Capítulo 5 / Mentiras y Rumores




Isabella pudo regresar a Tucson sin ningún incidente, aunque en dos tramos de la carre­tera había placas de hielo que le crearon algún problema. Estaba muy alterada, pero aquello no afecto su tranquilidad al volante. Edward Masen había destruido bastante su vida, y no estaba dispuesta a preocuparse por él ni un minuto más, aunque el odio se interpusiera en la relación que mantenían.

Pasó ocupada el resto de las vacaciones, y el día de noche vieja no vio a nadie. Se limitó a llamar a su padre para hablar con él. Ninguno de los dos mencionó a su antiguo novio.

Alice la visitó el primer día de enero. Llevaba vaqueros y un jersey, e intentó no demostrar demasiado interés por la visita que Jasper había hecho a la casa de su padre. Siempre era igual. Cada vez que Isabella iba a Wyoming, Alice esperaba con paciencia hasta que decía algo sobre su hermanastro. Después, hacía como si no estuviera interesada y cambiaba de con­versación.

Pero esta vez no lo hizo. Miró a su amiga a los ojos y preguntó:

— ¿Está bien?

—Sí, claro —contestó—. Ha dejado de fumar.

— ¿Mencionó algo sobre la viuda? Isabella sonrió y movió la cabeza en gesto negativo.

—No mantiene relaciones con ninguna mujer. De hecho, mi padre lo llama «el hombre de hielo de Bighorn». Aún están buscando a una mujer que pueda atraparlo.

— ¿A Jasper? Pero si siempre ha estado con todas las mujeres que ha querido.

—Pues creo que ya no. Al parecer, sólo está interesado en su negocio. Alice parecía sorprendida.

— ¿Desde cuándo?

—No lo sé. Desde hace unos años —contestó, frunciendo el ceño—. Jasper es tu hermanastro. Tú sabrás tanto como yo, ¿no te parece?

Alice evitó su mirada.

—No lo veo nunca. No voy nunca a casa.

—Sí, lo sé, pero estoy segura de que oyes cosas sobre él.

—Sólo cuando tú me dices algo —espetó—. Yo... no tenemos amigos comunes.

— ¿Nunca te visita? Su amiga palideció.

—No lo haría —contestó, forzando una son­risa—. Se podría decir que no nos llevamos bien. En fin, me voy a bailar. ¿Quieres venir conmigo?

Isabella negó con la cabeza.

—No. Estoy demasiado cansada. Te veré en el trabajo.

—Claro. Tienes peor aspecto que cuando te marchaste. ¿Es que has visto a Edward? 

Isabella vaciló, herida.

—Oh, lo siento —continuó Alice—. Escucha, no me digas nada sobre Jasper aunque te lo niegue y te juro que no volveré a sacar a colación a Edward. ¿Te parece bien? Lo siento de verdad. Supongo que ambas tenemos demasiadas heridas abiertas. Hasta luego.

Alice se marchó e Isabella encontró con rapi­dez algo en lo que ocuparse, para no pensar más en su antiguo novio.

Pero le resultó difícil. La había abandonado el día anterior a la boda, cuando ya había enviado las invitaciones, cuando todo estaba preparado en la iglesia, cuando el párroco estaba dispuesto a oficiar la ceremonia. Isabella había comprado un vestido precioso, con la ayuda económica de Carlisle; un detalle que aún enfadó más a Edward cuando lo supo. Y entonces, de repente, Rosalie dejó caer la bomba. Le dijo a Edward que man­tenía una relación con Carlisle Cullen a cam­bio de dinero. Todo el mundo se enteró, porque Rosalie se encargó de propagar la calumnia por Bighorn. Las habladurías bastaron para sacar de sus casillas al hombre con el que iba a casarse. Abandonó a Isabella y canceló la boda. Ni siquiera quería recordar las cosas terribles que había dicho.

Algunos de los invitados no recibieron la noti­cia de la cancelación a tiempo, y se presentaron en la iglesia esperando que la boda se llevara a cabo. Tuvo que enfrentarse a ellos y contarles lo sucedido. La habían humillado públicamente, y por si fuera poco el escándalo involucraba al pobre Carlisle. Tuvo que marcharse a Sheridan, al rancho donde tenía la central de su imperio económico. Algo que le dolió mucho, porque el rancho que tenía en Bighorn era su preferido. En realidad, no se había ido tanto por él como para evitar a Isabella más sufrimientos, razón por la cual decidió marcharse del país. Pero Charlie, su esposa y su hija sufrieron en cualquier caso la terrible situación que se había creado en el conservador e injusto pueblo. De nada sirvió que negara las acusaciones. No podía defenderse de las miradas de reproche, ni del desprecio. Las habladurías hirieron sobre todo a su madre, hasta el punto de que casi se quedó sin amigas, hasta el punto de que sufrió un ataque al corazón al saber cómo estaban tratando a su hija. Isabella decidió entonces marcharse del pueblo para evitar más dolor a su madre. Y al irse, se llevó consigo un corazón roto.

Tal vez, si la boda no hubiera tenido que cele­brarse al día siguiente, las cosas habrían acabado de otro modo. Edward era un hombre de mal genio, muy impulsivo. No le gustaba que le levan­taran la voz. Isabella supo que había hablado con tres personas, y que una de ellas era el sacer­dote que debía oficiar la ceremonia. Más tarde descubrió que los tres eran amigos de Rosalie y de su familia.

En cualquier caso, Edward ya estaba acostum­brado a los escándalos. Su padre había sido un jugador empedernido que había perdido todo lo que tenía, excepto a una mujer a la que escla­vizaba en los trabajos del hogar. Al final se sui­cidó por culpa de una deuda que no podía pagar.

Edward había tenido que observar cómo las cana­llescas gentes del lugar daban de lado a su madre, hasta que el dolor y la tristeza hicieron que apareciera muerta una mañana.

Isabella lo animó como pudo. Asistió al fune­ral y no se apartó de él ni un solo instante. Sabía lo mucho que había querido a su madre. Con su muerte, y aunque intentara ocultarlo, se había roto algo en su interior. Nunca se recobró de la pérdida, y Rosalie aprovechó la circunstancia para intentar engatusarlo cuando Isabella no se encontraba cerca. En su estado, había prestado atención a suaves palabras que no debía escu­char. Al final creyó a Rosalie, y se casó con ella. Nunca dijo a Isabella que la amara. Poco antes de la boda, había empezado a conseguir con­tratos gracias a la excelente fama de Charlie, y con el dinero pudo recuperar algunas de las tierras de su padre. Estaba empezando su escalada hacia el éxito cuando canceló la boda.

El dolor que sintió fue tan terrible como si le hubieran clavado un cuchillo. Amaba a Edward más que a su propia vida. Su traición la destrozó. Sólo le consolaba saber que, al menos, no habían consumado su relación. Aunque aquello le habría dolido más a él. En su ceguera, habría pensado que mientras tanto se había estado acostando con Carlisle. De todas formas, no podía cambiar el pasado. Sólo podía continuar. Pero el futuro le parecía más negro aún y más vacío que el pasado.

Regresó al trabajo al cabo de unos días, apa­rentemente recobrada y sin preocupaciones. Pero aún tenía que asistir a la cita con el médico a finales de la primera semana.

No esperaba que descubriera nada. Estaba cansada y había perdido bastantes kilos. Pro­bablemente necesitaba vitaminas, comprimidos de hierro o algo parecido. Cuando el médico le pidió que se hiciera unos análisis de sangre, fue al laboratorio y esperó pacientemente mien­tras le extraían la suficiente para hacer las prue­bas. Más tarde se marchó a casa, sin sospechar lo que iba a suceder.

El lunes por la mañana recibió una llamada de la consulta del médico. Le pidieron que se presentara de inmediato.

Estaba demasiado asustada como para pre­guntar por el motivo de tañía urgencia. Dejó su clase al cuidado del jefe de estudios y se mar­chó al despacho del doctor McCarty.

No tuvo que esperar. Hicieron que entrara en cuanto llegó, aunque no tenía cita previa. Cuando vio que entraba en su consulta, el médico se levantó y estrechó su mano.

—Siéntate, Isabella. He recibido los resultados de tu análisis de sangre. Tendremos que tomar una decisión rápidamente.

— ¿Rápidamente? —preguntó, cada vez más asustada—. ¿Qué tipo de decisión?

Su corazón empezó a latir más deprisa. Ape­nas podía respirar, y tenía heladas las manos.

El médico se inclinó hacia delante.

—Isabella, nos conocemos desde hace muchos años. No me resulta fácil decirte esto. Tienes leucemia.

Isabella lo miró, atónita. De repente, recordó que la leucemia era un tipo de cáncer muy grave.


— ¿Voy a morir? —acertó a preguntar, casi en un susurro.

—No —contestó—. Actualmente, la leucemia tiene curación en la mayoría de los casos. Ten­drás que recibir tratamiento de bomba de cobalto y quimioterapia. Con suerte, mantendremos la enfermedad en su estado actual durante años.

Radiación y quimioterapia. Isabella repitió mentalmente las palabras. Su tía había muerto de cáncer cuando era una niña, y recordaba con terror los efectos que había tenido en ella aquella terapia. Entre ellos, tremendos dolores de cabeza y náuseas.

Se levantó y dijo:

—No sé, no puedo pensar ahora. El doctor McCarty se incorporó y toco sus manos con delicadeza.

—Isabella, la leucemia no significa que vayas a morir. Podemos empezar el tratamiento de inmediato. Haremos que vivas muchos años.

Isabella cerró los ojos. Había estado preocupada por la discusión que había mantenido con Edward, por la rabia del pasado, por la cruel­dad de Rosalie y por su propio tormento. Ahora iba a morir, y ya no le importaba nada.

Iba a morir.

—Quiero pensarlo con detenimiento.

—Por supuesto. Pero no tardes demasiado en tomar una decisión. ¿De acuerdo?

Isabella asintió y le dio las gracias. Después, pagó a la enfermera que se encontraba en recep­ción, sonrió a la joven y salió de la consulta. Lo hizo todo sin darse cuenta de ello, como en un sueño. Condujo hacia su piso, cerró la puerta y se dejó caer en el suelo, llorando.

Leucemia. Como no sabía que los avances médicos habían convertido a la leucemia en uno de los cánceres más tratables, pensó que era una especie de sentencia de muerte. Ya no tenía futu­ro. No podría pasar más navidades con su padre, ni casarse y tener hijos. Todo había terminado. Cuando se cansó de llorar y consiguió reco­brarse, caminó hacia la cocina para preparar un café. Era algo mundano, ordinario, pero en aquel instante incluso un acto tan sencillo parecía tener un significado macabro. No sabía cuántas tazas más de café podría tomar antes de morir. Sonrió, burlándose de su auto con descendencia. Aquella actitud no iba a ayudarla en abso­luto. Tenía que tomar una decisión. No sabía si quería prolongar su agonía, tal y como había hecho su tía. Estados Unidos era un país tan atrasado y egoísta que no tenía seguridad social. Tendría que gastarse hasta la última moneda que tuviera en el tratamiento, arruinarse a sí misma y a su padre sin saber siquiera si al final tendría éxito. Y su calidad de vida podía ser tan mala como la que había tenido su tía.

Tenía que pensarlo con detenimiento. No sólo debía decidir qué era lo mejor para ella, sino también qué era lo mejor para su padre. No pensaba embarcarse en un tratamiento tan dificultoso si no tenía la certeza de que cabía la posibilidad de que sobreviviera. Si por el con­trario sólo conseguía burlar a la muerte durante unos meses, y de forma dolorosa, tendría que tomar decisiones muy difíciles. Pero no podía pensar con claridad. Estaba demasiado alterada como para actuar con cierto sentido común. Necesitaba tiempo y tranquilidad.

De repente, deseó regresar a su hogar. Deseo estar con su padre, en casa. Había pasado toda la vida corriendo. Y ahora, las cosas habían cambiado tanto que había llegado el momento de enfrentarse al pasado, de reconciliarse con él. De regresar a la comunidad que tan injustamente la había tratado. Aún tenía tiempo para ajustar ciertas cuentas.

El viejo médico de la familia, el doctor Gerandy seguía teniendo su consulta en Bighorn. Pensó que podría pedirle al doctor McCarty que le enviara los resultados de los análisis. Con un poco de suerte, tal vez tuviera ideas diferentes acerca del tratamiento. Y si no se podía hacer nada, al menos podría pasar el resto de sus días con la única familia que aún le quedaba.

En cuanto tomó la decisión, actuó de inme­diato. Firmó su renuncia al puesto que ocupaba en el colegio y le dijo a Alice que su padre la necesitaba en casa.

—No dijiste nada cuando regresaste —dijo su amiga con desconfianza.

—Porque lo estaba pensando —mintió, son­riendo—. Está

muy solo. Ha llegado el momento de que regrese y me enfrente a mis fantasmas. He estado huyendo durante demasiado tiempo.

—Pero, ¿qué vas a hacer?

—Conseguiré un trabajo como profesora sus­tituía. Mi padre dijo que dos de las profesoras de primaria estaban embarazadas y que no con­taban con personal para reemplazarlas. Bighorn no es como Tucson. No es tan fácil encontrar profesores que quieran vivir en mitad de ninguna parte.

Alice suspiró.

—Debes haberlo pensado muy bien.

—Sí. Y te echaré de menos. Pero es posible que tú también puedas regresar, algún día, para enfrentarte también a tus propios fantasmas.

Su amiga se estremeció.

—Los míos son demasiado grandes —dijo con una sonrisa enigmática—. Pero volveré por ti. ¿Puedo ayudarte en algo?

—Sí, claro. Puedes ayudarme a hacer las maletas.



                                      

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