Capítulo 4 / Mentiras y Rumores


  

El día de Navidad transcurrió sin dema­siados acontecimientos dignos de mención, salvo los regalos que intercambiaron y los recuer­dos de Renée.

Al día siguiente, Isabella ya había hecho las maletas. Se había puesto un traje de punto color rosa, con pantys y zapatos de tacón bajos, dis­puesta para el viaje. Se había recogido el pelo en un moño y llevaba el abrigo de terciopelo sobre un brazo. Cuando dejó la maleta en el suelo para despedirse de su padre, el tejido de la prenda brilló bajo la luz.

Mientras avanzaba hacia el salón oyó voces que llamaron su atención. Y al llegar a la entrada, se quedó helada en el sitio. Reconocía perfec­tamente aquel tono profundo y grave, a pesar de los años que habían transcurrido. Era una voz tan familiar como la suya propia.

Cuando el alto y delgado hombre se volvió, unos ojos verdes se clavaron en
el rostro de Isabella. Los de Edward.

Isabella intentó mantener la compostura. No quería que su mirada traicionara sus sentimien­tos. Se limitó a observarlo y a comparar a aquel hombre de treinta y tantos años con el joven que había estado a punto de casarse con ella. Por supuesto, la comparación resultó desfavo­rable. Tenía canas en las sienes y algunas arrugas en las comisuras de la boca y alrededor de los ojos.

A su vez, Edward la miraba con idénticos pen­samientos. La chica que había conocido se había convertido en una mujer tranquila, con un gusto para la ropa bastante conservador y un horrible moño en la cabeza. Parecía una profesora solterona. Pero le sorprendió que, a pesar de los años transcurridos, su visión le provocara una punzada en el corazón. Sentía curiosidad por ella. Quería verla de nuevo, aunque no sabía por qué. Tal vez porque se había negado a reci­birlo cuando murió su madre. Pero ahora que se encontraba ante ella no estaba seguro de ale­grarse. Acababa de despertar en su interior algo que había estado dormido mucho tiempo.

Isabella fue la primera en apartar la mirada. La intensidad de sus ojos consiguió estremecerla, pero supo controlarse. No tenía intención de demostrar ninguna debilidad.

—Lo siento —dijo a su padre—. No me había dado cuenta de que tenías visita. Sólo he venido para despedirme. Me marcharé en seguida.

Su padre parecía incómodo.

—Edward quería saber qué tal estoy.

— ¿Te marchas tan pronto? —preguntó. Aquélla fue la primera vez que se dirigía a ella en mucho tiempo.

—Tengo que regresar al colegio antes que los alumnos, para prepararlo todo —contestó, con­tenta por mantener la calma.

—Ah, es cierto. Eres profesora, ¿verdad?

Isabella no podía mantener su mirada. Sus ojos parecían escapar a cualquier observación, entre su agresiva mandíbula, su fina pero sensual boca, su recta nariz, sus definidos pómulos y su hermoso rostro. No podía decirse que fuera guapo, pero cualquier mujer lo habría encon­trado atractivo a los cinco minutos. Destilaba un carisma intangible, tal vez cierto aire de auto­ridad, o de seguridad en sus movimientos, inclu­so en la manera de inclinar la cabeza. Resultaba avasallador.

—Sí, soy profesora —dijo, antes de dirigirse a su padre—. ¿Papá?

Charlie se excusó y se acercó a su hija para abrazarla.

—Cuídate. Llámame cuando llegues, para que sepa que estás bien, ¿de acuerdo? Ha estado nevando otra vez.

—No te preocupes por mí. Si tengo algún pro­blema, llevo teléfono en el coche.

— ¿Piensas conducir hasta Arizona con este tiempo? —preguntó Edward.

—He estado conduciendo toda mi vida con un tiempo parecido —contestó.

—De joven te aterrorizaba conducir en estas condiciones —recordó con solemnidad. Isabella sonrió fríamente.

—Te comunico que ya he crecido.

La mirada de Isabella dejó bien claro lo que sentía por él. Edward no apartó la mirada; bien al contrario, sus ojos denotaban una callada acusación.

—Rosalie dejó una carta para ti —dijo de repen­te—. Nunca te la envié. Con el paso de los años, he terminado por olvidarlo.

Isabella respiró profundamente, irritada. Recordó la carta que le había enviado poco tiem­po después de que se marchara de Bighorn, la carta que nunca abrió.

— ¿Otra? —preguntó, con absoluta frialdad—.No quiero nada de ella, ni siquiera una carta.


—Fue amiga tuya —le recordó.

—Era mi enemiga —corrigió—. Arruinó mi reputación y casi podría decirse que mató a mi madre. ¿De verdad crees que quiero recordar lo que hizo?

Edward no vaciló. Su rostro se endureció antes de declarar:

—Nunca quiso herirte deliberadamente.

— ¿En serio? ¿Y crees que su postrero arre­pentimiento habría devuelto la vida a mi madre o a Carlisle Cullen? —Preguntó, con vehe­mencia—. ¿Crees que habría acallado las habla­durías que ella misma propagó?

Edward se dio la vuelta e inclinó la cabeza para encender un cigarrillo, aparentemente tran­quilo. Isabella hizo un esfuerzo por mantener la calma. Cuando recogió la maleta, tenía las manos heladas. Su padre la observaba con preocupación.

—Te llamaré, papá. Cuídate mucho, por favor.

—Espera un poco. Estás demasiado alterada.

—No, no puedo. Adiós, papá —se despidió con voz rota.

Ni siquiera miró a Edward. Salió de la casa con rapidez; en dos minutos había guardado su equipaje en el maletero y había abierto la puerta del vehículo. Pero antes de que pudiera subir al coche, su antiguo novio se dirigió a ella.

—Tranquilízate —dijo con frialdad, obligándo­la a mirarlo—. No harás ningún favor a tu padre si terminas en una cuneta en mitad de ninguna parte.

Isabella se estremeció ante su  cercanía y se apartó deliberadamente, con mirada acusatoria.

—Pareces tan frágil —continuó él, como si las palabras se hubieran escapado contra su volun­tad—. ¿Es que no comes?

—Como lo suficiente —contestó—. Adiós.

Edward cubrió con los dedos la mano que tenía en la cerradura de la puerta.

— ¿Qué hacía Jasper Cullen aquí, hace un par de noches? —preguntó.

Isabella no esperaba aquella pregunta.

—No es asunto tuyo.

—Podría serlo —se burló—. El padre de Cullen arruinó a mi padre, ¿o es que no lo recuerdas? No tengo ninguna intención de per­mitir que su hijo me arruine también a su vez.

—Por si no lo recuerdas, Carlisle Cullen y mi padre eran amigos.

—Y Carlisle y tú, amantes.

Isabella no reaccionó. Se limitó a mirarlo con desprecio.

—Sabes la verdad. Pero no quieres creerlo.

—Carlisle te pagó los estudios —le recordó.

—Cierto —sonrió—. Y yo recompensé su gene­rosidad sacando matrícula de honor y terminan­do la segunda de mi promoción. Era un filán­tropo y el mejor amigo que ha tenido mi familia. Lo echo mucho de menos.

— ¡Era un viejo verde cargado de dinero que te había echado el ojo, lo quieras aceptar o no!

Isabella lo miró directamente a los ojos. Edward no sonreía nunca. Era un hombre duro, al que el paso de los años había conferido un aire sarcástico del que carecía en su juventud. Había crecido en la pobreza, en una mala situación social por culpa de sus padres, y había lucha­do mucho para llegar al lugar donde se encon­traba. Isabella sabía lo difícil que le había resul­tado. Pero su dura vida distorsionaba la visión que tenía de las personas. Siempre se fijaba en el lado negativo, algo de lo que siempre había pecado, incluso durante la época en la que fueron novios. Lo había amado con todo su corazón, había querido compensarlo por todos sus sufri­mientos, pero ya entonces la estaba traicionando; quería más a Rosalie, tal y como había declarado cuando rompieron su compromiso, cuando la llamó prostituta barata.

Edward metió las manos en los bolsillos del pantalón, irritado.

—Estaba recordando cómo eras antes —dijo ella—. No has cambiado. Siempre has sido un solitario que no confía en nadie, que siempre espera lo peor de las personas.

—En cierta ocasión creí en ti —dijo con solemnidad.

—No, no es cierto —sonrió—. De haberlo hecho no te habrías tragado las mentiras de Rosalie sin...

— ¡Maldita seas!

Edward la agarró por los hombros. Su cigarrillo cayó a la nieve que cubría el suelo. Estuvo a punto de tirarla al suelo sin pretenderlo. Isabella era delgada y frágil y él tenía mucha fuerza, desarrollada a lo largo de los años en duros tra­bajos de ranchero.

Lo miró y se dio cuenta de que no tenia miedo de él. Aunque no entendía muy bien por qué. Sus ojos verdes brillaban con furia y su pelo, del mismo cobrizo, caía sobre sus anchas cejas.

— ¡Rosalie no mentía! —exclamó—. ¡Es repugnan­te que digas algo así! Era una mujer encantadora que nunca me mintió. Lloró cuando supo que habías tenido que marcharte del pueblo después de lo sucedido. Lloró durante semanas y semanas, porque no quería decirme lo que sabía sobre la relación que mantenías con Carlisle. No podía soportar que me hubierais traicionado.

Isabella se alejó de él empujándolo, con tal fuerza que se sorprendió.

— ¡Merecía llorar! —dijo entre dientes.

Edward la insultó. La llamó puta, una vez más. Pero Isabella se limitó a sonreír en aquella ocasión.

—Edward, eres imbécil. Si vuelves a decirme algo así te contestaré de la misma forma en que lo hice aquel día, en la parada del autobús.

Edward recordaba aún el impacto de su pie en la pierna. A pesar de su enfado, le agradó recordarlo. Isabella siempre había tenido carác­ter. Sin embargo, también recordaba otras cosas. Recordaba que se había negado a hablar con él después de la muerte de su madre, cuando le ofreció su ayuda. Rosalie había muerto tiempo atrás, pero no había tenido la oportunidad de acercarse a su antigua novia para saber si aún sentía algo por él. Y no parecía querer saber nada de él, a pesar de todo el tiempo transcurrido. Aquello lo sacaba de sus casillas. Nunca dejaría que descubriese si aún quedaba algo del amor que habían compartido. No le importaba nada.

—Y ahora, si ya me has insultado bastante, tengo que marcharme —añadió con firmeza.

—Podría haberte ayudado cuando murió tu madre —continuó él—. Ni siquiera quisiste ver­me.

Isabella tuvo la impresión de que su negativa a verlo lo había herido, por irónico que fuese.

—No tenía nada que hablar contigo —pun­tualizó, sin mirarlo—. Ni mi padre ni yo nece­sitábamos tu ayuda. De una u otra forma ya obtuviste suficiente ayuda de nosotros para conseguir tu fortuna.

— ¿Qué diablos quieres decir con eso? Isabella lo miró entonces, sonriendo con sarcasmo.

— ¿Ya te has olvidado? En fin, si me per­donas...

Edward no se movió. Apretó los puños y la observó mientras entraba en el vehículo.

Su antigua novia arrancó, dio marcha atrás, y salió a la calle principal sin mirarlo siquiera. Tal vez le temblaran las manos, pero él no pudo verlo.

Edward la observó mientras se alejaba; sus botas absorbían el frío helado de la nieve que lo rodeaba, mientras los copos caían sobre su sombrero tejano. No tenía idea de lo que había querido decir con sus últimas palabras. Le enfu­recía que ni siquiera quisiera hablar con él. Habían pasado nueve años. Nueve años acumu­lando frustración y enfado. Necesitaba decir lo que sentía, discutir con ella, aclararlo todo. Que­ría una segunda oportunidad.


— ¿Quieres un chocolate caliente? —preguntó Charlie Swan desde la puerta.

Edward tardó unos segundos en contestar.

—No, gracias.

Charlie se cerró la bata que llevaba puesta.

—Puedes culparla hasta el día de su muerte, pero eso no cambiará nada —declaró.

Edward lo observó con una expresión extraña.

—Rosalie no mintió —insistió con obstinación—. No me importa lo que los demás digan. La gente inocente no sale corriendo, como hicie­ron ellos.

El padre de Isabella observó sus atormen­tados ojos durante unos segundos.

—Supongo que no tienes más opción que creer lo que dices —declaró con frialdad—. Por­que si no fuera así tendrías que enfrentarte a un montón de años sin sentido. El odio que sientes por Isabella es lo único firme que queda en tu vida.

Edward no dijo nada. Caminó enfadado hacia su todoterreno y subió sin volver la vista atrás.




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