De manera que se esforzó en elaborar una lista de razones para no confiar en él con el fin de contrarrestar la atracción que sentía. «El matrimonio nunca me ha interesado y cada vez tiene menos sentido». Eso dejaba muy claro dónde empezaba y dónde acababa su interés por ella.
Con los días se hacían más frecuentes las conversaciones breves salpicadas de miradas significativas y obstinadas evitaciones. Tenía que regresar a su apartamento.
El problema era que la sobrina de su vecina le había vuelto a pedir que le prestara la casa. Isabella había pensado buscar trabajo en una zona menos cara de Londres y así alquilar su piso mientras se instalaba ella misma en otro sitio más pequeño. No quería perder su casa, pero sin ingresos no podría conservarla. Tampoco sabía cómo iba a pagar a una niñera si trabajaba.
Y esa preocupación le llevaba invariablemente de vuelta al ofrecimiento de Edward. Sería un error. La había ofendido, y él se sentía ofendido por ella. De no ser por el bebé, podría haberse dado a la bebida, pero una copita con una amiga no podía hacerle daño.
Edward se quedó perplejo cuando le comunicó que iba a salir por la noche.
–Ángela es una amiga que se trasladó a Canadá hace años. Esta noche llega a Londres y será el único rato que tenga libre. Me gustaría tomar una copa con ella y dejarte a Renie.
–¿Estás bien para salir? –Edward le dedicó una lánguida mirada que la incendió por dentro.
–Claro que sí –contestó ella con una voz más aguda de la deseable, irritada por el cosquilleo que le invadía cada vez que ese hombre la miraba. Necesitaba el consejo de Ángela.
–Mete unas cuantas cosas en una bolsa y nos quedaremos en el ático –él se encogió de hombros–. Así no tardarás tanto en regresar a casa y yo podré ir a la oficina mañana.
Una parte de ella quiso rechazarlo sin más, pero le gustaba la idea de estar más cerca de casa. Su médico estaba muy contento con sus progresos, pero entre las necesidades de Renie y los deseos de su cuerpo, apenas conseguía dormir.
Tras preparar la bolsa, conducido hasta la ciudad e instalado al bebé, se sentía más dispuesta a irse a la cama que a salir fuera. Se puso una camisa negra con un top verde, ambos demasiado ajustados, pero al menos su pelo era un valor añadido, cayendo en grandes ondas por los hombros y, sobre todo, desviando las miradas de su engrosada cintura. El toque de maquillaje y los tacones, que hacía mucho tiempo no utilizaba, le daba un aspecto bastante bueno.
El recuerdo de las críticas de su madrastra hacia su aspecto, acudió a su mente. Sin embargo, Isabella tenía práctica ignorando la dolorosa denigración a la que le había sometido durante años.
–¿Quién es esa Ángela? –preguntó Edward secamente mientras entraba en la habitación.
–Una amiga del colegio –Isabella se apartó del espejo y lo miró.
Edward llevaba puestos unos vaqueros y una camisa con el cuello desabrochado. Y de nuevo el estómago se le llenó de mariposas.
–¿Te vistes así para una mujer? –la mirada verde se deslizó por todo su cuerpo.
–Es lo único que me vale. No puedo ir con chándal y zapatillas. ¿Debería cambiarme?
–Sí. ¡No! –Edward la miró confuso–. Estás estupenda. ¿No vas a verte con ningún hombre?
–¿Lo dices por lo irresistible que resulta una madre soltera y sin empleo con problemas legales? No, me voy a reunir con una amiga. Y me gustaría que dejaras de acusarme de mentir.
–También te he dicho que estás preciosa –intentó Edward a modo de disculpa.
–No estaba buscando un cumplido –a Isabella se le encogieron los dedos de los pies.
Edward bloqueó la puerta con un brazo.
Un incómodo silencio se extendió entre ellos y en la mente de Isabella volvió a sonar la voz de su madrastra, criticándola por el exceso de peso, las ojeras y la falta de manicura. Sin embargo, la mirada de Edward solo reflejaba apreciación masculina haciéndole sentirse hermosa.
El cosquilleo en el estómago se intensificó.
Isabella se obligó a quedarse quieta, pero Edward dejó caer el brazo y dio un paso al frente hasta quedar justo delante de ella. Los ojos grises emitían cálidos destellos mientras las masculinas manos tomaban el rostro de Isabella con desconcertante ternura.
–¿Qué haces? –consiguió exclamar ella casi sin respiración.
–Recordarte, en caso de que algún hombre intente abordarte esta noche, que aquí en casa tienes a uno dispuesto a satisfacer tus necesidades –le explicó mientras agachaba la cabeza.
–No me estropees el carmín –protestó Isabella con voz temblorosa.
Era lo único capaz de decir cuando todo su cuerpo deseaba que la tomara allí mismo. Sus pechos anhelaban el contacto con el fuerte torso y el calor se acumulaba entre los muslos. Sus brazos pedían a gritos agarrarse a él.
Y en el último segundo, Edward ladeó la cabeza y hundió los labios en el femenino cuello. Cuando sintió la boca en el punto más sensible del cuello, a Isabella le flaquearon las rodillas.
–¿Qué haces? –volvió a exclamar sintiéndose derretir en sus brazos, los pezones endurecidos.
Debería haberlo detenido, pero su cuerpo lo anhelaba mientras la mente se llenaba de un torbellino de pensamientos y solo era capaz de procesar la sensación de las familiares manos deslizándose por sus curvas, deteniéndose en las caderas y el trasero. Edward estaba duro, dispuesto, tentador.
–Haces que pierda la cabeza –gimió él antes de soltarla–. No hagas ninguna tontería esta noche. El coche te espera. Había venido a decírtelo.
A Edward no le importaba que Isabella saliera una noche, pero no le gustaba no poder cuestionar sus idas y venidas. Sospechaba que se debía a unos anticuados celos, una emoción que jamás había experimentado y que, desde luego, no le gustaba. Pero Isabella estaba ardiente, tan sexy como hacía un año. Con los cabellos sueltos y los rotundos pechos asomando bajo el top, había visto lo que verían todos los hombres en Londres, a una mujer hermosa.
Pero él no estaría allí para espantarlos con una mirada de advertencia.
No debería haberla besado, pero no había podido resistirse a dejarle claro que la deseaba. Isabella lo había estado evitando desde la noche del beso en el pasillo y él había intentado ignorar lo mucho que la deseaba. Sin embargo, el deseo crecía exponencialmente cada día.
Resultaba muy frustrante, pero por incómodos que se sintieran el uno con el otro, estaban igualmente entregados a Renie. Edward no soportaba estar más de unas horas separado de su hija.
Muy contrariado, y con el olor del perfume de Isabella aún pegado a él, esperó en el descansillo a que ella se marchara.
–Llevo el teléfono –Isabella se sonrojó–, por si Renie me necesita.
–Estaremos bien. ¿Tienes el número de Mike? –preguntó él refiriéndose a su chófer.
–Sí, lo tengo grabado –deslizó el pulgar por la pantalla e hizo un gesto de contrariedad–. No había visto este mensaje de Ángela, está enferma. Qué rabia.
Era evidente que Isabella se sentía muy defraudada. Sin embargo, Edward estaba vergonzosamente feliz. Pero al ver caer los bonitos hombros y desaparecer el brillo de emoción en la mirada, no pudo evitar sentir lástima por ella.
–Vestida así y sin un lugar al que ir –el rostro de Isabella reflejaba resignación–. Siento haberte arrastrado hasta Londres para nada. Supongo que al final sí voy a ir vestida de chándal.
–Realmente tenías ganas de salir ¿verdad? –observó él.
–Chateamos a menudo –ella se encogió de hombros–. En ocasiones me apetece verla y resulta frustrante no poder hacerlo –contuvo las lágrimas y se volvió para dirigirse a su habitación.
–Isabella.
–¿Sí? –ella se detuvo, pero no se volvió.
Estaba seguro de que lo iba a lamentar, pero había algo en el hermoso rostro y, además, tenía un aspecto increíble. No podía permitirle regresar a su habitación.
–Tómate una copa conmigo –señaló con la cabeza hacia el salón.
–¿Cómo? No ¿Por qué? Dentro de un rato le voy a dar el pecho a Renie. No puedo.
¿Cuántas negativas le había dedicado en una frase?, se preguntó él entre divertido y exasperado.
–Nos ceñiremos al plan –insistió Edward –. Tómate la copa de vino que ibas a tomarte con tu amiga y yo le daré el biberón a Renie cuando lo pida. Es evidente que tenías ganas de salir.
–No era por el vino –ella puso los ojos en blanco–. Quería ver a mi amiga.
–Pues ven y cuéntame por qué es tan especial para ti –la condujo hasta el salón.
–No sé por qué iba a interesarte –bufó Isabella.
Edward se adelantó a ella y encendió la luz del mini bar, creando un ambiente relajante e íntimo.
–No paras de acusarme de no interesarme por tu vida, y… –señaló la vestimenta de Isabella–, no soporto ver cómo se desperdicia todo eso. Te llevaría a alguna parte, pero, a diferencia de ti, no he previsto ninguna canguro. Siéntate y cuéntale al camarero cómo ha sido tu día.
Edward le ofreció un taburete. Ella titubeó antes de aceptarlo, sentándose bajo la atenta mirada de los ojos grises. ¡Cómo deseaba hacer suyo ese cuerpo!
«Es una ladrona», se recordó, aunque no sirvió para ahogar su deseo. Dirigiéndose al otro lado de la barra, eligió un vino blanco joven de una pequeña nevera.
–Debería comunicarle a Mike que tiene la noche libre –observó ella en un tono que trasladó a Edward un año atrás en el tiempo.
Eficaz, clara, responsable y atenta a los detalles. Sin cruzar jamás el límite, salvo…
Isabella colgó el teléfono y enarcó las cejas extrañada cuando Edward se lo pidió.
–Ha habido un cambio de planes –le explicó él a Mike–. ¿Podrías acercarte a Angelo’s y pedirles un menú completo? Lo que sea, pero sin champiñones para Isabella.
–¿Vamos a trabajar hasta tarde? –musitó ella en tono de guasa.
–Es que no me apetece cocinar ¿y a ti?
–¿Sabes cocinar? Nunca te he visto intentarlo siquiera.
–Sé hacer filetes a la parrilla.
También sabía limpiar copas, como le demostró a continuación. Lo había aprendido años atrás, cuando se había visto obligado a trabajar de camarero para ganar un muy necesitado dinero.
–Pero a un hombre en tu posición no le hace falta hacer nada –Isabella sonrió provocativa.
–Siempre me ha molestado la insinuación de que no he trabajado para conseguir lo que tengo. Quizás naciera en una buena familia, pero todo eso se vino abajo gracias a mi padrastro. Todo lo que tengo lo he logrado con mi trabajo, y conlleva obligaciones y responsabilidades que requieren mucho tiempo. Si puedo delegar pequeñas cosas, como freír un filete, para negociar un contrato importante para que yo y unos cuantos cientos de personas sigamos ganándonos la vida, lo haré –llenó dos copas y le entregó una.
–Por las agradables conversaciones –brindó ella con gesto burlón.
–No me acabo de acostumbrar a esto –Edward la miró con los ojos entornados.
–¿Acostumbrarte a qué? –ella soltó la copa y apoyó los codos en la barra de mármol.
–A esta mujer insolente y sarcástica. La que tiene secretos y una doble vida. La verdadera tú.
–Me atribuyes más misterio del que poseo. Cierto que ahora soy más franca contigo que antes, pero es que no puedes decirle a tu jefe que es un imbécil arrogante ¿verdad? –lo miró fijamente a los ojos–. No si necesitas el dinero para pagar las facturas.
–Jamás te habría despedido por decir algo así –Edward consideró la posibilidad de permitir que la conversación derivara en algo más serio, pero optó por mantener el tono amistoso.
Isabella hizo una mueca antes de soltar una carcajada. Para Edward fue como si estuviera tumbado en el sofá o en la cama. «Desde luego mejor la cama», pensó mientras un intenso ardor masculino crecía en su interior. Admiró los labios pintados, el delicado cuello y la piel de alabastro que asomaba por el escote. ¿Por qué nunca la había llevado a cenar?
Porque entonces era su secretaria.
Resultaba liberador que ya no hubiera ningún obstáculo entre ellos.
«Para el carro», se recordó. Quizás hubieran admitido al fin la existencia de la atracción sexual, pero solo porque deseara llevársela a la cama no significaba que podía hacerlo.
Isabella no soportaba la intensidad con la que Edward la miraba. Cada día que había trabajado para él había soñado con alguna muestra de interés hacia ella. Y cuando por fin la obtenía, le producía un intenso pánico. No podía fiarse de que su interés por ella fuera sincero.
Acosada por amargos recuerdos, se deslizó del taburete llevándose la copa de vino y se dirigió al ventanal que dominaba la silueta de Londres.
–¿Así es como empiezas tus espectaculares días, o es aquí donde los terminas?
–¿Espectaculares? –el reflejo de Edward , parcialmente visible en la ventana apareció a su espalda.
–Las mujeres hacen cola por tener este privilegio, de modo que supongo que una cita contigo es bastante excepcional. ¿Se impresionan cuando las traes aquí para tomar una última copa?
–Yo no me molesto en impresionar, si es lo que insinúas. Cena. Algún espectáculo. ¿Se diferencia mucho de tus citas?
–¿Desde cuándo tengo tiempo para salir? –ella lo miró con resignación.
–Vuelves a insinuar que te hacía trabajar en exceso –Edward tomó un trago de vino–, pero también intentas hacerme creer que tu vida privada incluía a algún hombre que podría haber sido el padre de Renie. ¿Cuál de las dos opciones es cierta?
–Lo dije para salvar las apariencias –admitió ella sin dejar de mirar por la ventana.
–¿De modo que yo era un ogro que te exigía demasiado? Podrías haberme dicho algo.
Isabella se encogió de hombros, sintiéndose culpable por no defenderse a sí misma.
–No quería defraudarte o hacerte creer que no podía con el trabajo –de nuevo sintió la presencia de su madrastra, subiendo el listón un poco más para que Isabella jamás pudiera alcanzarlo por mucho que lo intentara. Y lo intentaba–. En parte es culpa mía. Soy adicta al trabajo.
–Pensaba que eras feliz con el trabajo –Edward se colocó a su lado–. No se me ocurrió que estuviera destrozando tu vida social. Debes sentirte muy resentida contra mí.
Ese hombre había llegado a la conclusión de que ese había sido el motivo del robo del dinero.
–No –contestó ella irritada–. Jamás tuve una vida social. No había nada que destrozar.
–Pues no eras virgen. Al menos hubo un hombre en tu vida –espetó él.
–Uno –admitió ella–. Se llamaba Peter. Vivimos juntos casi dos años. Pero éramos estudiantes sin dinero y las citas consistían en palomitas de microondas y una película en la televisión.
–¿Vivías con él? –Edward enarcó las cejas.
–No es lo mismo que salir juntos –se apresuró a aclarar ella–. Era… –práctico, un acto desesperado en un momento de soledad. Un error.
–¿Era serio? –insistió Edward , acercándose a ella en actitud intimidatoria.
–¿Por qué me juzgas? –Isabella regresó junto a la barra del bar y apuró la copa de un trago–. Lo único que te digo es que no salía con nadie. Esta conversación absurda se está alargando.
–Viviste con un hombre durante dos años. No es cualquier cosa, Isabella. ¿Hablasteis de casaros?
–Yo… –Isabella no tenía ganas de hablar de ello, pues aún dolía. Al fin asintió–. Me lo propuso. No funcionó –contestó con ambigüedad.
–¡Estuviste prometida!
–¡Vas a despertar a Renie! –siseó ella–. ¿Por qué gritas? Siento habértelo contado. Mike debe estar a punto de llegar con la cena ¿no?
Edward apenas era capaz de asimilar lo que estaba oyendo. Otro hombre había estado a punto de llevarse a Isabella para siempre. ¿Cómo no lo había sabido antes?
–¿Fue el trabajar para mí lo que provocó la ruptura? –preguntó con desesperación.
–No –ella parecía irritada.
–¿Qué entonces? –necesitaba estar seguro de que había cortado todos los lazos con ese otro hombre–. ¿Aún sientes algo por él?
–Siempre voy a quererlo –Isabella se encogió de hombros.
Las palabras casi tumbaron a Edward de espaldas.
–De un modo amistoso. Siempre fue así. ¿De verdad quieres conocer todos los detalles?
–Pues sí –murmuró él.
Edward se sentía escandalizado, no porque vivir con alguien fuera escandaloso, pero porque jamás había pensado que Isabella hubiera estado tan unida a alguien.
–Me sentía muy sola. Ángela estaba en Canadá y mi familia en Australia. Peter fue el primer chico que se fijó en mí.
–Me cuesta creerlo –intervino Edward .
–El primer chico del que me di cuenta que se fijaba en mí. Por aquel entonces no se me permitía salir, ni siquiera pasar la noche en casa de Ángela. Mi madrastra no estaba dispuesta a acoger a una adolescente embarazada en su casa. Ya en la universidad, Peter fue el primer chico que conocí. Era agradable y yo lo bastante romántica como para imaginarme más de lo que había.
–Es evidente que sí había más, dado que te propuso matrimonio.
–Eso fue un impulso. Decidí abandonar la carrera y sacarme un diploma para empezar a ganar dinero. Él temió que fuera a conocer a alguien, y yo comprendí que eso era precisamente lo que me apetecía. Por tanto, nos separamos.
–Un amor juvenil no es algo de lo que avergonzarse. ¿Por qué te sientes culpable? –preguntó.
–Porque le hice daño. Una parte de mí se pregunta si no lo estaría utilizando porque no tenía dinero ni nadie más a quien acudir. No era mi intención darle esperanzas, pero lo hice.
En ese momento, Mike llegó con la cena y la conversación se interrumpió.
Edward le abrió la puerta, pero en su mente solo había cabida para una idea.
«También me utilizaste a mí. ¿Te arrepientes de ello?».
Ajá! Parece que Edward está cayendo más rápido de lo que quería jajajaj.
ResponderEliminarParece que por fin Edward se está dando la oportunidad de conocer a Bella un poco más!!!! Espero que puedan llegar a algún acuerdo, que Bella no se vaya!!!!
ResponderEliminarBesos gigantes!!!
XOXO
Me gustó gracias por el capítulo
ResponderEliminarEdward tan directo 😓. GRACIAS 😘❤
ResponderEliminarGracias por publicar... Me encanta la historia
ResponderEliminarGracias
ResponderEliminarGracias
ResponderEliminarNo habia visto este capitulo, gracias! Y Edward esta colado por Bella pero el orgullo no lo deja aceptarlo.
ResponderEliminarAhora se siente usado 😒
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