Prólogo - Tras Telones



Esa noche, ella apareció en la puerta de su casa. Era joven; estaba en el período en el que el tierno capullo de la juventud florece delicadamente para convertirla en una mujer. Su piel era suave y tersa. Su cuerpo, ágil, esbelto, perfecto, atractivo, delgado, inocentemente provocativo.

No había ido para seducir. Por cierto, aquella idea jamás se le había cruzado por la mente. Sin embargo, tenía una apariencia tentadora. Con su sensual atuendo de seda y su cabellera castaña cayéndole en forma sofisticada, parecía mucho mayor de lo que en realidad era. Se movía con gracia natural. Ella había ido porque lo amaba con una candorosa simplicidad. Él estaba deprimido, solo. Ella quería ofrecerle todo el alivio que su presencia pudiera brindarle.

Durante un largo período, se quedó de pie en la puerta de su casa. Aparentemente estaba serena, pero su tranquilidad exterior sólo ocultaba el nerviosismo de su interior. Con creciente agitación pensó que tenía que estar allí. Y él no la rechazaría porque era amable hasta con los extraños.

Lentamente la puerta se abrió, revelando una luz muy tenue, proveniente del diminuto apartamento. Cuando lo miró, el temor se le anudó en el estómago. Esa noche, él estaba diferente. Parecía un majestuoso animal, derribado por la única e inesperada bala de un ilusionado aunque despiadado cazador. Si él decidía ahogar sus penas, solo en su propio hogar, ella lo comprendería.

Estaba vestido con una bata de algodón y ella lo contempló durante algunos momentos. Nunca lo había visto en ese estado de casi desnudez. Era consciente de aquel pecho robusto, cubierto de vellos cobrizos que la fascinaba. El escote de la bata revelaba sus esplendorosos músculos. Sus piernas, que se veían por debajo del gastado dobladillo de la bata, eran tan sólidas y bien formadas como las de una escultura, cubiertas por la misma capa de vellos cobrizos.

Los ojos del hombre eran más verdes que la esmeralda. La intensidad de los mismos se incrementaba por el tono casi cobrizo de sus pestañas. Su rostro se veía más demacrado que de costumbre, con las mejillas hundidas. Su nariz angosta, con aquel excitante dejo de arrogancia, denotaba cierta angustia. La firme línea de su mandíbula aparecía ligeramente borrosa por la línea de vellos dorados, de la misma tonalidad que las ondas de su cabeza. Él era el epítome de la invencibilidad.

Sus ojos pestañearon cuando contemplaron a la joven con idéntica evaluación. Una mezcla de emociones se registraba en las entorpecidas tinieblas de su mente. Estaba sorprendido de verla allí tan exóticamente encantadora, hecho que nunca antes había notado… Sentía curiosidad y también, estaba emocionado.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó él, molesto por el temblor de su voz.

—Yo… —Ella vaciló, pero sólo por un segundo—. Yo he venido para verte. Supe que no asistirías a la fiesta del elenco. Yo, he… bueno, escuché algunos rumores de lo que ocurrió y pensé que a lo mejor necesitarías compañía.

Una sonrisa lenta, de burla a sí mismo, afloró en el rostro de él.

—Justamente no iré a la fiesta del elenco para evitar las compañías —dijo él directamente.


No obstante, se enterneció de inmediato al notar la expresión alicaída que mostró ella y que toda la sofisticación de su vestido no podía esconder. Él sabía que la muchacha lo idolatraba como si hubiera sido un héroe y eso alimentaba su muy herido ego. Y a su modo, indolentemente, tenía interés en ella. Ella era como el aire fresco. Tan inocentemente dulce, tan honesta… tan distinta.

—Pasa —la invitó él, encogiéndose de hombros. Luego, haciendo una galante reverencia, agregó—: Si debo tener compañía, nada mejor que la tuya. Bebe una copa conmigo.

La joven titubeó y luego ingresó al pequeño apartamento.

—Lamento todo el desorden —murmuró él a sus espaldas.
En realidad, el apartamento no estaba tan desordenado. Sólo la sala, que hacía las veces de recámara a la vez, estaba desordenada, como si el hombre acabara de levantarse. Una botella de whisky estaba abierta sobre uno de los extremos de la mesa junto a un cenicero recargado de colillas de cigarrillos. Había ropa desparramada por doquier.

—¿Qué te gustaría beber?

La joven se sobresaltó al oír la voz de él tan cerca de su oído, pues, descalzo, la había seguido sin que ella se hubiera dado cuenta.

—Vino blanco.

—Vino blanco para la dama y bourbon para mí.

Para entregarle la copa del cristalino vino blanco, hizo un elegante ademán. Luego, cogió la botella y bebió directamente de ella un prolongado sorbo que lo hizo esgrimir una mueca. No estaba ebrio… ni tampoco apestaba a alcohol. Sin embargo, el cálido y entorpecedor efecto sobre su mente salvajemente atormentada era una anestesia a la cual no pudo resistir. Y de repente, así también estuvo ella.

—¿Por qué no estás tú en la fiesta? —preguntó él, sentándose a los pies de la cama y palmeando el sitio que quedaba junto a él.

Ella lo examinó cuidadosamente y se mordió el labio inferior.

—¡Ven aquí! —El hombre rió y gruñó a la vez—. No soy el lobo feroz. Tampoco muerdo. Mordisqueo suavemente de vez en cuando. —Le bromeó alzando y bajando las cejas repetidamente—. Pero morder… ¡nunca! Ven aquí y cuéntale a este hombre mayor por qué no estás en la fiesta.

Levantándose con un movimiento compulsivo, la joven se acercó a él, sonriendo vacilante.

—Supongo que no estaba con humor de fiesta —dijo ella, humedeciéndose los labios secos con la punta de la lengua. Él la observó y la joven no tenía ni idea de lo fascinante que aquel pequeño movimiento le había resultado.

—¿No, eh?

—¡No! —Enfrentándole la mirada con una explosión de emoción en su voz, declaró—: Escuché y bueno… ¡maldición! Ella no debió haber ido a la fiesta. Tú no tendrías que haberte mantenido lejos.

El hombre entrechocó la botella contra la copa de ella.

—¡Bravo! ¡Soy un hombre afortunado al tener tan ferviente admiradora! —Sus ojos parecían enternecidos—. Eres dulce, tan dulce que me pregunto si eres real. —Riendo entrecortadamente, tocó la sedosa piel de la mejilla de la muchacha—. No fui, mi dulce hermosura, porque yo mismo lo decidí así. No quise ser el responsable de un asesinato.

—Jane —murmuró ella, temerosa de pronunciar el nombre, temerosa hasta de respirar, pues no deseaba que él alejara sus dedos callosos aunque suaves, de su rostro.

Él rió amargamente, pero continuó con las caricias. Tenía los ojos fijos sobre el dedo pulgar que cruzaba sobre los labios de la muchacha. Aparentemente, estaba profundamente inmerso en sus pensamientos, pero irresistiblemente intrigado por el movimiento.

—Sí, Jane. Has oído la historia. Me ofrecieron el gran papel. Una llamada de Hollywood, una llamada auténtica. ¡Y qué afortunado, qué afortunado yo! Jane toma esa llamada y por arte del destino, la querida, la queridísima Jane "olvidó" pasarme el mensaje. Y ahora es demasiado tarde.

—¡Llámalos otra vez! —gritó ella, fuera de sí,

—Los llamé. Pero fui un pececito demasiado insignificante para que se me diera otra oportunidad. No me moví con la rapidez necesaria y contrataron a otro individuo. —Se echó sobre la cama y cerró los ojos—. ¿Y qué tiene que decir la encantadora Jane al haber sido atrapada en el acto? —Meneó vigorosamente la cabeza, confuso, con los ojos aún cerrados—. ¡Qué no podría haber soportado el verme partir! Bonito, ¿no? Especialmente si conoces a Jane. ¡Sería capaz de vender a su propia madre con tal de conseguir una audición en Broadway! ¡La querida y encantadora Jane! Lo que no pudo tolerar fue que me hicieran la propuesta a mí y no a ella. —Bebió el resto del líquido ambarino y arrojó la botella con un estruendo ensordecedor contra la nevera.

La muchacha soltó un grito. Él la miró como si hubiera recordado de repente que ella estaba allí. Una mueca de remordimiento ablandó su rostro congelado.

—Lo lamento —murmuró, sinceramente arrepentido. Se sentía como si hubiera arrojado un cañonazo a una pacífica hembra de antílope que pastaba tranquilamente. Sonriendo para aliviar el horror de los ojos de la joven, bromeó—: De todas maneras, bien te das cuenta por qué no estoy en la fiesta. De verdad odio actuar como un canalla. Y supongo que de vez en cuando ninguno de nosotros puede evitarlo. Prefiero estar a solas y darme un poco de tiempo para controlarme.

—¿Debo irme? —preguntó ella suavemente.

—No —No quería que ella se fuera. La joven comenzaba a ejercer un efecto suavizante sobre él, embriagando su dolor con una potencia mucho mayor que la del alcohol—. No, no te marches.

—Lamento lo de Hollywood dijo ella, compasiva.

—No te apenes, niña, olvídalo. —Sonrió nuevamente, pero con más naturalidad—. Yo lo haré. Para mañana habré olvidado todo lo referente a este tema. Podré decir que todo ha sido culpa del destino para seguir de ese modo adelante. —La miró profundamente. Su mirada cobalto se tornaba más intensa—. A propósito, ¿qué edad tienes tú?

—Veinticuatro —mintió mecánicamente. Se echó unos añitos más porque temía que él la considerase demasiado joven—. El próximo otoño regresaré a Florida para obtener el máster en la universidad.

—Supongo que no eres tan niña —susurró él, mientras su mirada recorría desde el rostro de la joven, maquillado por manos de experta, hasta las agradables curvas que se delineaban por debajo de la vestimenta de seda. Abruptamente, se puso de pie—. Te debo algo por haber tenido el coraje de enfrentarte al león. ¿Qué te parece una cena con comida china en casa? Te llevaría a algún sitio agradable pero… Hizo una sonrisita pícara….realmente no tengo ganas de volver a vestirme.

—No me debes nada —dijo ella orgullosa, alzando su delicado mentón—. Vine aquí porque quise.

El hombre tenía la mano apoyada sobre la cabeza de la joven, disfrutando de la tersura de aquella sedosa cabellera. Con un dedo, le tocó el mentón.

—De acuerdo: no te debo nada. ¿Pero qué te parecería una buena cena? Porque a mí me encantaría que tú la compartieras conmigo.

Los labios de la muchacha dibujaron una amplia sonrisa.

—Me encanta la comida china —dijo, aventurándose tímidamente.

—Bien —titubeó él—. Parece que tenemos mucho en común.

En realidad, el hombre no tenía planes perniciosos, pero estaba dejando que su confusa mente condujera la situación. Ella había venido a él, no había dudas de que tenía edad suficiente, era deslumbrante, embriagadoramente dulce…

Mientras comieron, él se mostró muy galante.

Ella se sentía gratificada, temerosa pero feliz, porque él estaba feliz. Reía otra vez. Había olvidado la sucia treta que le habían jugado para que se perdiera la oportunidad de lanzarse al estrellato. Ella había creado aquella maravillosa metamorfosis para que él volviera a convertirse en el agraciado hombre a quien ella amaba. La tierna y satisfactoria sensación era desbordante. Se sentía mujer hasta en la fibra más íntima de su ser, totalmente femenina y divinamente poderosa. El poder era maravilloso. Las rodillas de ambos se tocaban por debajo de la mesa y mientras hablaban, él le acarició la pantorrilla con el pie. Ella reconocía cada respiración de él, cada matiz, cada movimiento. Era un amor juvenil, su primer amor, un amor especial que se ofrecía completamente, sin engaños. Sabía que él la contemplaba, que se sentía cada vez más atraído, a medida que iba descubriendo lo mucho que se interesaba por ella. Todo lo que había necesitado era esa noche, esa noche mágica y maravillosa para verla como a la mujer que era.

Era mejor actriz de lo que se creía. Su estilo, sus palabras, sus devastadores y sensuales ojos… Sí, él la miraba como a una mujer, una mujer que sabía exactamente lo que estaba haciendo.

Para ambos, todo fue la cosa más natural del mundo: llevaron sus copas a la cama, se tendieron sobre ella y empezaron a conversar, a tocarse, a acariciarse. A ella jamás se le ocurrió pensar que la mente de él no estaba del todo clara, ni que la suya estaba lejos de presentarse lúcida. El vino había estado magnífico. Le había arrebatado la timidez y las inhibiciones. Cuando él le tocó el cabello, ella le tocó el de él, echándole hacia atrás el mechón sobre la frente y se maravilló ante tal sensación. Era grueso, rebelde y saludable. Tenía la propia fragancia viril, una fragancia que permaneció en la carne de la muchacha cuando él finalmente la besó. Una fragancia tan de él que ella la recordaría para siempre.

Se sentía liviana, sobre una nube, flotando en un mar infinito de neblina, pero era muy consciente de cada sensación: de aquella lengua ingresando en su boca, de aquellos blanquísimos y perfectos dientes que mordisqueaban, exigentes, a los de ella, llenándola con un inocente temor reverente. Aquel inductivo contacto de su boca, vivo, vibrante, se movía con una sensual exigencia que la electrificaba, transportándola a un mundo que era enteramente de él, enteramente sensual. Un mundo de dicha que aumentaba con el paso de cada segundo. Ella sólo se limitó a responder con escasa habilidad, pero dolorosamente receptiva. Los besos de él descendieron sobre la garganta de la muchacha. Sus manos, buscaron los senos por debajo de la seda; sus dedos, el borde del sostén.

Y para él, eso había sido, suficiente. Aquel suavizante alivio que ella le había brindado se había transformado en un intenso color. Simplemente, descubrió que la joven poseía una exquisita atracción. El deseo se acumulaba dentro de él con primitiva agonía.

Él era inteligente. Un amante nato, tierno, aunque exigente. Con seductora experiencia, le quitó el vestido de seda, deslizándoselo lentamente por los hombros, permitiendo que brillara radiante a medida que iba cayendo sobre su piel. En sus acciones no había prisa alguna. No pensaba conscientemente. No planeaba nada. Saboreaba el exótico obsequio que le caía del cielo sin hacerse planteos.

Ella estaba entre sus brazos cuando él le quitó su sostén de encaje azul. Sus labios se deleitaron con los dulces montículos que temblaban ansiosos por sus caricias. La joven se estremeció cuando la lengua de él rozó apenas sus pezones.

Gritó en el momento en que él movió acaloradamente su boca sobre los senos suaves, succionándolos luego con ruda exigencia. Los dedos de la muchacha se enterraron furiosamente en la rubia cabellera del actor.

Era como si de pronto se hubiera accionado algún mecanismo para ponerlos en funcionamiento. El cuerpo de ella se iluminó. Sólo tenía conciencia de que quería más de él, de que deseaba llenar el maravilloso y doloroso vacío que aquella experiencia nueva estaba provocándole. Había deseo, necesidad, una desesperada necesidad. Todo lo demás quedaba marginado.

Los dedos de la muchacha estaban tan aferrados a la cobriza cabellera que el hombre tuvo que liberarse de ellos para cambiar de posición. Luego, hizo rodar las bragas de la muchacha por sus piernas. Hasta sus pies eran cautivantes: pequeños, suaves, y las uñas, esmaltadas con un rosa muy delicado. Él besó cada una de ellas.

Incorporándose con una prisa repentina, dado que ya no toleraba controlar ni por un segundo más aquella urgencia por poseerla, se abrió la bata y observó el rostro de la joven.

Estaba pálida, con los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas. Montó sobre ella, estremeciéndose con un nuevo y tortuoso delirio cuando su piel desnuda se topó contra la piel desnuda de ella. Sosteniéndole el rostro entre las manos, volvió a besarla, saboreando sus labios como una abeja disfruta del néctar de una flor. Lentamente, la joven le rodeó el cuello con los brazos y se colgó de él, demandando que aquel tórrido beso llegara hasta la máxima profundidad.

El hombre abandonó aquel rostro. Con las manos saboreó las armoniosas y femeninas curvas hasta llegar a las caderas, a las cuales se aferró con firmeza. Su peso se sentía sobre el de ella y sus caderas y muslos se movían intensamente hasta que la rodilla abrió las barreras finales para llegar a la dulce consumación.

Fue en el momento en que él investigó buscando ese mismo acceso que ella se quedó atónita en un rapto de lucidez. La verdad, la seriedad de lo que estaba haciendo se le presentó de un modo estridente.


—Espera…. —suspiró ella, girando y retorciéndose para un lado y otro—. ¡Por favor! Espera… —dijo, con los puños contra aquel vasto y cobrizo pecho. El esfuerzo fue patético, tan inútil como el intento de clavar los dedos en los rocosos bíceps del hombre que la mantenían firme contra la cama—. ¡Aguarda!

Él no era un hombre cruel, ni tampoco había intentado obligarla a nada. Pero en ese momento, su necesidad por ella era tan profunda y ferviente… La joven se habría sentido complacida de haber sabido que nunca antes él había deseado a una mujer con tanta intensidad y urgencia. Simplemente se trataba de que él no estaba en el estado apropiado. De hecho, su mente nada tenía que ver con lo que estaba ocurriendo.

—¡Eres una estafadora! —farfulló él con tanta rudeza. El recuerdo de la traición de otra mujer surgió dentro de él. Sus ojos vedes ardieron—. Demasiado tarde para echarse atrás, tentadora. Demasiado tarde, señorita.

Y lo fue. Él era joven, viril. Su deseo latía contra el cuerpo de la muchacha con una tortuosa fiebre que exigió todo lo demás: buscando, encontrando, penetrando.

Durante breves segundos de salvaje dolor, la muchacha luchó furiosamente contra él. Luego, permaneció tiesa.

Él apenas sabía lo que había hecho, pero ese pensamiento distaba mucho de ser consciente. Nada, excepto la culminación y la entrega total de la muchacha podía haber aquietado el delicioso y apasionado apetito por ella provocado. No obstante, a medida que ella iba rindiéndose, él logró controlarse en cierta manera y sus exigencias adquirieron un ritmo fluido. Estaba decidido a complacerla del mismo modo que ella lo complacía a él. La adoró con sus manos y con sutiles murmullos. Lenta, muy lentamente, logró traerla nuevamente hacia sí.

El dolor cedió. La muchacha se sintió envuelta en aquel ritmo y gradualmente, fue sintiendo el mismo apetito que él, arqueándose para reclamar y recibir mejor cada incursión.

Sus protestas habían sido tan ridículas… Nunca había existido una dicha tan inspiradora en brazos de ese hombre, ahogándose, muriendo, amando, entregándose en ese divino éxtasis. Y él le pertenecía. Completamente. Nunca dos personas podrían unirse de esa manera: tan íntima, tan plenamente, sin transformarse en una unidad, sin entregar tiernamente ambos corazones. Jamás podría pertenecer a otro, nunca, nunca y él tampoco.

Los pensamientos de amor cesaron.

Él la había elevado a un nivel tal que ella apenas lograba respirar.

Cada nervio, cada movimiento, cada fibra de su ser: la visión, los sonidos, todo estaba entregado a la exquisita sinfonía que el ritmo del hombre marcaba. Ella gritó su nombre, estremeciéndose convulsivamente, abrazándolo, necesitándolo, estallando en una maravillosa y pura gloria de sensaciones tan bellas que jamás podría haber imaginado. Había que vivirlas. Él la condujo a través de aquel placer impensado, gimiendo, con la tremenda satisfacción de la dulce intensidad con que se unieron.
Él le sonrió con una mezcla de ternura y algo que bien pudo haber sido sorpresa. Sus energías se habían agotado y sus necesidades físicas habían alcanzado la gratificación final.

Las lágrimas de felicidad se agolparon en los ojos de la muchacha mientras lo contemplaba dormir a su lado con una cariñosa emoción que provenía de su pecho y la colmaba. Esbozó una sutil sonrisa. Ni siquiera el vino que había bebido fue capaz de hacerla dormir. Estaba tendida junto a él, olvidada del tiempo y suavemente, seguía las líneas de aquella espalda magníficamente esculpida. Estaba segura de que el mundo no podría haberle ofrecido mejor regalo que el amor de aquel hombre. Se sentía plena, orgullosa con su amor, satisfecha y completa. Realmente se había convertido en mujer entre sus brazos.

De repente, en sueños él se dio vuelta, acercándose hacia ella para acurrucarse. Somnoliento, dijo algo ininteligible.

Confusa, la muchacha se aproximó más a sus labios, restregando su suave mejilla contra la de él, áspera y ensombrecida.

—¿Qué, mi amor? —murmuró ella, con toda esa dicha nueva y la ternura de su unión—. ¿Qué?

—Te amo —susurró él y ella se glorificó con la dicha de sus palabras. Pero él siguió moviéndose y siguió hablando mientras la acariciaba con una mano, ausente—. Te amo, Jane. —Su mano se detuvo y volvió a caer en un profundo sueño.

"¿Jane? ¿Jane?" Ese nombre le atravesó el cráneo como un taladro. Estaba atónita, tan atónita que no podía asimilar aquella horrenda agonía. Estaba mortificada, destruida. Se habría querido morir en ese mismo instante. En realidad, a él le interesaba muy poco lo relacionado con ella. Se había engañado. Ella debió haberlo sabido. Si él estaba enamorado de alguien, ese alguien era la perdida Jane, sin tener en cuenta para nada lo que ella hubiese hecho.

Pero ella… ciega, idiota e inocente como era, literalmente se había arrojado a él para obtener lo que merecía.

Con las lágrimas rodándole sobre el rostro, se puso de pie y se vistió en silencio. Ya jamás sería la misma. Esa noche la había envejecido de una manera que los años jamás podrían igualar. Segundos de una cruda realidad la habían convertido en una verdadera mujer.

Cogió su bolso y aunque no fue necesario, caminó hacia la puerta en puntillas de pie, pero se detuvo con perplejidad al ver las sábanas delatoras.

Gruñendo mientras luchaba por mover el pesado cuerpo del hombre, la muchacha se las ingenió para desembarazarse de las cobijas.

Con el malestar que le quedaría a la mañana siguiente, consecuencia de la borrachera, casi ni podría imaginarse lo que había hecho con las sábanas.

Nerviosamente, quitó también las sábanas, dudando que existiera la posibilidad de que él se despertase. No obstante no le quitó los ojos de encima durante el proceso. Le volvió la espalda. Las lágrimas se secaron. No miró hacia atrás y tampoco volvió a llorar.




Él despertó con el malestar más desagradable que había soportado en su vida luego de una borrachera. La cabeza le latía con ferocidad. Tenía la lengua seca y áspera, coma si se le hubiera hinchado hasta el doble de su tamaño normal. Mucho peor que el dolor físico era el dolor y los auto reproches del recuerdo. Se extendió hacia ella pero ya no estaba allí.

¿Qué había hecho? Frunció el ceño y se retorció al notar que los movimientos incrementaban los golpeteos de su cabeza. Una mezcla de belleza, dulzura, remordimiento… Ella había ido hacia él, sí, pero era tan joven… y él debió haber sido precavido.

No interesaba lo dulce que hubiera sido la fruta. No importaba lo tentador de la oferta. Él conocía a la muchacha que había tomado y ella se merecía mucho más, mucho más que un torpe ebrio, ahogado en su propia angustia. Durante sus veintinueve años de vida nunca había sentido un grado tal de vergüenza. Él tenía que encontrarla, decírselo.

Dejó de fruncir el ceño cuando una sonrisa afloró en sus labios. El recuerdo de la exquisita belleza y del dulce éxtasis aparecieron junto con la vergüenza de su comportamiento. Ella no era tan terriblemente joven. Cualquier otro hombre la hubiera considerado lo suficientemente formada y madura… y en ese instante él pensó que durante todo ese tiempo, había tenido algo muy precioso frente a sus narices…

Cuando se movió sobre la cama, soltó un gemido.

De pronto se dio cuenta de que había estado durmiendo sobre el colchón directamente. No lograba recordar si ella se había entregado a él por entera y propia voluntad o si él… Ni siquiera podía tolerar ese pensamiento, tampoco estaba seguro. Sólo recordaba ese pedacito de extraño paraíso, tan bueno, tan estridentemente excitante que sólo una mujer experimentada hubiera sido capaz de crear. Pero él había estado tan seguro de su inocencia, de su honestidad sincera. Tendría que buscarla, pero no precisamente ese día. Ese día debería aprender a vivir consigo mismo otra vez.

Juró crear cientos de dulces mañanas para ella. Cerró los ojos con determinación, remordimiento y una extraña maravilla. Pero hasta el cerrar los ojos le producía dolor.

El teléfono sonó. Su mente empezó a navegar con el destellante futuro que había creído perdido.




En los últimos días que él pasara en el teatro, la joven supo que él la observaba, que trataba de verla. Ella lo esquivaba como si hubiera sido una plaga, pero lo hacía con una muy cuidadosa indiferencia. Y cuando él finalmente la encontró, el último día en la ciudad, ella se mostró fría.

—Sobre lo de la otra noche… —El comenzó tomándole el brazo—. Yo… eh… yo quería disculparme. Quería ver…

—¿Disculparte? ¿Por qué? Ambos somos adultos. —Se encogió de hombros con indiferencia—. No fue nada.

—Aguarda un…

—Lo lamento. —Sonrió, apartando su brazo—. No puedo esperar. Hay una persona esperándome.

Él la soltó inmediatamente, perplejo.

—Adiós, entonces.

—Adiós.

La joven se volvió airadamente y presionó sus talones contra el suelo.

Pero no podía dejarlo así. Tenía que darse vuelta. Probablemente no volvería a verlo, a menos que apareciera en la pantalla del televisor, o en una de esas revistas de admiradoras.

—¡Oye! —lo llamó alegremente.

Él la miró con una mirada dura, muy verde.

—¡Buena suerte! —gritó ella, con los pulgares en alto—. ¡Causa sensación en Hollywood!

—Gracias.

Él la observó mientras ella se alejaba, decidiendo que no era quién para juzgar el comportamiento humano. ¡No significaba un rábano para ella! Las mujeres eran un misterio, pensó, secamente. Pero un día… Algún día querría volver a ver a aquella hechicera morena. En ese momento, podría disfrutar de su nueva vida con la conciencia limpia.

Cuando abandonó el teatro, él silbó con alegría. Todos sus recuerdos podían ser buenos.



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4 comentarios:

  1. Bella es una tonta, ya sabía en lo que se metía, en lugar de quedarse y luchar por él, Huye la cobarde.

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  2. Me gusto ... un poco confuso pero esta bueno ... nos leemos en el siguiente capítulo 💋❤❤

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  3. Wuau!que buena historia, ya quiero leer más!!!!

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  4. Solo creo que Bella debió decirle algo, que se sintió traicionada cuando le dijo eso, que le dolió que le recordara a Jane, o al menos Edward debió presionarla para que hablara más con él...
    Besos gigantes!!!!
    XOXO

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