Una Deuda Por Pasión 4

Una mujer salió a su encuentro a la entrada del hospital. Su expresión era grave.

–¿Edward ? Soy Emily Young –la mujer le estrechó la mano y sonrió débilmente–. Es una niña. Ya le han tomado muestras y debería tener los resultados en unos pocos días.

El bebé había nacido. Y Edward  sentía una irrefrenable necesidad de ver a la niña.

Una niña. No se había dado cuenta de lo mucho que deseaba tener una. Y estaba sana y salva. La brusquedad de la llamada y la falta de detalles le había inquietado, pero todo estaba bien.

–Estupendo –se oyó decir a sí mismo, al fin capaz de respirar–. Me alegra saber que están bien –hizo un gesto con la mano, asumiendo que Emily le iba a llevar hasta la habitación.

Pero Emily no se movió.

–Los bebés prematuros siempre tienen más problemas, pero el pediatra confía en que saldrá adelante –la mujer parecía dudar si decir más o no.

–¿Y Isabella? –preguntó él.

Una extraña sensación mientras las palabras salían de su boca le hizo prepararse para lo peor. Un miedo lejano, aunque familiar que le envenenaba la sangre, hizo que se le encogiera el estómago. Y supo que rechazaría la respuesta antes de conocerla.

–Están haciendo todo lo posible –los ojos de Emily se llenaron de lágrimas.

Durante largo rato no sucedió nada. No hubo movimiento ni sonido alguno. Nada.

No. No tenía sentido. De repente se encontró apoyándose contra una pared para no caerse.

–¿Qué ha sucedido?

–No sabía si le había hablado de su estado –Emily se acercó a él y le agarró un brazo con sorprendente fuerza–. Ha sido un embarazo de riesgo por la hipertensión y la preeclampsia. Estuvo aguantando las últimas semanas para darle un poco más de tiempo al bebé, pero hoy supimos que si esperábamos más pondríamos en peligro la vida de ambas. Tras sufrir un ataque se optó por la cesárea. Ha perdido mucha sangre. Lo siento, sé lo duro que le resultará.

¿Duro? Apenas le quedaban fuerzas para sujetarse en pie. Se sentía aterrorizado. Isabella estaba a punto de salir de su vida y ni siquiera se lo había contado. De repente tuvo nueve años otra vez, apenas comprendiendo lo que veía, incapaz de obtener una respuesta del pesado cuerpo que sacudía con todas sus fuerzas. Había llegado tarde.

–¿Por qué demonios no me contó nada? –balbuceó furioso.

–Isabella nunca habló del acuerdo de custodia –Emily sacudió la cabeza–, pero tengo la impresión de que la relación ha sido algo hostil.

¿Tanto que le había ocultado que su vida corría peligro?

–¡No quiero que muera! –exclamó, las palabras surgiendo de sus entrañas.

–Nadie lo quiere –Emily habló en el tono de quien está acostumbrada a tratar con la tragedia.

El mismo tono en el que le había hablado la asistente social mientras apartaba al pequeño del cuerpo de su padre.

–Quiero verla –masculló entre dientes. Aquello no estaba sucediendo. No era real.

–No puedo. Pero… –la mujer pareció reflexionar–. Quizás nos permitan entrar  en la habitación donde está la bebé.

Edward  se obligó a caminar tras Emily mientras su mente se debatía entre dos pensamientos. ¿Era suya la culpa de que Isabella corriera el riesgo de morir o era la de otro hombre? La idea de que una vida llegara a costa de la pérdida de otra le resultaba insoportable.

Se acercó a la diminuta criatura que yacía desnuda en la incubadora, el trasero cubierto por un enorme pañal y los cabellos ocultos bajo un gorrito. De su frágil cuerpecillo surgían muchos cables. La boquita, los labios de Isabella en miniatura, estaban fruncidos en un mohín.

Edward  no encontró nada de sí mismo en esa niña, pero en su interior nació una profunda necesidad de cuidarla. Pegando las manos al cristal, suplicó en silencio al bebé que aguantara. Quizás no quedaría nada más de Isabella…

Violentamente se resistió a aceptar esa idea y trasladó la súplica a través de las paredes del hospital hasta donde estuviera la madre del bebé. «Aguanta, Isabella. Aguanta».


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Era la peor resaca de su vida. Le dolía el cuerpo y tenía la boca seca. Aturdida, posó una mano sobre la barriga. La prominente curva había desaparecido. Un gemido escapó de sus labios.

–Renie está bien, Isabella –la voz era tranquila y reconfortante a pesar del tono de amargura.

–¿Renie? –apenas conseguía abrir los ojos. La mirada verde de Edward  entró en su campo de visión.

–¿No fue lo que le dijiste a Emily? ¿Que querías que tu hija se llamara como tu madre, Renée?

«¿No te importa?», estuvo a punto de preguntar. Aún no tenían los resultados de la prueba de paternidad y se preguntó si eso sería lo que le había impedido llevarse a Renie del hospital.

Pero no preguntó. Apenas era capaz de formar palabras y necesitó de toda su concentración para permanecer imperturbable. Verlo allí le había provocado tal sensación de alivio que quiso echarse a llorar. Se fijó en la sombra de barba y el gesto de cansancio, pero se dijo que no había nada que leer entre líneas. Había trabajado hasta tarde y luego se había acercado al hospital camino de su casa.

–Deberías haberme dicho que no estabas bien –observó él con voz ronca.

El tono de acusación era tan fuerte que ella dio un respingo. Lo único en lo que podía pensar era en esos horribles momentos cuando le dijeron que tenían que sacar al bebé, no por Renie sino por ella misma. Había sentido tanto miedo que a punto había estado de llamar a Edward.

Y sin embargo, él la odiaba. No le importaba lo que le sucediera. Como siempre, estaba sola.

Había sufrido la inducción y los primeros dolores sin nadie a su lado, únicamente Emily a quien le había pedido que informara a Edward  de la situación. Y entonces algo había ido mal.

–¿Y por qué tenía que contarte nada? –lo desafió desde su frágil posición–. No me digas que te alegras de que haya salido de esta.

–Aún no lo has conseguido –espetó él con brusquedad inclinándose sobre ella y apoyando las manos a ambos lados de su cuerpo–. Y no vuelvas a acusarme de algo tan horrible.

–¿Me das un poco de agua? –Isabella intentó tragar saliva–. Por favor. Tengo tanta sed.

–No sé si te dejan –contestó él con un extraño brillo en la mirada.

Y de repente se inclinó sobre ella cual halcón que se lanza sobre una presa y cubrió su boca con sus labios durante un instante, humedeciendo con su propia lengua los resecos labios. El alivio fue increíble y el acto sorprendente e íntimo.

–Le diré a la enfermera que has despertado –sin decir nada más, Edward  se marchó mientras Isabella se preguntaba si seguía inconsciente y sufriendo alucinaciones.



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Isabella jamás habría pensado que algo como la visión de su frágil y prematura niña pudiera hacerle derretirse de ese modo. Y de repente empezó a escuchar cómo Edward  había aprendido a cambiar pañales y a dar biberones. Edward, que ni siquiera estaba seguro de ser el padre, se había repartido entre Isabella y Renie, hablando sin parar cuando habían temido que entrara en coma. Únicamente, y después de que ella hubiera despertado, casi setenta y dos horas después del parto, regresaba a su casa para ducharse y dormir.

Pero no debía interpretarlo como una muestra de afecto. Si Edward  se ocupaba de Renie era solo porque la reclamaba para sí mientras intentaba demostrar que ella era prescindible. Y, en cierto sentido, lo era. Le permitieron acunar al bebé en sus brazos, pero se sentía demasiado enferma y débil para nada más. Le sacaban la leche, pero no para dársela al bebé, sino para estimularla y que no se le cortara el suministro mientras dejaba de tomar medicamentos.

Sumida en la autocompasión, se arrastró hasta la cama, agotada tras cepillarse los dientes.

Edward  la pilló intentando subirse a la cama. Tenía una cadera apoyada en el borde del colchón y las piernas desnudas en jarras. Rápidamente intentó conservar algo de decencia en la postura.

Aparte de las ojeras que se veían bajo los ojos, Edward  estaba estupendo y olía muy bien. Durante un instante, Isabella se sintió nuevamente transportada a la oficina, saludando a su jefe recién afeitado, compartiendo un café con él mientras discutían sobre el día que tenían por delante.

–¿Qué haces aquí? –le preguntó mientras se subía trabajosamente a la cama.

Edward  se acercó y la ayudó.

–Yo no… –Isabella se puso tensa, pero él hizo caso omiso y la tomó en sus brazos con facilidad para acostarla y taparla con la sábana.

Temblorosa ante el íntimo contacto físico, ella se tapó hasta el cuello y lo miró furiosa.

–El médico dijo que traería las pruebas de paternidad hoy cuando venga a hacer la ronda.

Isabella sintió que el corazón abandonaba su cuerpo. No estaba preparada. La noche había estado llena de sobresaltos y pesadillas, la peor, que Edward  desaparecía con su hija.

Que Edward  desaparecía de su vida.

¿Por qué le importaba tanto que formara parte o no de su vida? Lo único que sentía por ese hombre era odio y desconfianza. Las últimas semanas del embarazo habían sido las más desoladoras de su vida y la lógica le aconsejaba no sentir nostalgia, pero no podía evitar alegrarse cada vez que lo veía aparecer. Entonces, las oscuras sombras que habitaban en su interior se disipaban un poco.

–¿Asustada? –Edward  debía haberle leído la mente–. ¿Por qué? ¿Por temor a que yo pueda ser el padre, o porque sabes que lo soy?

Isabella fue consciente de que estaba arrugando las sábanas con las manos. ¿De qué serviría mentir? Se humedeció los labios.

–¿Vas a quitármela si eres el padre? –preguntó con un hilillo de voz.

«¿Si soy el padre? ¡Maldita bruja!», pensó Edward . Los últimos tres días habían sido un infierno, sintiéndose cada vez más unido a esa ranita, y al mismo tiempo recordando que quizás no fuera suya.

Al igual que su madre.

–De haber querido, habría podido llevármela ya –espetó–. Debería haberlo hecho.

No era del todo cierto. El hospital le permitía visitar al bebé, pero solo porque había insistido hasta la saciedad. Sin embargo, jamás le habrían permitido marcharse con ella.

Pero si a Isabella le angustiaba la posibilidad, tanto mejor. Quería castigarla.

De repente la vio palidecer. ¿Iba a desmayarse? Rápidamente la tumbó contra la almohada.

Isabella intentó rechazarlo, pero solo acertaba a moverse a cámara lenta. Su expresión torturada reflejaba la maraña de emociones que la asaltaban. Frustración ante su propia debilidad, dolor físico, rechazo ante la audacia de haberla tocado, y terror. Un terror salvaje en los ojos verdes. «Un punto para mí», pensó Edward  mientras intentaba ignorar el sentimiento de culpa alojado en la boca del estómago. Solo podía pensar en las interminables horas que había pasado allí mismo, diciéndole a esa mujer lo injusto que era que un crío creciera sin uno de los progenitores.

Hasta ese momento, los lazos de sangre no habían tenido ninguna importancia. Renie y él se habían unido ante la perspectiva de que el bebé sufriera el dolor que sentía Edward. Cada vez que le había suplicado a Isabella que aguantara, había repasado mentalmente todo lo que sabía de ella, por si acaso debía convertirse en la fuente de información de Renie sobre su madre.

Era evidente que Isabella quería a su hija. Al repasar los detalles de un embarazo que había estado a punto de matarla, Edward  se había preguntado qué sentiría hacia el padre de su hija. ¿Sabría ese hombre alguna vez lo que había arriesgado por ese bebé?

Si ese hombre fuera él… el estómago se le encogió en torno a algo muy profundo, algo que no quería reconocer porque estaría en deuda con ella.

–Buenos días –el médico entró en la habitación–. Sé que ha estado esperando esto, Edward. Permítame tranquilizarle. Es usted el padre biológico de Renie.

Edward  sintió un inmenso alivio que lo llenó de confianza y orgullo hacia su hija, ese pedacito de carne que luchaba con fuerza por su vida.

No hubo ninguna reacción por parte de Isabella que mantuvo el mismo gesto, como si ni el médico ni él mismo estuvieran en esa habitación.

–No voy a quitártela –balbuceó él. Las palabras abandonaron sus labios antes de que se diera cuenta, dejándole una sensación de irritación ante el silencio que obtuvo por respuesta.

Ella le dedicó una mirada llorosa de incredulidad que le sobrecogió.

La acusación que le había lanzado el día anterior de que no le hubiera importado que muriera lo enfurecía tanto que no tenía palabras. El padre de Edward  los había abandonado, a él y a su madre. Jamás sería capaz de separar a una madre de su bebé.

–¿Cuándo podré llevármela a casa? –preguntó Isabella al médico.

En la mente de Edward  se formó la imagen de una Isabella desmayándose, sola en su casa.

–No te la llevarás a tu apartamento –sentenció bruscamente.

–Pero acabas de decir… –Isabella lo miró con gesto angustiado.

–Acabo de decir que no soy tan ruin como para quitarte a la niña. Pero tú, en cambio, estás más que dispuesta a mantenerla alejada de mí ¿verdad? –la realidad era evidente.

–Esperemos primero a que tanto Renie como la madre se hayan repuesto –interrumpió el médico–, después hablaremos de dónde vivirá la niña.

El médico se marchó de la habitación dejando a Isabella en un mar de dudas

–El contrato acaba de entrar en vigor –le recordó ella a Edward –. Me ceñiré a él.

–¿Lo harás? Porque hasta ahora has hecho todo lo posible por ocultarme que era mía –Edward  estaba furioso–. ¿Cómo has podido? Perdí a mi padre, Isabella.

–Y yo perdí a mi madre –exclamó ella–. ¿Por qué crees que le hice frente al hombre más despiadado del mundo? –cerró los ojos e intentó recuperar el control–. Realmente sabes cómo hacer que la vida de una mujer sea un infierno, Edward . Ni siquiera soy capaz de arrastrarme por el pasillo para poder verla y tú estás jugando a tus estúpidos acertijos mentales. «No te la quitaré, pero no podrás tenerla». A lo mejor, si mostraras siquiera una brizna de compasión, te harías acreedor de un lugar en su vida.

Isabella se cubrió los ojos con un brazo, reteniendo las lágrimas, concentrándose en la respiración. Lo peor era que se sentía horrible por apartarlo de Renie. Edward  tenía derecho a enfadarse por ello, pero lo hecho, hecho estaba.

–Vamos –ordenó Edward  con voz ronca.

Isabella miró perpleja la silla de ruedas que él había acercado a la cama.

–Te llevaré a ver a Renie. Nos calmaremos y empezaremos a comunicarnos como adultos.

–No seas tan amable –gruñó ella–. Hace que me sienta fatal.

–Y deberías sentirte fatal –él la tomó en brazos y la ayudo a sentarse en la silla.

–No puedes imaginarte cuánto la quiero, Edward  –Isabella se cubrió el rostro con las manos–. Y tú te has comportado de una manera horrible, intentando quitármela desde que descubriste que estaba embarazada. ¿Qué otra cosa podía hacer salvo mentirte sobre la paternidad?

–Te equivocas –Edward  empujó la silla–. Soy plenamente consciente de cuánto la quieres, porque yo siento lo mismo. Por eso me he mostrado tan inflexible. No sabía lo de tu madre. Pensé que te estabas vengando de mí por llevarte a juicio.

–No –susurró Isabella–. Estoy enfadada contigo por eso, pero… solo quiero ser su madre.

–¿Qué le pasó a la tuya? –preguntó él con más calma de la que ella le había oído nunca.

–Lo mismo que a mí, aunque tuvo otras complicaciones. No es hereditario, pero siempre supe que tener un bebé no es tan fácil para algunas mujeres como para otras. Yo tenía seis años cuando murió y apenas la recuerdo, por eso no soporto la idea de que Renie crezca sin su madre.

Edward  permaneció en silencio sin dar ninguna pista sobre el impacto que hubieran podido producirle sus palabras. Isabella no podía girarse por completo en la silla, ni tampoco deseaba hacerlo. Quizás estuviera interpretando su confesión como una súplica de compasión, cuando lo cierto era que se sentía tan expuesta tras abrirle su corazón que apenas podía soportarlo.

Se alegró de llegar al cálido ambiente de la habitación donde esta su hija y, segundos más tarde, mientras acunaba a Renie en sus brazos, el mundo pareció casi dolorosamente perfecto, incluso con la imponente presencia de Edward  a su espalda. Quizás incluso gracias a su presencia. Por mucho resentimiento que albergara contra él, deseaba que Renie tuviera un padre.

Tras alimentarla, cambiarle el pañal y recibir un informe sobre el estado de la niña, Edward  llevó a Isabella de vuelta a la habitación. Estaba muy callada, y visiblemente agotada, pero el silencio entre ellos ya no era hostil.

–Gracias –murmuró ella cuando Edward  la ayudó a acostarse. Segundos más tarde dormía.

Una nueva punzada de culpabilidad asaltó a Edward  por no saber realmente nada de esa mujer.

No le gustaba su cambio de actitud, pues le hacía cuestionarse los motivos de Isabella para robar y no quería desarrollar un sentimiento de compasión o perdón hacia ella.

Lo que no podía poner en duda era el amor de Isabella por su hija. En el nido había regresado la antigua Isabella, todo sonrisas y alegría, haciendo reír a las enfermeras. El propio Edward  había tenido que reprimir una carcajada en más de una ocasión, luchando contra el deseo de bajar la guardia y caer nuevamente en el hechizo de esa mujer.

Una idea empezaba a tomar forma en su mente, una idea ridícula y escandalosa. Tenía que distanciarse de ella y, sin embargo, ambos estaban condenados a entenderse por el bien de Renie.


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La tregua persistió durante las semanas que siguieron, en las que Edward  pasaba la mayor parte del día con ellas. Isabella dejó de utilizar la silla de ruedas y empezó a amamantar directamente al bebé, incluso se llevaba a Renie con ella a la habitación para pasar la noche. La relación entre ellos era impersonal, pero tranquila. Mientras ella no le diera motivos de crítica, todo iría bien.

Mientras tanto, la perspectiva de llevarse al bebé con ella al apartamento, cuando ni siquiera podía cuidarse ella misma, le carcomía. Debería haberse sentido feliz por recibir el alta médica, sin embargo, se sintió tan agobiada que apenas podía contener las lágrimas.

Por supuesto, Edward  apareció en ese preciso instante, muy guapo y elegante. E Isabella comprendió que tenía un problema mucho mayor, un problema sombrío, atractivo y vengativo.

–Ya te dije la semana pasada que no permitiré que te la lleves a tu apartamento.

–Y yo te recuerdo que firmamos un acuerdo que me permitía hacerlo –contestó ella intentando conservar la calma–. Las noches con Renie son mías. Tú podrás visitarla durante el día, igual que has estado haciendo aquí. ¿Estamos ignorando al grupo de expertos que contrataste?

–Tienes tanta energía como una florecilla pisoteada. ¿Y si sucediera algo? No. Os venís a casa conmigo –sentenció Edward .

Durante unos segundos, Isabella no pudo siquiera pestañear. «¿Yo también? ¿No solo Renie?», repetía machaconamente una vocecilla en su cabeza. El pulso inició un alocado galope y una chispeante excitación le recorrió todo el cuerpo.

«¡Contrólate, Isabella!».

–Aún llevo las grapas, Edward , no intentes hacerme reír –contestó ella en un intento de aclarar sus ideas. ¿Alojarse en su casa? Vivir a su costa diezmaría su orgullo y estaría en deuda con él.

–Es verdad –asintió él–. Grapas, tubos y una bolsa de sangre de otra persona. Tomas medicamentos que te aturden y tienes que llevar al bebé a revisión. Y no puedes hacerlo sola.

Isabella tenía amigos a quien poder recurrir, pero solo puntualmente.

–¿Por qué te ofreces? –la frustración hacía que la voz sonara aguda–. No quieres tener nada que ver conmigo –lo acusó, manifestando en voz alta sus temores.

–Puede que no seas mi ideal como madre de mi hija –él ladeó la cabeza–, pero no puedo obviar el hecho de que lo seas, ni que la amas tanto como yo. Ambos queremos estar con ella y tú necesitas que te cuiden. Que vengáis a mi casa es la mejor opción.

El arrogante «puede que no seas mi ideal», escocía salvajemente. Isabella era consciente de que su aspecto debía ser horrible, los cabellos aplastados y sin brillo, nada de maquillaje. Su cuerpo no recuperaría la figura en mucho tiempo.

¿Salía con alguien?, se preguntó. Mientras trabajaba para él no había podido evitar estar al corriente de esos detalles, pero, curiosamente, después de haber sido despedida había descubierto que no estar al corriente era mucho peor que estarlo. ¿Cómo se iba a sentir si descubría que salía con otra mujer mientras ella vivía bajo su techo?

–Ni siquiera nos gustamos –Isabella interrumpió sus pensamientos–. Sería un desastre.

–Vamos a tener que aguantarnos por el bien de Renie ¿no crees? –contestó el.

–¿Y el que yo dependa de ti favorecerá la buena voluntad? Lo dudo –protestó ella a pesar de que su mente ya barajaba la posibilidad de hacer algún trabajo de transcripción de vez en cuando mientras él se ocupaba de su hija. De ese modo podría conservar su casa.

Edward  cruzó los brazos sobre el pecho y puso su aguda mente a trabajar en la búsqueda de un argumento que diera por zanjada la cuestión. No es que le gustara la idea de tenerla alojada en su casa, se recordó. Lo hacía por su hija.

–¿No dijiste que esperabas que le ofreciera a Renie el mismo trato que al resto de mis hijos?

Edward  se sintió orgulloso de su buena memoria. Con ello justificaba la decisión de llevársela a su casa. Lo que menos le apetecía era desayunarse con una mezcla de traición, nostalgia y atracción, pero las necesidades de Renie estaban por encima de las suyas.

Isabella comprendía la lógica del argumento, pero no conseguía aceptarlo. El desapasionado razonamiento de ese hombre manifestaba una falta de sentimientos. Era pura frialdad.

También era la salida perfecta que le permitía aceptar un descabellado acuerdo. Sin embargo, temía estar cediendo a la tentación y sabía muy bien por qué. Una estúpida parte de ella seguía confiando en poder lograr explicarse y obtener el perdón de ese hombre.

La experiencia con su madrastra le indicaba que era ilusorio pensar que podía ganarse la admiración de Edward , pero eso no alteraba el hecho de que deseara que dejara de odiarla.

Edward  quería estar con su hija. Era lo único que le motivaba y estaba intentando asegurárselo con su habitual comportamiento autoritario al que se sumaban unos infinitos recursos. Y todo envuelto en un gesto casual cuando, seguramente, lo tenía todo bien atado.

–¿Nunca te he dicho lo irritante que puedes resultar cuando crees haber dicho la última palabra? –murmuró ella mientras seguía buscando una excusa para rechazar el ofrecimiento.

–No es que crea haber dicho la última palabra, sé que lo he hecho. El médico no te dará el alta a no ser que tengas un plan. Y yo soy ese plan.

–Es como si me estuvieras sacando de la cárcel bajo fianza.

–Cuidado, Isabella –cada músculo en el cuerpo de Edward  se tensó visiblemente–. En cuanto hayas recuperado las fuerzas no me mostraré tan benévolo. No he olvidado nada.

–Sabrás que no puedo tener sexo hasta dentro de unas cinco semanas –espetó ella–. Si esperabas tener un cómodo alivio a mano, olvídalo.

Edward  le dedicó una mirada que le recordó que estaba muy lejos de tener su mejor aspecto. Y en ese instante, Isabella odió a ambos. ¿Por qué le importaba si se sentía atraído hacia ella, o si lo había estado alguna vez? No lo había estado. Él había estado excitado y ella, disponible. Se lo había dicho claramente. Al parecer, tenerla bajo su techo no iba a bastar para tentarlo de nuevo. Lo que debería haber supuesto un consuelo se convirtió en una puñalada en el corazón.

–Solo hasta que el médico me permita volver a vivir sola –accedió Isabella al fin, ruborizándose violentamente por la humillación–. Cuando haya recuperado las fuerzas, me llevaré a Renie a mi apartamento.

–Ya cruzaremos ese puente cando lleguemos a él.

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A pesar del recibimiento de jardines en flor en la residencia de Ascot, Isabella sentía hielo en la sangre al cruzar las mismas puertas ante las que Edward  le había tenido esperando bajo la lluvia.

Después de aquel encuentro sus objetos personales le habían sido devueltos y las llaves, tarjeta de identificación y tarjetas de crédito retiradas.

Incapaz de mirarlo a la cara, Isabella posó una mano sobre el cálido cuerpecito de su hija, instalada en el coche entre sus padres, mientras el chófer detenía el vehículo bajo el porche. Cuando se dispuso a soltar el cinturón de seguridad de la niña, Edward  le apartó las manos.

–Yo la llevaré –sentenció él secamente mientras le entregaba la bolsa de los pañales al chófer.

Muy a su pesar, Isabella tuvo que aceptar con mano temblorosa el brazo que le ofrecía Edward  para poder salir del coche. Sus músculos ardían por el esfuerzo de ponerse de pie sobre las debilitadas piernas y el dolor le laceraba la cintura.

Mientras subían las escaleras, él la sujetó con un brazo, prácticamente llevándola en volandas.

Isabella emitió una exclamación de protesta, pero no pudo evitar aceptar su ayuda.

–No deberían haberte dado el alta –habló él secamente.

–No me gusta estar tan débil –murmuró ella, apartándose de su lado mientras entraban en la casa–. Incluso aquella vez, en Perú, conseguí seguir adelante. Me pondré bien. Tengo que hacerlo –agotada, se dejó caer en el mullido banco del recibidor.

–¿Cuándo estuviste enferma en Perú? ¿Aquella vez en que la mitad de los asistentes a la conferencia se intoxicaron con la comida? Tú no te pusiste mala.

–¡Sí lo hice! Pero alguien tenía que ocuparse de todo, cambiar las reservas de los vuelos. No recuerdo que te ofrecieras voluntario.

Edward  se irguió y abrió la boca, pero ella agitó una mano en el aire para silenciarlo.

–Era mi trabajo y no me quejo. Tan solo digo que nunca me había sentido tan mal como entonces, pero esto es mucho peor. Odio estar así.

–Deberías habérmelo contado. Entonces y ahora.

–Era mi trabajo –repitió ella ignorando su reproche para recordarle la ética de que siempre había hecho gala en su trabajo.

–Espero que me comuniques tus necesidades, Isabella. Yo no sé leer la mente. Te llevaré a tu habitación para que puedas descansar. ¿Podrás subir las escaleras tú sola o prefieres que te haga preparar una habitación en la planta baja?

–Arriba estará bien, pero Renie necesita una toma antes de que pueda acostarme –Isabella mantuvo deliberadamente la mirada en el bebé para evitar mirar a su alrededor. Estúpida romántica, había llegado a soñar con convertirse en la señora de aquella casa.

La estancia en la que se instaló para dar el pecho era una de sus preferidas, decorada en tonos mediterráneos, muebles modernos y vistas al jardín inglés. Edward  recibía influencias de todo el mundo, desde sus cálidos ancestros españoles por parte de madre hasta la precisión suiza de su padre. Había sido educado en los Estados Unidos de Norteamérica, donde había incorporado la cultura moderna. Todas sus casas eran elegantes, cómodas y eclécticas.

Y todas llevaban un marcado sello: el suyo.

Edward  permaneció junto a ella, navegando por la pantalla del teléfono móvil, haciendo todas esas cosas que ella solía hacer por él. Isabella sintió una punzada en el corazón. Le había encantado trabajar para él. Durante los últimos meses se había ganado la vida haciendo transcripciones, pero no era nada comparado con ese puesto que le había llevado por el mundo.

–¿Vas a ir a la oficina esta tarde? –preguntó, sin estar muy segura de si quería que se marchara.

Mantenerse a la defensiva resultaba agotador, pero una parte de ella necesitaba su proximidad como el cactus la escasa lluvia.

–Ellos me están preguntando lo mismo. Todo está hecho un lío. Cuando te pusiste de parto lo estaba organizando todo para una ausencia que creía iba a producirse dentro de un mes.

–Lo siento –se disculpó ella sin pensar. «¿Por qué te disculpas? ¡No ha sido culpa tuya!».

–Advertirme de la posibilidad de un parto prematuro podría haber sido útil.

–Lo último que me faltaba era una dosis añadida de estrés teniéndote todo el día al teléfono dándome órdenes –espetó ella irritada–. Seguí las indicaciones del médico e intenté llevar el embarazo a término. No podía hacer nada más. ¿El momento del parto no te convino?, pues bienvenido a la paternidad. Creo que ambos tendremos que adaptarnos.

–Lo único que digo es que habría venido bien un poco de comunicación. Guardártelo todo para ti no deja de meterte en líos –el suave tono de voz estaba cargado de amenaza.

–Claro, porque tú me diste muchas facilidades para comunicarme contigo tras informarme, a través de los cargos que me leyeron tras el arresto, de que sabías que faltaba dinero.

–Antes de eso –espetó Edward  con la mandíbula apretada y la mirada fría, aunque sus ojos emitieron un destello de algo parecido a la culpabilidad–. Podrías haberme contado que tenías problemas financieros. Habríamos encontrado la solución. Robar fue intolerable.

–Estoy de acuerdo. Por eso solo tomé el dinero prestado.

–Eso dices –masculló él entre dientes–. Pero si tu…

Renie regurgitó e Isabella la incorporó de inmediato, antes de mirar a Edward, esperando que concluyera la frase. Sin embargo, los ojos verdes estaban absortos en la contemplación del pecho desnudo. Isabella había llegado a la desmoralizante conclusión de que no había ninguna dignidad en un parto, ni después. Hacían falta dos manos para manejar a un recién nacido, lo cual te impedía cerrar el sujetador tras dar el pecho.

–Sácale los gases –le ordenó a Edward, avergonzada.

El incómodo momento no había sido más que el preludio de una batalla que prometía convertir su estancia en aquella casa en un pedacito de infierno.

Edward  la ayudó a subir las escaleras, la tapó con una colcha y encendió el monitor del bebé. Isabella sintió unas inmensas ganas de llorar, invadida por un sentimiento de alivio y gratitud, mezclado con unas elevadas dosis de frustración y miedo. No era así como había esperado que fuera su vida y no sabía qué le aguardaba. No podía confiar en Edward, pero tenía que hacerlo.

–No me he fijado dónde has dejado a la niña –protestó–. Si la oigo, no sabré adónde ir.

–El monitor es para que yo pueda oírte a ti –contestó él con una sardónica sonrisa–. Renie está en su cunita en mi despacho.

El deseo de llorar se hizo más fuerte. Edward  era el más capacitado, ella jamás estaría a su altura. Isabella cerró los ojos y apretó los temblorosos labios, rezando para que él no se diera cuenta de lo vulnerable que era. En escasos segundos estuvo dormida.

Edward  frunció el ceño y luchó contra el impulso de acariciarle el rostro. Necesitaba descansar.

Aun así, esa mujer se empeñaba en agotarse con interminables discusiones. ¿Cómo sería cuando recuperara las fuerzas? Había reconocido la agudeza de Isabella en varios gestos, pero la hostilidad y los desafíos eran nuevos para él. ¿Hasta qué punto había reprimido su verdadera personalidad cuando trabajaba para él porque era su jefe?

Y también porque deseaba engatusarle para que no echara de menos el dinero.

Aquello no encajaba con la mujer que se había obligado a trabajar estando enferma, la que había seguido adelante con un embarazo de riesgo para darle a su bebé el mejor comienzo posible, a pesar de que el parto podría haberla matado.

El recuerdo de una pálida Isabella llena de tubos y cables jamás abandonaría su mente.

También le afectaba el evidente amor que profesaba por su hija y su preocupación ante las revisiones médicas. La manera en que lo miraba, buscando su interpretación y que la tranquilizara. Una parte suya, muy cínica, le advertía contra volver a encapricharse de ella, pero la conexión de esa mujer con el bebé era demasiado real para ser fingida.

Por otro lado estaba la atracción física, más fuerte que nunca. No había podido evitar mirar fijamente el pecho desnudo. Y el delicioso trasero le pedía a gritos que posara sus manos sobre él. Cada vez que se acercaba lo suficiente para respirar su olor, sentía el impulso de atraerla hacia sí y besar esos carnosos y deliciosos labios.

Edward  se frotó la cara, más preocupado que nunca por una mujer a la que jamás debería haber tocado. Lo que necesitaba era ponerse a trabajar. Era lo que le había servido de vía de escape ante el suicidio de su padre. Desde los veinte años, en cuando la perfidia de su padrastro se hizo evidente, se había sumergido en el objetivo de recuperar la economía familiar.

A pesar de haber abandonado la universidad, había conseguido desarrollar una versión básica de un programa informático, y venderlo le había salvado de sentirse un fracasado por no haberse dado cuenta de lo que hacía su padrastro. Desde entonces no había hecho otra cosa que acumular dinero, creando un gigantesco colchón para la familia.

Una familia a la que se había incorporado una indefensa niña, motivándole más que nunca.

¿Y la madre del bebé?

Sentado ante el escritorio, consultó el monitor y se preguntó si alguna vez encajaría en su vida.


15 comentarios:

  1. me encanto!! espero y puedan entenderse como padres, la atracción es imposible de evitarse entre ellos :) ;)
    espero la siguiente actualización Yenny ;)

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  2. Me encanta esta historia! Graciasb por el capitulo.

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  3. Hermoso las dos están bien y en casa del papá 😉😍😘❤ gracias

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  4. Primer comentario... me encanta, quiero seguir leyendo. Gracias por actualizar

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  5. ahhhh ya nacio Renie que emocion, estos dos son una bomba a punto de explotar, sera epico cuando se dejen llevar x lo que sienten

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  6. gracias, me encanta esta historia. quedo pendiente de la actualización. Para cuando seria? Ojala Ed se de cuenta pronto de la verdad del dinero que Bella tomo.

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  7. Me encanta esta historia. Gracias por publicarla

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  8. Tal vez está vez Edward se permita ver qué las necesita a las dos, tanto a Rennie como a Bella.... Y que le dé una oportunidad de no pensar mal de ella...
    Besos gigantes!!!
    XOXO

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  9. Hay fuego ahí al 100% jaajaaja sea una lucha constante entre ellos ojala degen de atacarse y logre x lo menos una mejoría en la relación x la bebé buenooooo x algo se empieza jajajaja graciassssssssssss hermosa un superrrrrrrrrrr cap Graciassssssssssss Graciassssssssssss Graciassssssssssss

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  10. Creo k si Ed de interesará un poco más en la vida de bells entendería mejor
    Gracias por el capítulo

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  11. Me gusta la historia.
    Tanto Bella como Edward no se conocen y no saben más a ya del trabajo como unirse no ?

    Nos seguimos leyendo

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  12. Que necios son los dos, pero al menos ahora pasando tiempo juntos van a tener que hablar o hablar. Y de paso Edward se va a dar cuenta de que Bella en realidad no le robó como el cree.
    Gracias por el capi, espero con ganas el próximo!!!

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  13. Bueno está claro que ambos se necesitan.

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