Capítulo 5/BCEP


EDWARD

—Me alegro de que fueses a buscarme —dijo Isabella, limpiándose los labios delicadamente con la servilleta de papel—. Esta pizza es la mejor del pueblo.
—Al estar Emmett de campamento con los chicos de la iglesia, me pareció que tendrías deseos de un poco de compañía —sonrió Edward—. Después de todo, ¿qué ibas a hacer con tanto tiempo libre?
—Ya encontraría algo que hacer —dijo Isabella con una sonrisa resignada.
Edward no pudo evitar pensar lo guapa que se encontraba aquella noche. Aunque su vestido veraniego no fuese demasiado corto, dejaba al descubierto un amplio escote y mucha piel dorada.
Se moría por tocarla desde que había ido a buscarla a casa. Al abrir la puerta del coche, ella había pasado a su lado, y había deseado tomarla en sus brazos en aquel mismo instante. Pero aquella noche era la noche de renovar su amistad, no de darse besos.
Y Isabella era una gran conversadora. Hacía rato que Edward no se reía tanto. Pero entre su sugerente perfume y la forma en que ella se pasaba la lengua por los labios para limpiarse la salsa de la pizza, le estaba costando trabajo concentrarse.
—Es agradable tener la oportunidad de reanudar nuestra amistad —dijo Isabella, jugueteando con la pajita de su bebida—. Aunque nos conocíamos en la secundaria, la gente cambia.
—No creo que hayamos cambiado tanto. Seguimos disfrutando juntos, igual que cuando teníamos dieciocho años —dijo Edward.
—Si disfrutabas tanto conmigo, ¿por qué nunca me invitaste a salir? —pregunto Isabella, inclinándose sobre la mesa con los ojos brillantes de curiosidad.
La pregunta lo tomó por sorpresa. Decirle que nunca se le había ocurrido invitarla a salir hubiese parecido ridículo, pero, desgraciadamente, así lo  era. Masticó, haciendo tiempo.
—¿Te avergonzaba mostrarte conmigo en público? —insistió ella—. ¿Por  eso?
—No —dijo él—. Por supuesto que no.
—Entonces, ¿por qué nunca me presentaste a ninguno de tus amigos? ¿Por qué nunca tuvimos una cita de verdad?
Después de todos aquellos años, Edward no estaba seguro de por qué le importaba tanto a ella, pero se notaba que así era. Se movió en la silla, incómodo.
—La verdad —dijo, haciendo un gesto con las manos y decidiendo que lo mejor sería ser honesto—. No se me pasó por la cabeza.
—¿Nunca se te ocurrió? —preguntó Isabella, incrédula.
—Nunca —dijo Edward, dudando de poder hacerla comprender algo que ni él mismo comprendía—. Yo tenía mis amigos y supuse que tú tendrías los tuyos.
—Sí, claro... —dijo Isabella, encogiéndose de hombros.
Edward se sintió avergonzado al pensar en cómo le había fallado.
—Daría cualquier cosa por dar marcha atrás en el tiempo.
Se quedaron en silencio durante un largo rato. Edward se preguntó si todo habría sido diferente con Isabella formando parte de su vida entonces. ¿Sería su esposa ahora?
¿Y Emmett, sería su hijo?
—No podemos volver atrás, pero sí que podemos empezar de nuevo —dijo Isabella finalmente.
Edward pensó un momento en la idea, llena de ilimitadas posibilidades.
—Me gusta la idea de volver a empezar —dijo finalmente—. Hoy podría ser un comienzo nuevo, como una primera cita.
—¿Y la semana pasada cuando fuimos al cine y a cenar a Kansas City?
—De acuerdo, esta es nuestra segunda cita —dijo Edward, entusiasmándose con  la idea.
Isabella estuvo de acuerdo con él y después de terminarse la pizza, se dirigieron  a Lynnwood Lanes para jugar a los bolos «a la luz de la luna».
Edward pronto se dio cuenta de que Isabella no era una profesional e insistió en abrazarla para «enseñarle», pero no logró grandes progresos, aunque eso a Isabella no pareció importante demasiado. Y a Edward, tampoco. Le gustaba tomarle el pelo y especialmente tenerla entre sus brazos. Parecía que apenas habían empezado cuando acabó el partido.
—Quizá ha sido mejor que no estuviésemos juntos entonces —dijo Isabella con una sonrisa mientras se desataba los zapatos de la bolera—. Eres un pulpo.
—Y esto es solo el principio —dijo Edward, guiñándole un ojo.
Ella rió. Dejaron los zapatos sobre el mostrador y se dirigieron al coche.
—Me lo he pasado genial, Edward —dijo Isabella con una sonrisa satisfecha—. Si tener una cita en el instituto era así, lamento habérmelo perdido.
—La noche es joven aun —dijo Edward sonriente, abriéndole la puerta del coche—.Todavía nos quedan cosas que hacer.
—¿De veras? —preguntó Isabella sorprendida—. Es casi la medianoche. ¿Qué más hay abierto en el pueblo?
—No es en el pueblo —dijo Edward, cerrando su puerta. Silbaba cuando rodeó el todoterreno y se sentó—. Vamos a Grogan’s Point.
Puso el coche en marcha y metió la marcha atrás, retrocediendo.
—¿Estás de broma? —dijo Isabella—. Todos saben que la única razón para ir a Grogan’s Point es para besarse y tontear.
—Exacto —dijo Edward—. Hace diez años era el sitio de moda para hacerlo.
—¿Allí llevabas a Missy?
Edward le dirigió una mirada de curiosidad.
—A veces. Pero generalmente tenía tanta prisa por verte, que Missy tenía que contentarse con un beso o dos ante su puerta.
—¿Contentarse? —preguntó Isabella, burlona.
Edward sonrió con modestia y se concentró en conducir. Después de una curva, salió del asfalto y se metió en un camino de grava.
—¿En serio que me llevas allí? —preguntó Isabella.
—A menos que no quieras... —dijo Edward, mirándola de soslayo.
—No. Vayamos —dijo Isabella. Se enderezó y miró hacia delante con las mejillas como dos tomates—. Nunca he subido de noche.
Edward metió el cambio, ¿qué era lo que su madre siempre decía? Ah, sí. Todavía falta lo mejor. Sonrió y apretó el acelerador.



ISABELLA

Con los dedos entrelazados detrás de la cabeza, Isabella miraba el cielo. Se había preguntado qué intenciones tendría Edward al sacar una manta del maletero, pero cuando él le explicó que conocía un sitio con hierba que les permitiría mirar mejor las estrellas, suspiró aliviada.
Conversaron un rato sentados, pero cuando Edward sugirió que se echaran hacia atrás y se relajasen, el pulso se le aceleró. Hasta aquel momento, lo único que habían hecho era relajarse. Y, por supuesto, mirar las estrellas.
—¿En qué piensas?—preguntó Edward suavemente, rompiendo el silencio. Isabella sintió cómo se ponía colorada y agradeció la oscuridad
—Me preguntaba qué tendría de especial venir aquí arriba.
—¿No te gusta?—preguntó Edward, incorporándose sobre un codo.
—Está bien —dijo Isabella, haciendo un encogimiento de hombros—. Pero es un poco aburrido.
—Oh, ya comprendo —dijo Edward. A pesar de la poca luz, Isabella vio cómo le relucían los ojos—. La señorita quiere un poco de acción.
Sin decir nada más, el brazo de Edward se deslizó sobre Isabella y la apretó contra sí.
Isabella lanzó una risilla, sintiéndose nuevamente como una estudiante. Se arrebujó contra él e inspiró su aroma.
—¿Ahora está mejor? —preguntó Edward con voz ahogada en su oído.
—Abrazarse es bonito —concedió ella.
—¿Bonito?  —dijo  Edward  con  fingida  indignación—.  Es  nuestra  primera    cita.
Intentaba ser caballeroso.
—Es nuestra segunda cita. Y no es necesario que seas caballeroso hasta ese extremo —dijo Isabella, envalentonada por el deseo de sentir sus labios contra los suyos—. Puedes besarme si quieres. No me importaría.
—No es necesario que lo pidas dos veces —dijo Edward.
—No te lo he pedido...
Los labios de Edward ahogaron sus palabras y Isabella decidió que no importaba quién lo había pedido, porque había conseguido lo que quería. Los labios de Edward eran suaves y dulces y ella se relajó en sus brazos, disfrutando con su contacto. La besaba como si hubiesen tenido todo el tiempo del mundo. Se le hizo un nudo en la garganta al darse cuenta de lo mucho que lo había extrañado todos aquellos años.
Echó la cabeza hacia atrás mientras Edward la besaba en el cuello.
—¿Sigues aburrida? —le susurró, haciéndola sonreír.
—Quizá un poquito —mintió con cara seria, observándolo tras las pestañas bajas—. Esto es bastante inocente.
Edward la contempló durante un largo rato antes de que su mano le tomase el rostro para mirarla a los ojos.
—Esta vez quiero hacerlo bien —le dijo suavemente—. No quiero ser apresurado.
Lo que Edward decía era lógico. Pero llevaba diez años alejada de aquel hombre. Y ahora había vuelto, despertando con un beso y una suave caricia emociones que creía olvidadas.
—¿Quién ha hablado de apresurarse? —susurró Isabella—. Tenemos toda la noche.
Edward le recorrió el rostro con la mirada y buscó en sus ojos hasta que esbozó una leve sonrisa.
—Tienes razón —dijo Edward—. Tenemos todo el tiempo del mundo. Reclamando sus labios, la estrechó contra su cuerpo.
Isabella abrió su boca a la presión persuasiva mientras le hundía los dedos en el espeso cabello. Se besaron hasta que el aliento de Edward ardió contra su mejilla, hasta que sus pechos se apretaron contra la fina tela de su vestido, hasta que lo único que ella deseó fue a él.
Como si le hubiese leído el pensamiento, Edward deslizó su mano dentro del vestido para abarcarle con ella un pecho. Ella se movió ante su contacto, abriéndose a las sensaciones que había olvidado hacía tiempo. Cuando pensaba que se moriría de anhelo, él le rozó con el pulgar la hinchada cúspide. Isabella se arqueó hacia atrás y el deseo se convirtió en una ardiente necesidad.
Edward sonrió, apartando la tela del vestido. Inclinó la cabeza para seguir  el camino que había trazado su mano. Isabella se estremeció mientras la mano masculina se movía más abajo...
—Tienen que estar por aquí —dijo una voz masculina. Edward se quedó petrificado y Isabella se envaró.
—Ay, estos chavales —dijo una voz que procedía de donde habían aparcado el coche.
—¿Tienes una linterna?
Presa del pánico, Isabella miró a Edward.
Dios santo, no era solo un hombre. Eran dos.
Edward se llevó un dedo a tos labios y se sentó lentamente. Ella se acomodó el vestido y se pasó los dedos por el pelo, con el pulso latiéndole desbocado. Edward alisó la manta y le dio un tranquilizador apretón de manos cuando los dos alguaciles aparecieron en el claro.
El haz de la linterna se posó brevemente en Isabella antes de dirigirse a Edward.
—¡Anda, si es Edward Cullen! Vi el todoterreno, pero no me di cuenta de que era suyo. No esperaba encontrarlo aquí.
—Yo tampoco, Fred —rió Edward—. Isabella y yo subimos aquí a mirar las   estrellas.
Espero que no haya una ley que lo impida.
—Por supuesto que no. Pero la mayoría de los que suben aquí son chavales. Y la mayoría vienen a hacer cosas que no son exactamente mirar las estrellas.
—Es difícil de creer —dijo Edward—, en un sitio tan público como este.
A Isabella se le subieron los colores al pensar lo expuesta que se había encontrado unos minutos antes.
—Se les suben las hormonas —dijo Fred con una risa abogada—, y lo hacen en cualquier lado.
—Increíble —dijo Isabella. Se preguntó hasta dónde habrían llegado ella y Edward si no hubiesen llegado los alguaciles.
—Bien, perdón por haberlos molestado —dijo Fred, tocándose el ala del sombrero—. Que disfruten del resto de la velada.
Isabella esperó hasta que hubiesen desaparecido antes de hablar.
—En cuanto se vayan, será mejor que nosotros nos vayamos también.
—¿Estás segura de que no deseas mirar las estrellas un poco más? —preguntó Edward, mirándola a los ojos.
—No es exactamente por falta de deseo —dijo Isabella, recordando el juramento que había hecho sentada sola en el minúsculo apartamento con su recién nacido: nunca haría el sexo antes del matrimonio. Todos aquellos años no había sido difícil guardarlo... hasta ese momento.
—No, desde luego que no —dijo él, rozando con sus labios los de ella antes de ponerse de pie y darle la mano para ayudarla a levantarse.
—¿Y adónde nos dirigimos ahora, Edward? —preguntó Isabella, alisándose el vestido con la mano.
—Ahora te llevaré a casa. Como te dije, no tenemos que apresurarnos —dijo Edward, pasándole un brazo por los hombros—. Me gustas, Isabella, y esta vez lo vamos a hacer bien.


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«Esta vez lo vamos a hacer bien».
Isabella recogía la mesa del desayuno, incapaz de creer cuánto había cambiado desde la noche en que él había dicho aquellas palabras.
Habían ido despacio, conociéndose nuevamente. Cuando Emmett tenía que entrenar, Edward se encontraba con ella en el campo y miraban el partido juntos. Los fines de semana, ella y Edward iban a un concierto o al cine.
Aunque su relación no era un secreto, Isabella dudaba que la gente de Lynnwood supiese que estaban saliendo juntos. Aunque él era afectuoso en privado, después de la noche de los bolos no la había ni tomado de la mano en público. Sus dudas se vieron confirmadas cuando se encontró con Missy en la tienda, que le había dicho que tenía que llamar a Edward para «verse».
Isabella se había mordido la lengua. ¿Cómo iba a decir que Edward ya estaba ocupado cuando no había ningún compromiso serio? Después de todo, no habían hablado de matrimonio y su dedo anular estaba desnudo.
Pero el comportamiento de Edward durante las últimas semanas la había tranquilizado casi completamente. Aunque nunca comprendería cómo había podido ser tan canalla, estaba convencida de que él había cambiado.
Se oyó un portazo y segundos más tarde Emmett irrumpió en la cocina. Isabella sonrió al ver su expresión excitada.
—¿Qué pasa?
—He recibido una carta —dijo Emmett, mostrando el sobre—. De Washington.
—¿De quién? —preguntó Isabella.
—De Peter —dijo Emmett.
Peter era el mejor amigo de Emmett desde preescolar. Cuando se acababan de mudar a Lynnwood, Emmett lo mencionaba constantemente, pero desde que se hizo amigo de Matt, hablaba poco de él.
—Tú también has recibido algo de Washington —dijo Emmett, arrojándole un sobre.
Isabella lo agarró y le dio la vuelta, esperando encontrarse con una cuenta. Carlyle Consulting.
El corazón le dio un vuelco. La respetada consultaría había sido la empresa en la que más le hubiese gustado trabajar cuando buscaba empleo. Aunque habían expresado interés e incluso le habían hecho una entrevista, no tenían  ninguna vacante en aquel momento.
Abrió el sobre y sacó la carta, leyéndola rápidamente.
Los ojos se le abrieron como platos. La releyó y lanzó una risa ahogada.
—¿Qué pasa, mamá?—preguntó Emmett preocupado—. ¿Algún problema?
—No, en absoluto —dijo Isabella, moviendo la cabeza, incapaz de creérselo. Era irónico. Hacía tres meses, habría dado brincos de alegría ante su oferta: el doble de su antiguo salario y además, coche de la empresa—. Es una oferta de trabajo de una de las consultorías más importantes de Washington.
—No nos volveremos, ¿no? —preguntó Emmett, inquieto—. A mí me gusta
aquí.
—A mí también —dijo Isabella, sonriendo para tranquilizarlo. Dobló  nuevamente la carta y la metió en el sobre. Más tarde, cuando hiciese las cuentas de la casa, les escribiría una nota de agradecimiento declinando la oferta. El puesto no estaría libre hasta después del Día del Trabajo. Eso les daría tiempo suficiente para buscar a alguien más.
—No nos iremos a ningún sitio.
¿Por qué hacerlo? Lynnwood era su hogar y todo lo que siempre había deseado se encontraba allí.
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—Pero yo entendí que este sábado podías —dijo Isabella, manteniendo la calma con un esfuerzo.
—Ya sé que te lo dije —dijo Edward. Mordió el sándwich que Isabella le había preparado de comer y masticó un momento—. Pero eso fue antes de que Larry Ketterer dijera que no podía ser el maestro de ceremonias de la cena anual de la Cámara de Comercio.
—Pero, ¿por qué tienes que hacerlo tú? —dijo Isabella. Aunque no le gustaba presionarlo, semanas atrás hablan decidido salir con la gente del trabajo y le causaba ilusión hacerlo.
—Son funciones que van con el puesto —dijo Edward. Se encogió de hombros y tomó un sorbo de té helado—. Soy el anterior presidente de la Cámara.
La miró con ternura y ella se dio cuento de que él percibía su desazón.
—No sabes cuánto lo siento —prosiguió él—. Tenía muchos deseos de  conocer a tus compañeros de trabajo.
Isabella sintió una opresión en el pecho.
—Estoy seguro de que comprenderán —añadió Edward al ver que ella no decía nada.
—Seguro que sí —dijo Isabella—. Pero quería que los conocieses un poco antes del día del golf.
—¿Cuándo era eso?
—El sábado que viene no, el siguiente —dijo ella, mientras la invadía una sensación de inquietud. Se enderezó en la silla y lo miró a los ojos—. Sigues con idea de venir, ¿no?
—No me lo perdería por nada del mundo —dijo Edward sonriendo para tranquilizarla—. Tengo muchos deseos de conocer a tus amigos.
Isabella se sintió mejor. Durante un segundo había resurgido su antigua inseguridad, haciéndole preguntarse si él no querría que lo vieran con ella.
—No te imaginas a quién he visto en el banco —dijo. Las campanadas del reloj del salón le recordaron que ya era hora de que Emmett comenzara a prepararse para ir al entrenamiento—. A Ron Royer.
—¿De veras? —dijo Edward—. ¿Cómo está?
Isabella notó con cierto recelo la aparente indiferencia de Edward.
—Supongo que bien —dijo—. Al menos, a mí me lo pareció. Hablamos poco.
Vive con su mujer en Overland Park y tienen dos varones.
—Entonces él y Jane siguen juntos —murmuró Edward.
—Si quieres, quizá podamos reunimos con ellos...
—No me parece una buena idea —dijo Edward, interrumpiéndola—. Ron y yo éramos amigos en el instituto, pero de eso hace ya mucho tiempo.
Aunque Isabella no comprendió qué pasaba, no insistió. Después de todo, Ron nunca le había gustado demasiado, así que ¿por qué iba a molestarla que Edward no quisiese relacionarse con él? Lo importante era que Edward iba a ir con ella al partido de golf de la empresa.
Titubeó, incómoda por su inseguridad después de todo ese tiempo.
—Entonces, a la fiesta de la Cámara, ¿tienes que ir acompañado? —preguntó, simulando que no le interesaba demasiado—. Porque si lo es, a mí no me importaría cambiar de planes, suponiendo que quisieras que te acompañase.
Edward se removió en la silla.
—Me encantaría que vinieses, pero como seré el maestro de ceremonias, no podré estar mucho tiempo contigo, así que mejor sigue adelante con tus planes.
—A mí no me importaría —dijo Isabella, en tono frívolo—. Podría ser divertido. Ya sabes, comer pollo de plástico y reírme del maestro de ceremonias —acabó con una maliciosa sonrisa.
—Está claro que eres una experta en el tema —dijo Edward.
—En serio, si quieres que te acompañe, iré.
—Te lo agradezco mucho —dijo Edward, alargando una mano por encima de la mesa para estrecharle la suya—. Pero no te pediré que canceles una salida con tus amigos por algo como esto. Bastante es haberte dejado plantada.
La desilusión pesaba como una losa en la boca del estómago de Isabella. ¿No quería que fuese con él? Le escrutó el rostro, pero no estuvo segura de ello.
—La única pega de salir con mis amigos es que el plan era para parejas —dijo, sin perder la esperanza de que él la invitase a la cena de la Cámara. Pero él no dijo nada—. Supongo que podré pedirle a uno de los chicos de la empresa que me acompañe —añadió, intentando llenar el extraño silencio—. Alguien dijo que Joe, el de Contabilidad, vendría.
Edward tensó la mandíbula, y Isabella sintió una absurda satisfacción. Esperó que él protestara diciéndole que no le gustaba que ella saliese con otros hombres, pero Edward tomó otro sorbo de té.
—Es bueno conocer gente de otras áreas de la empresa —dijo, mirándola a los ojos—. ¿Por qué no se lo dices?
Isabella se lo quedó mirando un rato.
—Es verdad, ¿por qué no se lo digo?
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EDWARD

En vez de volver al banco después de salir de la casa de Isabella, Edward se fue a su casa y sacó la máquina de cortar el césped del garaje. Le llevó solo dos vueltas alrededor del jardín convencerse de que decididamente se había vuelto loco. ¿Qué otra explicación podía haber para su comportamiento?
Cortar el césped con el calor y la humedad que hacía tente tanto sentido como alentara la mujer que amaba a que saliese con otro hombre.
Edward se detuvo en seco al darse cuenta de que se había enamorado de Isabella y se preguntó luego por qué le resultaba tan sorprendente. Ella tenía todo lo que siempre había deseado en una mujer.
¿Por qué, entonces, le había dado su bendición?
Porque no era una cita, sino salir con un grupo de amigos del trabajo, se dijo. Y él se había dado cuenta de lo importante que era para ella salir con sus amigos, aunque ella intentase simular que no le importaba. La vez anterior había sido un egocéntrico. No permitiría que ello volviese a suceder.
Cuando se asegurase de que ella estaba lista para oír lo que tenía que decirle, le diría lo que sentía por ella. Y por Emmett. Porque sabía que los dos venían en el mismo paquete. Y le parecía perfecto. Emmett era un buen niño. Un niño del que cualquier padre se sentiría orgulloso.
—Edward.
El inesperado sonido de su nombre lo sacó de sus ensoñaciones. Missy, que llevaba un fresco vestido blanco con florecillas, lo llamaba desde la acera.
Edward paró la máquina y se dirigió hacia ella.
—¿Qué pasa? —te preguntó.
—Una noticia estupenda —dijo Missy, recorriéndole el cuerpo con una mirada apreciativa antes de mirarlo a los ojos—. Esta noche iré a la cena en vez de mi padre.
—¿De veras? —preguntó Edward, secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano—. ¿Y tu padre?
—Mi madre y él se han ido a Denver esta tarde —dijo Missy—. Mi hermana acaba de tener el niño.
—Dale mí en hora buena —dijo Edward, que ni sabía que la hermana de Missy estuviese embarazada—. ¿Su marido no es militar?
—Está en Croacia —dijo Missy, asintiendo con la cabeza—, así que mis padres han ido a ayudarla un poco. Se quedarán unas semanas. Derek no sirvió de mucho cuando nuestra hija nació, pero peor es nada. No puedo imaginarme lo que será tenerlo sola.
Sus palabras hicieron que Edward recordara a Isabella. Tuvo que haber sido difícil para una adolescente sola en una ciudad con un bebé prematuro.
—Entonces, ¿puedes recogerme? —dijo Missy, mirando a Edward con expectación.
—Quizá —dijo Edward, intentando mantener la cara inexpresiva.
—¿Quizá? —se extrañó Missy—. ¿Qué tipo de respuesta es esa? O me llevas a la cena o no me llevas.
—Por supuesto que pasaré a buscarte —le dijo Edward sin alterarse—. ¿Por qué necesitabas que te llevase?
—Porque mi coche está en el taller. Le están haciendo los frenos —dijo ella, un tanto exasperada—, y no quiero caminar una milla y media con tacones.
—No te enfades —dijo Edward con una carcajada—. Te dije que te llevaría.
—¿Y Isabella?
—¿Qué pasa con ella? —pregunté Edward sorprendido.
—Se dice que estáis saliendo juntos —dijo Missy con los ojos brillantes de curiosidad—. ¿Estás segura de que no la molestará que vaya con vosotros?
—Isabella no viene.
—¿En serio? —preguntó Missy, lanzándole una mirada especulativa—. No me digas que ya habéis roto.
—¿He dicho yo eso? —preguntó Edward, irritado.
—No exactamente —dijo Missy, levantando una perfilada ceja—. Pero si estáis juntos, ¿por qué no va a la cena contigo?
—Porque —dijo Edward, imitándola—, tenía planes con amigos en Kansas City.
—Kansas City —repitió Missy, simulando un escalofrío—. Cada vez que voy allí, tengo la horrible sensación de que me voy a topar con Derek en cualquier esquina.
—No estabas nerviosa cuando fuimos a Worlds of Fun.
—Porque estaba contigo —dijo ella—. Y porque me acordé de lo mucho que Derek odiaba ese sitio.
Aunque Missy intentaba no darle mayor trascendencia, la tensión se le notó en el rostro.
—¿Te sigue amenazando?
—¿Te refieres a las llamadas que me hacen desde cabinas telefónicas? ¿Las que la policía dice que no puede resolver? —preguntó Missy, echándose atrás un mechón de pelo con una risa amarga—: Todas las semanas.
—¿Lo has visto?
—Hace meses que no —dijo ella, negando con la cabeza—. Desde aquella vez que me siguió por toda Kansas City. Me da miedo que se aparezca por aquí. Odio que no estén mis padres. No le tengo confianza. Ni un ápice.
—Al menos tienes la orden del juez —dijo Edward. La última vez que Missy había visto a su marido cara a cara, acabó en el hospital.
—Como si sirviese de mucho—dijo ella—. Créeme, si Derek quiere acercarse a mí, lo hará, aunque el juez se lo haya prohibido.
—Si aparece, llama al sheriff.
—¿Fred? —dijo Missy con ironía—. Es genial para rescatar gatitos de los árboles, pero no se puede contar con él en una verdadera crisis. Y Howie tampoco es mucha cosa —carraspeó y apartó la vista.
Parecía despreocupada, pero Edward percibió el miedo que ella reprimía. Se notaba en el temblor de sus manos, en la expresión de sus ojos y en su voz ahogada. Aunque ella hacía lo posible por ser valiente, Edward sabía el daño que le había hecho el último encuentro con su esposo.
¿Qué tipo de hombre era el que pegaba a una mujer? Edward nunca había podido tolerar semejante comportamiento y por ello había roto su amistad con Ron Royer. Lo que no comprendía era cómo su mujer no lo abandonaba. Pero hasta que Roa reconociese que tenía un problema y pidiese ayuda, Edward no quería tener ninguna relación con él.
—Si alguna vez necesitas ayuda —le dijo a Missy—, quiero que me llames.
—Tú tienes tu propia vida —dijo Missy—. No puedo pretender que vengas corriendo porque…
—A cualquier hora —dijo Edward con firmeza, interrumpiendo sus protestas—. Tienes el número de mi móvil. Si necesitas ayuda, me llamas. ¿De acuerdo?
—¿Estás seguro de que no te importaría? —dijo Missy, escrutándole la mirada como buscando algún signo de duda—. Sería solo mientras mi padre no esté en el pueblo...
—Missy —dijo Edward, levantándole el rostro con dos dedos en la barbilla—, somos amigos. Si me necesitas, llámame. Así de simple.
—De acuerdo —dijo Missy finalmente—. Pero, ¿podrías hacerme un favor? No se lo digas a nadie, ni a tu hermana.
—¿Por qué? No tienes por qué avergonzarte de ello.
—Ya lo sé —dijo Missy, con la vista baja—, pero me da vergüenza.
—Si eso es lo que quieres... —dijo Edward, dándole unas torpes palmaditas en el hombro. No comprendía, pero respetaba sus deseos.
—Muchas gracias por todo —dijo Missy, inclinándose hacia delante con los labios ligeramente fruncidos.
Edward esperaba un beso en la mejilla, pero en lugar de ello, Missy  plantó sus labios firmemente en los de él y le rodeó el cuello con los brazos. Sobresaltado, esperó a que ella acabase el beso para separarse y liberarse de su abrazo.
—¿Y eso, por qué?
—Por ser tan buen amigo —dijo Missy con una sonrisilla—. Antes no te importaba que te besase.
—De eso hace mucho tiempo.
— «a.I.» —dijo ella después de contemplarlo un largo rato.
—¿«a.I,»? —ahora sí que no comprendía nada.
—Antes de Isabella. Es gracioso cuando piensas en ello —dijo Missy con una sonrisa resignada—. En el instituto, yo lo tenía todo y Isabella no tenía nada. Ahora ella es la que lo tiene todo.
Edward se la quedó mirando, incrédulo. Estaba claro que él no era el único que se comportaba de forma extraña.
—Tienes a Kaela. Tienes a tus amigos y a tu familia. ¿Te parece eso poco?
—Ya lo sé, tienes razón —dijo Missy, tras una larga pausa.
—Uno de estos días encontrarás a alguien que te merezca. Alguien  que te quiera tanto como yo quiero a Isabella.
—Hace rato que dejé de esperar al príncipe azul —dijo Missy con un suspiro—. Pero tú eres lo más cerca que he llegado y tengo que confesar que esperaba que estuvieses disponible cuando yo pudiese volver a pensar en tener una pareja estable.
Edward solo sonrió y se encogió de hombros. Missy y él se conocían tanto que, de suceder algo entre ellos, ya habría sucedido. Ella tenía que saberlo tanto como él.
No, Isabella y él eran quienes tenían que estar juntos. Lo único que tenía que hacer era tener paciencia hasta que ella lo descubriese por sí misma.



5 comentarios:

  1. Espero que.Bella no haya visto ese beso, porque con lo que le esta volviendo la inseguridad, fijo se arma toda una pelicula en la.cabeza ella solita. Y por que Ed no la quiere llevar a su cena??? Raro, raro...

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  2. Ay no, ojalá Isabella no se haya aparecido cerca, y haya visto.. porque o sino se va a armar la grande, además de que va a llevar a Missy y no a Isabella a la cena....
    Besos gigantes!!!
    XOXO

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  3. ummm este hombre es pelotudo por que lo es, la volvio a cagar y bien feoooo e___e

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  4. Ouuuu :D
    Quiero el siguiente capiiii!!
    Te sigo leyendo :D

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