Capítulo 6 / Mentiras y Rumores



El destino jugó a su favor. Cuando se puso en contacto con la dirección del colegio de Bighorn, supo que una de las profesora embarazadas estaba hospitalizada y que necesitaban a alguien desesperadamente, para da las clases de cuarto. Era justo lo que quería de manera que aceptó. Le alegró saber que nadie dijo nada sobre las razones que había tenido para marcharse de la localidad. Tal vez alguno; lo recordaran, pero tenía buenos amigos que no creían en las terribles acusaciones que Rosalie había extendido. Sin embargo, Edward estaría allí. Y no quería pensar que aquel hecho hubiera afectado su decisión de regresar a casa.

Llegó a su pueblo natal con emociones con­tradictorias. Habría dado cualquier cosa por ver la expresión de su padre cuando supo que iba regresar, con la intención de quedarse de forma permanente. Pero se sentía culpable porque no podía decirle cuál era la verdadera razón.

—Ahora podremos pasar juntos mucho tiem­po —dijo—. De todas formas, Arizona era un sitio demasiado caluroso para mí.

—Bueno, si te gusta la nieve, has venido al lugar más adecuado.

Su padre sonrió y miró hacia la capa de varios centímetros de nieve que cubría el jardín delan­tero.

Isabella pasó el fin de semana guardando sus cosas, y empezó a trabajar el lunes siguiente. Le caía muy bien la directora, una mujer joven con ideas innovadoras acerca de la educación. Recordaba a dos de sus compañeras, que habían sido profesoras suyas en el instituto; ninguna parecía tener nada en contra de su regreso.

Y por supuesto, le gustaban las clases. Pasó el primer día aprendiendo los
nombres de los alumnos. Pero una de ellas la emocionó par­ticularmente. Maggie Masen. Al observar el nom­bre pensó que podía tratarse de una coincidencia, pero cuando se levantó y vio sus ojos azules y su pelo corto supo quién era. Se parecía muchí­simo a su madre, salvo por la mirada. Tenía la mirada de su padre.

Levantó la barbilla y miró a la niña. Pasó a su lado y caminó por el pasillo hasta que llegó al pupitre donde se encontraba Julie Cheney. Son­rió, y la chica le devolvió la sonrisa. Recordaba muy bien a su padre, Ben Cheney, con el que había estudiado. Su pelirroja hija se parecía mucho a él. La habría reconocido en cualquier parte.

Sacó sus apuntes y los miró por encima antes de abrir el libro y comenzar con la clase. Al cabo de un rato, añadió con una sonrisa:

—Quiero que el viernes me traigáis una redac­ción de una página en la que habléis sobre voso­tros mismos. De esa manera, podré sabe algo sobre vosotros, puesto que no he tenido la opor­tunidad de daros clase desde el principio del curso.

Julie levantó la mano.

—Señorita Swan, la señorita Denali siempre nos encargaba que uno de nosotros estuviera vigilando la clase cuando no se encontraba en ella. Elegía a uno distinto cada semana. ¿Piensa hacer lo mismo?

—Creo que es una buena idea, Julie. Puedes encargarte de ello la primera semana —dijo encantada.

— ¡Gracias, señorita Swan! —declaró la niña, entusiasmada.

Maggie Masen la miró con malicia. Actuaba como si odiara a Isabella, y durante unos segun­dos, se preguntó si sabría lo que había sucedido en el pasado. Pero no era posible. Debía tratarse de imaginaciones suyas.

Las clases le permitieron estar ocupada sin pensar en nada más. Pero cuando llegó el final del día, resurgió el terror. Y aún no había habla­do con el doctor Gerandy.

Lo había llamado por teléfono para verlo cuando regresara a casa. En cuanto a su padre, se había limitado a decirle con una sonrisa que sólo necesitaba unas vitaminas.

Sin embargo, el médico de la familia se preo­cupó bastante cuando conoció el diagnóstico de su colega.

—No deberías esperar —dijo—. Es mejor empe­zar con el tratamiento cuanto antes. Ven aquí, Isabella.

Examinó su cuello con manos expertas.

— ¿Has perdido peso? —preguntó mientras tomaba su pulso.

—Sí. He estado trabajando mucho.

— ¿Te duele la garganta? Isabella asintió después de dudar. El médico suspiró y dijo:

—Enviaré un fax para que me manden tu his­torial médico. Hay un buen especialista en onco­logía en Sheridan. Pero deberías regresar a Tucson.

—Dime a qué debo atenerme.

El médico parecía resistirse a hablar, pero ella insistió y al final tuvo que decírselo. Isabella se echó hacia atrás en la silla, pálida.

—Puedes luchar contra ello. Puedes vencer a la enfermedad.

— ¿Durante cuánto tiempo?

—Bueno, algunas personas han conseguido vivir más de veinticinco años.

Isabella entrecerró los ojos y lo miró.

—Pero no crees que pueda vivir tanto tiempo.

—La investigación médica avanza mucho. Siempre existe la posibilidad de que descubran un tratamiento que cure la enfermedad en todos los casos.

—De todas formas, no quiero tomar una decisión ahora mismo. Necesito más tiempo —añadió con una sonrisa—. Sólo un poco de tiempo. El médico la observó como si estuviera hacien­do grandes esfuerzos para no discutir con ella.

—De acuerdo. Te daré unos días, pero te vigi­laré. Puede que cuando hayas considerado las opciones, te animes a iniciar el tratamiento. En tal caso, haré todo lo que pueda. Pero te aseguro que los milagros médicos no existen, y mucho menos en lo relativo al cáncer. Si estás dispuesta a luchar, no esperes demasiado.

—No lo haré.

Isabella estrechó su mano y salió de la con­sulta. Se sentía mucho más en paz consigo misma de lo que había estado en mucho tiempo. Empe­zaba a aceptar su estado y era más fuerte que antes. Podía enfrentarse a lo que tuviera que hacer, y se alegraba de haber regresado. El des­tino le había dado unos cuantos golpes bajos, pero en su hogar podría hacer frente a todo ello. Sólo tenía que empezar a creer que ahora que estaba en casa, la suerte le sería menos esquiva.

Si el destino había tenido alguna razón para llevarla de vuelta a Bighorn, Maggie Masen no era una de ellas. La niña era rebelde y proble­mática, y se negaba a hacer sus deberes.

Al final de la semana, la obligó a quedarse después de clase para enseñarle el cero que había sacado en el examen de lengua. Y por si fuera poco, ni siquiera se había molestado en hacer la redacción que le había pedido.

—Si quieres repetir cuarto has comenzado muy bien, Maggie —dijo con frialdad—. Debes saber que no aprobarás si no haces tus deberes.

—La señorita Denali no era tan mala como usted —espetó la niña—. No nos obligaba a hacer estúpidas redacciones, y si había algún examen, siempre me ayudaba a estudiarlo.

—Tengo treinta y cinco alumnos en clase. Y supongo que si estás en ella es porque eres capaz de hacer tu trabajo.

—Podría si quisiera. Pero no quiero. ¡Y no me obligará a hacerlo!

—Puedo suspenderte —continuó, con calma—. Y lo haré si persistes en esa actitud. Te doy la oportunidad de escapar a otro cero si haces la redacción durante el fin de semana y la traes el lunes.

—Mi padre viene hoy a casa —dijo con altivez—. Le diré que ha sido mala conmigo y vendrá para ponerla en su sitio. Se lo aseguro.

— ¿Y qué crees que dirá cuando vea que no haces tus deberes, Maggie?

— ¡No soy ninguna vaga!

—En tal caso, hazlos.

—Julie tampoco contestó a todas las preguntas del examen, y no le puso un cero.

—Julie no es tan rápida como otros alumnos, y eso es algo que tengo en consideración.

—Julie está enchufada —la acusó—. Por eso la trata tan bien. ¡Seguro que no le habría puesto un cero si no hubiera hecho sus deberes!

—Eso no tiene nada que ver con tu capacidad, y no pienso discutir sobre ello. Haz tus deberes o atente a las consecuencias. Ya puedes mar­charte a casa.

Maggie la miró, furiosa. Tomó sus libros y camino hacia la salida, pero se detuvo en la puerta.

— ¡Espere a que se lo diga a mi padre! ¡Hará que la despidan!

Isabella arqueó una ceja.

—No creo que tu padre haga tal cosa, Maggie.


La chica abrió la puerta.

— ¡La odio! Ojalá no hubiera venido —ex­clamó.

La niña salió corriendo pasillo abajo y Isabella se echó hacia atrás en su butaca. Respiró profundamente. Aquella alumna era insoporta­ble. Le sorprendía que fuera tan distinta de su madre. Rosalie, a su edad, era una niña encan­tadora y amigable, nada maleducada, ni mucho menos difícil.

Rosalie. El simple nombre le dolía. Había ido allí para exorcizar sus fantasmas, pero no lo esta­ba consiguiendo. Su antigua amiga aún conse­guía arruinar su vida. Pero pensó que si Edward intervenía, al menos conseguiría que su hija hicie­ra los deberes. Odiaba tener que llegar a aquel punto, pero no había imaginado lo que iba a sentir si se encontraba con la hija de Masen en clase. Por desgracia, no podía sentir ningún apre­cio por ella. .De hecho, se preguntó si alguien la apreciaría. Era una niña mimada y resentida.

Supuso que Edward le daba todo lo que pedía. Y sin embargo, llegaba al colegio en autobús y vestía con vaqueros y jerseys desgastados y sucios. Tal vez su padre no lo supiera. Tal vez se presentaba sucia para llamar la atención, por­que estaba segura de que tendrían un ama de llaves o alguien que se encargara de aquel tipo de cosas.

Sabía que Maggie se había quedado con Julie durante la semana, porque la otra niña se lo había dicho. La pequeña pelirroja era la niña más encantadora que había conocido en toda su vida, y la adoraba. Era la viva imagen de su padre, que había formado parte del grupo de amigos de Isabella durante su juventud en Bighorn. En cierta ocasión, se lo había comen­tado y la chica se alegró mucho de ello. Saber que su padre y su profesora habían sido amigos la enorgullecía.

Sin embargo, a Maggie no le hacía tanta gra­cia. Durante el día anterior no había dirigido la palabra a su compañera, y parecía dispuesta a mantener aquella actitud. Isabella se preguntó por la relación que mantenían. Julie era gene­rosa, compasiva y amable, todo lo contrario que la hija de Edward. Era probable que la niña viera aquellas cualidades en Julie, cualidades que no tenía. Pero no tenía idea de lo que Julie podía ver en Maggie.



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