Capítulo Uno - Amor Tormentoso



Se había convertido en una regla socialmente aceptada que nunca se invitara a la misma fiesta a Bella Swan y a su hermanastro, Edward Cullen. Ya que los dos no tenían muchos amigos comunes y vivían en distintos estados, esa norma no solía romperse. Pero aquella noche Bella descubrió que la regla también podía tener su excepción.

Ni siquiera había tenido interés en salir, pero Carmen y Eleazar Denali, viejos amigos de los Cullen con los que había trabado gran amistad desde que éstos se establecieron en Tucson, insistieron en que necesitaba divertirse. Aquel verano no había podido dar clases y el trabajo a tiempo parcial que le había permitido disponer de algún dinero había concluido. Necesitaba un poco de alegría y la fiesta de Carmen iba a proporcionársela.

Así era. Aquella noche, Bella se sentía más feliz que en los últimos meses. En los escalones de la entrada fue secuestrada por dos admiradores: el ejecutivo de un banco y un guitarrista de jazz.

Llevaba un vestido diseñado para elevar la presión sanguínea. Plateado y con unos finos tirantes que dejaban al descubierto la piel morena de sus hombros. Le caía hasta los tobillos y tenía una larga y seductora abertura a un lado. Se había puesto unos zapatos de tacón alto que hacían juego con el vestido y llevaba el pelo suelto, que casi le llegaba a la cintura. En las suaves facciones de su rostro destacaba el alegre brillo de sus ojos verdes.

Y conservaron aquel brillo hasta que vio aparecer a Edward Cullen. Al verlo, interrumpió la animada charla que mantenía con sus amigos y se convirtió en un ser vulnerable y acosado.

Sus dos acompañantes no relacionaron el repentino cambio de su actitud con la entrada de su hermanastro. Al menos no hasta unos minutos más tarde, cuando Edward localizó a Bella en la escalera y, después de excusarse ante la anfitriona, a quien estaba saludando, acudió junto a ella con una copa en la mano.

Edward destacaba sobre el resto de los hombres presentes en la fiesta. Algunos de ellos eran muy apuestos, pero Edward tenía algo más. Tenía el pelo corto, cobrizo y rebelde, y la piel bronceada. Los rasgos faciales perfectamente modelados, y unos ojos verdes de profunda mirada. Era alto y delgado, pero musculoso, gracias a las horas que pasaba montando a caballo. Edward era multimillonario. No obstante, solía echar una mano en los numerosos ranchos que poseía. Era frecuente encontrarlo atrapando reses a lazo para marcarlas o conduciendo ganado a través de las inmensas llanur

as de su rancho de Australia, de varios miles de kilómetros cuadrados de extensión. Sus pocas horas de ocio las pasaba trabajando con los pura sangre que criaba en su rancho principal, en Sheridan, Wyoming, eso si no tenía que estar vendiendo o comprando ganado por todo el país.

Era un hombre elegante, desde sus botas de cuero cosidas a mano a los elegantes pantalones y la camisa de seda que vestía con una chaqueta de diseño. Todo en él, desde el Rolex hasta la sortija de diamantes en forma de herradura de su mano derecha, le daba el aspecto de un hombre rico. Y además de sus educadas maneras contaba con una fría y calculadora inteligencia. Edward hablaba francés y español perfectamente, y era licenciado en economía.

Los dos acompañantes de Bella se sintieron cohibidos al verlo aparecer. Llevaba una copa en la mano. 

No solía beber y nunca lo hacía en exceso. Era de la clase de hombres a quienes no les gusta perder el control. Bella sólo le había visto perderlo una sola vez. Quizá por ello él la odiase tanto, porque era la única que le había visto perdiendo el control de sí mismo.

—Bueno, bueno, me pregunto si Carmen estaba pensando que las reglas están hechas para romperlas —dijo Edward dirigiéndose a Bella. Su voz era grave y aterciopelada y se oía con claridad a pesar del murmullo de la fiesta.

—Carmen me invitó a mí, pero a ti no —dijo Bella con frialdad—. Seguro que fue Eleazar. Allí está, riéndose.

Al otro extremo de la habitación estaba el marido de Carmen; Edward saludó a su anfitrión alzando su copa y él respondió con el mismo gesto, pero ante la furiosa mirada de Bella dio media vuelta y desapareció de su vista.

—¿No vas a presentarme? —continuó Edward impertérrito.

—Oh, éste es Mike y éste... ¿cómo te llamabas?

—Tyler —respondió el segundo.

—Éste es mi hermanastro, Edward Cullen.

Tyler sonrió y le ofreció la mano. Edward se limitó a asentir con sequedad. El otro, más joven, se aclaró la garganta y con una sonrisa bobalicona hizo un gesto con la copa.

—Uh, mi copa se ha quedado vacía —dijo apresuradamente al ver un brillo extraño en los ojos de Edward.

—La mía también —añadió Mike con una sonrisa de disculpa. Y los dos se marcharon.

Bella se quedó mirándolos.

—Qué par de cobardes —dijo entre dientes.

—¿Es que ya no eres feliz si no tienes dos hombres a tu lado? —le preguntó Edward con desprecio mirándola de arriba abajo. Finalmente, su mirada descansó sobre el escote, que ofrecía una generosa vista de sus preciosos pechos.

Ante aquella mirada Bella se sintió desnuda. De haber sabido que vería a Edward no se habría puesto aquel vestido. Pero no pensaba estropear su imagen de mujer sofisticada dejando que pensara que su mirada la perturbaba.

—Así me siento más segura —replicó con una fría sonrisa—. ¿Cómo estás, Edward?

—¿Tú cómo me ves?

—Has prosperado —le respondió Bella con sequedad.

Edward había ido a su apartamento hacía unos meses, con la intención de convencerla para que hiciera de carabina con Victoria Sutherland, una viuda, antigua actriz, que poseía unas tierras que quería comprar. Al negarse, habían discutido, y habían acabado por no hablarse. Bella pensaba que no volvería a verlo, pero allí estaba de nuevo. Debía ser porque la viuda todavía lo perseguía, al menos eso le había dicho su mejor amiga, Alice Brandon Whitlock.

Edward dio un trago a su copa sin apartar la mirada de Bella.

—Sue sigue haciendo tu cama de vez en cuando. Te sigue esperando.

Sue era el ama de llaves de la casa de Edward en Sheridan. Ella y su marido, Harry, ya servían en casa de los Cullen mucho antes de que la madre de Bella se casara con el padre de Edward. Bella quería mucho a Sue y a Harry y los echaba de menos, aunque no lo suficiente para volver a Sheridan, ni siquiera para visitarlos.

—Ya no pertenezco a Sheridan —dijo con firmeza—. Ahora mi hogar está en Tucson.

—Tú ya no tienes hogar, y yo tampoco —le replicó Edward—. Nuestros padres han muerto y sólo nos tenemos el uno al otro. 

—Entonces yo no tengo nada —dijo Bella con aspereza en la voz y en la mirada.

—Eso es lo que te gustaría, ¿verdad? —le preguntó Edward con una fría sonrisa. La afirmación de Bella le había dolido, así que añadió deliberadamente—. Bueno, espero que no sigas sufriendo por mí, nena.

Aquella acusación hizo que Bella se sintiera aún más vulnerable. En los viejos tiempos, Edward sabía lo que ella sentía por él y lo utilizaba para herirla.

—No quiero perder el tiempo pensando en ti —dijo mirándole fijamente—. ¡Y no me llames nena!

Edward examinó la cara de Bella y se vio atraído por su boca.

—Normalmente no me gusta usar palabras cariñosas, Bella. No en la conversación normal. Pero los dos recordamos la última vez que te llamé así, ¿verdad?

Bella deseó que la tragara la tierra. Cerró los ojos y le asaltaron los recuerdos. Recordaba la voz de Edward, grave y profunda por el deseo y la necesidad, susurrando su nombre con cada empuje de su poderoso cuerpo, «Nena, ¡oh, Dios!, nena, nena...!».

Profirió un sonido ronco y quiso alejarse, pero él estaba demasiado próximo a ella. Se sentó en el escalón superior y se apoyó en el codo, de modo que Bella quedó atrapada entre su cuerpo y la barandilla de la escalera.

—No huyas —le dijo Edward con una sonrisa—. Ahora eres toda una mujer y puedes hacer el amor con un hombre, Bella. No irás al infierno por ello. Seguro que tienes experiencia para saberlo.

Bella le miró con temor. Se sentía humillada.

—¿Experiencia?

—¿Con cuántos hombres te has acostado? ¿No te acuerdas?

Bella lo miró directamente a los ojos, ocultando el temor que sentía.

—Sí, me acuerdo, Edward —dijo con una sonrisa forzada—. He tenido uno, sólo uno —añadió con un temblor en la voz.

Ante la reacción de Bella, la hostilidad de Edward desapareció. Se la quedó mirando, observándola con atención.

Bella se puso muy rígida al sentir la proximidad de Edward y se tapó los pechos con las manos.

Edward retrocedió y ella se tranquilizó un poco, aunque su postura seguía sin ser completamente natural. Edward quería pensar que la actitud de Bella era deliberada, como si quisiera revivir en él el sentido de culpa. Pero no era así. Su mirada era muy vulnerable. Le tenía miedo.

Al darse cuenta, Edward se sintió incómodo. Más incómodo de lo que estaba normalmente. Lo había hecho durante tanto tiempo, que mofarse de los sentimientos de su hermanastra se había convertido en un hábito. Incluso la noche en que él perdió la cabeza y ella la inocencia se había mofado de ella. Luego se comportó cruelmente, luchando contra su sentido de culpa y su vergüenza por haber perdido el control.

En realidad, ni siquiera en aquella fiesta era su intención atacarla. No después de la discusión que habían tenido unos meses atrás. Su intención era hacer las paces, pero su intento se había malogrado. Probablemente por la forma en que Bella iba vestida, y por los dos hombres que la cortejaban, que habían despertado sus celos.

No había querido ser tan hosco con ella, pero ella no podía saberlo porque estaba acostumbrada a aquel trato. No estaba muy satisfecho de su com-portamiento, sobre todo después de averiguar lo que le había ocurrido por su culpa...

Agachó la mirada y se fijó en sus brazos cruzados. Bella parecía una niña desamparada. Había adoptado aquella misma postura la noche que la sedujo. Era una imagen que se le había quedado grabada y todavía le dolía.

—Sólo quiero hablar —dijo—. Tranquilízate.

—¿Pero es que todavía queda algo que decirnos? —le preguntó Bella fríamente—. Ojalá no volviera a verte nunca, Edward.

Él la miró fijamente.

—Por el infierno que lo harás.

Bella sabía que no podría vencerlo en una discusión, así que no la inició.

—¿De qué quieres hablar?

—¿De qué podría ser? Quiero que vengas a casa una o dos semanas.

—¡No!

Edward esperaba aquella reacción y estaba preparado para combatirla.

—Tendrás muchas carabinas —le dijo—, Harry, Sue y la viuda Sutherland.

—¿Todavía? —dijo Bella con sarcasmo—. ¿Por qué no te casas con ella y acabas con el asunto de una vez?

—Sabes que tiene unas tierras en Bighorn que quiero comprar. Sólo querrá discutir el asunto si la invito a pasar unos días en Sheridan.

—He oído que se pasa la vida en el rancho.

—Nos hace muchas visitas, pero nunca se queda a dormir —dijo Edward—. La única manera de resolver el asunto de una vez es invitándola a pasar unos días en el rancho. Pero no puedo hacer eso si tú no estás.

—Debe gustarte si quieres que se quede a pasar la noche en el rancho —dijo—. ¿Por qué quieres que vaya a hacerte de carabina?

Edward la miró a los ojos.

—No quiero acostarme con ella. ¿Te ha quedado claro?

Bella se ruborizó. Normalmente él no le hacía aquel tipo de observaciones. Nunca habían discutido asuntos personales.

—Te sigues ruborizando como una virgen —dijo él con calma.

Un brillo cruzó la mirada de Bella.

—Y tú eres el único hombre del mundo que no puede dudar de que no lo soy —dijo con aspereza.

Edward guardó silencio, apuró su copa y se inclinó sobre la barandilla para dejarla sobre una mesa que había al otro lado.

Bella se apartó. Por un momento, la bronceada cara de Edward rozó la suya y pudo fijarse en el pequeño lunar que tenía en la comisura de los labios y en el hoyito de la barbilla. Su labio superior era más delgado que el inferior. Recordó con tristeza el sabor de aquellos labios. Había llorado mucho por él y nunca había dejado de amarlo a pesar del dolor que le causaba, a pesar de su abierta hostilidad. Algunas veces se preguntaba si Edward cambiaría alguna vez.

—¿Por qué no te casas? —le preguntó a Bella de repente.

—¿Y por qué iba a casarme? —replicó Bella.

—Porque tienes veintiséis años —le dijo él con calma— y cuantos más años pasen más difícil te será tener niños.

Niños... niños. Bella se quedó pálida. Tragó saliva al recordar la angustia y el dolor que había sentido, el trayecto en ambulancia, la llegada al hospital. Él no lo sabía, y nunca lo sabría, porque no pensaba decírselo.

—No quiero casarme con nadie. Disculpa, tengo que...

Trató de levantarse, pero Edward se lo impidió agarrándola del brazo. Estaba tan próximo que podía distinguir el aroma de su exótica colonia y el aliento sobre su cara, con un ligero olor a whisky.

—¡Deja de huir de mí! —gruñó Edward.

—¡Quiero irme!

Edward la tomó con más fuerza y la miró con dureza. Bella se sintió como una idiota al borde de la histeria, pero quería librarse de él.

Aquella lucha desigual acabó cuando Edward le dio un ligero tirón y ella acabó sentada de un golpe sobre los escalones.

—Ya basta —dijo él con firmeza.

Bella le miró con ira, pero se sonrojó.

—Por lo menos parece que estás viva —dijo él soltándola—. Y vuelves a fingir que me odias, como de costumbre.

—No finjo nada, te odio.

—Entonces no sé por qué te afecta tanto volver a casa conmigo.

—No pienso hacer de carabina con esa viuda. Si tanto deseas esas tierras...

—No puedo comprarlas si ella no me las vende. Y no me las venderá si no la entretengo.

—Me parece una bajeza, sólo por conseguir unas cuantas hectáreas de tierra.

—Es la única tierra que tiene agua en todo Bighorn —dijo Edward—. Cuando su marido vivía yo tenía libre acceso al agua, pero o yo compro esas tierras o lo hará Jasper Whitlock, las cercará y se acabó el agua para mi ganado. Me odia.

—Sé lo que siente —señaló Bella.

—¿Sabes lo que hará la viuda si no estás allí? Tratará de seducirme, piensa que no hay hombre que se le resista, y cuando la rechace, irá a hablar con Jasper Whitlock y le hará una oferta que no podrá rechazar. Tu amistad con Alice no le detendrá y cercará las tierras por las que cruza el río. Sin agua perderemos el ganado y la propiedad. Tendré que venderla por nada. Una parte de ese rancho es tu herencia, puede que pierdas más que yo.

—No creo que ella haga eso —dijo Bella.

—No te engañes. Le gusto —le interrumpió Edward, y luego añadió con deliberado sarcasmo—. ¿O es que ya no te acuerdas de lo que es eso?

Bella se sonrojó, pero le miró fijamente a los ojos.

—Estoy de vacaciones.

—¿Y qué?

—¡No me gusta Sheridan, no me gustas tú y no quiero pasar las vacaciones contigo!

—Pues no lo hagas.

Bella dio un golpe sobre la barandilla.

—¿Y a mí que me importa si pierdo mi herencia? Tengo un buen trabajo.

—Sí, por qué tendría que importarte.

Pero Bella empezaba a flaquear. Había perdido el trabajo a tiempo parcial y tenía problemas de dinero. Además, no sabía lo que una mujer como la señora Sutherland podría hacer para hincarle el diente a Edward. La viuda podría comprometerlo si ella no hacía algo.

—Sería tan sólo por unos cuantos días —dijo.

Edward la miró sorprendido.

—¿Has cambiado de opinión? —le preguntó a Bella.

—Lo pensaré repuso ella.

—Creo que podremos vivir bajo el mismo techo algunos días sin llegar a las manos.

—No lo sé —dijo ella apoyándose en la barandilla—. Y si me decido a ir, lo que todavía no he hecho, cuando ella se vaya, me iré yo, tengas o no tengas tu trozo de tierra.

Edward esbozó una sonrisa extraña y calculadora.

—¿Te da miedo quedarte sola conmigo?

Bella no tenía que responder. La expresión de sus ojos era elocuente.

—No sabes cómo me halaga ese temor —dijo Edward mirándola a los ojos. Luego sonrió burlonamente—. Pero es infundado. Yo no te deseo, Bella.

—Hace años sí me deseabas —le recordó ella con enfado.

Edward asintió, se metió las manos en los bolsillos y se encogió de hombros.

—Hace mucho tiempo de eso —dijo secamente—. Ahora tengo otros intereses, y tú también. Todo lo que quiero es que me ayudes a conseguir esas tierras. Que es algo que también a ti te conviene. Cuando Carlisle murió heredaste la mitad de Bighorn. Si perdemos el derecho sobre el agua, la tierra no valdrá nada. Será lo mismo que si no hubieras heredado nada, y tendrás que depender de tu trabajo por completo.

Bella lo sabía bien. Los dividendos que recibía por la explotación de Bighorn la ayudaban a pagar sus gastos.

—Oh, aquí estás, Edward, querido —dijo una melosa voz a sus espaldas—. ¡Te he estado buscando por todas partes!

Era una provocativa morena, varios años más joven que Bella. Sonrió de oreja a oreja y se agarró al brazo de Edward, apoyando su generoso pecho contra él.

—¡Me encantaría bailar contigo! —dijo efusivamente.

De no haberlo visto por sí misma, Bella no hubiera creído lo que sucedió. Edward se puso muy rígido y con las facciones tan duras como si estuvieran grabadas en piedra, apartó a la chica de sí y dio un paso atrás, diciendo con aspereza:

—Disculpa, pero estoy hablando con mi hermana.

La chica se quedó de piedra. Era muy guapa y, obviamente, estaba acostumbrada a engatusar a los hombres con su coquetería, pero el hombre más apuesto de la sala se comportaba como si no le gustara.

—Claro —dijo riendo nerviosamente—. Lo siento, no quería interrumpir. ¿Más tarde, quizás?

Se dio la vuelta y volvió al salón.

Bella bajó las escaleras y se puso frente a Edward, mirándolo a los ojos.

—Ya te he dicho que no estoy a disposición de ninguna mujer. Ni de ti ni de ninguna otra —dijo Edward apretando la mandíbula.

Bella se mordió el labio inferior, una antigua manía que él le había reprendido en muchas ocasiones, lo que no parecía haber olvidado.

—Para ya, te vas a hacer sangre —le dijo Edward dándole unos golpecitos en el labio con el dedo.

—Lo he hecho sin querer —dijo Bella, y suspiró—. Antes te encantaban las mujeres. Iban detrás de ti como las abejas a la miel.

Edward se mantenía impertérrito.

—Ya no me gustan tanto —dijo.

—Pero ¿por qué?

—No tienes derecho a invadir mi intimidad —replicó Edward fríamente.

—Nunca lo he hecho —dijo Bella con una triste sonrisa—. Siempre has sido muy misterioso, nunca quisiste compartir nada conmigo. Más bien querías mantenerme a distancia.

—Menos una vez. Y mira lo que pasó.

Bella avanzó un paso hacia la sala.

—Sí.

Guardaron silencio, pero se oían las risas y el sonido del hielo en los vasos.

—Si te pregunto algo, ¿me dirás la verdad? —preguntó Edward de repente.

—Depende de qué me preguntes. Si tú no respondes a preguntas personales no sé por qué iba a hacerlo yo.

—No, claro —dijo Edward.

Bella hizo una mueca.

—Está bien, ¿qué quieres saber?

—Quisiera saber —dijo Edward con tranquilidad—, con cuántos hombres has estado desde que estuviste conmigo.

Bella estuvo a punto de dar un respingo ante la audacia de la pregunta. Observó a Edward. Tenía la misma mirada calculadora que había tenido toda la noche.

—Vas vestida como una mujer fatal —añadió él—. No recuerdo haberte visto nunca así vestida. Flirteas y bromeas con los hombres, pero es todo superficial, simulado. Bella...

Ella se sonrojó.

—¡Deja de leerme el pensamiento! ¡Lo odiaba cuando tenía quince años y lo sigo odiando ahora!

Edward asintió lentamente.

—Siempre ha sido así. Sí, sabía incluso lo que estabas pensando. Había una especie de complicidad entre nosotros, algo que perdimos hace tiempo.

—Tú lo echaste a perder —dijo Bella.

—No me gustaba tenerte en el interior de mi cabeza—dijo.

—Eso nos ocurría a los dos.

Edward le acarició la mejilla. La piel de Bella era suave y sedosa. Que ella no se apartara le pareció un buen principio.

—Ven aquí, Bella —le dijo sin la menor sonrisa. Su mirada, sin embargo, la hipnotizó, la sedujo.

Cuando Bella se quiso dar cuenta, estaba a su lado. Le miró con una expresión que ni siquiera era reconocible.

—Ahora —le dijo Edward con suavidad—, dime la verdad.

Bella sabía que no podía escapar. Él estaba demasiado cerca.

—Yo... no pude, no pude hacerlo con otro —susurró—. Tenía miedo.

Edward se quedó perplejo. Los años de amargura, de culparla por lo que pensaba que había hecho de ella, se basaban en una mentira. Había pasado muchos años atormentado por la culpa y la vergüenza cada vez que oía rumores sobre ella y sus admiradores, cada vez que la veía con otros hombres. En aquel momento supo la verdad: la había destruido como mujer. Había mutilado su sexualidad. Y sólo porque, igual que su padre, una noche perdió el control de sus actos. Y hasta la semana anterior no había sabido lo mucho que ella había sufrido.

Edward no podía decirle que había acudido a aquella fiesta sólo porque necesitaba una excusa para verla. Ella había ocultado su dolor tan bien que habían pasado largos años sin que él llegara a imaginar lo que le había hecho.

—Dios mío —dijo Edward entre dientes.

Retiró la mano de su mejilla y se sintió más viejo.

—¿Te sorprende? —le preguntó Bella con la voz temblorosa—. Siempre has pensado de mí lo peor. Incluso aquella tarde en la playa, antes de... antes de que ocurriera, pensabas que sólo quería exhibir mi cuerpo.

Edward no apartó la mirada de los ojos de Bella.

—Querías exhibirte ante mí —dijo con voz grave—. Yo lo sabía, pero no quería admitirlo, eso es todo.

Bella sonrió con frialdad.

—Dijiste lo suficiente —le recordó—. Dijiste que era una fulana, que estaba tan excitada que no podía...

Edward la impidió seguir hablando poniéndole un dedo en la boca.

—Puede que no te des cuenta, pero no eres la única que ha pagado muy caro lo que sucedió aquella noche —dijo él al cabo de unos instantes de silencio.

—No me digas que tú lo lamentaste, o que te sentías culpable. No tienes corazón para sentirte culpable, Edward. ¡Ni siquiera creo que seas humano!

Edward se rió.

—A veces yo también lo dudo.

Bella se estremeció. Los dolorosos recuerdos del pasado estaban tan vivos que le causaban un gran dolor.

—¡Yo te quería! —dijo.

—¡Dios mío, y crees que no lo sé! —dijo con un brillo inquietante en los ojos.

Bella se puso blanca como la nieve y apretó los puños. Quería pegarle, golpearlo, darle patadas, hacerle tanto daño como el que él le había hecho.

Sin embargo, recordando el lugar en que se encontraban, se calmó.

«No es ésta la ocasión ni éste el lugar apropiados», pensó.

Edward se metió las manos en los bolsillos y la miró a los ojos.

—Ven conmigo a Wyoming. Es hora de que te libres de eso. Ya has sufrido bastante por algo que no fue culpa tuya.

Bella se vio sorprendida por aquellas palabras. De alguna manera, algo había cambiado en la actitud de Edward, aunque no podía entender por qué. Incluso su hostilidad inicial no había sido tan cruel como otras veces, como si sólo la reprendiera porque tenía la costumbre de hacerlo. Edward no parecía especialmente peligroso, aunque ella no podía ni quería confiar en él. No podía querer que lo acompañara a Wyoming sólo para hacer de carabina.

—Me lo pensaré —le dijo—, pero no lo decidiré esta noche. No sé si quiero volver a Sheridan, aunque sea para salvar mi herencia.

Edward quiso decir algo para convencerla, pero la crispación anterior había dejado huella en la expresión de Bella, y él no podía soportar que aquel rostro perdiera su esplendor.

—Está bien —dijo encogiéndose de hombros—, piénsatelo.

Bella suspiró y se dirigió al salón. Durante el resto de la velada fue el alma de la fiesta, aunque Edward no pudo verlo, porque se marchó a su hotel un par de minutos después de aquella conversación.

4 comentarios:

  1. Ohhhh así que eso fue lo que pasó.... solo espero que sepan como arreglarlo... sobre todo Edward, que parece ser el culpable :/
    Besos gigantes!!!
    XOXO

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  2. Quiero más esta interesante me encanto sube pronto gracias besos 😘 ❤❤

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  3. Que bueno k seguiste con la historia yenni y con mi pareja favorita vamos al que sigue!!

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  4. Que bueno k seguiste con la historia yenni y con mi pareja favorita vamos al que sigue!!

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