Era un sábado muy aburrido. Bella ya había hecho la colada y acababa de volver de la compra. Tenía una cita, pero la canceló. Ya no soportaba salir con un hombre que no le importaba. Nadie estaría a la altura de Edward, por mucho que pretendiera encontrarlo. Él era su dueño. Estaba tan segura de ello como de que era dueño de media docena de ranchos y de una flota de coches. Era su dueño, aunque no la quisiera.
Bella había dejado de esperar milagros. Después de la noche anterior era obvio que el rechazo que sentía desde que ella tenía quince años, no iba a disminuir. Lo cierto era que ni siquiera ella tenía ganas de pensar en él como amante. La había ofendido para luego acusarla de ser una buscona. Edward trataba bien a la gente que le gustaba, pero ni ella ni su madre le habían gustado nunca. Ellas habían sido las extrañas, las intrusas en la familia Cullen. Edward las había odiado desde el momento en que entraron a formar parte de su familia.
Once años habían pasado desde la muerte de sus padres, pero nada había cambiado, aparte de que ella había desarrollado al límite su instinto de conservación. Había evitado a Edward como a una plaga. Hasta la noche anterior, en que su arrebato de furia la había traicionado.
Aquella mañana se sentía avergonzada y aturdida por haberse dejado llevar de aquella manera. Su única esperanza era que Edward ya estuviera camino de Sheridan, y que no tuviera que verlo de nuevo hasta que aquel incidente estuviera olvidado, hasta que las nuevas heridas se hubieran cerrado.
Acababa de fregar el suelo de la cocina y de sacar la fregona a la terraza de su pequeño apartamento, cuando sonó el timbre de la puerta.
Era la hora de comer y, después de una mañana tan atareada, tenía hambre. Ojalá no fuera el hombre con el que había anulado la cita.
Su pelo suelto flotaba sobre la espalda. Era su mayor encanto, junto a sus ojos azules. Tenía la boca redonda y la nariz recta, pero su belleza no era convencional, aunque tenía un gran tipo. Llevaba una camiseta y unos vaqueros viejos, que acentuaban las formas perfectas de su cuerpo. No se había puesto maquillaje, pero tenía las mejillas sonrosadas y le brillaban los ojos.
Abrió la puerta y fue dar la bienvenida cuando se dio cuenta de quién era. No se trataba de Jacob, el vendedor con el que no quería salir.
Edward no había cambiado, le seguían gustando las apariciones repentinas. El corazón comenzó a latirle muy deprisa y se le hizo un nudo en la garganta. El cuerpo le ardía como si estuviera en una hoguera.
Unos ojos de un verde más oscuro que los suyos le devolvían su sorprendida mirada. Llevara lo que llevara, Edward siempre estaba elegante. Vestía unos vaqueros de marca, camiseta blanca y chaqueta gris. Se había puesto unas botas grises de cuero, cosidas a mano, y llevaba un sombrero Stetson en la mano.
Edward la observó de la cabeza a los pies sin la menor expresión en su rostro. Nunca permitía que sus gestos revelaran sus sentimientos, mientras que la cara de Bella era como un libro abierto.
—¿Qué quieres? —preguntó Bella con aspereza.
Edward hizo una mueca de sorpresa.
—Una palabra amable, pero me temo que sea esperar lo imposible. ¿Puedo entrar o... no es conveniente?
Bella se apartó de la puerta.
—¿Quieres mirar en el dormitorio? —le dijo con sarcasmo.
Edward la miró a los ojos y entró en el apartamento. Normalmente, habría aceptado el reto y hubiera respondido con otra frase cortante, pero la noche anterior había decidido no volver a provocarla. Ya la había ofendido bastante. Apoyó el sombrero en el picaporte de la puerta de la cocina y dijo:
—¿Has decidido ya si vienes a Sheridan? —le preguntó—. Sólo será una semana. Estás de vacaciones y Eleazar me dijo que ya no tenías ese trabajo de media jornada. ¿No puedes sobrevivir una semana sin tus admiradores?
Bella no le replicó ni le dio con la puerta en las narices, que era lo que él esperaba. Sabía que si mantenía la calma, él quedaría desconcertado.
—No quiero hacer de carabina —dijo—. Búscate a otra.
—No hay otra, y tú lo sabes —dijo Edward—. Quiero esas tierras, lo que no quiero es que la señora Sutherland tenga oportunidad de hacerme chantaje. Es una mujer acostumbrada a conseguir lo que quiere.
—Pues ya sois dos. Congeniaréis, ¿no? —replicó Bella.
—Yo no consigo todo lo que quiero —dijo Edward—. Sue y Harry siguen en la casa y te echan de menos.
Bella no respondió. Se quedó mirándolo. Lo odiaba y lo amaba al mismo tiempo, y no podía evitar que los recuerdos acudieran a su mente.
El tono de Edward era misterioso, oscuro. Bella percibía un cambio en él, un asomo de sentimiento que sin embargo se empeñaba en ocultar.
—Te he comprado un caballo —le dijo él pasando los dedos por el ala del sombrero.
—¿Por qué?
—Porque pensé que podría sobornarte —dijo Edward—. Pero en realidad es medio caballo, está castrado. ¿Todavía sabes montar?
—Sí.
—¿Entonces? —dijo Edward mirándola a los ojos.
—Sue y Harry pueden hacer de carabinas, a mí no me necesitas.
—Sí te necesito, más de lo que piensas.
Bella tragó saliva.
—Mira Edward, sabes que no quiero volver, y sabes por qué. Vamos a dejar las cosas como están.
—Ya hace cinco años. ¡No puedes vivir en el pasado para siempre! —dijo Edward con un brillo en los ojos.
—¡Claro que puedo! —le replicó ella con una mirada de odio—. No voy a perdonarte. No voy a perdonarte, ¡nunca!
Edward agachó la mirada y apretó la mandíbula.
—Supongo que tenía que esperarme algo así, pero la esperanza es eterna, ¿no es así? —dijo Edward poniéndose el sombrero.
Bella tenía los puños apretados, porque le costaba mantener el control.
Edward dio unos pasos para irse pero se detuvo a su lado. Era mucho más alto que ella. A pesar de su pasado, Bella se estremeció al tenerlo tan cerca y retrocedió.
—¿Crees que yo no tengo cicatrices? —preguntó Edward.
—Los hombres de hielo no tienen cicatrices —dijo Bella con un temblor en la voz.
Edward guardó silencio. Se dio la vuelta y fue hasta la puerta. Bella estaba muy extrañada. Aquel no era el Edward que ella conocía. Estaba evitando una pelea y ni siquiera parecía dispuesto a insultarla.
Aquel silencio era nuevo y la desconcertaba lo bastante como para llamarlo.
—¿Qué ocurre? —le preguntó.
Edward se detuvo, sorprendido por la franqueza de la pregunta.
—¿Qué?
—Te he preguntado qué ocurre —repitió Bella—. No pareces tú.
Edward apretó el puño.
—¿Cómo que no soy yo? —dijo.
—Me estás ocultando algo.
Edward respiraba con agitación sin dejar de mirar a Bella a los ojos. Estaba más delgado de lo que ella lo recordaba, más esbelto.
—¿Me vas a decir qué es? —le preguntó.
—No —respondió Edward después de una larga pausa—. No cambiaría nada. Entiendo que no quieras venir, no te culpo.
Bella sabía instintivamente que Edward estaba ocultando algo. Lo vio tan vulnerable que dio un paso hacia él. Fue una acción tan inesperada que Edward apretó el picaporte, que acababa de agarrar. Bella no se había acercado a él desde hacía más de cinco años.
Pero Bella se detuvo a un paso de distancia.
—Venga, dime qué te pasa —le dijo con ternura—. Eres como tu padre, hay que sacarte las palabras con tenazas. Dime qué te ocurre, Edward.
Edward respiró profundamente, vaciló un instante y al final habló.
Ella no le entendió.
—¿Que eres qué? —le preguntó.
—¡Soy impotente!
Bella se lo quedó mirando. Así que los rumores no se referían al carácter cuando le llamaban «el hombre de hielo». Se referían a que había perdido la virilidad.
—Pero... ¿cómo... por qué? —le dijo con voz grave.
—Quién sabe. ¿Qué importa? La señora Sutherland es una mujer muy decidida, y piensa que es un regalo del cielo para la población masculina —dijo e hizo una mueca, como si sufriera con cada palabra que decía—. Necesito ese maldito pedazo de tierra, pero tengo que lograr que venga a Sheridan para hablar conmigo. Le gusto y, si me presiona demasiado, se dará cuenta de que soy... incapaz. Ahora mismo es sólo un rumor, pero ella haría que se convirtiera en la noticia del siglo. Quien sabe, tal vez sólo quiera ir para comprobar si el rumor es cierto.
Bella estaba horrorizada. Retrocedió y se sentó en el sofá. Se había quedado pálida, tan pálida como Edward. Le sorprendía que él le contara una cosa así cuando ella era su peor enemiga. Era como darle una pistola cargada.
Edward se dio cuenta de su expresión y se enfadó.
—Di algo —le espetó.
—¿Y qué puedo decir?
—Di que te imaginas lo terrible que es —murmuró Edward entre dientes.
Bella entrelazó los dedos.
—Pero, ¿tú crees que una hermana va a detener a esa mujer?
—Es que no volverías a Sheridan como una hermana.
Bella hizo un gesto de perplejidad.
—¿Entonces cómo? —preguntó.
Edward sacó del bolsillo una cajita de terciopelo y se la ofreció. Bella frunció el ceño y la abrió. Contenía un anillo de pedida de oro con una esmeralda y un anillo de compromiso de oro y diamantes. Dejó caer la caja como si le quemara las manos.
Edward no reaccionó, aunque una sombra cruzó su mirada.
—Bueno, es una manera muy original de demostrar tus sentimientos —dijo sardónicamente.
—¡No puedes hablar en serio!
—¿Por qué no?
—Somos familia.
—¡Y un cuerno! No tenemos ni un sólo papel en común.
—¡Qué diría la gente!
—Que digan lo que quieran de la boda, mientras no hablen de... de mi condición.
En aquellos momentos, Bella comprendió lo qué él quería de ella. Quería que volviera a Sheridan fingiendo que era su prometida para acabar con los rumores. Más específicamente, quería que fuera para interponerse entre él y la señora Sutherland, de modo que ésta no averiguara la verdad sobre él y al mismo tiempo pudiera convencerla de que le vendiera sus tierras. Edward pretendía matar dos pájaros de un tiro.
Pensar que Edward era impotente la consternaba. No podía imaginar por qué le había ocurrido. Tal vez se hubiera enamorado. Hacía unos años se extendió el rumor de que estaba perdidamente enamorado, pero el nombre de la mujer nunca se supo.
—¿Hace cuánto tiempo? —le preguntó.
—Eso no es asunto tuyo.
Bella hizo una mueca.
—Ya, bueno, a ver si me entero, ¿aquí quién le está haciendo un favor a quién?
—Eso no te da derecho a hacerme preguntas íntimas. Y, además, tú también te beneficiarás de que me venda la tierra —dijo Edward, y se metió las manos en los bolsillos—. Bella, es un asunto muy doloroso.
—Pero tú podías... lo hiciste... conmigo —dijo.
Edward casi soltó una carcajada.
—Ah, sí —dijo con amargura—. Lo hice, ¿verdad? Ojalá pudiera olvidarlo.
Bella se quedó muy sorprendida. Edward había disfrutado haciendo el amor con ella, al menos eso pensaba ella. Pero por sus palabras parecía como si aquel placer fuera... Sin embargo, cortó de raíz aquellos pensamientos prohibidos.
Edward se agachó y recogió la cajita del suelo.
—Son muy bonitos —dijo Bella—. ¿Los has comprado hace poco?
—Los compré hace... un tiempo —dijo Edward observando la caja, y volvió a metérsela en el bolsillo. Luego la miró a los ojos, sin decir nada.
Bella no quería volver a Sheridan. La noche anterior, y aquella misma mañana, se había dado cuenta de que todavía se sentía muy vulnerable cuando estaba con él. Pero la idea de que Edward se convirtiera en un hazmerreír la disgustaba. Edward era muy orgulloso y ella no quería que se sintiera dolido. ¿Y si la señora Sutherland averiguaba su secreto y lo divulgaba por Bighorn? Edward podría demandarla, pero ¿de qué le serviría una vez que los rumores se hubieran extendido?
—Bella —dijo Edward.
Ella suspiró.
—Has dicho que sería sólo una semana, ¿no? —le preguntó. Edward tenía una expresión de expectante curiosidad—. Y que nadie se enteraría de «nuestro compromiso» excepto la señora Sutherland, ¿verdad?
—Para que tuviera visos de realidad, tendría que aparecer en los periódicos locales —dijo él mirando al suelo—. No creo que la noticia llegue a Tucson, pero aunque lo hiciera, siempre podremos romper el compromiso, más tarde.
Aquello era algo extraño e inesperado. Bella ni siquiera tenía tiempo para pensarlo. Debería odiarlo, y lo había intentado durante años. Pero al final todas las cosas son fieles a sí mismas y el verdadero amor no muere ni se deteriora a pesar de el dolor que causa. Probablemente llegaría a pronunciar el nombre de Edward en su lecho de muerte, a pesar del niño que había perdido y del que él ni siquiera tenía noticia.
—Creo que tendría que ir al psiquiatra —dijo por fin.
—¿Vendrás?
—Sí—dijo ella encogiéndose de hombros.
Edward permaneció en silencio durante un minuto. Luego sacó la cajita del bolsillo.
—Tendrás que ponerte esto —dijo, se arrodilló frente a ella y sacó el anillo de pedida.
—Pero puede que no me esté bien...
Bella se interrumpió mientras él le ponía el anillo. Le entró perfectamente, como si estuviera hecho a medida.
Edward no dijo nada. Tomó la mano de Bella y se la llevó a los labios, besando el anillo. Bella se quedó de piedra.
Edward rió con frialdad antes de mirarla a los ojos.
—Hay que hacer las cosas cómo es debido, ¿no crees? —dijo con una sonrisa burlona antes de ponerse en pie.
Bella guardó silencio. Todavía sentía en su mano el tacto de aquel beso, como si la hubiera marcado a fuego. Miró el anillo. La esmeralda era perfecta, probablemente de tanto valor como un diamante de igual tamaño.
—¿Es falsa? —le preguntó a Edward.
—No.
—Me encantan las esmeraldas —dijo acariciando la piedra con un dedo.
—¿Sí?
—La guardaré bien —dijo Bella mirándole a los ojos—. La mujer para la que la compraste... ¿no la quería?
—No me quería a mí. Y teniendo en cuenta las circunstancias, me alegro.
Edward hablaba con amargura. Bella no podía imaginar que alguien no pudiera quererlo. Ella sí lo quería, al menos platónicamente, si no físicamente.
Pero había sufrido mucho, sobre todo porque él no había sido precisamente amable con ella después de hacerle el amor.
Con los ojos fijos en la esmeralda, le preguntó:
—¿Pudiste, con ella?
Se hizo un incómodo silencio.
—Sí —respondió Edward por fin—. Pero ella ya no forma parte de mi vida, y no creo que vuelva a serlo.
—Lo siento —dijo débilmente—. No volveré a hacerte más preguntas.
Edward se dio la vuelta y volvió a meterse las manos en los bolsillos.
—¿Qué te parece si nos vamos a Wyoming hoy? A no ser que tengas alguna cita...
Bella lo miró. Estaba completamente tenso, rígido.
—Me han llamado para salir, pero he dicho que no. Al sonar el timbre pensé que era él, me dijo que no admitiría un no por respuesta.
Justo al terminar la frase, sonó el timbre. Tres veces, con insistencia.
Edward fue hacia la puerta.
—¡Edward, no irás a...!
Edward no se detuvo. Abrió la puerta, ante la que había un joven rubio, bastante guapo y con los ojos azules.
—¡Hola! —dijo con una sonrisa—. ¿Está Bella?
—Se ha ido de viaje.
El joven, que se llamaba Jacob, se dio cuenta de la mirada que Edward le dirigía y la sonrisa de su rostro comenzó a desvanecerse.
—¿Es usted un familiar?
—Es mi prometida —dijo Edward.
—Su prom... ¿Qué?
Bella se abrió paso tras la espalda de Edward.
—¡Hola, Jacob! —dijo alegremente—. Lo siento, pero ha sido ahora mismo.
Extendió el brazo y le enseñó la sortija. Edward ni se movió. Seguía allí de pie, frente a Jacob.
Jacob dio un paso atrás.
—Uh, bueno, pues enhorabuena. Entonces... ya nos veremos.
—No —replicó Edward.
—Claro que sí, Jacob. Que pases un buen fin de semana. Lo siento.
—Vale, vale. Enhorabuena otra vez —añadió Jacob tratando de tomarse la situación lo mejor posible. Echó una última mirada a Edward y se alejó tal como había venido, lo más deprisa posible.
Edward murmuró algo entre dientes.
Bella lo miró enfurecida.
—Has sido muy desagradable. ¡Se ha ido con un miedo de muerte! —le dijo a Edward.
—Me perteneces mientras dure nuestro compromiso —dijo él con frialdad—. No pienso ser amable con ningún hombre que se te aproxime hasta que no consiga ese trozo de tierra.
Bella suspiró.
—He prometido fingir que me voy a casar contigo, eso es todo. Yo no te pertenezco.
Un oscuro brillo cruzó la mirada de Edward, un brillo que Bella ya había visto hacía muchos años. Daba la impresión de que quería decir algo, pero se contuvo. Al cabo de unos instantes se dio la vuelta.
—¿Vienes conmigo? —le espetó a Bella.
—Tengo que cerrar el piso y hacer las maletas...
—Con media hora te basta, ¿te vienes?
Bella vaciló. Se sentía atrapada. No estaba segura de que aquel asunto fuera una buena idea. Lo que sí sabía era que de haber tenido un día para pensarlo, no lo habría hecho.
—Podríamos esperar hasta el lunes —dijo.
—No. Si te dejo tiempo para pensarlo, no vendrás. No quiero que te arrepientas, lo has prometido.
Bella dejó escapar un suspiro.
—Debo estar loca —dijo.
—Puede que yo también lo esté —dijo apretando los puños, que tenía dentro de los bolsillos—, pero no se me ha ocurrido nada más. Yo no quería invitarla. Se invitó a sí misma, delante de media docena de personas. Lo hizo de un modo que no podía decirle que no sin dar pie a más rumores.
—Seguro que hay otras mujeres que aceptarían fingir que son tu prometida.
Edward negó con la cabeza.
—No hay nadie. ¿O es que los rumores no han llegado tan al sur, Bella? —dijo con amargo sarcasmo—. ¿No los has oído? Sólo que no están seguros de estar en lo cierto. Piensan que una mujer me rompió el corazón y que estoy condenado a desear a la única mujer que no puedo tener.
—¿Y tienen razón? —le preguntó Bella mirando la sortija que adornaba su dedo.
—Claro —dijo Edward con sarcasmo—. Estoy loco por una mujer que perdí y no puedo hacer el amor con ninguna otra mujer, ¿no lo parece?
Si aquello era lo que le pasaba a Edward, a Bella no se lo parecía. Sabía que había habido muchas mujeres en la vida de Edward, aunque llevaban enemistados tanto tiempo que ella sería la última en enterarse de si se había enamorado de una mujer o no. Probablemente había ocurrido en los años en que habían vuelto de sus vacaciones en Francia. Dios sabía que desde entonces ella había dejado de formar parte de su vida.
—¿Ha muerto? —le preguntó con ternura.
—Tal vez sí —replicó Edward—. ¿Pero eso qué importa?
—No, supongo que no importa —dijo ella estudiando los rasgos de Edward, y por primera vez descubrió algunas canas, medio ocultas bajo el pelo rubio de la sien—. Edward, tienes canas.
—Tengo treinta y cinco años.
—En septiembre haces treinta y seis.
Un brillo cruzó su mirada. Le asaltaron, como a ella, los recuerdos de los días en que daba grandes fiestas de cumpleaños a las que acudían las chicas más guapas de la ciudad. Bella recordó que una vez le dio un regalo, no gran cosa, sólo un pequeño ratón de plata que le había comprado con sus ahorros, y él lo miró con desdén y se lo dio a la mujer con la que iba a salir aquella noche. Bella nunca volvió a ver aquel objeto, pero le quedó muy claro que no significaba nada para él. Aquello la había dolido más que cualquier otra cosa que le hubiera sucedido en su vida.
—Lo peor son las pequeñas crueldades, ¿no? —preguntó Edward, como si pudiera leer el pensamiento de Bella—. Permanecen aunque pasen muchos años.
Bella se dio la vuelta.
—Todo el mundo las supera —dijo ella con indiferencia.
—Tú has sufrido demasiadas —dijo Edward con amargura—. Te traté mal cada día de tu juventud.
—¿Cómo vas a ir a Sheridan? —le preguntó Bella cambiando de tema.
Edward dejó escapar un largo suspiro.
—He venido en el avión privado —dijo.
—Hace muy mal tiempo.
—No importa. ¿Te da miedo volar conmigo?
—No —dijo Bella dándose la vuelta.
—Por lo menos —dijo Edward—, hay algo de mí que no te da miedo. Haz el equipaje, te recojo dentro de dos horas.
Edward abrió la puerta y se marchó. Mientras hacía la maleta, Bella se quedó pensando sobre lo ocurrido y lo que habían decidido, pero no podía encontrarle ningún sentido.
Espero que ese falso compromiso con el tiempo se convierta en verdadero.
ResponderEliminarEspero que ese falso compromiso con el tiempo se convierta en verdadero.
ResponderEliminarJummm asi que el anillo era para una mujer... No sería la misma Bella????
ResponderEliminarBesos gigantes!!!
XOXO
Jummm asi que el anillo era para una mujer... No sería la misma Bella????
ResponderEliminarBesos gigantes!!!
XOXO
Que pasara en Sheridan ya quisiera saber ... me encanta la historia gracias ... sube pronto besos 💋❤❤
ResponderEliminarFascinante... Gracias linda...
ResponderEliminarEsto se puso bueno tengo mis sospechas sobre el anillo y la impotencia de ed tendre razon yenni. Ya me envicie quiero mas. Gracias por el capitulo
ResponderEliminar