Renie se retorció en sus brazos.
El bebé seguramente había notado su tensión y por eso estaba tan inquieta. Caminando arriba y abajo de un extremo a otro de la casa, no conseguía calmarla de ninguna manera.
¿Cómo habría caminado Isabella entre las paredes de su celda?
El estómago se le encogió.
Mientras había intentado hacerle encerrar, no se le había ocurrido pensar en ello. La vibrante Isabella que miraba con curiosidad e impaciencia a su alrededor cada vez que aterrizaban en una nueva ciudad, encerrada en una jaula de ladrillo y fríos barrotes.
«Tú me odias, y no me importa porque yo también te odio».
–¿Qué haces aquí?
La voz le sobresaltó, causándole un escalofrío de dolor y placer a partes iguales. Parpadeó, consciente de que había entrado en el pequeño apartamento que incluía la casa. Destinado a la niñera o a la asistenta, estaba desocupado.
–Enseñándole la casa –Edward dejó de frotar la espalda de Renie–. Está inquieta.
Isabella frunció el ceño al verlo aún vestido con las ropas, ya arrugadas, de la noche anterior.
La expresión de Edward era sombría, pero aun así consiguió ocultar las emociones más complejas que se debatían en su interior. Incertidumbre y deseo que iban más allá de lo puramente sexual. Dolor. Sentía una desgarradora palpitación que era incapaz de identificar o calmar.
–¿Llevas toda la noche levantado? –Isabella se acercó al bebé–. Deberías habérmela traído.
Renie se deshizo en gorjeantes pedorretas al ver a su madre que rio, sorprendida ante el sonido. Un sonido que su furioso intento de encarcelarla habría silenciado para siempre.
–¿Se ha olvidado papi de darte el biberón? –murmuró dirigiéndose hacia el sofá.
–Lo intenté hace un rato, pero no parecía interesada –se defendió él con voz ronca.
–Se lo estás poniendo difícil ¿eh? –tras mirar a Edward con recelo, ella se descubrió un pecho.
Edward había presenciado la escena tantas veces que ella ya no le dio ninguna importancia. No tenía ningún matiz sexual, pero verla amamantar a su hija le afectaba igualmente. Quizás era por la dulzura que teñía la expresión de Isabella mientras acariciaba los oscuros cabellos de Renie que, poco a poco, se relajaba emitiendo sonidos de glotonería. El amor maternal que reflejaba su mirada era tal que a Edward le provocaba casi dolor físico en el corazón.
Al intentar hacerle encarcelar, no había sabido que estaba embarazada. Debió haberse sentido aterrorizada mientras que él, la primera persona en la que debería haber podido confiar, había sido la última a la que hubiera considerado acudir.
–Ya me ocupo yo –Isabella levantó la vista y la sonrisa se apagó y bajó la mirada–. Puedes echarte a dormir un rato, o ir a trabajar, tal y como tenías previsto.
–No, no puedo.
Edward se mesó los cabellos, consciente de un persistente dolor de cabeza. Respiraba entrecortadamente y habló con una voz que apenas verbalizaba lo que tenía que decir.
–Isabella, sabes que perdí a mi padre. Lo que nunca he contado a nadie es que… fui yo quien lo encontró. Llegué a casa del colegio y allí estaba, se había tragado varios frascos de pastillas. A propósito. Tenía una aventura con su secretaria –hizo una pausa–. Avisé a una ambulancia e intenté reanimarlo, pero solo tenía nueve años. Y llegué demasiado tarde.
–No tenía ni idea –Isabella lo miró espantada.
–No soporto hablar de ello. Mi madre tampoco lo hace.
–Es verdad, las escasas ocasiones en que mencionó a tu padre era como si…
–¿Lo amara? Y lo amaba. Sé lo de la aventura porque descubrí la nota en la caja fuerte cuando nos mudamos. Estaba llena de afirmaciones de amor hacia nosotros, pero eligió la muerte porque no podía vivir sin esa mujer. No puedo evitar culparla.
No era lógico, pero nada relacionado con la muerte de su padre tenía sentido para él.
–La nota era lo único que había en la caja fuerte –continuó–. Mi padrastro la había vaciado. Mi madre también lo amaba, y él parecía corresponderle. Pensé que había hallado consuelo en él tras nuestra pérdida, pero no hizo más que utilizarla. Dejé la universidad porque había sufrido un infarto y descubrí que estaban a punto de cortarnos el teléfono y la luz. Lo perdimos a él y la casa el mismo mes. Mi madre estaba destrozada, pero también se sentía culpable por haber confiado en ese hombre y no haberme contado que la cosa estaba tan mal.
Edward hundió las manos en los bolsillos, recordando las palabras de su madre. «Dijo que lo arreglaría».
–Desarrollé una profunda animosidad hacia cualquiera que intentara robarme –admitió.
Isabella palideció y su mirada se volvió turbia.
–Supongo que no es excusa para haberte hecho arrestar sin hablar contigo antes, pero en su momento me pareció justificado. Yo… ¡maldita sea, Isabella!, era el peor escenario que hubiera podido imaginar. Colado por mi secretaria, igual que mi padre, y traicionado por alguien en quien había llegado a confiar. Reaccioné rápidamente y con dureza.
–Lo comprendo –ella asintió mientras apartaba del pecho al bebé que dormía, y se tapaba.
Edward se preguntó cuántas veces había visto esa expresión en el bonito rostro, la mirada baja y el gesto estoico. Sabía que era un jefe exigente que trabajaba duro y no tenía tiempo para errores. Y ella siempre había sido la primera en saber que se había producido uno.
La palabra «sufrida», surgió en su mente al mirar más allá de la impasible expresión, hacia la tensión que delataba su lenguaje corporal. Por primera vez captó el abatimiento en la voz de Isabella, la misma incomprensión que sentía él cuando hablaba del suicidio de su padre. Ella no lo entendía. Se limitaba a aceptar lo que no se podía cambiar.
El corazón de Edward se encogió. Se enorgullecía de mantener a su familia y ser responsable, pero se había apoyado mucho en Isabella cuando había trabajado para él. Sin embargo, ¿en qué pilar se había apoyado ella? Oírle hablar de lo enferma, asustada y abandonada que se había sentido por su familia lo había aterrorizado y enfurecido. Y se preguntó para qué habría necesitado el dinero. Seguro que no era por deudas de juego, para ropas caras o drogas.
La respuesta provocó un tenso silencio. Edward no se había esperado oír algo así.
–Estaba tan disgustada después de lo mucho que le había costado ser admitida… Había una enorme lista de espera y no podía esperar todo un semestre para volver a solicitar su ingreso. Va a ser una profesora fantástica porque sabe lo que cuesta conseguir las cosas. Sinceramente, pensé que solo sería durante unos pocos días, hasta que papá consiguiera cobrar de su cliente. ¡Por favor no le exijas el pago de la deuda! –se apresuró a añadir–. Tuvo problemas en su negocio. Ha tenido que cerrar y ha sido muy duro. Se moriría si supiera el lío en el que me metí.
La desolación no era fingida, y el arrepentimiento tan palpable que Edward casi podía saborearlo. La explicación encajaba perfectamente con las revelaciones de la noche anterior sobre el amor que le profesaba a su hermana. Siempre la había considerado una persona leal, y por eso le había enfurecido tanto su traición.
Pero nada de eso excusaba su comportamiento, aunque al menos la comprendía.
–Creo que dormirá un rato –Isabella se levantó del sofá, pálida y sin mirarlo a los ojos.
Edward debería haberla dejado tranquila, pero su mano la detuvo.
Isabella se paró, la mirada baja, la tensión palpable. Era evidente que deseaba alejarse de él, pero ni siquiera quería tocarlo para apartar el brazo y poder marcharse de la habitación.
Su rechazo a tocarlo alteró profundamente a Edward. Habían desnudado sus almas, exponiendo sus motivos para tratar al otro como lo habían hecho, pero eso no cambiaba el que Isabella había robado, ni que deseara verla en la cárcel. Esa clase de heridas tardaba mucho en curar.
–Lo más sencillo, y mejor para Renie sería que viviésemos juntos permanentemente –señaló él.
–Lo sé –Isabella dejó caer los hombros–. Pero no funcionaría. No confiamos el uno en el otro.
Parecía muy compungida, y él sentía lo mismo. Sin embargo, no podía rendirse. Él no era así.
–Podemos empezar de nuevo. Hemos ventilado el pasado. Maldita sea, Isabella –se apresuró cuando ella sacudió la cabeza–. Quiero estar con mi hija, y tú también. No irás a decirme que prefieres dejarla con una cuidadora la mayor parte del día. Y cuando la tenga yo ¿qué voy a hacer? ¿Contratar a una niñera para poder trabajar? No tiene sentido.
–Pero…
–Dejemos atrás el pasado –insistió él–. A partir de ahora tendrás que ser sincera conmigo. Júrame que no volverás a robarme. Prométemelo –sentenció a modo de ultimátum.
A Isabella se le llenaron los ojos de lágrimas. Edward la atacaba desde varios frentes y ella se sentía confusa por la falta de sueño. La noche anterior se había sentido muy ofendida y había dado vueltas en la cama convencida de que sería un error hacerle ver el daño que le había hecho. ¿Qué le importaba? Encontraría el modo de utilizarlo contra ella.
Y aquella mañana se había levantado decidida a regresar a su apartamento.
Y entonces se lo había encontrado, con la ropa arrugada, incipiente barba y signos evidentes de no haber dormido nada. El corazón le había dado un vuelco. Todo lo que Edward le había dicho había desbaratado su determinación de regresar a su casa.
«Colado por mi secretaria…».
El comentario no debería acelerarle el pulso, pero lo hacía.
–Hasta ahora nos las hemos arreglado, y eso que estábamos enfadados –bromeó él.
–Sigo furiosa –intervino Isabella exasperada, aunque parte de su amargura empezaba a disolverse.
Las confesiones de Edward explicaban muchas cosas, como la firme determinación de triunfar.
Y no había hecho nada por disminuir la atracción que sentía hacia él, si acaso la había aumentado. Los gruesos muros que había levantado contra él empezaban a quebrarse al tiempo que surgían pequeñas fantasías sobre un futuro común, ganarse su confianza y, quizás, su amor.
Qué estupidez.
Dado lo que acababa de confesarle, ya era hora de aceptar que jamás la amaría. Lo más a lo que podía aspirar era a una tregua y a empezar de nuevo.
La injusticia se clavaba en su pecho como un cuchillo.
Renie empezó a moverse y Edward la tomó amorosamente en brazos. Cruzándose de brazos, Isabella intentó convencerse de que podría arreglárselas sola, sin embargo, el tema de la cuidadora de día había que tenerlo en cuenta.
–Mi madre quiere conocerla –insistió Edward –. Ya sabes lo que le cuesta viajar, y es evidente que Renie odia el biberón, pero habrá que obligarla a…
–¡No! –exclamó ella furiosa ante la idea de que Renie pudiera alterarse por algo. Si su bebé prefería el pecho, estaban condenadas a ir juntas a todas partes.
–Pues entonces tendrás que venir a Nueva York con nosotros.
–¡No empieces a chantajearme! Te conozco. Consigues una pequeña concesión y la conviertes en otra más importante. Me pensaré lo de Nueva York, y si voy, no será como tu…
¿Amante? ¿Querida? ¿Novia? Los tres calificativos resultaban superficiales y temporales y reducían su autoestima a casi nada.
–¿Niñera? –propuso él haciendo una mueca–. Si no nos acompañas voy a tener que contratar a una. Preferiría pagarte a ti. Así podrías dejar de hacer transcripciones.
–No finjas que es tan sencillo, porque no lo es.
–¿Y qué es lo complicado? –Edward le sujetó la barbilla, obligándola a mirarlo–. ¿Prometer no robar, o mantener la promesa?
Isabella se quedó paralizada, incapaz de huir de allí. El espasmo del dolor se reflejó en su rostro antes de que pudiera disimularlo, clavándose como una esquirla en su corazón.
–Jamás volveré a quitarte nada –contestó desafiante–. Jamás.
Edward le sostuvo la mirada durante tanto tiempo que ella apenas pudo soportarlo.
Al fin él asintió una vez antes de marcharse, dejándola de pie, temblorosa. ¿Había ganado o perdido
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–Jamás pensé que me fuera a dar nietos –exclamó la madre de Edward al tomar a Renie en brazos por primera vez–. Es un adicto al trabajo.
Elizabeth era una mujer alta y delgada, elegantemente vestida y con los cabellos plateados recogidos en un moño. El sutil maquillaje resaltaba sus aristocráticos rasgos y llevaba unas elegantes joyas que, Isabella sospechaba, debían ser regalo de su hijo.
A Elizabeth siempre le había parecido faltar ciertas ganas de vivir y Isabella al fin comprendía el motivo. Le invadió un enorme deseo de ser amable con ella y se alegró de haber accedido a viajar a Nueva York, a pesar de ciertas incomodidades que le generaba su estancia allí.
–Tu madre cree que somos pareja –susurró cuando les mostró la habitación a compartir.
–Qué locura pensar algo así, con un bebé por medio… –bromeó Edward.
–Deberías explicárselo.
–¿Cómo?
Esa era la clase de actitud que irritaba a Isabella, sobre todo porque veía adónde les iba a llevar. Elizabeth estaba mostrándose extremadamente amable, intentando no hacer preguntas y aceptando su relación «moderna», con comentarios de admiración hacia la independencia de la mujer. Cualquier intento de aclarar la situación no haría más que sacar a la luz el tema del matrimonio y Edward no le encontraba ningún sentido.
Isabella no deseaba casarse con él. A pesar de haber alcanzado una especie de entendimiento con las revelaciones sobre sus respectivos pasados, no podía decirse que Edward se hubiera enamorado mágicamente de ella. Y en cuanto a ella, era muy consciente del peligro que corría de volver a enamorarse de él, volviéndose vulnerable a su dominante personalidad. Ya le había roto el corazón en una ocasión. No podía permitirle hacerlo de nuevo.
–Utilizaré la cama que hay en la habitación de Renie –decidió Isabella.
–El médico te ha dado permiso para algo más que para viajar ¿no? –suspiró él.
–¿Y por eso se supone que debo acostarme contigo? –ella lo miró furiosa desde el otro lado de la enorme cama–. Supongo que pensaste que me acosté contigo para ocultar mi crimen, pero el sexo no es algo tan trivial para mí. Necesito que haya sentimientos por ambas partes.
Edward la miraba imperturbable, aunque era evidente que los engranajes de su cerebro funcionaban a pleno rendimiento.
Intentando adelantársele, Isabella sacó el cepillo de dientes y el pijama de la maleta.
–Por supuesto, tiendo a engañarme a mí misma –balbuceó–. Afortunadamente, porque de lo contrario no tendríamos a Renie ¿verdad? Sin embargo, ambos sabemos lo que sentimos el uno por el otro y ya cometo bastantes errores nuevos sin tener que repetir los viejos.
Corrió a la habitación de Renie y cerró la puerta, arrojándose sobre la cama y dando rienda suelta a sus lágrimas.
Al menos Bella dice lo que piensa. Y no se deja por Edward gracias por el capitulo.
ResponderEliminarEs bueno que Bella le exprese todo lo que quiere, que pueda hablarle con franqueza, pero Edward sigue cometiendo errores, haciéndola prometer que no volverá a robar.... la sigue culpando...
ResponderEliminarBesos gigantes!!!!
XOXO
Muchas gracias por los capítulos
ResponderEliminarNo para de meter la pata, ay Edward. Piensa antes de hablar hombre!!!
ResponderEliminarGracias por el capítulo ;) actualiza pronto
ResponderEliminarQue bueno que ya confesaron sus traumas.
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