Capítulo Tres - Amor Tormentoso


Había tormenta y la lluvia golpeaba la ventanilla del pequeño jet mientras Edward iniciaba la maniobra de aproximación a su aeropuerto privado en Sheridan. Edward no se inmutaba lo más mínimo a pesar de que la tormenta arreciaba. Era tan frío a los mandos del avión como a los del volante de un coche, o en cualquier otra situación. Mientras atravesaba la tormenta, Bella lo había visto sonreír.

— ¿No sientes como mariposas en el estómago? —le preguntó Edward cuando por fin aterrizaron.

Ella negó con un gesto.

—Nunca vacilas cuando la suerte está echada —respondió Bella sin darse cuenta de que parecía muy sentenciosa.

Edward la miró. Parecía cansada y preocupada. Le dieron ganas de acariciarle la mejilla, para que su cara volviera a recuperar su color sonrosado. Pero sabía que si la tocaba, podría causarle miedo. Tal vez, pensaba con tristeza, había esperado demasiado para tender un puente entre ellos. Las últimas dos semanas su vida había cambiado mucho, y sólo porque se había encontrado por casualidad con un antiguo amigo. Un amigo médico que cinco años antes trabajó en la sala de urgencias de un hospital de Tucson.

Bella se dio cuenta del gesto taciturno de Edward.

— ¿Algo va mal? —le dijo frunciendo el ceño.

—Casi todo, si quieres saberlo —respondió Edward con la mirada ausente—. La vida nos da lecciones muy duras, pequeña.

Edward nunca había llamado así a Bella, en realidad, ella nunca le había oído llamar así a nadie en una conversación normal y corriente. Edward había cambiado y desde que se habían visto la trataba con una ternura desconocida. Pero ella no entendía a qué venía aquel cambio de actitud y no se fiaba de él.

—Ahí viene Harry —murmuró Edward indicando la carretera que provenía del rancho, por donde se aproximaba una ranchera—. Diez a uno a que se ha traído a Sue.

Bella sonrió.

—Hace mucho tiempo que no los veo —dijo.

—Desde el funeral de mi padre —dijo Edward.

Bajó por la escalerilla del avión y esperó para ver si Bella necesitaba ayuda. Pero ella llevaba zapatillas deportivas y vaqueros, no zapatos de tacón. Bajó como si fuera una cabra montés. Acababa de pisar la pista cuando la ranchera se detuvo a escasos metros y se abrieron sus dos puertas delanteras. Sue, pequeña y delgada y con el pelo completamente canoso se bajó extendiendo los brazos. Bella corrió hacia ella, con ganas de recibir el afecto de la anciana.

Harry estrechó la mano de Edward y esperó su turno para abrazar a Bella. Era por lo menos diez años mayor que Sue, pero todavía conservaba el pelo moreno, aunque plateado en las sienes. En ausencia de Edward se ocupaba de dirigir el rancho, y cuando éste estaba en Sheridan se convertía en su secretario.

Sue y Harry llevaban tanto tiempo con los Cullen que era como si fueran de la familia. 
Sólo al abrazar a Sue, se dio cuenta Bella de lo mucho que la había echado de menos.

—Niña, estás más delgada —dijo la anciana—. Me parece que no comes como es debido.

—Seguro que tú me vas a dar bien de comer.

— ¿Cuánto tiempo vas a quedarte?

Antes de que Bella pudiera responder, Edward tomó su mano izquierda y la sostuvo ante los ojos de Sue.

—Ésta es la razón de que haya vuelto —dijo—. Estamos prometidos.

—Oh, Dios mío —exclamó Sue antes de que una aturdida Bella pudiera proferir palabra. Los ojos de la anciana se llenaron de lágrimas—. Ya lo decía el señor Cullen, y Harry y yo también. No sabéis cuánto me alegro. Puede que ahora deje de estar tan serio y sonría de vez en cuando —añadió haciéndole un gesto a Edward.

Bella no sabía qué decir. Seguía aturdida por las felicitaciones de Harry y la intimidadora presencia de Edward. Sin embargo, era emocionante mirar a su alrededor. Había vuelto a Sheridan. El rancho no estaba en la ciudad, por supuesto sino a varios kilómetros de ella. Pero era el hogar de Edward desde que ella le conocía, y lo amaba porque él lo amaba. Muchos recuerdos de aquel lugar eran dolorosos, pero a pesar de ello, la encantaba.

Se sentó en el asiento de atrás de la ranchera junto a Sue. Edward se puso al volante y se pasó el camino hablando de negocios con Harry.

La casa de los Cullen era de estilo Victoriano. Había sido construida a principios de siglo en el mismo lugar en que se alzara la del bisabuelo de Edward. En Sheridan habían crecido tres generaciones de Cullen.

A menudo Bella deseaba saber más sobre su propia familia de lo que sabía sobre la de Edward. Su padre había muerto cuando ella tenía diez años, demasiado joven, pues, para interesarse por los antecedentes familiares. Luego su madre se casó con Carlisle Cullen, y estaba tan enamorada de él que no tenía tiempo para su propia hija. Y lo mismo le había ocurrido a Edward. Muy pronto, Bella se dio cuenta de que la relación de Edward con su padre era respetuosa pero tensa. Carlisle esperaba mucho de su hijo, pero no sabía darle afecto. Era como si entre ellos existiera una barrera, y la madre de Bella sólo la había hecho más grande al casarse con Carlisle. Bella había pasado su adolescencia entre dos fuegos y se había convertido en la víctima del caos que el matrimonio de su padre había supuesto para Edward.

Harry llevó las maletas de Bella a su antigua habitación, en el segundo piso. Ella se quedó en el vestíbulo, observando la casa, las puertas que daban al salón y al estudio y la escalera de caracol alfombrada. Una enorme lámpara de cristal iluminaba el vestíbulo y su luz se reflejaba sobre el suelo de baldosas ajedrezado. El interior de la casa era elegante y la decoración algo inesperada para tratarse de un rancho.

—Ya me había olvidado de lo grande que era —musitó Bella.

—Solíamos hacer muchas fiestas. Ya no —dijo Sue mirando a Edward.

—Tomo nota, Sue —dijo él—. Probablemente demos una fiesta cuando venga la señora Sutherland.

—Sería precioso —dijo Sue y añadió, guiñándole el ojo a Bella—: Pero supongo que la señora Sutherland va a ser una molestia para una pareja de novios, así que prometo ayudar lo más posible —dijo y se fue para preparar café.

—Dios mío —murmuró Bella presintiendo que se aproximaban las complicaciones.

Edward se metió las manos en los bolsillos y la miró.

—No te preocupes —dijo—, todo saldrá bien.

— ¿Seguro? ¿Y si la señora Sutherland se da cuenta?

Edward se aproximó a ella, lo suficiente como para que pudiera sentir el calor de su cuerpo.

—No nos tocamos, ni siquiera nos rozamos —dijo Edward al notar que Isabella se ponía tensa—. Puede parecer muy raro.

A Bella le daba miedo aquella sugerencia, pero se suponía que estaban prometidos y no habría resultado natural que no se tocaran.

— ¿Qué vamos a hacer? —le dijo.

—No lo sé —dijo, luego estiró el brazo y le acarició la larga melena morena. Le temblaban los dedos—. Puede que mejoremos con la práctica.

Bella se mordió el labio.

—Odio... que me toquen —susurró con voz grave.

Edward hizo una mueca de dolor.

Bella agachó la mirada.

— ¿No te diste cuenta, en la fiesta? Había dos hombres junto a mí, pero yo mantenía las distancias. Siempre es así, ya ni siquiera bailo...

—Dios, perdóname —dijo con pesadumbre—. Yo no creo que me pueda perdonar a mí mismo.

Bella lo miró, asombrada. Edward nunca había admitido ninguna culpa, ningún error. Algo debía haber ocurrido para cambiarlo, pero qué.

—Tendremos que pasar algún tiempo juntos antes de que ella llegue —prosiguió Edward muy despacio—. Podremos conocernos un poco mejor. Podemos intentar agarrarnos de las manos, sólo para acostumbrarnos al tacto del otro.

«Como adolescentes en su primera cita», pensó Bella, y sonrió.

Edward respondió con otra sonrisa. Por primera vez, desde que Bella tenía memoria, fue una sonrisa sin malicia.

—Alice me dijo que la señora Sutherland es muy atractiva —dijo

—Lo es —asintió Edward—, pero es muy fría. No física sino emocionalmente. Le gusta poseer a los hombres, pero no creo que sea capaz de tener sentimientos profundos, a no ser por el dinero. Es muy agresiva y resuelta. Habría sido una gran mujer de negocios, aunque es perezosa.

— ¿Tiene problemas de dinero? —preguntó Bella.

—Sí. Por eso está buscando un hombre que la mantenga.

—Debería ponerse a estudiar y aprender algo que le sirva para mantenerse.

—Eso es lo que tú hiciste, ¿verdad? —dijo—. No dejaste que mi padre te diera una asignación, o que yo te la diera.

Bella se ruborizó y apartó la mirada.

—Los Cullen me pagaron la universidad, con eso fue suficiente.

—Bella, yo nunca he creído que tu madre se casó con mi padre por dinero —dijo Edward leyendo los tristes pensamientos que cruzaban la mente de Bella—. Lo quería, y él la quería a ella.

—No era eso lo que decías entonces.

Edward cerró los ojos.

—Y no puedes olvidarlo, ¿verdad? No te culpo. Estaba tan lleno de rencor y resentimiento que no dejaba de maldecir. Y tú eras la víctima que tenía a mano, y la más vulnerable... —dijo y volvió a abrir los ojos, que reflejaban el desprecio que sentía por sí mismo—. Tú pagaste por los pecados de tu madre, los pecados de los que yo la acusaba.

—Y cómo disfrutabas haciéndomelos pagar —replicó Bella con voz grave.

—Sí, es cierto —confesó con sinceridad—. Al menos durante un tiempo disfruté, luego fuimos de vacaciones a la Riviera, con Carlisle.

Bella no podía pensar en aquella época, no quería permitirse pensar en esos días. Se apartó de él.

—Tengo que sacar mi equipaje.

—No te vayas —le dijo Edward—. Sue está haciendo café, probablemente también haya hecho un pastel.

Bella dudó un momento. Luego lo miró, insegura y vacilante.
El gesto de Edward se endureció.

—No voy a hacerte daño —dijo—. Te doy mi palabra.

— ¿Qué ha cambiado? —le preguntó con tristeza.

—Yo he cambiado —dijo él.

— ¿Te levantaste una mañana y decidiste de repente que querías poner fin a una situación que ya duraba once años?

—No, descubrí lo mucho que había perdido —dijo con la voz grave por la emoción—. ¿Has pensado alguna vez que nuestras vidas dependen de una sola decisión? ¿De una carta perdida o de una llamada telefónica que no nos atrevimos a hacer?

—No, supongo que no lo he pensado —replicó Bella.

—Vivimos y aprendemos, y a medida que pasa el tiempo las lecciones son cada vez más duras.

—Últimamente estás muy reflexivo —dijo Bella con curiosidad. El pelo le caía sobre la cara y lo echó hacia atrás con un movimiento de cabeza—. Creo que desde que nos conocemos no hemos hablado sinceramente, menos los últimos dos días.

—Sí, lo sé —dijo Edward con amargura, luego se dio la vuelta y se dirigió al espacioso salón.

Había cambiado desde los tiempos en que Bella vivía allí. Era allí donde Edward le había dado el ratoncito de plata, su regalo de cumpleaños, a aquella mujer. Pero habían cambiado los antiguos muebles por unos de estilo Victoriano, nobles y recios.

—Esta habitación no te va para nada —dijo Bella dejándose caer sobre una silla inesperadamente cómoda.

—No tiene por qué —replicó Edward sentándose en el sofá tapizado con terciopelo—. Se la encargué a un decorador.

— ¿Y qué le dijiste, que ibas a adoptar a la abuela de un amigo y la ibas a instalar aquí?

Edward hizo un gesto de sorpresa.

—Por si no te has dado cuenta, la casa es de estilo Victoriano tardío. Además, yo creía que te gustaban los muebles Victorianos —dijo.

—Me encantan —dijo acariciando el brazo de la silla. Se le ocurrían un montón de preguntas, y estuvo a punto de hacerlas, pero Sue entró con una bandeja con café y pasteles.

—Justo lo que ha ordenado el doctor —dijo la anciana poniendo la bandeja sobre la mesa.

—Las mesas de café grandes no son victorianas —murmuró Bella.

—Claro que lo son. Los Victorianos bebían café —dijo Sue.

—Bebían té —replicó Bella—, en pequeñas tacitas de porcelana.

—También comían sándwiches de pepino —dijo Sue—. ¿Quieres uno?

Bella hizo una mueca.

—No diré nada de la mesa de café si tú no vuelves a ofrecerme una de esas cosas.

—Trato hecho. Llamadme si queréis algo más —dijo Sue, y salió cerrando la puerta corredera.

Bella se sirvió café y algunos pasteles, y lo mismo hizo Edward. Edward tomó café solo sin azúcar, como siempre, y Bella café con leche y azúcar.

—Alice me ha dicho que te han ofrecido trabajo como directora del departamento de matemáticas en el instituto, para el año que viene —dijo Edward—. ¿Vas a aceptarlo?

—No lo sé —dijo Bella—. Me encanta enseñar, pero ese trabajo es sobre todo administrativo. Tendría que dejar de dedicar tiempo a los estudiantes, y a algunos de ellos hay que ayudarlos fuera de clase. 

— ¿Te gustan los niños?

—Sí —respondió Bella jugando con la taza de café, tratando de no pensar en el hijo que había estado a punto de tener.

Edward guardó silencio, esperando que ella se decidiera a contarle sus secretos. Pero el momento transcurrió sin que nada sucediera. Bella continuó bebiendo café y comiendo los pasteles y no volvió a decir nada.

Finalmente, Edward desvió el tema y la conversación transcurrió sobre temas intrascendentes. Luego se fue a su estudio para hacer algunas llamadas telefónicas y Bella subió para deshacer las maletas; no dejaba de pensar acerca del cambio que se había operado en Edward, pero el pasado aún la afectaba demasiado como para bajar la guardia.

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La cena transcurrió entre risas y alegría. Harry y Sue cenaron junto a Bella y a un taciturno Edward. Mientras los demás hablaban, Edward escuchaba. Parecía preocupado y al terminar de cenar se excusó y se fue a su estudio. Aún no había salido de su estudio cuando Bella se despidió y subió a dormir a su antigua habitación.

Estuvo despierta largo rato. Aquella casa le traía muchos recuerdos, recuerdos de la hostilidad de Edward. Luego, inevitablemente, su mente volvió a la Riviera...

Era una hermosa tarde de verano. Las gaviotas sobrevolaban la blanca arena de la playa donde Bella estaba tumbada, preguntándose si su aspecto no era demasiado conservador. Mucha gente estaba desnuda y la mayoría de las mujeres estaban en topless, aunque nadie parecía prestar la menor atención a los demás.

Bella no quería tener las marcas del bañador, pero tenía veintiún años y estaba un poco cohibida, e intimidada por Edward, que estaba a su lado, con un bañador blanco. Edward tenía un cuerpo espléndido, y ella no podía apartar los ojos de él. Una espesa mata de vello, rubio pero más oscuro que el cabello de su cabeza, cubría su ancho pecho y descendía hasta su estómago y hasta el bañador. Tenía las piernas largas y elegantes y no podía ver ninguna marca del bañador en el moreno de su piel, así que supuso que normalmente tomaba el sol desnudo.

El camino que siguieron sus pensamientos a continuación la avergonzó y tuvo que apartar los ojos de él. Pero tomó los tirantes del bikini, y se preguntó qué pasaría si se lo quitaba, que pasaría si Edward la veía desnuda. Aquel pensamiento la hizo temblar y deseó ser sofisticada como las chicas que solían salir con él, hacer por una vez algo atrevido.

Lo miró de un modo que a alguien le podía parecer coqueto, sin dejar de pasar los dedos por los tirantes del bikini.

Edward no se daba cuenta de lo cohibida que estaba. Tenía la idea de que era una criatura nacida para conquistar a los hombres. Siempre había visto los tímidos intentos de Bella por buscar su afecto como una forma deliberada de coquetería, porque era la clase de juego que había visto practicar a otras mujeres adultas y mundanas.

Así que cuando Bella le dirigió aquella mirada, que tan sólo estaba llena de curiosidad, pensó que lo que quería era que él le pidiera que se quitara el bikini. Y ya que ella tenía un cuerpo tan joven y maravilloso, y él deseaba verlo, se prestó al juego. 

—Adelante —murmuró con una voz suave y profunda—, quítatelo, Bella. Quiero mirarte.

Bella recordaba que le había mirado a los ojos, y que había descubierto una mirada llena de sensualidad.

— ¿Por qué dudas? —dijo él tentándola—. Siendo tan puritana, en este sitio estás llamando la atención. No hay ninguna otra mujer que lleve la parte de arriba del bikini.

Edward hizo un gesto con la cabeza señalando a dos chicas, que debían tener la edad de Bella, que pasaban corriendo por la playa frente a ellos.

Bella se mordió el labio, vacilante, y se giró hacia la playa.

—Bella —dijo con una voz suave y profunda. Ella se volvió a mirarlo—. Quítatelo.

Edward la hipnotizó con una oleada de deseos prohibidos. Con la mano temblorosa desató el nudo de la nuca. Luego abrió el cierre de la espalda. Le miró a los ojos, y se estremeció con una sensación que nunca había sentido, sonrojándose por lo que estaba haciendo. Y dejó caer el bikini.

Cinco años después, podía recordar perfectamente el brillo de la mirada de Edward, cómo contuvo la respiración. Los pechos de Bella eran firmes y llenos, de color rosado, con los pezones de un color rosado más oscuro, que se erizaron al sentir la mirada de Edward.

Inesperadamente, Edward la miró a los ojos. Cualquier cosa que viera en ellos, debió decirle lo que quería saber, porque profirió un grave gemido y se puso en pie. Pareció vibrar con alguna violenta emoción. De repente se inclinó, la tomó por debajo de las rodillas y por la espalda y la levantó de la arena. La miró a los ojos y de un modo lento y exquisito la atrajo hacia sí, de modo que sus senos se apoyaron sobre el vello de su pecho. Edward tenía la piel fresca por la brisa, mientras ella la tenía caliente, debido a las sensaciones que se habían despertado en su cuerpo virginal. Aunque se había puesto muy rígida al contacto con el cuerpo de Edward.

—Nadie nos mira —dijo él—. A nadie le importa. Abrázame.

El deseo que ella sentía era abrumador. Olvidó la timidez y le obedeció, arqueando su cuerpo contra el de Edward. Hundió el rostro en su cuello, absor-biendo el aroma de su piel, sintiendo el precipitado pulso de su corazón contra sus pechos desnudos. Edward la abrazó con más fuerza y comenzó a caminar hacia el agua sin soltarla.

— ¿Por qué vamos al agua? —le preguntó ella.

—Porque estoy tan excitado que se nota demasiado —dijo Edward medio enfadado—. La única forma de escapar está en el mar. ¿No lo sientes tú también, Bella? Un deseo que te quema el vientre, un vacío que hace falta llenar, un dolor que hay que calmar.

Bella lo abrazó y gimió suavemente.

—Sí, lo sientes —dijo Edward respirando fatigosamente y metiéndose en el mar.

Nada más entrar en el agua la besó en la boca. Cinco años después, Bella podía recordar el contacto de aquellos labios, pero no recordaba en absoluto el contacto con el agua fría del mar. No había nada en la vida como el sabor de la ardiente y dulce boca de Edward, nada más que el contacto de sus fuertes brazos y de su pecho.

Vagamente, se dio cuenta de que estaban en el agua. Edward la soltó, para abrazarla de un modo más íntimo. Enredó en ella sus largas piernas, y, por primera vez, ella sintió la intensidad de su deseo. Se besaron una y otra vez, metidos en el mar, ajenos al mundo, a los hoteles que estaban al borde la playa, a los nadadores, al rumor del agua.

Edward le tomó un pecho, lo acarició y se lo llevó a la boca. Con la otra mano la levantó y la hizo descender sobre su sexo. Bella estuvo a punto de perder la consciencia al sentir la oleada de placer que invadió su cuerpo...

Se quedó dormida con los recuerdos de aquella tarde. Desgraciadamente aquellos dulces recuerdos se mezclaban con otros mucho más oscuros. Después de aquello Edward recuperó el control sobre sí mismo y la dejó sola en el mar mientras ella trataba de recuperarse de sus febriles abrazos. Pero durante la cena, delante de Carlisle, Edward la había dirigido unas miradas que la intimidaban. Recordando el modo en que le había sonreído, acentuando su deseo, temblaba de temor. Ella había llegado a creer que se había enamorado de ella y trataba de demostrarle como podía que ella también estaba enamorada de él. Pero no podía saber cómo interpretaría él su tímido flirteo.

Pero todo se aclaró aquella noche. Edward entró en su habitación por el balcón. Vestía una bata y no llevaba nada debajo. Se acercó a la cama y retiró la sábana de un tirón. Bella, debido al calor, sólo llevaba unas braguitas. Sintió deseo nada más verlo, y ni siquiera el temor y la palidez de su rostro podían ocultarle a un hombre de la experiencia de Edward el ardor de su cuerpo.

— ¿Me deseas, Bella? —susurró Edward dejando caer la bata y metiéndose en la cama—. Vamos a ver qué significan esas miradas que me has estado dirigiendo toda la noche.

Bella no tuvo la presencia de ánimo para explicarle que no había estado coqueteando con él. Quería decirle que lo amaba, que él era su vida entera. Pero al sentir sus caricias se olvidó de todo. Y luego le susurró cosas al oído, le besó los pechos y le hizo el amor como si fuera algún duende de la noche.

Si ella hubiera sido la mujer experimentada que él creía que era, aquella habría sido una noche para recordar. Pero ella era virgen y él había perdido el control. Recordaba cómo se había estremecido al sentir cómo la tomaba por las caderas para penetrarla, el grito de placer de Edward, que se confundió con su grito de dolor. El cuerpo de Edward fue tan insistente como su boca, hasta que finalmente se arqueó, como si sufriera un tormento invisible que agitara su cuerpo en oleadas de éxtasis, hasta que se convulsionó, llevado por gemidos y apretó las manos sobre sus caderas hasta hacerle daño.

Ella no sintió un placer semejante. Sentía el cuerpo dolorido, quebrantado. Casi se sentía enferma con un dolor que no parecía ir a detenerse nunca. Cuando finalmente se apartó de ella, exhausto y sudoroso, volvió a gemir, porque también al retirarse le hizo daño.

Bella se encogió sobre sí misma y lloró. Edward se levantó y se puso la bata. La miró, aunque ella no pudo ver sus ojos. A Bella no le gustaba recordar lo que le había dicho en aquella ocasión. El tono de sus palabras fue tan brutal como había sido el empuje de su cuerpo. Bella fue tan inocente que no pensó que lo que a él le molestaba era precisamente su inocencia, porque le llenaba de un gran sentimiento de culpa. De haberla amado, todo habría sido distinto.

En la oscuridad de su sueño, cinco años después, Edward se convirtió en un ave de rapiña, que le hacía daño, mucho daño,...

Bella no se dio cuenta, pero profirió un grito. Oyó que la puerta se abría y se cerraba, y sintió la luz sobre los párpados. Luego alguien la sacudió.

— ¡Bella, Bella!

Se despertó con un sobresalto y vio sobre ella el rostro de Edward. Llevaba una bata, como aquella noche. Tenía el pelo mojado y su mente la engañó, llevándola a la noche que había tenido lugar en Francia.

— ¡No me hagas daño... no me hagas más daño! —dijo entre sollozos.

Edward no respondió. No pudo. El terror en la mirada de Bella le conmovió hasta las raíces del alma.

—Dios mío —suspiró.





7 comentarios:

  1. Aghhh es muy duro ver como Bella todavía le tiene miedo, como la engaña si subconsciente y la hace creer que está en el pasado... Espero que Edward sepa reivindicarse....
    Besos gigantes!!!
    XOXO

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  2. Ya supimos un poquito mas de lo que paso y tanto esconde ed vas a tener q esforzarte y mucho por lo que imagino

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  3. Bueno ya vamos sabiendo un poco más , le va tocar un camino largo a edward para que pueda bella tenerle confianza otra vez por que amarlo no a dejado de amarlo ... sube pronto besos 😘❤❤

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  4. La pobre quedó con traumas... Muchas gracias...

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