Isabella no sabía cómo responder a aquella pregunta. Sentía temor y vergüenza.
Edward se tranquilizó al ver su expresión. Todavía no había sonreído o actuado como si quisiera aprovecharse de él después de su abierta confesión.
Se echó hacia atrás y cruzó las piernas.
—Bueno, bueno. Eso sí que es ponerse colorada. ¿Te da vergüenza? —dijo con cierto tono burlón.
—Sí —respondió Bella mordiéndose el labio.
Edward se levantó, se sentó a su lado y le puso un dedo en el labio para que dejara de mordérselo. Le acarició la mejilla con ternura sin dejar de observarla.
—Yo también —confesó inesperadamente—. Pero puede que lo estemos porque nunca hemos hablado sinceramente.
—Creo que tú ya has dicho bastante —murmuró Bella.
Edward dejó escapar una larga exclamación de asombro.
—Minifaldas —dijo—, seda, cuatro novios a la vez, escotes. Y nunca se me ocurrió que todo era fingido. Qué mojigata.
— ¡Mira quién está llamando mojigata a quién! —dijo Bella con furia.
— ¿Quién? ¿Yo? —exclamó Edward con asombro.
—Sí, tú —dijo Bella con nerviosismo—. Me has hecho pasar un infierno, me has humillado, avergonzado, y todo porque abrí los ojos a destiempo. Y ni siquiera podía mirarte, porque lo que sentía era tan dulce que...
Bella se interrumpió al darse cuenta de lo que estaba admitiendo.
Pero si ella se sentía incómoda, él no. La expresión de su rostro cambió como por encanto y su cuerpo se relajó.
Luego dejó escapar un largo suspiro.
—Gracias —dijo con voz grave.
Bella no supo cómo entender aquello.
— ¿Por qué? —dijo.
Edward bajó la mirada.
—Por hacer el recuerdo soportable —dijo.
—No te comprendo.
—Yo creía que me mirabas porque querías verme frágil y vulnerable.
Los ojos de Bella se colmaron de lágrimas. Siempre había creído que Edward era invulnerable, el hombre que tenía ante sí era desconocido para ella. Era un hombre que había conocido el dolor, la pena y la humillación. Se preguntaba si lo que le había confesado sería tan sólo la punta del iceberg, si aún tenía muchos recuerdos dolorosos. Seguramente aquella amargura en su relación con las mujeres no se debía sólo a la relación de su madre con Carlisle Cullen.
Con vacilación le tocó la mano, ligeramente, preguntándose si le permitiría tocarle.
Aparentemente, así era. Edward abrió la mano y entrelazó sus dedos a los de Bella. Luego se giró y la miró a los ojos.
—Así que no puedes matar a una mosca, ¿eh? —le preguntó con suavidad—. Ya sé que no. Recuerdo que una vez diste un grito cuando viste a una culebra atrapada en la carretilla que utilizabas para limpiar el jardín, y que la moviste para que pudiera escapar.
A Bella le gustaba que tuvieran las manos entrelazadas.
—No me gustan las serpientes
—Lo sé.
Bella frotó los dedos contra los suyos y lo miró a los ojos.
Edward hizo un gesto de asombro.
—No te sientes muy segura conmigo después de todos estos años, ¿verdad?
Bella sonrió.
—Nunca sé cómo vas a reaccionar —confesó.
—Dime lo que sentiste cuando hicimos el amor en mi estudio —dijo Edward mirándola a los ojos.
Bella se sonrojó y trató de apartar la mirada, pero Edward no estaba dispuesto a dejar que evitara la respuesta.
—Hemos llegado demasiado lejos como para que haya secretos entre nosotros —dijo Edward—. Vamos a casarnos. ¿Te hice daño al retroceder?
Bella agachó la mirada.
—Dímelo —le pidió Edward.
—Oh, no. Sentí tanto placer que pensé que me moría. Abrí los ojos y te vi, pero apenas era consciente. Luego quisiste retirarte, pero había sido tan dulce que yo quería que siguieras dentro de mí, así que me resistí... —dijo Bella, y tragó saliva.
Bella podía oír la respiración de Edward.
—Debiste decirme lo que querías.
—No podía. Yo creía que me odiabas.
Edward profirió un gruñido y apretó la mano.
—Me odiaba a mí mismo —dijo con aspereza—. Me he odiado desde que estuvimos en Francia, cuando me metí en tu habitación y prácticamente te violé.
—No fue así —replicó Bella—. Yo también te deseaba, sólo que no te conocía.
—Eras virgen —dijo llevándose la mano de Bella a los labios y besándola ligeramente—. Pero te deseaba tanto que busqué excusas para irme a la cama contigo.
Bella tenía una sensación cálida en su interior, como si él hubiera compartido algo muy íntimo con ella. Y lo había hecho. Ciertamente, su pérdida de control era parte del problema, junto al recuerdo de su madre humillando al padre de Edward.
Bella le acarició el cabello con ternura.
—Después de perder... al niño —dijo—, el médico me dijo que debía haberme hecho un examen ginecológico antes de tener relaciones. Yo estaba... casi, intacta.
—Ya me di cuenta —murmuró Edward, complacido con la caricia de Bella en su pelo.
—Edward, no puedo hablar de esto —dijo Bella sonrojándose.
Edward se inclinó y le acarició la frente con la mejilla.
—Sí puedes —susurró—. Porque yo tengo que saberlo. En el estudio, cuando perdí el control y te tomé, ¿te dolió?
Bella se ruborizó al recordar la exquisita manera en que Edward había perdido el control.
—No —respondió.
— ¡Gracias a Dios! Yo odiaba a tu madre por lo que había hecho con mi padre —dijo Edward, y le acarició el pelo a Bella—. Pero no era culpa tuya. Siento haberte hecho pagar por algo que no era culpa tuya, Bella.
— ¿Por qué nunca me contaste nada de lo que pasaba entre mi madre y Carlisle?
—Al principio, porque eras muy inocente con respecto al sexo. Luego se levantaron demasiadas barreras entre nosotros y se me hacía muy duro atravesarlas —dijo Edward, y tomó la mano de Bella y la puso sobre su pecho—. He vivido dentro de mí mismo durante la mayor parte de mi vida adulta. He guardado secretos que no he compartido con nadie. Era lo que quería, o al menos eso pensaba, pero ahora —dijo mirándola a los ojos—, los dos tenemos que dejar de huir. No se puede huir de un niño.
— ¡Eso me gusta!
—Sí, ¿verdad? —dijo Edward con una tierna sonrisa—. A mí también. ¿Qué ibas a hacer? ¿Irte e inventar un marido?
Bella se sonrojó.
—Deja de leerme el pensamiento.
—Ojalá hubiera podido leerlo hace unos años. Nos habría ahorrado mucha tristeza. Todavía no sé por qué ni siquiera se me ocurrió que podías haberte quedado embarazada después de aquella noche en la Riviera.
—Puede que yo no fuera la única que trataba de huir.
Edward cerró los ojos. Sí, él también había querido escapar, sin pensar en las consecuencias de sus actos. ¿Acaso Bella le estaba culpando de algo? ¿Se estaba burlando? ¿Trataba de aprovecharse de él? No, ella no sabía cómo era su madre, ¿o sí? Trató de apartarse, pero Bella lo retuvo, porque sabía muy bien por qué se sentía incómodo de repente.
—Hay una gran diferencia entre la ironía y el sarcasmo —le dijo—. El sarcasmo siempre se emplea para hacer daño, la ironía no. No voy a vivir contigo si te ofendes por cada cosa que diga.
— ¿No crees que vas demasiado lejos? —dijo Edward.
—De ninguna manera. Has pensado que me estaba burlando de ti, pero yo no soy mi madre y tú no eres tu padre —prosiguió Bella con firmeza—. ¡No puedo ni matar a una serpiente y tú crees que disfrutaría humillándote!
Dicho de aquella manera, él tampoco podía. Bella no tenía un instinto dañino. Nunca se le había ocurrido pensar que en realidad era tan dulce como su madre cruel, pero en aquellos momentos no tenía más remedio.
Volvió a apoyarse en el respaldo de la silla y la miró a los ojos.
—En realidad no te conozco —dijo al cabo de unos instantes de silencio—. Nos hemos evitado durante años. Como tú me dijiste, nunca hemos hablado de verdad hasta estas últimas semanas.
—Lo sé.
Edward se rió.
—Supongo que tengo tantas heridas como tú.
—Pero parece que no tienes ninguna —replicó Bella con los ojos fijos en él—. ¿Le diste a aquella mujer el ratón de plata que te regalé?
Edward supo al instante a qué se refería.
—Lo tengo en un cajón de mi mesilla —dijo.
Bella estaba sorprendida y complacida.
—Me alegro —dijo sonriendo tímidamente.
Edward no le devolvió la sonrisa.
—Me arrepiento de muchas de las cosas que hecho. Hacer que te sintieras como una estúpida por regalarme algo está a la cabeza de ellas. Me sorprendió que me hicieras un regalo después de cómo te trataba.
— ¿Porque te hice sentirte culpable?
—Algo así. Puede que también me sintiera avergonzado. Yo nunca te regalé nada.
—Ni yo esperaba que lo hicieras.
Edward le acarició el pelo.
—Está todo guardado en un armario —dijo.
— ¿Qué está en un armario?
—Todos los regalos que te compré, pero no te di.
El corazón de Bella comenzó a latir muy deprisa.
— ¿Qué regalos?
Edward se encogió de hombros.
—El collar de esmeraldas que te gustaba cuando tenías diecinueve años. El óleo que pintó el artista que conocimos aquel verano. El catálogo de aquella exposición que venía de Europa y no podías comprar porque era muy caro. Y algunas cosas más.
Bella no podía creer que Edward hubiera hecho tanto por ella.
—Pero, ¿por qué no me los diste?
—Cómo iba a dártelos después de las cosas que te decía y que te hacía —replicó Edward—. Comprándolos me sentía mejor.
Tomó la mano de Bella y acarició la sortija de esmeralda.
—Esto lo compré cuando te marchaste de Francia —añadió.
Bella se quedó boquiabierta.
— ¿Qué?
—Vergüenza, culpabilidad, no sé. Iba a pedirte que te casaras conmigo.
—Pero no lo hiciste —susurró Bella débilmente.
—Claro que no —dijo Edward entre dientes—, Cuando fui a tu apartamento una semana después de que te marcharas de Francia, un hombre me abrió la puerta y me dijo que estabas en la ducha. Sólo llevaba puesto unos vaqueros.
—Era Seth —dijo Bella con tristeza—. El hijo de mi casero. Su hermano y él estaban haciéndome unos armarios para la cocina. Sí, supongo que yo estaría en la ducha... ¡Nunca me dijo que había venido alguien!
Edward hizo una mueca.
—Y tú pensaste que era mi amante —añadió Bella.
—Me pareció obvio —asintió Edward—. Me marché con unos celos terribles. Estaba tan destrozado que volví a Francia.
A Bella le dieron ganas de llorar. Si Seth no hubiera abierto la puerta, si ella no hubiera estado en la ducha, si...
— ¿Te das cuenta de cómo me sentía la mañana que fui a buscarte para llevarte a Sheridan? ¿Te acuerdas de lo que dije? —preguntó Edward—. Un mensaje no recibido, una carta no escrita, una llamada de teléfono que no te decides a hacer, y se destruyen dos vidas.
Edward seguía con la mano de Bella entre sus manos, contemplando la sortija de esmeralda.
—Y sabías que me encantaban las esmeraldas —dijo Bella con suavidad.
—Por supuesto —dijo Edward, sin mencionar cómo lo sabía ni lo mucho que le había costado encontrar un anillo exactamente como aquél.
De repente, Bella se acordó.
—Vi un anillo como éste en una revista —dijo—. La dejé abierta sobre el sofá para enseñársela a Sue, porque me encantó. Debió ser justo antes de empezar la universidad.
—Llevabas puesta una camiseta rosa y unos shorts —dijo Edward—. Ibas descalza y el pelo te llegaba a la cintura. Me asomé por la puerta y te vi sobre la alfombra, mirando la revista, y tuve que salir corriendo.
Bella le miró a los ojos.
— ¿Por qué? —preguntó.
Edward se rió.
— ¿No lo adivinas? Porque ocurrió lo mismo que me ocurre cuando estoy cerca de ti. Me excité.
— ¡Pero si te comportabas como si no soportaras mi presencia!
— ¡Claro que sí! Si te decía la verdad, te daría el arma perfecta contra mí —replicó Edward.
Bella comprendió. Había pasado todos aquellos años protegiéndose a sí mismo, evitando cualquier intimidad o el más sencillo afecto porque pensaba que eran debilidades de las que las mujeres podían aprovecharse. No había duda de por qué le llamaban "el hombre de hielo". En cierto sentido lo era. Bella se preguntó qué podría derretirlo. Tal vez el niño. ¡El niño! Inconscientemente, Bella apoyó las manos en el estómago.
Aquella acción involuntaria devolvió a Edward algunos desagradables recuerdos. Pero al ver el gesto de Bella se tranquilizó. Luego apoyó las suyas sobre las pequeñas manos femeninas.
—Esta vez cuidaré de ti —dijo con calma—. Aunque signifique alquilar una habitación de hospital para que estés en la cama los nueve meses.
—Esta vez no lo perderemos, cariño —susurró Bella acariciándole con dulzura—. Te lo prometo.
— ¿Qué me has llamado? —murmuró Edward sin moverse.
Bella vaciló.
— ¿Qué me has llamado? —insistió Edward.
—He dicho... cariño.
Edward se separó un poco, lo suficiente para poder ver la cara de Bella, que se había sonrojado.
—No, no tengas miedo —le dijo—. Me gusta.
— ¿Sí?
—Sí —dijo Edward sonriendo.
Bella suspiró con satisfacción y le miró.
Edward la observó. Tenía el pelo revuelto, así que lo acarició y lo echó para atrás.
— ¿Te sientes mejor?
Bella asintió.
—Noto malestar en el estómago, pero es normal.
—Mi médico podrá darte algo.
—No, no quiero tomar ni una aspirina mientras esté embarazada. No quiero arriesgarme.
Edward agachó la cabeza, para que Bella no pudiera ver la expresión de sus ojos.
— ¿Quieres al niño porque quieres ser madre o porque es mi hijo?
— ¿Vas a fingir que no lo sabes? Solías reírte de lo que sentía por ti.
—Sí, ya lo sé —dijo Edward, y la miró a los ojos—. Cómo me duele. Me porté cruelmente contigo y, aun así, no cambiaste. No sabes qué tormento era saber que para tenerte lo único que tenía que hacer era tocarte. Espero no haber matado ese sentimiento en ti. No sé nada del amor, Bella, pero quiero que tú me ames. Si puedes.
La besó en la frente, en los párpados, y Bella se echó a llorar.
—Te quiero desde la primera vez que te vi —susurró Bella sin dejar de sollozar—. Te quiero mucho, Edward, mucho, mucho...
Edward la besó. Al principio con insistencia, casi con crueldad, dominado por el deseo. Pero al darse cuenta de lo débil que estaba Bella, aflojó los brazos y su beso fue más dulce y tierno.
Cuando se irguió tenía una expresión de asombro. Aquella era su mujer. La mujer que le amaba. Tenía un hijo suyo en las entrañas e iba a ser su esposa.
—Podemos... si quieres —susurró Bella—. Quiero decir, no me siento tan mal.
—No sería un hombre si en este momento sólo pensara en el sexo —replicó Edward acariciándole el pelo—. Vas a ser la madre de mi hijo. No podría estar más orgulloso.
Bella sonrió.
—Hemos hecho el amor una sola vez y ya estoy embarazada. A no ser que queramos tener veinte hijos, supongo que uno de los dos tendrá que hacer algo cuando nazca el niño.
—Yo haré algo —dijo Edward—. No quiero que tomes nada que pueda hacerte daño.
—No tengo por qué tomar nada, puedo ponerme algo.
—Ya veremos.
Bella le acarició la cara y luego el hombro y el pecho.
—Podría emborracharme con esto.
— ¿Con qué?
—Con sólo tocarte —dijo Bella sin ser consciente del efecto de sus palabras en el hombre que la estrechaba entre sus brazos—. Soñaba con ello.
— ¿Incluso después de volver de Francia? —preguntó Edward con repentina amargura.
—Incluso después de volver de Francia —le confesó Bella y luego lo miró—. Oh, Edward, el amor es el sentimiento más terco de la tierra.
—Debe serlo.
Bella se inclinó y le besó en los párpados.
— ¿Cuándo quieres que nos vayamos a Sheridan?
—Ahora.
— ¿Ahora? Pero...
—Quiero que nos casemos —dijo él con firmeza—. Y quiero hacerlo antes de que cambies de opinión.
—Pero si no voy a cambiar de opinión.
Edward no estaba completamente seguro de ello. Había cometido tantos errores que no podía arriesgarse a cometer uno más.
—Y no volveremos a dormir juntos hasta que tengas la alianza en el dedo —añadió.
—Eso es chantaje —protestó Bella.
— ¿Perdona?
—Negarte a entregarme tu cuerpo para que me case contigo. ¡Me niego!
—No, no puedes negarte.
A Bella le encantaba el brillo que tenían los ojos de Edward cuando algo le sorprendía. Sonrió. Tal vez no la amara, pero la deseaba y le tenía mucho cariño.
—Sí, lo haré —asintió—. Si tienes tanta prisa por perder tu libertad, ¿quién soy yo para ponerme en tu camino? ¡Voy a hacer las maletas ahora mismo!
Siiiii, por fin se confesaron lo que de verdad pasó, como se sentían y que se aman!!! Me encanta que Edward no haya botado el ratón!!! :D espero que ahora todo sea más fácil!!!
ResponderEliminarBesos gigantes!!!!
XOXO
Al fin este par de cabezones arreglaron todo y con bebé en camino
ResponderEliminarBueno falta que Edward diga las palabras mágicas.
ResponderEliminarGracias me encantó 😙😙😙😙
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