Una Deuda Por Pasión 9

Edward  se había criado en Nueva York, pero no sentía demasiado aprecio por una ciudad que solo le despertaba recuerdos amargos.

De camino a una reunión, le pidió a la recepcionista que lo interrumpiera si Isabella llamaba.

–¿La señorita Swan? ¡Creía que había abandonado la empresa! ¿Cómo está?

–Bien –contestó secamente Edward  a la amable mujer.

Era mentira. No la había visto aquella mañana, pero por la expresión de su rostro la noche anterior, estaba seguro de que Isabella no estaba bien.

Taciturno, escuchaba a medias a sus ingenieros mientras hacía algunos cálculos. Si no había salido con nadie después del chico de la universidad, solo había tenido un amante.

Él.

«El sexo no es algo tan trivial para mí. Necesito que haya sentimientos por ambas partes».

«Por supuesto, tiendo a engañarme a mí misma», había añadido en un intento de borrar lo dicho. Edward  apretó la mandíbula. A pesar de los motivos para robarle, presentados en el contexto de una mujer que no había creído que él la ayudaría de habérselo pedido, lo cierto era que jamás había dudado de que se había acostado con él para encubrir lo que había hecho.

Necesitaba creerlo. Cualquier otra opción resultaba demasiado inquietante.

Isabella no había esperado que un revolcón terminara en una proposición de matrimonio, pero sí había esperado ser tratada con respeto.

El día de su aventura, había ido mucho más allá del respeto. Había sentido afecto por ella.

Y cuando pensaba en esas veinticuatro horas, le parecía estar viviendo otra vida. La dulzura de esa mujer, la sensación de alivio al ceder por fin a su deseo de tocarla, la potente liberación…

Una compuerta se había abierto en su interior. Pero, mientras sus sudorosos cuerpos semidesnudos temblaban de éxtasis, había vuelto bruscamente a la realidad de lo que acababan de hacer. Con quién lo había hecho. De lo vulnerable que se sentía.

En su interior habían saltado todas las alarmas. Mientras los carnosos labios de Isabella le habían acariciado el cuello, él había sido muy consciente de una profunda sensación de peligro. Su padre no se había suicidado porque se hubiera enamorado de su secretaria. Se había suicidado por haber sucumbido a la tentación. Por haberse enamorado.

Lo que él había sentido por Isabella durante esos apasionados minutos le había aterrorizado.

Y se había apartado de ella. Para cuando le hubo llevado de vuelta a su casa y regresado a la suya, había buscado cualquier motivo para apartarla tan lejos de su lado que jamás pudiera volver a alcanzarlo.

Y lo había hecho.

En lugar de suicidarse había destruido lo que había surgido entre ellos.

De repente tuvo una horrenda y nauseabunda visión de sí mismo. Se puso de pie de un salto, llamando la atención del resto de los asistentes a la reunión.

–¿Algún problema, señor?

–Tengo que hacer una llamada –mintió Edward  mientras se dirigía a su despacho.

Se frotó la cara. Odiaba sentirse tan torturado. Culpable. Lo cierto era que esa mujer le había robado, y no debía olvidarlo.

Sin embargo, no había reaccionado de esa manera contra ella por el robo. El verdadero crimen de Isabella había sido conmoverlo. Isabella se había atrevido a atravesar muros que nadie había resquebrajado jamás.

«La lujuria no es afecto».

No, no lo era, pero lo que él sentía no era simplemente lujuria.


.
.
.

Isabella respiró aliviada cuando Edward  se marchó a su oficina antes de que ella se levantara. Por supuesto, su corazón era lo bastante hipócrita como para echarle de menos. También sentía una mezcla de envidia y descontento porque él seguía trabajando en una de las estimulantes oficinas que tanto le habían gustado. ¿Quién estaría ocupando su lugar? Odiaba a su usurpadora.

Hablar con Elizabeth y escuchar relatos sobre la infancia de Edward  se convirtió en una agradable distracción de sus confusas emociones.

Edward  regresó inesperadamente a la hora de comer, con una sorpresa: entradas para el teatro.

–Los musicales no son lo mío. Me quedaré con Renie, vosotras divertíos.

Era lo que Isabella siempre había deseado hacer cada vez que habían visitado Nueva York, pero para lo que nunca había tenido tiempo o dinero. Después del espectáculo habían disfrutado de un té y bollos en una glamurosa cafetería hasta que Edward  había enviado un mensaje anunciando que su hija había heredado su vena testaruda.

Así pues regresaron enseguida para que Isabella pudiera alimentar al hambriento bebé.

–Me alegra que te hayas divertido –sonrió Edward –. Empezad a cenar sin mí. Tengo que hacer una llamada.

Cuando al fin se reunió con ellas a la mesa, Edward  llevaba puesta la máscara del aislamiento. Su madre no captó las señales, pero Isabella sí.

–Me temo que habrá un cambio de planes, madre –anunció Edward  tras la cena–. La empresa va a recibir un premio en Los Ángeles y tengo que volar hasta allí para recogerlo.

–¡Pero si tú odias esas cosas! –exclamó Isabella.

–¡No vas arrastrar al bebé por todo el país! Pueden quedarse aquí conmigo –protestó su madre.

–Han insistido en que Isabella acuda también –Edward  giró la taza de café en la mano–. Es esa gente con la que trabajamos para el programa informático de efectos especiales –le informó–. Siempre les has causado una buena impresión y te han echado de menos.

–Nunca he asistido a uno de esos eventos contigo –pensó en todas las mujeres hermosas que lo habían acompañado en el pasado y se sintió del todo inadecuada para ser su pareja.

–Pero las cosas han cambiado ¿verdad?

¿En qué sentido? Ella levantó la vista y su mirada gris colisionó con los ojos de Edward.

–No habrá nadie para ocuparse de Renie.

–Miranda ha accedido a tomar un avión y quedarse con ella.

–¿Pretendes que tu hermanastra vuele a Los Ángeles para hacer de canguro?

El modo en que Edward  desvió la mirada delataba que no estaba siendo sincero con ella.

–Se pasa la vida volando. Tendremos que madrugar, pero volveremos aquí para pasar un día o dos antes de regresar a Londres –poniéndose en pie, Edward  dio por terminada la conversación.

–Edward … –la vieja costumbre de acomodarse a las necesidades de su jefe chocaron con las más recientes de atender las de su hija y las suyas propias.

–Esto es importante para mí, Isabella. Por favor, no discutas.

¿Acababa de pedírselo por favor? Isabella se quedó muda y Edward  aprovechó para escapar.


.
.
.

Cuando Edward  decía que había que madrugar, lo decía en serio. Entró en su habitación y empezó a recoger las cosas de Renie mientras empujaba a Isabella hacia la ducha. Estar desnuda y sabiéndolo al otro lado de la puerta le provocó un intenso calor, si bien él se mostró del todo indiferente. En menos de una hora estaban los tres en el avión.

A Renie no le gustó el despegue y para cuando Isabella por fin pudo respirar, ya estaban en el aire. Aceptó agradecida una taza de café mientras Edward  trabajaba en su portátil.

–A mí también me gustó ese equipo de las películas, pero no me puedo creer que nos hayas sacado de la cama por ellos. ¿Qué está pasando aquí, Edward ?

–Puedes retirarte al camarote para dormir un rato más –contestó él sin siquiera levantar la vista.

–No, ya me he tomado un café. Vas a tener que entretenerme.

Edward  la miró con las pupilas tan dilatadas que los ojos parecían casi negros.

–Muy bien –asintió tras comprobar que el bebé dormía.

En un segundo se había transformado de un obseso por el trabajo a un depredador sexual.

Isabella sintió un cosquilleo en la piel y un profundo calor entre los muslos.

Edward  sonrió seductoramente mientras deslizaba la mirada hasta los pechos de Isabella, cuyos pezones se marcaban erectos, y ella lo sintió de repente muy cerca.

Desvió la mirada, pero la imagen de ese hombre permaneció en su retina. El torso de Edward  era mortalmente atractivo y deseaba volver a verlo, volver a deslizar sus manos por los anchos hombros y tensos abdominales.

–Ya habíamos hablado de eso –avergonzada, ella tragó con dificultad–. No es una opción.

–Lo dices porque crees que no siento nada por ti.

–No espero que lo sientas –contestó ella secamente–. No discuto tu amabilidad al acogerme cuando estaba convaleciente, pero tuvo mucho más que ver con Renie que conmigo. Lo de ayer fue un detalle, pero en realidad el regalo era para tu madre. A mí me enviaste para acompañarla.

–Menuda opinión tienes de mí y mis motivos ¿verdad?

–No pretendía resultar insultante.

–Pues estás haciendo un gran trabajo. Esperemos que este viaje me redima a tus ojos –Edward  devolvió su atención al portátil, dejándola a ella fuera. Seguramente lo mejor.

El tono casi herido con el que le había hablado desconcertó a Isabella y una pequeña chispa de ambigüedad prendió en sus entrañas. ¿Estaba tan obsesionada en protegerse a sí misma que no se daba cuenta de que existían en Edward  unos sentimientos más cálidos?

Isabella terminó por quedarse dormida y cuando despertó ya estaban en California. No se alojaron en la suite que habían utilizado dos años antes. La que ocuparon en esa ocasión era de diseño ultramoderno y forma redonda que daba al mar.

Los ventanales que iban del suelo al techo estaban enmarcados en gris y blanco. Los muebles eran modernos y lujosos. Las cortinas y los almohadones, de color dorado le daban al conjunto un toque sensual y las vistas al mar y a la ciudad eran impresionantes.

Fiel a su costumbre, Isabella revisó la suite para asegurarse de que estuviera todo lo necesario.

–No hay módem ni cable para una conexión segura a internet –anunció–. Informaré de ello. ¿Quieres que pida más café de ese que te gusta llevarte a casa?

–Me encantaría, gracias –contestó él con una sonrisa divertida tras una breve pausa.

La expresión en el rostro de Edward  fue como un rayo de sol que penetrara directamente hasta el alma de Isabella. ¿Qué estaba haciendo? De ninguna manera iba a mendigar su afecto. Tenía que cortar esa locura de raíz.

Afortunadamente la niña despertó demandando su atención y a continuación apareció un estilista con una cinta métrica y un muestrario de telas de colores.

–¿Qué? ¿Para qué? –protestó Isabella cuando Edward  tomó al bebé en brazos.

–Dentro de unos días tenemos ese evento de gala –le recordó él.

–¡No mencionaste que fuera de gala! Pensé que se trataría de un cóctel –no es que hubiera engordado excesivamente, pero tenía el cuerpo flácido y unas marcadas ojeras bajo los ojos. Jamás encajaría como una de esas bellezas que Edward  solía llevar colgadas del brazo.

Confusa y agobiada, consiguió sobrevivir al resto del día y, tras un relajante baño, salió a la terraza a tomar el aire. Una suave brisa se había llevado la contaminación y el aire olía a mar.

Edward  se unió a ella provocándole un cosquilleo en el estómago que intentó ignorar.

–¿Qué opinas? ¿Debería comprar el edificio?

–¿Te están agasajando para convencerte? –preguntó ella antes de sacudir la cabeza–. Quería ver los fuegos artificiales del lugar más feliz de la tierra, pero no se ven desde aquí, de modo que no me sirve. Toda una decepción.

–Condicionaré la compra a que trasladen el edificio al condado de al lado –murmuró él.

–¡Ja! –exclamó Isabella–. Tendré que consultar el mapa. Uno de mis sueños siempre ha sido venir a Los Ángeles, visitar los parques temáticos, ponerme las orejas de ratón. Pensé que en esta ocasión al menos vería el castillo y los fuegos artificiales.

–Tienes tiempo. Estaremos aquí una semana. Tómate… –Edward  se interrumpió.

–Renie es demasiado pequeña para disfrutarlo –Isabella adivinó lo que iba a decirle–. Esperaré a una ocasión mejor –contempló el agua azul de la piscina–, suponiendo que volvamos.

Frunció los labios, preguntándose si su vida iba a ser así. Sospechaba que sí.

–Sinceramente, Edward , no sé si habría disfrutado tanto de este viaje si nos hubiésemos alojado en moteles baratos. Vives muy bien y resulta muy tentador permanecer a tu lado para siempre.

–¿Es lo único que te resulta tentador? –preguntó él con una leve irritación.

–¡Por favor! –Isabella se alegró de que la oscuridad no revelara su rostro carmesí–, pero ya he mantenido una relación por razones prácticas y no son tan bonitas como parecen. Saber desde el principio que no permanecería junto a Peter para siempre me hacía sentir atrapada.

–No soporto que hables de ese tipo –observó Edward  con severidad–. La nuestra es la relación menos práctica y convencional que he mantenido jamás, pero aun así la deseo. Te deseo.

–Lo que quieres decir es que…

–No –la interrumpió él acercándose tanto que Isabella se apretó contra la barandilla.

–¿No, qué?

–No digas que solo deseo a mi hija. Es cierto que la deseo, pero no es por ella por lo que estoy aquí. Te he visto salir a la terraza con ese albornoz pegado a tu piel mojada –inspiró hondo mientras recorría su cuerpo con la mirada y tiraba del cinturón.

Isabella debería haberse dejado llevar, pero se resistió y el cinturón se soltó.

–Edward  –tenía que haber sonado a protesta, pero pareció más un seductor susurro.

–Déjame –gruñó él mientras lentamente le abría el albornoz–. Qué hermosa eres.

Isabella necesitaba desesperadamente oír algo así y el modo en que Edward  devoraba su cuerpo desnudo con la mirada resultaba intensamente gratificante.

El fresco aire de la noche le puso la piel de gallina y tensó los pezones. A continuación le invadió una oleada de calor instigada por el deseo y la admiración que despertaba en ella la intensa mirada de ese hombre.

–Edward  –volvió a gemir con desesperación.

Edward  dio un paso al frente y con unas ardientes manos le rodeó la cintura atrayéndola hacia sí.

Isabella echó la cabeza hacia atrás y recibió los labios de Edward  con un gemido. Aquello estaba mal, pero lo deseaba con toda el alma. Deslizó las manos por los fuertes hombros mientras él cubría su trasero con las manos ahuecadas presionando su cuerpo contra la rígida erección.

En la mente de Isabella solo había cabida para ese hombre que la encendía solo con tocarla.

Edward  hundió la lengua en su boca, reclamándola, sujetándole el rostro con las manos. Isabella se apretó contra él, buscando más, deleitándose en las caricias sobre sus pechos.

–Al dormitorio –susurró él interrumpiendo el beso.

–No podemos –Isabella recuperó repentinamente la cordura.

–¿Por qué no?

Por más que lo intentaba no lograba pensar en algo que no fuera tenerlo dentro. Pero no habría nada más, solo sensaciones físicas. Y por mucho que deseara la liberación, sabía que no podría mantener una relación tan desapasionada.

Edward  leyó el rechazo en la mirada y su expresión se volvió sombría. Agarrándose a la barandilla se impulsó y saltó a la terraza de la piscina.

–¿Qué…?

Aterrizó entre dos tumbonas, dio tres largas zancadas y se lanzó al agua.

Isabella se cubrió la boca con una mano, sorprendida, mientras lo veía bucear a gran velocidad de un lado al otro de la piscina. Tras completar un largo y la mitad de otro, sacó la cabeza del agua.

–¿Qué demonios estás haciendo? –gritó ella.

–¿Qué demonios estás haciendo tú? –espetó Edward  mientras salía del agua–. Si no te metes dentro, iré por ti, y te juro que esta vez no me voy a detener.

Isabella corrió al dormitorio y, abrazada a una almohada, se dijo que había hecho lo correcto.

A pesar de parecerle la decisión más estúpida del mundo.


.
.
.

–¡Isabella!

«Ya era hora». Por culpa de ese hombre había pasado la noche odiándose por no haberse acostado con él, aunque se habría odiado más aún si lo hubiera hecho. Luego, Edward  se había marchado sin dejar ni una nota, aunque sí había dejado preparada la cafetera. Pero eso no excusaba su irrupción, gritando su nombre, cuando intentaba calmar al bebé.

–Isabella ¿dónde…? Ah, estás ahí.

–Casi se había dormido –ella lo miró furiosa y acunó al bebé.

–Déjamela –le pidió él acercándose como un ejército a la carga.

–De acuerdo, tómala. A lo mejor contigo se duerme –musitó Isabella de muy mal humor porque ella misma necesitaba dormir tanto como el bebé. Quizás si se acostaba con él…

«Cállate, Isabella».

–No me gustaría que se te cayera –observó él– cuando veas quién ha venido conmigo.

Isabella descubrió a una joven. Castaña, delgada de rostro dulce e inocente, y a la vez alta y bien proporcionada sin rastro de la preadolescente que había sido la última vez que la había visto.

Los cálidos ojos marrones de Brenda estaban anegados en lágrimas mientras que una traviesa sonrisa se dibujaba en su rostro.

–¡Soy yo! –extendió los brazos–. ¡Sorpresa!

Un grito escapó de labios de Isabella, cerrándole la garganta. Ahogándose, empezó a agitarse, quería moverse, pero las rodillas no le obedecían.

–Debería habértelo advertido –Edward  la sujetó justo a tiempo–, pero no quería que te hicieras ilusiones por si algo salía mal.

–Estoy bien, estoy bien –balbuceó ella obligando a sus piernas a sujetar el peso de su cuerpo.

Al llegar junto a la familiar, aunque crecida, hermana pequeña a la que no había visto en años, se dio cuenta de que le dolían las mejillas porque jamás había sonreído tanto en su vida.

–No pareces tan alta cuando hablamos por el ordenador –consiguió bromear.

El abrazo resultó profundamente emotivo e Isabella creyó que iba a romperse en pedazos.

Edward  se emocionó al presenciar el prolongado abrazo entre ambas mujeres. Bree, como le gustaba que la llamaran, no había parado de hablar en la limusina, gesticulando de un modo que le había recordado a Isabella, a pesar del distinto acento y color de ojos. También compartía con su hermana una voluntad férrea. Edward  tenía la impresión de que ese viaje, sin sus padres, representaba una pequeña rebelión y se preguntó si tendría alguna consecuencia para Isabella.

Kebi le había parecido extrañamente obstructiva, considerando que los gastos del viaje corrían todos de su cuenta. Lo que más le había costado había sido impedirle hablar con Isabella algo que, sospechaba, habría dado al traste con la visita de Bree.

Los posibles altercados con la familia de Isabella tendrían que esperar a una mejor ocasión, decidió. En esos momentos, viendo lo feliz que era ella, sintió que todo había merecido la pena.

–¿Puedo conocer a Renie? –Bree se dirigió a Edward –. Me muero por tenerla en mis brazos –tomó a su sobrina y suspiró–. Oh, Bella, qué bonita es.

«Bella», a Edward  le encantó el apodo.

–¿A que sí? –asintió la orgullosa madre.

Parecía tan conmovida que Edward  no pudo resistirse a acercarse a ella. Parecía estar luchando por contener sus emociones. Suavemente le retiró los cabellos del rostro.

–No pensé que fuera a impresionarte tanto. ¿Estás bien?

Ella lo miró resplandeciente antes de arrojarse en sus brazos.

Edward  soltó una exclamación de sorpresa y la abrazó con ternura.

–No tienes ni idea de cuánto significa para mí –Isabella enterró el rostro en el pecho de Edward –. Jamás podré agradecértelo bastante.

Toda la tensión sexual de la noche anterior regresó con ese abrazo. Edward  era muy consciente de los pechos que se apretaban contra él, así como del aroma que desprendía a té verde y piña. Una increíble sensación de ternura lo invadió. Había pretendido hacer algo bonito, pero jamás había sospechado que algo tan sencillo tuviera ese impacto.

Dominado por sus instintos, la abrazó y acarició los cabellos con la barbilla, tragándose la emoción que le obstruía la garganta. Había olvidado los beneficios de permitirse sentir algo por los demás. Cuando la otra persona era feliz, él era feliz. Debería haberlo hecho antes. Había curado la herida del corazón de Isabella, llenándolo de felicidad, y no le había costado nada. Un par de llamadas y un billete de avión.

–Vosotros dos –observó Bree–, qué bonita pareja hacéis.

Después de lo de la noche anterior, Isabella no sabía dónde se situaban en la relación. Siempre se había sentido atraída hacia él y, en esos momentos, estaba anclada a él, corazón con corazón.

Apartándose, se secó las lágrimas e intentó recomponerse. La abrumadora emoción no se debía únicamente a la impresión y alegría de ver a su hermana. Una gran parte se debía a que aquello lo había hecho Edward. Para él el dinero no era nada, pero tener la idea y llevarla a la práctica…

¿Significaba eso que sentía algo por ella?

Isabella tenía miedo de mirarlo, temerosa de no ver nada. Le aterrorizaba haber dejado caer las barreras hasta dejar expuesta su alma y el lugar especial que le tenía reservado en ella.

–Es como si fuera Navidad –sonrió Isabella–. Y ni siquiera te he comprado una corbata, Edward.

Todos estallaron en carcajadas. Después, Edward  pidió la comida al servicio de habitaciones y comieron junto a la piscina. A la mañana siguiente, Isabella se encontró con él en la cocina.

–¿No puedes dormir? –preguntó muy nerviosa, sintiéndose expuesta sin Renie o Bree para acallar la energía sexual que estalló inmediatamente entre ellos–. Yo tampoco.

–Tengo una mañana muy ocupada antes de que Europa se vaya a dormir, pero quería darte esto –le mostró unas entradas–. Casi te solté lo de Bree cuando hablaste de ello la otra noche. Estuve a punto de sugerirte que fueras con ella.

–¡Edward ! –exclamó Isabella al ver impresa la silueta del castillo rodeado de polvo de hadas.

–Y para que quede claro, las entradas no son para tu hermana, aunque espero que disfrute tanto como tú. Tampoco son para Renie. Son para ti, porque siempre lo has querido.

Edward  la besó. El gesto fue tan dulce que ella no pudo resistirse a corresponderle. Su delicioso sabor le puso la piel de gallina.

Isabella tragó nerviosamente mientras intentaba ocultar lo conmovida que se sentía.

–En serio, no sé qué pensar de todo esto –bromeó con el corazón acelerado–. Te estás molestando mucho para mantenerlo todo puertas adentro.

–Isabella…

–Lo siento –ella lo interrumpió agitando una mano en el aire–. Estoy bromeando porque no sé qué más decir, no porque crea que tengas segundas intenciones –se disculpó rápidamente.

–Supongo que no soy muy expresivo –Edward  suspiró y la observó detenidamente.

Una sucesión de emociones cruzó por el habitualmente estoico rostro de Edward. Emociones íntimas y, sospechó Isabella, indicativas de un profundo cariño.

Sintió el impulso de acercarse a él, pero, asaltada por una sensación de timidez e incertidumbre, optó por no moverse del sitio. De todos modos ¿qué podía decirle? ¿Iba a confesar que se había rendido a sus pies con un par de besos y bonitos gestos? No era cierto. Tenía muchísimas dudas.

–Después de la muerte de mi padre –Edward  se frotó el rostro con una mano–, alejé a todo el mundo de mí.

Aparentemente, Isabella asimilaba lo que oía aunque por dentro estaba histérica. Segura de haber palidecido, consiguió quedarse en pie, asintiendo con prudencia.

–Entiendo.

Las palabras parecieron resultar ofensivas, pues Edward  dio un respingo.

–En serio –insistió ella con toda la sinceridad de que fue capaz–. Tengo miedo de que subas la apuesta sin previo aviso –tragó nerviosamente intentando buscar palabras que no revelaran demasiado–. Hasta alcanzar un mayor nivel de dependencia.

–No voy a cambiar nada. Todo lo que quiero está aquí y ahora –señaló hacia el suelo que los separaba, dando a entender que hablaba de despertar cada mañana junto a ella y su pequeña familia, lo cual sonaba muy agradable, pero no era su cuento de hadas.

Isabella era consciente de que debía mantener sus expectativas a un nivel realista, aunque doliera, como dolía saber que nunca la amaría.

La comprensión de la profundidad de sus sentimientos la inundó como la más poderosa de las pócimas. Aquello no era encapricharse del jefe, eran las hormonas rugiendo por el hombre equivocado. Era la evolución de unos sentimientos y una atracción que siempre había sentido hacia él. Todo había desembocado en una profunda devoción y deseo de vivir con él.

–Parece que lo has hecho tú todo y que yo no he hecho nada por ti –Isabella tragó con dificultad–. ¿Qué tal si preparo el desayuno? –se dirigió a la nevera para inspeccionar su contenido.

Edward  continuó mimándola. Tras pasar el día en el parque, dejó boquiabiertos a los selectos clientes de un restaurante de lujo al llevar al bebé. Por supuesto, presenciaron los fuegos artificiales desde la mesa. Al día siguiente fueron a la playa y tomaron marisco y vinos locales.

Y llegó el momento de los preparativos de la gala de los premios de tecnología. Edward  las llevó a una casa de modas de Rodeo Drive donde le entregó la tarjeta de crédito a una estilista.

–Bree, busca algo para ti, y si encuentras alguna cosa que pudiera gustarle a tu madre, llévatelo también. Estoy preparándole a tu padre un prototipo de mi nuevo dispositivo para que se lo lleves tú, pero si ves algo aquí para él… –se inclinó para besar a Isabella en la mejilla.

–Los gustos de papá son muy sencillos –contestó ella perpleja ante tanta demostración de afecto.

Aún no se había acostumbrado al comportamiento tan solícito que mostraba desde hacía días.

–Lo que tú digas. Estaré en Armani probándome el nuevo esmoquin, cuando termine volveré por Renie.

–Esto es como Pretty Woman –observó Bree, sentada en un mullido sillón–. Te vas a casar con él ¿verdad?

–Cariño, ya te he explicado que no es lo que parece. Nos metimos en este lío por culpa de una locura pasajera y ahora intentamos llevarlo lo mejor posible –Isabella no se atrevía a revelar nada más por miedo a entrar en detalles que distaban mucho de ser románticos.

Había ocultado el arresto a su familia. Aunque no había sido culpa de su padre, sabía que se sentiría responsable y desde luego no quería que su hermana se sintiera culpable por perseguir su sueño de convertirse en maestra.

Pero tampoco quería contárselo todo, para que no tuviera mala opinión de Edward. Lo que le había revelado era muy personal y daría la imagen de ser un monstruo frío e inclemente. Lo cual distaba mucho de ser cierto.

Isabella suspiró. Tenía que admitir que sentía admiración por sus rasgos. Era un hombre fuerte y ambicioso con un elevado sentido de la responsabilidad y lealtad hacia su familia. Habiéndose criado rodeado de mujeres, era muy galante y poseía un instinto innato que le llevaba desear proteger a los suyos y mantenerlos económicamente.

Pero aunque hubiera sido viejo, desdentado y obeso, ella lo seguiría amando.

–¡Bella, estás preciosa! –exclamó Bree.

Sintiendo una punzada en el corazón, contempló el vestido color esmeralda y pensó en lo diferente que era de Edward. Por muy elegantemente que se vistiera, aunque se blanqueara los dientes y amara a su bebé, él seguiría viéndola como una ladrona.

6 comentarios:

  1. Creo que Bella está enfrascada en que Edward la considera ladrona para no tener que enfrentar que la quiere... Espero que pronto puedan cambiar esas máscaras que cada uno se pone ;)
    Besos gigantes!!!
    XOXO

    ResponderEliminar
  2. Van mejorando las cosas, no dudo que Edward va a saber cómo hacer que Bella dejé de pensar tonterías. Gracias por el capi!

    ResponderEliminar
  3. Edward deja el orgullo herido a un lado habla con Bella se cinsero no t guardes nada deja salir lo q en verdad sientes asle saber q lo q paso ya no importa , Bella déjalo demostrarte como en verdad es, vale la pena darle una oportunidad tu también lo deseas , 😉😛😘❤😍 gracias

    ResponderEliminar
  4. Espero con ansias saber más me tienes toda intrigada ojalá y pronto se arreglen estos dos gracias por el capítulo

    ResponderEliminar
  5. Es tan obvio que la ama, sólo no quiere aceptarlo.

    ResponderEliminar
  6. pobre bella es horrible sentirse de esa forma

    ResponderEliminar