Capítulo 21 / Mentiras y Rumores


ESTA HISTORIA ES UNA ADAPTACIÓN
LOS PERSONAJES PERTENECEN A STEPHENIE MEYER
EL NOMBRE DE LA HISTORIA, 
COMO LA AUTORA LO DIREMOS 
AL FINAL DE LA ADAPTACIÓN


Maggie corrió al dormitorio de Isabella delante de su padre, con su nuevo vestido azul, sus leotardos y sus zapatos.


Pero cuando llegó a la cama y la vio con su bata de color rosa sintió cierta timidez. Su largo y castaño cabello estaba suelto y le caía por encima de los hombros. Parecía muy frágil, pero al verla, sonrió dándole la bienvenida.

—Vaya, qué bonito —dijo, admirando el cambio que se había producido en ella—. ¡Pareces una niña diferente, Maggie!

—Papá me ha comprado nuevos vaqueros, faldas, jerseys, zapatos y ropa interior —dijo la niña, casi sin habla—. ¡Y me ha abrazado!

El rostro de Isabella se iluminó.

— ¿De verdad?

Maggie sonrió con timidez.

—Sí —rió—. Creo que le gusto.

—Yo también lo creo —declaró ella, en un susurro.

En aquel momento, notó que Maggie llevaba algo en la mano. La niña la miró y dudó.

—Te hemos traído una cosa —confesó.

— ¿De verdad? —preguntó.

Maggie avanzó hacia ella y le dio una cajita.

—Cuando la abres, suena una canción.

Isabella agarró la caja y quitó el papel que la envolvía. En el interior había una cajita de música, con forma de pequeño piano de porcelana. Al abrirla, sonó la melodía de Claro de luna.

—Oh —exclamó—. Nunca había tenido nada tan bonito. 

Maggie sonrió.

— ¿La eligió tu padre? —preguntó.

La expresión de la niña se tornó sombría. Isabella supo de inmediato que no había sido Edward y se apresuró a corregir su error.

—La elegiste tú, ¿verdad? Tienes muy buen gusto, Maggie. Muchas gracias.

Tenía que tener cuidado para no dañar más aún su frágil confianza.

—De nada —sonrió.

En aquel instante entró Edward, que al verla con la cajita de música, también sonrió.

— ¿Te gusta?

—Me encanta—contestó—. La guardaré siempre, como si fuera un pequeño tesoro.

Miró a la niña con calidez, y Maggie se ruborizó.

—Bueno, será mejor que te quites tu ropa nueva —dijo Edward.

Maggie se asustó al notar el tono de orden que había en su voz. Pero en cuanto lo miró comprobó que no estaba enfadado, ni impaciente. Sonreía.

— ¡De acuerdo, papá!

Antes de salir de la habitación sonrió de nuevo a Isabella.

—He oído cierto rumor acerca de un abrazo —murmuró. Edward rió.

—Sí, es cierto. Y creo que podría acostumbrarme.

—Ella también.

— ¿Y tú? —preguntó con una mirada especulativa.

— ¿Por qué no vienes conmigo a la cama y lo averiguas?

Su marido rió. Arrojó el sombrero tejano sobre una butaca y se tumbó en el lecho sobre ella, apoyándose en sus brazos. Isabella lo atrajo hacia sí y sonrió bajo el suave contacto de su boca. Entonces, Edward la besó con una ternura que le recordó los primeros días que habían pasado juntos, en su juventud. Amaba el calor de sus besos, la sensación de su cuerpo, pegado al suyo. Se arqueó seductoramente bajo su peso y notó que se tensaba.

—No —susurró él, dejándose caer a un lado.

—Hombre sin corazón... —suspiró.

—Es por tu propio bien —dijo, trazando la curva de sus labios—. Quiero que te repongas cuanto antes.

—Lo estoy intentando.

Edward se inclinó sobre ella y la besó en la punta de la nariz.

—Maggie está muy guapa con su vestido azul —observó.

—Sí, es cierto. Te has dado cuenta, ¿verdad?

— ¿Que si me he dado cuenta? ¿De qué?

—De lo mucho que se parece a ti. Lo vi cuando sonrió. Cuando sonríe le salen los mismos hoyuelos que a ti. Aunque también ha heredado tu terrible carácter.

—De tal palo tal astilla —bromeó, riendo—. Cuando salí hacia Arizona, nunca soñé que las cosas terminarían así.

— ¿Es eso una queja?

— ¿Tú que crees? —murmuró, besándola de nuevo.

~MyR~

Edward la llevó a la mesa, y por primera vez, comieron todos juntos. Maggie estaba nerviosa, peleándose con los cubiertos porque no sabía cómo usarlos correctamente.

—Ya aprenderás —dijo su padre al verla—. Nadie te está observando con un microscopio, ¿sabes? Pensé que para variar podía estar bien que comiéramos juntos.

Maggie miró a los dos adultos.

—No vais a echarme de casa, ¿verdad?

—No seas tonta —bromeó su padre.

—Bueno, antes no me querías —le recordó.

—No te conocía —replicó—. Y sigo sin conocerte a fondo. Es culpa mía, pero las cosas van a cambiar. Tú y yo pasaremos más tiempo juntos. De modo que, ¿qué te parece si en lugar de tomar el autobús te llevo al colegio en coche?

La niña se alegró mucho al principio, pero enseguida se entristeció. Jake iba en el autobús, y si no lo tomaba no podría verlo. Obviamente su padre no sabía nada sobre el chico, pero notó sus dudas.

—Me gustaría mucho —se ruborizó Maggie—, pero...

Isabella recordó lo que Julie le había dicho.

—Tal vez quiera ver a alguien que va en el autobús, ¿no es cierto? —preguntó ella, agudizando su sentimiento de vergüenza.

Edward apretó los labios.

—Así que es eso... —rió—. Y dime, ¿conozco al afortunado joven por el que tanto suspiras?

—Oh, papá — gimió la niña.

—No importa. Puedes ir en autobús —dijo, mirando a Isabella—. Pero tal vez puedas venir conmigo algunos sábados, cuando salga a comprobar el estado de las reses.

—Me gustaría mucho. Quiero saberlo todo sobre su peso y sobre los factores de herencia.

Edward dejó caer el tenedor que tenía en la mano y miró a la niña. Escuchar aquellos términos en boca de su hija resultaba tan sorprendente como chocante.

Maggie noto su sorpresa y sonrió.

—Me gustaría leer más cosas sobre ganado. Tengo unos cuantos libros, pero sólo hablan sobre las estadísticas genéticas de la crianza. ¿Tú los crías utilizando ingeniería genética, papá?

—Dios mío —suspiró él—. Es una verdadera ranchera.

—Desde luego —dijo Isabella—. Sorpresa, sorpresa. Pero hablando de genética, me pregunto de quién lo habrá heredado.

Edward no sabía qué decir, pero sonrió de oreja a oreja.

—Sí, utilizo técnicas de ingeniería genética—contestó a su hija, mirándola con admiración—. Si te interesa, te llevaré a los establos y te enseñaré cómo lo hacemos. Y pensar que estaba preocupado porque no tenía a nadie a quien dejar el rancho... 

Isabella rió.

—Pues parece que vas a dejarlo en manos adecuadas —comentó, observando a la niña.

Maggie se ruborizó. Aún no se había repuesto del súbito cambio que había dado su vida, y todo se lo debía a Isabella. Era como salir de la oscuridad para ver el sol, brillando.

Isabella sintió algo muy parecido cuando miró a su recién ganada familia.

—Eso me recuerda que tu abuelo querría llevarte a una feria de antigüedades el fin de semana que viene —dijo Isabella—. Va a una subasta de Sheridan.

—Pero si no tengo abuelo.

—No lo tenías —corrigió ella, sonriendo—. Ahora tienes uno. Mi padre.

— ¿Un abuelo de verdad para mí sola? —preguntó, dejando a un lado el tenedor—. ¿Me conoce?

—Fuiste a verlo con tu padre. ¿No lo recuerdas?

—Sí, vive en una casa muy grande —contestó con alegría—. Pero tenía miedo y no quise hablar con él. No creo que le caiga bien.

—Le gustas mucho —dijo Isabella—. Y le encantaría enseñarte cosas sobre las antigüedades, si es que quieres aprender. Es su mayor divertimiento.

— ¡Será muy divertido!

—Creo que a partir de ahora vas a estar muy solicitada, Maggie —sonrió Isabella—. ¿Te importa?

Maggie hizo un gesto negativo con la cabeza y sonrió con cierta timidez.

—Oh, no. ¡No me importa en absoluto!

~MyR~

Isabella se estaba medio dormida cuando Edward se metió en la cama, bostezó y se estiró.

—Me ha ganado —dijo.

Ella se dio la vuelta y apoyó la cabeza en su pecho.

— ¿A qué? —preguntó.

—A las cartas. Aún no sé cómo lo ha conseguido —bostezó—. Vaya, estoy muerto de sueño.

—Yo también —declaró, apretándose contra él—. Buenas noches.

—Buenas noches.

Isabella sonrío antes de quedarse dormida; pensó en lo felices que eran ahora que estaban juntos. Edward había cambiado mucho. Tal vez no la amara tanto como ella a él, pero parecía estar muy contento. Y Maggie se comportaba cada vez mejor. Las cosas tardarían cierto tiempo en asentarse, pero se sentía como en casa. El futuro, a todas luces, parecía brillante.

~MyR~

A la mañana siguiente, tuvo miedo de haberse hecho falsas ilusiones. Maggie se marchó a la escuela y Edward a una venta de ganado, y ella tuvo que quedarse en casa sola porque la señora Platt tenía libre el día. Una persistente llamada al timbre de la puerta la sacó de la cama. Se puso una bata blanca y bajó a abrir, medio dormida.

La mujer que apareció al otro lado de la puerta entró de repente. E Isabella se sorprendió tanto como la imponente pelirroja.

— ¿Quién es usted? —preguntó con altivez.

Isabella la observó. Llevaba un elegante traje gris, con una camisa y falda corta. Sus piernas eran larguísimas, tan bellas como su figura, pero tal vez algo delgadas. Era unos cinco años mayor que ella, o tal vez más.

—Soy la esposa de Edward Masen —contestó, con igual actitud—. ¿Qué puedo hacer por usted? 

La mujer la miró.

—Está bromeando.

—No, no estoy bromeando —dijo—. ¿Qué quiere?

—He venido para ver a Edward, por un asunto privado —contestó.

—Mi marido y yo no tenemos secretos.

— ¿De verdad? Entonces sabrá que ha estado quedándose estas últimas noches en mi casa trabajando en los detalles de un negocio, ¿verdad?

Isabella no supo qué contestar. Edward había estado trabajando hasta bastante tarde, pero no se le había ocurrido pensar que pudiera tratarse de algo no relacionado con aquella mujer. Pero ahora no estaba tan segura, a pesar del deseo que demostraba por ella. El deseo y el amor no eran la misma cosa, y aquélla era la mujer más bella que había conocido en toda su vida.

—Edward no regresará hasta tarde —declaró.

—Bueno, en tal caso no esperaré —murmuró la pelirroja.

— ¿Quiere que le deje un mensaje?

—Sí. Dígale que Victoria Sutherland  quiere verlo. Estoy segura de que se pondrá en contacto conmigo —contestó, observando la figura de Isabella—. Desde luego, no hay quien entienda a los hombres.

Entonces se dio media vuelta y se marchó caminando hacia un Cadillac último modelo.

Isabella la observó mientras se alejaba en su vehículo. Hasta conducía bien, con eficiencia y grandes dotes. Deseó que se le pincharan las cuatro ruedas de repente, pero, obviamente, no sucedió tal cosa. Y se sintió algo decepcionada.

Tan decepcionada como la propia viuda Sutherland, que intentaba clavar sus uñas en Edward y en Jasper. Isabella se preguntó si habría tenido éxito con su marido. Obviamente, no había querido casarse con ella, pero aquello no significara que no mantuvieran una relación íntima. No podía negarse que era muy hermosa.

Empezó a sentirse insegura e inquieta. No tenía ni la belleza ni la sofisticación necesarias para competir con una mujer de su talla. Sabía que Edward no la deseaba, pero también adivinaba que aquella mujer conocía bien el arte dela seducción. Tal vez habían sido amantes. Y hasta cabía la posibilidad de que siguieran siéndolo. Por otra parte, ella no había podido hacer el amor en unos cuantos días, y aunque había bromeado acerca del periodo de tiempo que podía pasar sin una mujer, tal vez sólo estuviera jugando con sus sentimientos. En todo caso, tenía que descubrirlo.

Aquella misma tarde se presentó otra complicación inesperada. Julie Cheney fue a la casa con Maggie; en seguida, quiso ser útil y empezó a limpiar la habitación de la niña, colocando bien todas las cosas. Hasta había llevado un ramo de flores que entregó a su antigua profesora con gran cariño y amabilidad.

Maggie reaccionó ante la actitud de su amiga tal y como lo había hecho siempre, entristeciéndose. Isabella quería decirle que Julie no pretendía herirla, aunque fuera muy pelota y bastante metomentodo.

—Iré a buscar un jarrón —dijo Maggie, deprimida.

—Estoy segura de que a Julie no le importará ir a buscarlo —dijo Isabella, sorprendiendo a las dos niñas—. ¿Te importaría? Puedes pedírselo a la señora Platt y llenarlo con agua.

—Me gustaría mucho, señora Masen —contestó Julie, entusiasmada.

Rápidamente se marchó a cumplir con su cometido.

Isabella sonrió a Maggie, que la miraba con asombro.

— ¿De quién fue la idea de recoger las flores? —preguntó.

—Bueno, fue mía —se ruborizó.

—Sí, ya me lo había imaginado. Y tu buena amiga se ha apresurado a llevarse todos los elogios. Comprendo que eso duele.

—Sí —admitió, ausente y sorprendida.

—No soy tan tonta como crees —dijo—. Pero intenta recordar una cosa. Eres mi hija y estás en tu casa.

Maggie sonrió de inmediato.

—Bueno, o mi hijastra —continuó ella—. Como prefieras.

—Prefiero llamarte mamá —dijo, acercándose—, si no te importa.

—Claro que no, Maggie —sonrió—. No me importa. Me harías sentir muy honrada. —Mi madre no me quería —suspiró con tristeza—. Y yo pensaba que era culpa mía, que tenía algo malo.

—No hay nada malo en ti, cariño —dijo con suavidad—. Eres perfecta.

—Muchas gracias.

Maggie estaba a punto de llorar por la emoción.

—Algo marcha mal de todas formas, ¿no es cierto? ¿No quieres contármelo? Maggie se miró los pies.

—Julie te ha abrazado.

—Bueno, me gusta que me abracen.

— ¿Yo también puedo hacerlo?

Isabella sonrió. La niña dudó, pero al ver que su madrastra extendía los brazos corrió a ellos como una paloma que hubiera regresado a su nido. La sensación resultaba tan nueva como increíble para la joven. Primero la había abrazado su padre, y ahora Isabella. No podía recor-dar tantos abrazos en su corta existencia.

Una vez más, sonrió y suspiró.

—Me gusta mucho que me abraces.

—Y a mí también me gusta —dijo la niña. Isabella la soltó con una sonrisa.

—Bueno, ambas tendremos que practicar bastante. Y también tu padre. Estás muy guapa cuando sonríes.

En aquel instante regresó Julie con el jarrón. Miró a Maggie y dijo:

—Vaya, últimamente pareces distinta.

—Es que tengo ropa nueva —observó.
—No, no es eso. Es que sonríes mucho —rió su amiga—. Jake dice que te pareces a esa actriz de su serie de televisión preferida. ¿No te has fijado en cómo te miraba hoy en clase?

—No me mira nunca —contestó, ruborizada—. ¿Es cierto que me miraba?

—Desde luego. Y los otros chicos se rieron de él. Pero no se enfadó. Se limitó a sonreír.

El corazón de Maggie se detuvo. Miró a su madrastra con ojos brillantes, llenos de alegría.

Isabella estaba muy contenta. Acabaran como acabaran las cosas, no se arrepentía de haberse casado con Edward. Pensó en la viuda de Sutherland y sintió un intenso frío interior, pero no dejó que las niñas lo notaran. Se limitó a sonreír y a escuchar su conversación mientras se preguntaba qué diría su marido cuando supiera que había tenido visita aquella mañana.

Cuando lo supo, no dijo nada. Aquello empeoró las cosas. Se limitó a mirarla con los ojos entrecerrados mientras se disponían a meterse en la cama.

—No me dijo de qué quería hablar contigo. Dijo que era algo personal y que ya te pondrías en contacto con ella —comentó, mirándolo.

Su dura expresión no se suavizó. La observó en busca de algún síntoma de celos, pero no los encontró en ninguna parte. Le había contado todo lo sucedido durante la visita de Victoria sin emoción aparente. Pero si significaba algo para ella tendría que haberse interesado las conversaciones privadas que pudiera tener con otra mujer. Por otra parte, todo el mundo había asociado su nombre al de la viuda de Sutherland durante los últimos años. Isabella debía estar al tanto.

— ¿Eso es todo? —preguntó. 

Ella se encogió de hombros.

—Todo lo que recuerdo —contestó, sonriendo—. Es muy guapa, ¿verdad? Tiene un pelo precioso, largo y rizado. No había visto un cabello así en toda mi vida. ¿Es modelo?

—No, fue actriz de cine hasta que murió su marido. Estaba cansada de tener que viajar de un lado a otro, de modo que cuando heredó su fortuna se quedó aquí y dejó de trabajar.

— ¿Y no se aburre en un lugar tan pequeño?

—No. Pasa mucho tiempo en casa de Jasper Cullen.

Isabella lo sintió por Alice, y se preguntó si su amiga conocería la relación que Jasper mantenía con la viuda. Pero entonces recordó lo que había comentado su padre.

— ¿Le gusta a él?

—Quiere sus tierras —contestó—. Ambos estamos intentando conseguir las tierras que separan nuestras propiedades. Hay un rió en ellas. Si él las consigue, tendré que llevarlo a juicio por los derechos de utilización del agua. Y lo mismo sucederá si gano yo.

—De modo que es un simple asunto de negocios.

Edward arqueó una ceja.

—Yo no he dicho eso —se burló—. Cullen es un hombre bastante frío, y Victoria es... como lo diría... una mujer con mucho carácter que no necesita que la estimulen.

Isabella contuvo la respiración.

— ¿Hasta qué punto? ¿Y quién la estimula?

—Lo que haya hecho en el pasado no es asunto tuyo—bromeó.
Ella se incorporó y lo miró con atención.

— ¿Te estás acostando con ella?

— ¿Cómo?

— ¡Ya me has oído! —espetó—. Te he preguntado que si estás tan decidido a conseguir esas tierras que te acuestas con ella para lograrlo.

— ¿Crees que soy capaz de algo así? —preguntó, mirándola de forma vagamente amenazadora.

— ¿Por qué otra razón querría venir a esta casa? —preguntó—. Y a una hora en la que generalmente estás aquí, cuando Maggie ya se ha marchado al colegio.

—Ya veo que te ha molestado. ¿Qué te ha dicho?

—Dijo que has pasado todas estas noches en su casa, cuando se suponía que estabas trabajando —contestó, irritada—. Y actuó como si ella fuera la dueña de la casa.

—Quería casarse conmigo —comentó, hundiendo más aún el cuchillo.
—Bueno, pues te has unido a mí —espetó enfadada—. ¡Y no pienso permitir esta situación!

—Isabella...

—Sabes muy bien lo que quiero decir.

—Eso espero —dijo, mirándola con curiosidad—. ¿Por qué no me lo explicas mejor?

—Si tuviera una botella te lo explicaría, rompiéndotela en la cabeza —bramó. 

Edward la observó con humor.

—Estás tan celosa que no puedes pensar —rió.

— ¿De esa pelirroja flacucha?

—Vaya, vaya —dijo, acercándose lentamente, como un gato.

— ¡Soy dos veces más mujer que ella!

— ¿Piensas demostrármelo? —preguntó con suavidad.

—Ve a cerrar la puerta y te enseñaré unas cuantas cosas.

Edward rió encantado. Se levantó, cerró la puerta y apagó la luz de la lámpara, dejando encendida la que había en la mesita de noche.

Isabella también se había levantado. Cuando caminó hacia la cama, ella se quitó el camisón y dejó que cayera al suelo.

— ¿Y bien? —preguntó de forma sugerente—. Puede que esté más delgada de lo que me gustaría, pero...

Edward se arrojó sobre ella antes de que pudiera terminar la frase. La abrazó y comenzó a besarla con apasionamiento. Isabella gimió, pero no intentó protestar, ni discutir nada.

Su marido se apresuró a desnudarse.

—Espera un momento —dijo ella—. Se supone que soy yo la que debo demostrarte algo.

—Adelante entonces —la invitó.

Entonces se inclinó sobre su esposa y empezó a besar sus senos mientras sus manos acariciaban territorios inexplorados.

Isabella quiso decir algo, pero no pudo hacer nada salvo gemir. Se arqueó y clavó las uñas en sus duras caderas. Cuando su boca se encontró de nuevo con sus labios, ni siquiera fue capaz de emitir un sonido.

Hicieron el amor, y mucho más tarde ella estaba tumbada, sudorosa y cansada, temblando en sus brazos. Había sentido un placer tan intenso que ni siquiera podía coordinar sus movimientos.

—Estás demasiado débil —la acusó, trazando la línea de sus labios con un dedo—. No debí haberlo hecho.

—Claro que debías —susurró con sensualidad—. Ha sido maravilloso.

—Desde luego —sonrió—. Espero que hablaras en serio cuando decías que querías tener niños. 

Ella rió.

—Quería y quiero tenerlos. Pero ya tenemos una.

—Has conseguido cambiarla por completo —comentó, observándola.

—No, ella me ha cambiado a mí. Y a ti —dijo, abrazándolo—. Ahora somos una familia. No había sido tan feliz en toda mi vida. Y a partir de ahora será aún mejor.

—Al menos me ha perdonado —observó—. Tendré que ganarme la confianza que no supe ganarme hasta ahora. Siento vergüenza cuando pienso en lo que ha sufrido.

—La vida está llena de lecciones —dijo—. Ahora es verdaderamente tu hija. Y dentro de poco podrás malcriar a más niños. Te amo, Edward.

—Y yo te he amado durante toda mi vida. No era capaz de decírtelo. Es gracioso, ¿no te parece? No me había dado cuenta de lo mucho que te amaba hasta que te perdí. Si no hubieras sobrevivido habría preferido morir.

Aquella declaración la sorprendió. Era la primera vez que escuchaba algo semejante de sus labios.

—Edward —susurró, entre lágrimas.

—Y pensar que has creído que deseaba a Victoria...

—Bueno, está muy delgada, pero es preciosa.

—Sólo en apariencia. En cambio, tú eres bella en todos los sentidos, sobre todo cuando haces de madre de Maggie.

Isabella sonrió.

—Es fácil. La quiero tanto corno amo a su padre —murmuró.

—Y su padre también te quiere —susurró a su vez—. Desesperada y alocadamente.

— ¿De verdad? —lo retó—. Demuéstralo entonces.

Edward gimió.

—Resulta muy tentador, pero en este caso el espíritu será más fuerte que la carne —dijo con suavidad—. Aún no te has recobrado lo suficiente como para iniciar sesiones intensivas. Te prometo que cuando te pongas bien te llevaré a las Bahamas e intentaremos batir todos las marcas mundiales.

—Me parece muy bien.

Isabella lo atrajo hacia sí y cerró los ojos, dejándose llevar por la maravillosa y divina sensación de ser amada.



7 comentarios:

  1. Ay que casi veo una tragedia por la famosa viuda.... Ojalá no quede la grande y siga algo más relax por un ratito

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  2. Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

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  3. auuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu, esto es puro fuego; nada mas hermoso que sentirse pleno en un territorio inexplorado y a pesar de las dudas el amor ha triunfado, tanto por maggie como por bella..... amando día a día mas esta historia.

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  4. wow amé ver a bella celocita!! excelente capitulo, grax!!

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  5. Aaa calenturientos estos jijiji k mejor manera d solucionar las dudas jaja esa victoria kiere causar bronca n t dejes bella

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  6. Edward por fin le dijo que la ama, que felicidad!

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  7. Después de la tormenta, vendrá la calma??

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