Una Deuda Por Pasión 5

En cierto modo vivir con Edward  era muy sencillo. La comunicación subliminal que habían establecido había sentado las bases. Isabella conocía sus estados de ánimo y los límites a la hora de crear un espacio en el que ella tuviera cabida. Además, dedicaba tanto tiempo al trabajo que ella podía estar tranquila hasta que él se tomaba un respiro para ir a ver a su hija.

Sin embargo, el que se mantuviera fuera de su vista, no significaba que lo tuviera fuera de su mente. ¿Por qué tenía ese radar interno que captaba su presencia de inmediato? Saberlo tan cerca hacía que su mente viajara de regreso a aquella tarde lluviosa.

–¿Ese era el médico? –preguntó él sobresaltándola con una sacudida de inesperada excitación.

Intentando disimular la alegría que sentía por dentro solo con verlo, Isabella colgó el teléfono.

–Bree, mi vecina –le aclaró, sonrojándose.

–¿Ha sucedido algo? Tenías el ceño fruncido.

«No me analices», quiso gritar Isabella. Jamás habría creído posible añorar la época en la que era una pieza más del mobiliario de la oficina de ese hombre. La altiva actitud que había mostrado entonces era mucho más llevadera que el que observara cada uno de sus movimientos.

–Todo va bien –contestó ella con fingida despreocupación–. Quería saber cuánto tiempo iba a estar fuera de mi piso. Cuando yo viajaba, si coincidía con alguna visita de su familia, podía alojarse en mi casa. Su sobrina va a ir con su nuevo marido y les gustaría algo de intimidad.

Una incómoda corriente sexual tiñó su rostro de rojo carmesí. Todavía no tenía permiso para tener sexo y Edward  le había dejado bien claro que no le interesaba. Desesperadamente deseó poder tragarse sus últimas palabras.

–¿Y qué le has dicho? –Edward  deslizó la mirada por el ajustado jersey y pantalones de yoga que abrazaban el redondo trasero. Su voz no revelaba ninguna emoción.

–Que me gustaría poder ayudarla, pero que pronto iba a necesitarlo –ya estaba trazada la línea.

–¿Fue eso lo que te dijo el médico? –él la miró fijamente.

–Nada de piscina durante una semana, aunque sí dar paseos cortos. Y que duerma –ella lo miró con severidad–. Al parecer nadie le ha explicado que los bebés son criaturas nocturnas.

–¿Y por qué no me has dicho nada? –Edward  frunció el ceño–. Puedo levantarme yo.

–¿Qué sentido tiene? Tus pechos no son productivos.

–Puedo cambiarle el pañal y dormirla de nuevo, igual que tú –señaló él.

Isabella se puso tensa. Edward  se había revelado como el padre generoso e implicado que sabía sería, pero después de tantos años sola, no estaba acostumbrada a compartir tareas.

–Necesito arreglármelas sola –le explicó–. Dentro de poco no me quedará otra elección. Además, tú trabajas, necesitas descansar.

–¿Y cómo llamarías tú a las transcripciones que haces? –preguntó él irritado–. Estás pidiendo a gritos una recaída si te fuerzas hasta el límite –habló en modo altivo.

–No me voy a exceder. Mi prioridad es recuperarme. Sé que mi libertad con Renie depende de ello –Isabella sonrió–. No te preocupes, no dependeré de ti más tiempo del necesario.

Lo cual no pareció tranquilizar a Edward  que frunció el ceño. Por suerte, Renie eligió ese momento para despertarse y Isabella tuvo así un motivo para escapar de su intensa presencia.

La perfecta libido de Edward  observó el delicioso trasero de Isabella salir de la habitación. Era muy consciente del significado de los repentinos sonrojos y desapariciones.

Cuando había contratado a Isabella ya había observado esos pequeños gestos que delataban la atracción que había despertado en su secretaria. Para él no había significado nada, ya que las mujeres solían reaccionar de ese modo ante él. Tenía dinero, buena presencia y siempre iba impecablemente vestido. La reacción de Isabella había sido una de tantas.

Y así la había ignorado, junto con su propia curiosidad sexual, hasta «ese día». Después, Isabella se había mostrado tan débil y enferma que se sentía como un libidinoso incluso por los pensamientos más puros. Pero la manera en que se alisaba los cabellos y se erguía mientras intentaba fingir que no le alteraba su presencia, resultaba desquiciantemente seductora.

Con énfasis en «desquiciantemente». ¿Y qué si su cuerpo se había recuperado lo suficiente para sentir un destello de química? No podía aprovecharse de ello. Apenas eran capaces de mantener una relación civilizada. El sexo solo convertiría una situación complicada en algo inviable.

Su libido agradecería que ella se marchara a su casa, admitió Edward  a regañadientes. La reacción involuntaria de Isabella lo había excitado hasta el punto de que la erección presionaba fuertemente contra los pantalones, urgiéndole a ir en busca de la mujer que lo había incitado y hallar alivio en las húmedas profundidades que lo habían recibido con entusiasmo hacía un año.

Un año que había dedicado a intentar olvidarlo todo.

Achacó el largo período de abstinencia al tiempo dedicado al trabajo y los abogados. Había estado demasiado ocupado para citas. Desde luego no era porque estuviera tan obsesionado con una mujer en concreto que no le sirviera ninguna otra. Eso no.

A punto de apagar la luz del dormitorio, oyó llorar a Renie. Isabella le había dejado muy claro que las noches eran suyas, pero aquello era ridículo.

Para cuando llegó a la habitación de Renie, la niña ya se había calmado e Isabella estaba cerrando la puerta, dando un respingo sobresaltada al descubrir su presencia en la oscuridad.

–¡Me has dado un susto de muerte! –exclamó en un susurro.

–Es que vivo aquí –murmuró Edward  con calma, aunque con el corazón acelerado.

Isabella estaba frente a él, la mirada a la altura del torso desnudo. No llevaba sujetador bajo la camiseta sin mangas y los pantalones cortos parecían más unos calzoncillos de hombre. Los pezones se le marcaban claramente bajo la tela de algodón.

Esa no era la manera de compartir tareas nocturnas, pero Edward  no pudo evitar el bombardeo de señales eróticas que se acumularon en sus receptores sexuales. Isabella llevaba el pelo suelto y aún olía al baño de espuma que había tomado poco antes. La respiración surgía entrecortada de los deliciosos labios entreabiertos y la mirada cargada de deseo se deslizó por los pectorales.

Los holgados pantalones del pijama de Edward  empezaron a abombarse bajo la cintura…

Avergonzada, ella clavó su mirada en los ojos verdes. Una mirada, le pareció a él, cargada de un deseo sexual reprimido tan fuerte como el suyo.

–No me parecía que fuera a calmarse –consiguió explicarle con voz ronca–. Por eso decidí relevarte para que pudieras volver a la cama.

«Cama», era lo único en lo que podía pensar. La otra vez habían utilizado un sofá, y durante menos de una hora. Pero en esos momentos quería más. Horas. Días.

La voz de Edward  hizo que a Isabella se le pusiera el vello de punta. Su olor corporal resultaba fuerte y agresivo. Era muy consciente de no estar depilada y de que el pantalón corto y la camiseta sin mangas no era precisamente una lencería muy sexy.

–Se ha quedado dormida –murmuró, moviéndose ligeramente y casi tropezando con él.

Y de nuevo se encontró en la casa de Oxshott y, de nuevo él tenía la mirada fija en sus labios. El corazón le dio un vuelco y la mente se le quedó en blanco. Como aquella vez.

«Otra vez no», pensó. No podía moverse, paralizada por la atracción y el deseo.

Edward  levantó una mano, pero se detuvo. Isabella aguardó expectante. Y Edward  inclinó la cabeza.

«No permitas que suceda», se advirtió ella en silencio. Sus instintos de conservación bombardeaban con tal intensidad que ella no sabía si echar a correr por el pasillo, intentar atravesar el cuerpo de Edward  o retirarse a la habitación de Renie.

Edward  tomó el rostro de Isabella con una mano, levantándolo hacia él antes de tomar sus labios con un profundo gemido.

«No lo hagas. No…».

Todo en ese hombre era fuerte y la manera, hambrienta y confiada, con que tomaba sus labios acabó con su fuerza de voluntad. Su boca encajaba perfectamente sobre la suya y cuando le entreabrió los labios con la lengua, ella se sintió estremecer. «Sí, por favor». Isabella no pudo evitar fundirse contra él. Sabía lo bueno que iba a ser lo que le esperaba. Su cuerpo aún conservaba la memoria de la sensación de los viriles músculos y la rotundidad con que la llenó.

Edward  la rodeó con un brazo en un gesto de posesión que le arrancó a Isabella un gemido. La ropa no ofrecía ninguna protección, pues lo sentía todo. Sentía la ardiente rugosidad del torso, los músculos planos del abdomen y la enhiesta forma de la extraordinaria erección.

Las manos de Isabella se deslizaron sobre la suave cintura mientras los pensamientos se ocultaron tras un beso que empezaba a consumirla. Una dulce y profunda excitación, una sensación que no había sentido en meses, se enroscó deliciosamente en su interior. Era maravilloso sentirse abrazada, besada por ese hombre como si estuviera saciando una vida entera de necesidad.

Edward  deslizó las manos por el curvilíneo cuerpo y ella se retorció y se apretó contra él, disfrutando al ser aplastada contra la puerta. Cuando la ardiente mano se deslizó bajo los pantalones cortos y no encontró braguitas, gimió y apretó suavemente el trasero.

Isabella apretó los pechos contra el velludo torso mientras sus manos se dirigieron hasta la rígida masculinidad que estaba a punto de agujerear la tela de sus pantalones.

–Sí, tócame –le urgió él con voz ronca.

Edward  volvió a tomar su boca y ahogó el grito de sorpresa que escapó de los labios de Isabella cuando sintió la masculina mano deslizarse por la parte anterior del muslo, encontrando el sensible núcleo. Los círculos que dibujó con el dedo alrededor del tenso botón arrancaron unas fuertes sacudidas de deseo.

Edward  le descubrió los pechos e inclinó la cabeza. «Estoy lactando», pensó ella.

La realidad de lo que estaban haciendo estalló en su cabeza y lo apartó de un fuerte empujón. Edward  se tambaleó y, perplejo, alzó la vista.

Había muchas razones para sentirse espantada. Y la expresión de terror debía estar reflejada en su rostro pues Edward  desvió la gélida mirada de plata y dio un respingo.

Quizás él también se sentía espantado al comprobar que había vuelto a caer en sus brazos.

En brazos de la mujer que tenía más cerca. La que estaba más a mano.

Un profundo dolor laceró el vientre de Isabella. De nuevo humillada, corrió a su habitación.

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Durmió hasta tarde. Edward  había entrado en la habitación mientras dormía y se había llevado el monitor. Lo encontró sentado a la mesa del desayuno, a una hora a la que debería estar en la oficina. El motivo por el que no había ido a trabajar se le escapaba. Llevaba casi un mes allí.

–¿Renie? –preguntó Isabella.

–Le he dado un biberón, pero no ha comido mucho. Está dormida, aunque no durará.

Aprovechando la necesidad de sacarse la leche de los inflamados pechos, ella abandonó la cocina, pero cuando regresó, él seguía allí con aspecto de disponer de todo el día.

–No quiero hablar de ello –espetó ella de golpe, mientras evitaba admirar los fuertes músculos que llenaban la camisa azul y se sentaba para desayunar una tostada con mantequilla.

–Ya sé que todavía no puedes hacer el amor. No habríamos llegado tan lejos. Además, no llevaba ninguna protección y, desde luego, no quiero que vuelvas a quedar embarazada.

La tostada se volvió amarga en la boca de Isabella y todo el dolor que había ignorado afloró hasta la garganta, impidiéndole tragar. Con toda la dignidad de que fue capaz, se levantó de la silla.

–¿Y no crees que yo no me levanto cada mañana deseando que el padre de Renie fuera otra persona? –Isabella percibió claramente cómo Edward  dejaba de respirar, pero no obtuvo ninguna satisfacción. A punto de alcanzar la puerta, él la detuvo con su ronca voz.

–Lo decía porque no quiero volver a poner tu vida en peligro. Dado lo peligroso que puede resultar dar a luz, no deseo volver a poner a ninguna mujer en esa situación.

La afirmación le hizo titubear. Volviéndose hacia él, se encontró con una mandíbula apretada y una tensión que confirmaba la sinceridad de cada una de sus palabras.

–Millones de mujeres viven el embarazo y el parto sin ningún problema –señaló ella–. No sabes cómo vas a pensar en el futuro. Con otra mujer.

Edward  le devolvió la mirada que ella conocía bien. La que indicaba que la discusión había terminado. Iba a desperdiciar su energía si pensaba que podría razonar con él. La rígida expresión era tan familiar, la confianza en su propio juicio tan obvia, que ella sonrió divertida.

Era la última reacción que hubiera esperado de sí misma. El cuerpo aún vibraba por la excitación no aplacada que no hacía más que hundir su ya maltrecha autoestima. Había encerrado el corazón bajo una coraza, pero, por algún motivo, las palabras de Edward  lo habían descubierto ligeramente. Ese hombre estaba haciendo gala del sentido protector que ella tanto admiraba. Desde luego había sido un comentario amable y, además, una parte de ella se regocijaba al pensar que no tenía intención de llenar su vida con hijos de otras mujeres.

–¿Qué te hace tanta gracia? –murmuró él.

–Nada –le aseguró Isabella, sujetándose el rugiente estómago con una mano.

–Siéntate y come –le ordenó Edward  mientras le ofrecía una silla–. Necesitas calorías.

Isabella volvió a sentarse y la asistenta apareció con un plato de huevos y tomate.

Para su consternación, Edward  también se sentó de nuevo.

El recuerdo de la noche anterior escocía como una llaga. Había estado dando vueltas en la cama intentando explicarse cómo había podido suceder. En el fondo era muy sencillo, seguía reaccionando ante su presencia. Para él sería más bien una cuestión de ¿comodidad?

Ruborizándose, miró fijamente el plato y se dispuso a comer. El loco instante iba a interponerse entre ellos igual que el muro de resentimiento por el dinero sustraído. Necesitaba marcharse.

–Creo que después de la siguiente revisión podré regresar a mi apartamento –señaló.

Edward  respondió con un gruñido de rechazo.

Isabella apretó los labios para intentar disimular el salto de júbilo de su corazón. ¿Se resistía a dejarla marchar porque deseaba tenerla a su lado?

–No. Quiero a Renie todo el tiempo conmigo. Y eso significa que tú también te quedas.

Las palabras de Edward  impactaron sobre ella como una bomba, prácticamente lanzándola de la silla. Un inesperado deseo le agarrotó el estómago y las brasas de lo sucedido la noche anterior se reavivaron. En su cabeza saltaron todas las alarmas. «Peligro, peligro».

–Ya estás poniendo a prueba de nuevo las grapas de la incisión –contestó ella mientras se llenaba la boca con los huevos, como si el asunto estuviera zanjado–. No –añadió.

–¿Por qué no?

–Para empezar por lo de anoche –ella lo miró, su rostro reflejando humillación y vergüenza.

Si él hubiera hecho avances y ella lo hubiera rechazado, habría sido otra cosa, pero lo cierto era que había respondido de un modo horriblemente revelador. Isabella bajó la vista, deseando no haber reaccionado así, sobre todo al pensar que Edward  podría utilizarlo a su favor.

–La química entre nosotros sigue viva. Hasta ahora la habíamos ignorado con éxito, pero quizás nos apetezca reanudar ese aspecto de nuestra relación cuando estés plenamente recuperada.

–¿Qué relación? –Isabella estuvo a punto de atragantarse–. ¿Qué química? –saltó de la silla sin darse cuenta, todo su ser rechazando lo que acababa de oír–. En cuanto el médico me lo permita, volveré a mi casa –arrojó la servilleta sobre la mesa y se dirigió de nuevo hacia la puerta.

–Pues te irás sola –contestó él en tono implacable–. Renie se queda aquí.

Ahí estaba el muro que ella siempre supo iba a levantar Edward  entre ella y su hija. ¡Menudo bastardo! ¡Y cuánto dolía! Dolía por el modo en que la trataba, y dolía porque no era el hombre que ella deseaba que fuera.

–Eso no es lo que pone en nuestro acuerdo legal –le recordó ella.

–No despidas a tu abogado, cariño. Vamos a reescribir ese acuerdo.

No era ningún farol. Isabella sintió que el corazón se le retorcía y apretó los puños. Jamás en su vida había sentido el deseo de agredir físicamente a nadie, pero ante la injusticia buscó la confrontación. Deseaba destrozarlo.

Sorprendido, Edward  se levantó lentamente de la silla, poniéndose en guardia, aprovechando su imponente estatura, lo único que le impedía a ella golpearlo.

–Bueno, eso desde luego es muy propio de ti –Isabella atacó con el único arma de que disponía, una lengua envuelta en odio y resentimiento–. «Te deseo, Isabella» –se burló–, «Tócame, Isabella». Y a la mañana siguiente, una patada en el trasero y a la calle. Adelante, oblígame de nuevo a contratar a un abogado que no me puedo permitir. Te llevaré a juicio, exponiéndote públicamente. Te haré daño de todas las maneras posibles. Me llevaré a tu hija, porque no voy a permitir que sea criada por alguien que amenaza a la gente como lo haces tú.

La ira se fue desinflando poco a poco hasta quedar en una profunda desesperación. Se enfrentaba a un arsenal de dinero, posición y poder. ¿Y qué tenía ella? Cargos por robo.

–¿Cómo te atreves a juzgarme? –consiguió concluir mientras salía de la cocina.

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Edward  permaneció en un perplejo silencio. Se sentía como si hubiese sorprendido a una leona herida, apenas consiguiendo escapar con vida. La adrenalina ardía en sus venas.

En su pecho se había abierto una enorme brecha. «Tócame, Isabella. Patada en el trasero y a la calle». Un profundo arrepentimiento le asaltó a pesar de que deseaba gritar en su defensa. ¿Cómo se atrevía esa mujer a acusarlo de manipulador?

–¿Más café? –la asistenta le provocó un sobresalto.

–No –rugió él antes de recuperar la compostura–. No, gracias –añadió–. Por favor, prepárale unos sándwiches a Isabella. No ha desayunado mucho. Estaré en mi despacho.

Buscaba la soledad para repasar el enfrentamiento, no para reducir el volumen de trabajo que se acumulaba por momentos cada vez que su nueva familia le provocaba una distracción.

«Tócame». El estómago se le encogió al recordar el éxtasis que había sentido cuando los delicados dedos le habían rodeado el miembro viril. El deseo había vuelto a estallar la noche anterior. Deseo por ella. A pesar de todas las excusas que había podido inventar, lo cierto era que no se sentía atraído por ninguna otra mujer, solo por ella.

No le gustaba que Isabella fuera la única por la que sintiera deseo. Debería poder controlarse más. Aquella mañana había despertado temprano y elaborado una serie de argumentos que obligaran a Isabella y a Renie a seguir viviendo con él, llegando a convencerse de que era una solución conveniente para la custodia, nada que ver con la atracción sexual.

Y recordó los suaves gemidos y apasionada reacción al beso en el pasillo. El cuerpo no era capaz de mentir.

Isabella no quería tener nada que ver con él. Quizás se sentía físicamente atraída, pero su furia de aquella mañana le indicaba que preferiría asfixiarlo mientras dormía antes que compartir su lecho para hacer el amor.

Contempló sin ver el colorido jardín que se extendía al otro lado de la ventana, recordando la expresión de horror de Isabella aquel día ante su puerta, y de nuevo en la cocina esa misma mañana. Una mano se cerró en torno a su corazón, apretándolo. Un millón de veces se había dicho que era tan cínica y desapegada como sus otras amantes, pero de repente algo le molestaba. Temía haberle hecho daño de un modo en que no pensaba que podría hacerlo. ¿Acaso la trataba de manera distinta a cómo lo trataba ella? Había conseguido hechizarlo para luego robarle. Por su culpa ya no se interesaba por las demás mujeres.

Un movimiento llamó su atención. Isabella había sacado a Renie al jardín. Iba descalza y llevaba un vestido de verano. Sus cabellos húmedos caían sueltos sobre la espalda en unas suaves ondas que se transformarían en elásticos rizos en cuanto el sol los secara. Sentada en el balancín sobre una pierna, cerró los ojos, impulsó un suave movimiento y respiró hondo.

Era la mujer en estado puro. Sensual y a la vez maternal. Preciosa.

El deseo que sentía Edward  adquirió una nueva y desconcertante dimensión. No era solo sexual, pues no había olvidado la eficacia de esa mujer, su delicado trato con las personas difíciles, las sonrisas fáciles.

Deseaba a la Isabella que había creído que era antes de que el extracto bancario probara que no era así.

El suicidio de su padre por culpa de un asunto sórdido, aunque clásico, empezaba a ganarse parte de su empatía. Si su padre había tenido que luchar contra cosas como sobrepasar los límites en el lugar de trabajo y una lujuria que se enfrentaba al amor por su hijo, Edward  empezaba a comprender cómo debía haberse sentido.

Sin embargo, si iba a exponer su perfidia, lo mejor sería empezar por medidas drásticas. Isabella le había amenazado con un juicio público y la creía muy capaz de ello. Estaba dispuesta a todo cuando sentía sus derechos básicos amenazados y una parte de él la respetaba por ello.

Soltando un juramento, salió al jardín y se acercó hasta Isabella que abrió ligeramente los ojos.

–Voy fluyendo por el río de la negación. No fastidies el momento –le advirtió ella.

Edward  sonrió. Esa mujer siempre lo pillaba desprevenido con sus coloridas expresiones. Sospechaba que en su interior alojaba a un poeta. Un poeta romántico.

Frunció el ceño, pues esa imagen no encajaba con la de la vampiresa calculadora que era.

–Escucha –el ultimátum que le había lanzado le había enfurecido y, a regañadientes, reconoció que la deseaba desesperadamente mientras que ella pensaba que la estaba manipulando. El factor manipulación era su química interior–, me equivoqué al decir que iba a cambiar el acuerdo. Tenías razón. Nuestra relación empeorará si usamos a Renie como moneda de cambio.

–¿Te has tomado alguna droga? Me ha parecido oírte decir que yo tenía razón.

–¿De dónde viene tanto descaro? –preguntó Edward –. No solías hablarme así antes.

–Claro que sí, pero para mis adentros. Desde que me despediste, puedo hacerlo de viva voz.

A Edward  no le quedó más remedio que aceptarlo. Hundiendo las manos en los bolsillos, se balanceó sobre los talones.

–¿Te quedarás? Ya me conoces. Viajo mucho y no quiero pasar mucho tiempo lejos de Renie.

–Por quedarme ¿insinúas que te sigamos como nómadas por todo el mundo? –ella abrió los ojos desmesuradamente.

–¿Por qué no? Cuando trabajabas para mí te gustaba mucho viajar.

–Solo cuando podía salir del hotel para hacer turismo –Isabella frunció los labios.

Edward  frunció el ceño, percibiendo la crítica subyacente. Era consciente de lo mucho que había disfrutado Isabella conociendo otras culturas, nuevas personas y perspectivas que alimentaban su curiosidad. Siempre estudiaba con antelación los museos o maravillas locales y contemplaba con interés los mercados por los que pasaban. También le transmitía a él valiosa información que le servía para sus negociaciones. Sin embargo, se preguntó si no la habría mantenido demasiado ocupada.

Claro que el objeto de los viajes era el trabajo. A eso se dedicaba él.

Frunció el ceño al comprender lo poco que había visto él mismo de esos países.

–Lo que yo quiera no importa –suspiró ella–. Renie tendrá que ir al colegio…

–Todavía faltan años para eso –protestó él–. Hará falta tiempo para que todo encaje en su sitio. Durante los próximos años, mientras nos tenga a su lado, será feliz esté donde esté. No te estoy hablando de marcharnos mañana mismo, comprendo que tienes revisiones médicas a las que acudir. Nos quedaremos aquí el tiempo que necesites, pero más adelante no veo por qué no podemos irnos unas semanas a Milán. Y mi madre me está preguntando que cuándo voy a llevar a su nieta a Nueva York.

–No puedo vivir contigo de forma permanente. ¿Cómo lo íbamos a explicar? A tus futuras amantes no les gustaría y ¿qué pasa si uno de los dos quiere casarse?

–El matrimonio nunca me ha interesado y cada vez tiene menos sentido –contestó él irritado ante la mención de amantes y esposas–. En cuanto a las amantes, y por el bien de Renie, lo mantendremos de puertas hacia dentro.

–¡Vaya! ¿Por el bien de Renie yo debería practicar el sexo contigo? Incluso alguien con mi bajo sentido de la moral tendría dificultades para asimilar ese razonamiento.

–Si nos acostamos juntos, será porque ambos lo deseemos –espetó él, consciente de lo mal que estaba manejando el asunto. Esa mujer lo sacaba de quicio–. Lo de anoche fue un choque frontal. Tú me deseas y, cuando el médico te dé el alta, podremos tener sexo. Piénsatelo.


10 comentarios:

  1. Hay Edward, jaja lo ame y gracias por actualizar

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  2. OMG q lío con estos dos quieten pero se niegan ojala Edward cambiara y la escuche q hablen y Bella le explique lo q paso ojala pasara eso, x el bien d los dos , Gracias ❤😘

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  3. Jajajajajajajajajajaja jajajajajajajajajajaja estos dos van a la yugular y contando jajaajajaj gracias hermosa me superrrrrrrrrrr encanto Graciassssssssssss

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  4. Que chocante que es Edward jajajaj, no para de meter la pata 😂 a ver como arregla esto ahora jajajaj. Bravo Bella!!! Domadora de fieras jajaja

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  5. Definitivamente Edward no renuncia a la idea de volver a compartir cama con Bella... pero no quiere saber que fue lo que pasó con lo del supuesto robo... ahora le toca tratar de convencer la de volver a compartir mucho más que a Rennie ;)
    Besos gigantes!!!!
    XOXO

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  6. Edward no puede con Bella y Bella no puede con lo que siente por el gracias por el capítulo

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  7. Bien Bella que no te dejes aminalar por Edward!! Gracias por el capitulo.

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  8. Tanto tiempo por el capítulo, gracias la verdad me ha gustado, una historia muy envolvente, actualiza pronto, bye.

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  9. Jajajaja
    Edward si que esta siendo una joyita..que divertido como bella lo enfrenta
    Definitivamente tienen química pero de la explosiva
    Me gusta mucho la historia gracias
    Saludos de mi lindo Ecuador
    Adriu

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