieron avanzando con el cable como guía. Bella iba la primera, hasta que terminó agotada. Entonces, Edward llegó a su nivel y la miró a los ojos.
—Además, está la hija —dijo pasando por delante de ella.
—¿Qué pasa con la hija? —le espetó ella, muy enfadada. Si volvía a caerse, le daría una patada para que siguiera subiendo la ladera.
—Es de una belleza exquisita. Y muy astuta. Hizo siempre lo que quiso con mi padre. Le consiguió un trabajo detrás de otro.
—¿Cómo has dicho?
—Y ella no consiguió conservar ninguno de ellos.
—Tal vez no le gustaba ninguno de ellos —replicó Bella apretando los dientes.
¿Qué trabajos le había conseguido James Masen? ¿De friega platos en el Holiday Inn? ¿O los turnos de jueves por la tarde o sábado por la mañana en la tienda de cómics? El trabajo en el estudio de tatuajes se lo había conseguido ella sola, eso sí lo sabía. Todos habían sido temporales porque tenían que encajar con sus estudios. Eso era lo que tenían que hacer los estudiantes para ganarse la vida mientras estaban en la universidad.
—Aparentemente, se considera una artista.
—Tal vez sea una artista.
—Pues aún hay más. Le compró una casa en Christchurch.
—¿Qué?
—¿No escuchas?
De hecho, no. Bella miró a Edward con desaprobación. No le importaba que estuviera herido y empapado hasta la médula. Se equivocaba.
Ella permaneció inmóvil, con la respiración acelerada, mirando más allá del idiota del gorro de oveja. Más allá de sus mentiras, de su odio, mientras trataba de distinguir la forma de la ladera que tenían delante. En aquellos momentos, su objetivo era llegar a un lugar seguro. Vengarse de Edward tendría que esperar.
Mientras observaba cómo el cable se extendía hacia arriba, vio... ¿Era aquello?
—Edward —dijo cuando él no se dio la vuelta—. Edward, mira hacia arriba.
Sin embargo, él no la había oído. Bella se colocó a su altura y lo agarró del brazo con una mano mientras señalaba con la otra.
—¡Mira! ¡Es el tejado de la estación!
Edward apartó bruscamente el brazo. Con ese movimiento, Bella recordó la última vez que lo tocó y que habló con él. Habían pasado tantos años... Sin embargo, recordaba aquel momento como si hubiera ocurrido el día anterior.
—No me toques —dijo él con voz ronca.
Lo mismo que le había dicho entonces. Había conseguido que Bella se sintiera como si fuera basura sin que ella supiera ni siquiera por qué. No se enteró hasta que llegó a casa aquella tarde. Su madre la miró y trató de explicarle a una niña de doce años que se había enamorado del marido de otra mujer. Fue entonces cuando comprendió la reacción de Edward.
La misma reacción que había tenido diez años después.
—Es el tejado de la estación —dijo ella, con voz cansada, señalando hacia arriba.
Edward se detuvo en seco. Miró hacia el lugar que ella señalaba. Tenía las pestañas blancas de la escarcha y los ojos llenos de dolor. Tal vez podía ver la forma del tejado a través de la nieve o tal vez no.
—¿Vamos a la derecha o a la izquierda? —preguntó ella.
No podían seguir en línea recta porque la ladera se había hecho muy empinada. Si iban a la derecha llegarían a la torre de control. A la izquierda, alcanzarían el quiosco, para el que no tenían llaves. Éstas estarían en la torre de control, donde Jacob debería estar. No obstante, dado el silencio que había reinado en la radio antes de partir, había una gran posibilidad de que Jacob no estuviera allí y que la torre de control estuviera también cerrada.
—Edward, ¿a la derecha o a la izquierda? ¿Torre de control o quiosco? ¿Qué camino tomamos?
—Al quiosco —dijo él con voz ronca.
Siguieron de nuevo caminando a través de la dura ventisca. La nieve les llegaba ya más arriba de las rodillas y estaba empezando a cuajar. Bella rezó para que no se produjeran más avalanchas en aquel terreno tan escarpado.
El camino hasta llegar al quiosco les llevó tiempo. Si no era porque Edward se caía, era Bella. Su coordinación era muy pobre. El frío y la fatiga habían terminado por pasarles factura.
—Un vaso de leche con cacao muy caliente —dijo ella, cuando los dos estaban sobre el suelo ateridos de frío.
—¿Es algo que odias? —preguntó Edward mientras trataba de levantarse.
—Es lo que me apetece —musitó—. Lo quiero espeso, cremoso, con la taza muy caliente, envolviendo las manos alrededor de ella para poder llevármela a la mejilla y a los labios, si es que aún me quedan. Ya ni siquiera puedo sentir mis labios. —Pues te aseguro que se están moviendo —dijo él mirándolos. Aquella mirada se los caldeó un poquito. Edward Masen parecía ser un antídoto natural contra el frío.
Entonces, por fin, después de lo que les parecieron horas, llegaron junto al quiosco. Bella se aferró a la barandilla. Todo el cuerpo le temblaba y unas cálidas lágrimas le llenaban los ojos. ¿Cómo podían entrar allí? Ni siquiera podía pensar.
La puerta estaba cerrada con llave y las ventanas tenían rejas. —Vamos a las ventanas del cuarto de baño —dijo Edward.
Los dos rodearon el edificio y vieron que, efectivamente, aquella no tenía rejas. Sin embargo, estaba muy alta sobre la pared y no era demasiado grande. Tampoco estaba abierta.
Bella se quedó sin saber qué hacer, pero Edward se quitó el abrigo y, tras cubrirse el puño con él, lo utilizó para hacer pedazos el cristal.
—Arriba —dijo. Se colocó de espaldas a la pared—. Utiliza mis hombros para
subir.
—Para hacer eso tendría que tocarte. No quieres que yo te toque.
—No importa, pelirroja —susurró, con los ojos entrecerrados—. De todos modos, ya no siento nada.
Bella se subió encima de él con rapidez. Metió primero la cabeza por la ventana y luego se giró para poder introducir el resto del cuerpo. Primero metió una pierna y luego la otra. Entonces, se dejó caer al suelo.
—Edward —dijo ella, pero no recibió respuesta—. Edward, ve a la puerta de la cocina.
Atravesó el quiosco tan rápidamente como su cuerpo medio congelado le permitía. Tras pasarse un buen rato peleándose con la cerradura, cuando abrió descubrió que Edward no estaba allí esperándola. Seguía donde ella lo había dejado, agachado bajo la ventana, prácticamente inconsciente.
—Vamos, grandullón —le dijo ella tratando de ponerlo de pie—. ¿Dónde está tu legendaria fuerza?
Edward lanzó una maldición, pero las provocaciones de Bella consiguieron que entrara en el quiosco. Allí, ella no se molestó en hacerlo pasar más allá de la cocina, por lo que él permaneció contra la pared. Bella se quitó el gorro y las gafas y empezó a encender todos los quemadores que pudo encontrar antes de regresar rápidamente al lado de Edward para impedir que volviera a caerse al suelo. Tenía la chaqueta del elegante traje completamente empapada, igual que la camisa.
—Quítate la ropa —le ordenó.
Edward lo intentó, pero no podía ni mover las manos. Tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada contra la pared.
—Invítame a algo primero —susurró él con una débil sonrisa.
—Ni hablar —musitó ella.
Comenzó a quitarle las manoplas demasiado apretadas y luego la chaqueta y la camisa. Era todo músculo, sin un gramo de grasa. En otro momento, ella se habría tomado su tiempo para admirar un torso tan maravilloso, pero Edward tenía demasiado frío para eso y ella estaba demasiado preocupada por él. Se quitó el abrigo de Jacob, que era impermeable y de mucho abrigo. Se lo puso y se lo abrochó. Edward se echó a temblar.
—¿Mejor?
—Mejor.
Aún tenía el gorro puesto. Bella deslizó los dedos por debajo y notó que al menos ahí tenía calor, al menos más que en las manos, por lo que se lo dejó puesto.
Como llevaba unas buenas botas, ella esperó que hubieran impedido que se le congelaran los pies, pero se tendría que quitar los pantalones y eso significaba hacer lo mismo con las botas. Se arrodilló y se puso a trabajar. Edward trató de colaborar sacudiendo los pies. Lo consiguió, pero tras hacer que Bella cayera sobre el trasero. Ella consiguió quitárselas y luego, sin saber si debía hacerlo, se puso de rodillas y buscó la bragueta del pantalón.
Edward protestó y se tensó. Entonces, le agarró el cabello con una mano y la obligó a levantar la cabeza. —Si esto tiene que ver con la modestia... —comentó ella. Los dos se miraron. Bella vio que no había sorpresa en los ojos de Edward. Tan sólo reconocimiento.
—Sabía que eras tú —murmuró—. En el momento en el que me agarraste el brazo de ese modo, supe que eras tú.
—Sí, bueno. Pues que disfrutes.
Edward lanzó una maldición, una colorida invectiva que resumía su situación perfectamente y que también le recordó a ella lo que no tenía que hacer con ese hombre. Nunca.
Edward le soltó el cabello y le apartó las manos de la bragueta del pantalón. Trató de desabrochársela sin mucha suerte.
—Yo ya te los habría quitado —murmuró ella mirándolo desafiante mientras se ponía de pie. Le buscó los dedos y, entre los dos, desabrocharon el botón y bajaron la cremallera.
Edward no dejó de observarla en ningún momento.
—Apártate, pelirroja —susurró él.
Bella dio un paso atrás y levantó las manos en el aire, como si se estuviera rindiendo. Tenía las mejillas acaloradas aunque el resto de su cuerpo estuviera congelado.
—Tienes que comprobar que no tienes síntomas de congelación.
—Y tú también.
—Yo tengo bien las manos y puedo sentir los dedos de los pies —replicó ella. Se dio la vuelta y se dispuso a calentárselos sobre los quemadores encendidos y así darle a él un poco de intimidad—. Dentro de un minuto yo me quitaré los vaqueros. Debería haber un kit de hipotermia sobre la estantería que hay al lado de la puerta trasera. Mantas termales y todo lo demás.
Oyó que él se movía. Oyó que algo golpeaba la pared. Cuando se dio la vuelta, se encontró con Edward justo donde lo había dejado, pero sin los pantalones y apoyado contra la pared. Estaba muy pálido.
—Dame un minuto —murmuró él—. Yo...
Cerró los ojos.
—No, no. Vamos, Masen. Abre los ojos —dijo ella. Se colocó delante de él para poder sujetarlo mejor—. Piensa en todas las libertades que yo me tomaría contigo si tú te desmayaras ahora mismo. Me iría de compras con tu tarjeta de crédito platino en el momento en el que recuperara Internet.
—Pues cómprame unos pantalones secos.
—Te robaré el teléfono y tomaré fotos del nuevo dueño del imperio Masen durmiendo sobre el suelo de la cocina y se las enviaré a todos los que tengas en tu agenda. Creerán que has estado bebiendo.
—No sería la primera vez.
—Tendría que terminar de desnudarte. Piensa en tu modestia.
—Piénsalo así, pelirroja —murmuró él—. Al menos si estoy inconsciente me comportaré bien.
Entonces, se desmayó.
Sigue subiendo capis, muy buena esta adaptación, me tiene atrapada 😓😱
ResponderEliminarQue buenovesta esto. Gracias por el cap
ResponderEliminarMe encanta
ResponderEliminarQue aventura; hasta frío me dió 😉
ResponderEliminarMe parece que Edward no odia tanto a Bella como quiere hacer creer y esa es una de las razones de su enojo, sobre todo porque no la trata mal y hasta le contesta de forma graciosa, jajaja
ResponderEliminarPobre ed se hace cubito de hielo bella dale calor jajaja
ResponderEliminarOjalá que ahora que estén hay encerrados hablen de la situación en la que se vieron implicados sin tener culpa!!!
ResponderEliminarBella habla dile la verdad cuentale como eran las cosas =) calientalo como puedas o se t quedara congelado el niño jajajajajaja graciasssss ♥
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