Solterona Empedernida 2

Varias horas más tarde, Bella se sentó en los escalones del frente de su muy sencilla casita de madera, situada al lado de la escuela, y vio la camioneta Land Rover, con Ángela Weber al volante, alejarse. No sólo había llevado a Ángela, Rosalie y compañía, a conocer la escuela, sino que había tomado prestado uno de los coches de la propiedad para presentarles a las esposas de los trabajadores y enseñarles los establos, las caballerizas, las bodegas de la maquinaria y otras instalaciones. Pero eso no garantizaba que el recorrido hubiera sido un éxito, ni que de esa forma pudiera convencer a Edward de la conveniencia de que se quedara.

Había diez hombres empleados de manera permanente en Forks, cuatro de ellos casados. Entre todos, proporcionaban los doce alumnos fijos que Bella tenía. Y ahí estaba la señora Mallory, que era una verdadera institución en la propiedad. Era una mujer enorme y formidable, que podía enlazar un becerro ella sola y, sin embargo tenía la mano más sensible que era posible imaginar para hacer pasteles. Y aunque todos la llamaban siempre señora Mallory, el paradero del señor Mallory seguía siendo un misterio. Durante el recorrido por la hacienda, la habían encontrado en casa de James Witherdale, esposa del capataz de la hacienda.

Bella había intentado establecer algún tipo de puente entre los recién llegados y las dos mujeres que eran ya parte antigua de la comunidad, y James Witherdale se había esforzado por mostrarse agradable, sin embargo, la señora Mallory había continuado mostrándose amable e inaccesible... aunque había permitido, que su mirada se detuviera unos momentos en los niños, particularmente en Sally. La señora Mallory tenía una gran debilidad por los niños.

Bueno, no podía hacer más, pensó Bella, y movió la cabeza de un lado a otro con tristeza. En realidad, era digno de agradecimiento hacer lo que había hecho después de cómo había sido tratada por Edward, eso sin tener en cuenta los aires de superioridad de la señorita Ángela Weber.

Empezó a pensar en su nuevo jefe. Debía tener alrededor de treinta y cinco años, decidió, e inmediatamente pensó con amargura que debería haber hecho algún comentario sobre su soltería ya que era evidente que tampoco él estaba casado. En realidad, se sabía desde que había empezado a comentarse que había comprado la finca.

Bella hizo una mueca, apoyó la barbilla en las manos y dejó que su mente vagara hacia el pasado. En cuanto se había sabido que Forks cambiaba de dueño se habían empezado a hacer muchas especulaciones. Una vez que se había confirmado que la rica familia Cullen lo había comprado, las especulaciones se habían teñido de respeto. Bella no sabía nada de ellos; ella no era originaria de Queensland, y mucho menos experta en las grandes familias del estado. Pero rápidamente se había enterado de que eran dueños de varias haciendas. Tennessee había sido mencionada con frecuencia como una lujosa hacienda y verdadero hogar de la familia. Se decía que si alguien podía cambiar la suerte de Forks, era Edward Cullen.

«Eso no me sorprendería» murmuró secamente para sí misma, «pero eso no significa que no sea un hombre muy desagradable, típicamente machista».

Entonces suspiró y miró a su alrededor. Forks había sido su hogar durante el último año. Estaba situada en el oeste de Queensland. Tenía muchos miles de acres de extensión y en la hacienda se criaban miles de cabezas de ganado. Hacía un calor intenso en verano, y frío, viento y lluvia en invierno. No era el lugar más hermoso del mundo, a menos que se disfrutara de los paisajes áridos y secos y que se tuviera una sutil sensibilidad para el color. Los verdes no eran brillantes ni exuberantes y siempre predominaba el color, en tonos muy diversos, que algunas veces se acercaban más al ocre y otras resultaban tan pálidos que eran casi deslumbrantes. Los colores del ciclo podían quitarle a uno el aliento. Había siempre una sensación ilimitada de espacio. Y en primavera aparecían las flores silvestres que al abrir cubrían la tierra de azules, amarillos, rojos y violetas.

Pero no era sólo a los colores y al espacio a lo que Bella se había vuelto adicta, sino a la libertad de tener su propia escuela. Contuvo la respiración al darse cuenta, de pronto, del dolor que le causaría tener que irse.

A los veintiséis años no tenía una relación seria con ningún hombre, era verdad, pero ella casi nunca lo consideraba como algo que faltara a su vida. Por una parte, tenía razones para ser un poco escéptica respecto a las relaciones entre hombres y mujeres; por otra, tenía verdadera pasión por la enseñanza... por otra, le fascinaban las manualidades, como el papel maché, la elaboración de alfombras y cosas así. Era buena costurera, cocinera creativa y le apasionaban las plantas. Tenía macetas con hierbas aromáticas y de cuanta planta productiva pudiera crecer en una maceta. Y, de algún modo, siempre llegaba hasta ella cuanta criatura salvaje, herida o extraviada, encontrara alguien por ahí, ya fuera un pequeño canguro huérfano, un koala o algún pájaro al que se le hubieran roto las alas.

Su casita era una sinfonía de color, gracias a sus trabajos artísticos y a sus hazañas de jardinería.

Sí, sería muy duro para ella irse, pensó con un suspiro y se recreó en «su» escuela. Aunque el número permanente de alumnos era de doce por el momento, tenía una población flotante, que algunas veces duplicaba esa cifra, de niños y ocasionalmente de adultos procedentes de los peones y vaqueros, en su mayor parte aborígenes, que acudían a trabajar en épocas determinadas. Nunca rechazaba a nadie que quisiera aprender. Era asombroso cómo muchos de esos niños que estaban de paso volvían una y otra vez. Para sus doce alumnos permanentes, ella era más que una simple maestra; era la confidente de sus padres, con frecuencia la niñera, algunas veces la enfermera, la consejera que sabía un poco de las grandes ciudades que algunos de ellos nunca habían conocido, y muchas cosas más.

A veces era hasta la costurera, pensó con una leve sonrisa. Se levantó, entró a la casa y se dirigió hacia un improvisado maniquí, retiró la sábana protectora a un lado y contempló el vestido de novia que estaba haciéndole a Bree Witherdale, que acababa de cumplir dieciocho años e iba a casarse con uno de los vaqueros de una hacienda vecina. Bree estaba decidida a casarse con un vestido que la gente de Forks recordara durante años. Aquel vestido lo tenía todo, o lo tendría cuando estuviera terminado, pensó Bella con tristeza. La sencilla tela blanca del vestido estaba en el proceso de ser embellecida con encajes, lentejuelas, perlas, cintas, y con varias capas de tul bajo la falda. Si no se mostraba firme, la pobre de Bree no iba a poder soportar el peso del vestido, le dijo divertida. Pero por lo menos todo iba a estar cosido con mucho cuidado pensó, mientras acariciaba una manga con gesto distraído. Descubrió que su mente, por alguna razón, volvía por su propia voluntad a Edward Cullen... y a la sensación incómoda que tenía de que él se había dado cuenta, desde el primer momento, del efecto que había tenido en ella.

Lo cual no lo hacía menos detestable, pensó. Entonces consultó su reloj de pulsera y decidió pasar la hora siguiente, hasta las cuatro, poniendo en perfecto orden la escuela.

Fue una pérdida de tiempo. A las cuatro y media, no había aparecido nadie; a las cinco y media, Bella ya decidió que no iba a presentarse; a las seis de la tarde cerró con firmeza la puerta del frente de su casa, para protegerse del frío creciente de un atardecer otoñal. Preparó un pollo con hierbas, bacon y setas, y se permitió un placer del que disfrutaba sólo de vez en cuando: un vaso de vino para calmar la desagradable sensación de que estaba siendo utilizada por un hombre arrogante. Puso un disco compacto de Bach en el aparato de sonido, se quitó la goma del pelo y se pasó los dedos por él y empezó después a coser las últimas, absolutamente las últimas perlas, se dijo a sí misma con firmeza, en el vestido de novia de Bree Witherdale, mientras el pollo se iba haciendo.

Estaba tan enfrascada en esa delicada tarea que cuando llamaron a la puerta, simplemente dijo en tono distraído que pasaran. Pensó que debía ser uno de sus alumnos o uno de los padres. Se llevó la sorpresa de su vida cuando oyó decir:

―¡Aleluya! ¿Es posible que haya sido terriblemente injusto, señorita Swan? Bella se dio bruscamente la vuelta y se encontró con Edward Cullen de pie al lado de la puerta de su casa, con la mirada clavada en el vestido de novia.

― ¡Qué... qué creación! ―añadió en tono burlón y desvió la mirada del vestido para fijarla en Bella, que se encontraba de pie sin zapatos, sólo con los calcetines puestos―. Pero, ¿sabe usted?... ―murmuró, mientras reparaba en su pelo suelto y en el bonito chaleco que se había puesto para protegerse del frío―. Me la podría imaginar con un vestido... más sencillo.

Bella cerró la boca con brusquedad, rompió la hebra de algodón con la que estaba cociendo y puso la aguja con cuidado en el alfiletero, antes de decir con frialdad:

―El vestido no es mío, señor Cullen, así que no ha cometido ninguna injusticia conmigo y su insinuación sobre mis gustos en cuestión de moda no me afecta, porque no he elegido yo este vestido.

―Le pido disculpas ―dijo él muy serio―. ¿Así que hace vestidos de novia en su tiempo libre?

―No, no es así ―contestó disgustada― .Bueno, estoy haciendo éste en mi tiempo libre, pero es el primero que hago. Es para Bree Witherdale. Tal vez haya notado que esta parte del mundo no está densamente poblada de modistas, así que... yo... bueno, me ofrecía a ayudar.

Edward se echó a reír.

―En realidad, esta misma tarde me han hecho notar con sobrada insistencia la falta de modistas, peluquerías, boutiques y qué sé yo qué más. Mi hermana piensa que no se puede vivir sin esas cosas ―añadió ya sin humor.

― Bueno, yo creo que ya debía usted conocer su opinión antes de traerla aquí erijo Bella con franqueza.

―Cierto ―reconoció él secamente―. Lo que no era tan evidente para mí era que se le ocurriría, en este momento tan inoportuno, decidir que era una esposa injustamente tratada y que vendría corriendo a refugiarse a mi lado.

Bella se encogió de hombros, como si eso no fuera asunto suyo, y dijo en tono cortante:

―Si ha venido usted a ver la escuela, ya la he cerrado con llave y llega con tres horas de retraso.

―Parece que debo disculparme de nuevo contestó él con amabilidad―, y lo hago con mucho gusto. Me he entretenido haciendo otras cosas y no había ningún teléfono para llamarla cerca de donde estaba.

―¡Oh! ―Bella lo miró y descubrió que le costaba respirar ―. Bueno... ― se interrumpió y trató de alcanzar su botas―. Supongo que puedo abrirla... oh... ¡la cena! Si me espera un momento, la quitaré del fuego...

―No, no lo haga... ¿Eso es lo que está produciendo ese delicioso aroma? Y no se moleste en ponerse las botas ―añadió educadamente ―. En realidad sólo he venido a explicarle que me había entretenido; podemos ver la escuela otro día. Pero hay algo que sí podría hacer usted por mí ―dijo. Recorrió la habitación con la mirada y se fijó en la botella de vino abierta que había sobre el mostrador que separaba la sala de la cocina―. Podría ofrecerme una copa.

Bella pestañeó. Se quitó las gafas y se frotó los ojos.

―¿Usted quiere... sentarse a tomar una copa conmigo? ―preguntó con recelo, mientras volvía a ponerse las gafas.

―¿Por qué no? ―preguntó―. Me parece una cosa esencialmente civilizada―. Además, a mí también me gusta Bach.

―Muy bien ―dijo Bella y levantó con aire ligeramente desafiante la barbilla; sabía perfectamente que Edward se estaba riendo de ella―. Me estaba tomando un vaso de vino; no es nada extraordinario, pero... Será mejor que lo beba y se porte bien, señor Cullen 

―Haré lo posible, señorita. ―dijo Edward con suavidad.

Y tuvo la desfachatez de sentarse en un sillón y dirigir a Bella una expresión tranquila e inocente.

Bella fue a buscar otro vaso con toda la compostura de que era capaz y apartó el pollo del fuego. Se sentó frente a él, después de entregarle el vaso, e intentó pensar en algo oportuno que decir.

Edward habló por ella.

―¿Usted ha nacido en este tipo de ambiente, señorita Swan?

―No. ¿Por qué lo pregunta?

―Parece usted extremadamente adaptada en él.

―Me gusta ―dijo Bella lentamente― . Por una parte―continuó con una ligera chispa de ironía en sus ojos azules―, como usted ha supuesto muy correctamente, me encanta enseñar...

―También podría dar clases en una ciudad.

―Pero no tendría mi propia escuela.

―Ya veo ―dijo él con aire pensativo―. Pero, debe haber otras cosas que le gusten del lugar, ¿no?

―Oh, sí las hay. Pero son difíciles de expresar con palabras ―murmuró ella para no comprometerse, y sorbió un poco de vino.

― Nunca habría pensado que podían faltarle a usted las palabras. No creo que eso sea un problema para usted.

Bella frunció el ceño y dijo con cierta aspereza:

―¿Por qué tengo la impresión de que esto va a empezar a convertirse en una discusión parecida a la que hemos tenido esta mañana?

―La verdad ―contestó él― es que yo estoy tratando de hacerla salir de su caparazón de forma amistosa, pero se está resistiendo con fuerza. Con demasiada fuerza teniendo en cuenta su tamaño. Pero, desde luego, yo debería haber comprendido que la pequeñez de estatura y la pequeñez de espíritu son dos cosas muy diferentes; de hecho, debería haberme dado cuenta desde el momento en que se ofreció usted a romperme la boca

Bella lo miró fijamente, pero no consiguió que la expresión de Edward le dijera nada. Edward parecía ligeramente menos agresivo que por la mañana, como si estuviera disfrutando de la oportunidad de relajarse.

―A lo mejor no olvido ni perdono tan fácilmente ―dijo Bella por fin.

―Ah, bien. ¿Me permite decirle que se tiene mucho menos aspecto de maestra de escuela que esta mañana? ―Edward fijó la mirada en su pelo suelto, que tenía tendencia a alborotarse cuando no lo llevaba recogido, y mostraba mejor los reflejos rojizos de su color castaño, además de hacer resaltar la estructura de su rostro. Después bajó hacia sus manos y hacia sus pies, cubiertos sólo por los calcetines blancos...

―Sí ―murmuró Edward―, no parece tan mojigata, ni tan correcta, ni tan furiosa. ¿Ha pensado alguna vez en usar lentillas? Tiene unos ojos preciosos.

Bella se ruborizó, pero se obligó a decir con frialdad:

―La adulación no lo llevará a ninguna parte, señor Cullen. Hace muchos años que soy consciente de que no soy ninguna belleza.

―Por ahí se dice que la belleza está en los ojos de quien la ve ―susurró Edward en tono pensativo―. Me parece realmente... inexplicable que su habilidad como ama de casa, por sí sola, no haya hecho que algún hombre quiera convertirla en su esposa.

―Si eso es intentar sacarme de mi caparazón de forma muy amistosa ―dijo en tono cortante―, no me atrevo a pensar cómo será usted cuando pretende ser hostil.

Edward se encogió de hombros y la miró con el ceño ligeramente fruncido.

―No sé por qué me parece usted un enigma, señorita Swan.

―Pues no lo soy, ¡soy perfectamente normal! Y al margen de lo que usted piense ―continuó en tono despectivo ―, preferiría morir a que un hombre se casara conmigo por mis habilidades domésticas.

―¿Así que usted cree en el amor, en las grandes pasiones... y en todo ese tipo de cosas?

―Sí... ―Bella se interrumpió bruscamente y se mordió el labio.

―¿Le ha sucedido a usted alguna vez?

―No... mire, ¿por qué estamos hablando de esto ―dijo con una mezcla de confusión e irritación―. ¡Eso no tiene nada que ver con usted!

―De cualquier modo, me gusta hablar de ello ―dijo con dulzura y terminó de beber el contenido de su vaso―. No supongo... que no habrá cruzado por su mente la idea de ofrecerme un poco de esa tentadora cazuela. ¿Verdad?

―No, por supuesto que no. ¿Por qué no vuelve a su casa? Estoy segura de que la señora Mallory tiene algo igualmente tentador.

― Ah, volver a casa y a la señora Mallory ―murmuró él―. Rosalie estaba llorando la última vez que me asomé, y también Sally, para solidarizarse con ella... me gustaría saber si ése es un hábito de las niñas. Por lo demás, Ángela y la señora Mallory daban vueltas una alrededor de la otra, como tigresas desconfiadas, y Ben había desbordado la bañera. No, no puede decirme que mi casa sea un lugar muy pacífico en este momento.

―No sabe cuánto le compadezco.

Edward soltó una carcajada y su risa tuvo un efecto extraño en Bella que descubrió, entre otras cosas, que parecía quitarle el aliento.

―Ciertamente es usted una digna oponente, señorita Swan ―dijo él―. Muy bien, me consideraré despedido. Buenas noches ― añadió y se levantó―. Oh, he pensado organizar una barbacoa mañana por la tarde, para todos los que vivimos en la propiedad. ¿Le gustaría venir?

―Yo... sí, muchas gracias ―dijo Bella, un poco rígida.

―Buena chica ―respondió él con ligereza―. ¿Y me hará otro favor?

Bella se levantó también y lo miró con desconfianza.

Edward sonrió levemente. La habitación no era muy grande y estaban de pie, bastante cerca uno del otro, de modo que ella tuvo que levantar la mirada desde su metro sesenta de estatura.

―¿Qué? ―preguntó con voz tersa.

― Oh, nada desesperado ni peligroso ―contestó él muy serio. La observó con la misma expresión desconfiada y preocupada de ella―. Nada inmoral.

Por supuesto y a su pesar, Bella volvió a ruborizarse.

― No ― continuó él―. Sólo quería saber si sería usted tan bondadosa como para servir de... mediadora, creo que es la palabra correcta, entre Rosalie y la señora Mallory, o con quien sea necesario, para convertir esta barbacoa en un éxito. Me gusta pensar que esto podría ser fundamental para ayudarnos a todos a conocernos mejor y, en consecuencia, a trabajar mejor juntos.

―Muy bien, lo haré ―dijo Bella.

―Gracias. Buenas noches, señorita Swan ―dijo él en tono formal. Pero en sus ojos había aparecido otra vez un brillo de perversa diversión. Bella descubrió horrorizada que no tenía absolutamente nada que responderle; se limitó a darse la vuelta diciendo ella misma buenas noches en un murmullo.

Mientras estaba cenando descubrió, para todavía mayor horror suyo, que se sentía nerviosa y solitaria. Pero, ¿por qué tenía que sentirse así después de haber estado con un hombre que parecía aprovecharse del efecto que probablemente tenía en todas las mujeres que se cruzaban a su paso? ¿Por qué tenía que decir las cosas que decía, o expresar algún tipo de interés en ella? No, aquello era... un juego, se dijo. Y aunque ella misma hubiera avivado su interés con su furia aquella mañana... ¡tenía muchas razones para estar furiosa!

«Así que ... pensó, ¡no se le ocurra imaginarse que se va a aprovechar de mí, señor Edward Cullen!»



4 comentarios:

  1. Edward es un encanto... gracias por compartir esta buena historia.

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  2. Parece que cuando quiere, Edward puede ser muy cautivador y hasta coqueto.... aunque creo que cada vez más ve que Bella no es lo que parece ;)
    Besos gigantes!!!!
    XOXO

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  3. Bueno, bueno. Est decidido a seguir en sus trece

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