Era realmente perfecto. Bella amaba a Edward. Algún día debería confesarle lo de Mark. Explicarle todo lo que había sentido, todo lo que había hecho. ¡Pero cuánto mejor sería contárselo si pudieran construir una vida juntos! Edward ya se sentía muy a gusto con Mark. Presumiblemente, se sentiría profundamente emocionado al descubrir que su hijo adoptivo era en realidad, el propio.
Bella hasta podía llegar a admitir la verdad y asegurar a Jasper con la conciencia tranquila, que algún día le contaría todo a Edward. En su decisión de mantener el secreto había mucho más que un mero temor a la reacción de Edward. No se lo podía contar ahora por la misma razón que tres años atrás. Él podría insistir en casarse con ella sólo por el niño: un acuerdo que sin dudas sería un desastre.
Bella había vivido demasiado tiempo y soportado demasiadas cosas como para aceptar un matrimonio que no fuera un compromiso de amor mutuo, sueño que siempre había acariciado.
Su sueño estaba transformándose en una estrella al alcance de su mano, siempre y cuando Edward estuviera hablando en serio.
A llegar al área de estacionamiento y buscar a Edward, la sonrisa aún estaba estampada en la boca de Bella. Edward era una persona tan fácil de ubicar: una silueta tan alta y robusta como la de un roble en la oscuridad; su cabello como una luz que la guiaba hasta donde él estaba, apoyado sobre el Mercedes, esperándola. A ella. Sus ojos, siguiéndola tras la indolente sombra de espesas pestañas de miel, le dieron la bienvenida con endiablada picardía; su azul, el cielo de un día de verano. Con su nueva postura de "aprovecha la oportunidad", Bella caminó directamente hacia él, y de puntillas le rozó los labios con un beso tan delicado como el aleteo de una mariposa, un beso prometedor…
—Hmmmm… —murmuró él, alzando una especulativa ceja en el momento en que ella volvió a apoyarse sobre sus talones, aun sonriendo enigmáticamente—. ¿A qué debo este magnífico cambio de actitud?
—Jamás un cambio de actitud —le dijo Bella en un grave susurro—. Creo que te ganaste mi corazón el primer día que te vi.
Ese cambio tan abrupto de Bella, que la había tornado cándida, resultó sorprendente para Edward, pero él la invitó a subir al auto sin decir una sola palabra. Quería ir muy despacio y no acosarla.
Edward condujo su auto fuera del área de estacionamiento en silencio, hasta que dejaron atrás los límites de la ciudad de Washington y llegaron al camino de la costa. Luego, Edward miró a Bella:
—Si tengo tu corazón —le dijo perversamente—, ¿qué te parece si nos damos una rápida recorrida por aquí y me presta un hombro?
Bella accedió, preguntándose por un momento si no había cedido demasiado. No, su aseveración había sido espontánea, a nivel de broma. Edward Cullen sabía que era capaz de atrapar todos los corazones y esa noche era una salida nada más. En el futuro habría más. Pero ella había bajado la guardia. Bella era una mujer sana, normal y joven, que salía con el hombre a quien amaba. No obstante, había crecido más, actuaba con mayor cautela y tenía plena conciencia de cuáles podrían ser las consecuencias. Y también, totalmente receptiva ante aquel brazo que descansaba por detrás de sus hombros, se dijo secamente.
En alguna parte, lo increíble sucedió. A pesar de la terrible tormenta de su mente, Bella se quedó dormida sobre el hombro de Edward. Luego se despertó y se dio cuenta de que la noche aún estaba bien cerrada y el zumbido del auto sereno. Rápidamente alzó la vista y vio que Edward estaba observándola en silencio.
—Ya estamos aquí —dijo él suavemente.
—¿Esto es? —preguntó Bella, luchando por despertarse.
—Es esto —replicó Edward, con la voz divertida.
—Bien —dijo Bella, deslizándose para bajar del auto—. Veamos esta casa que Alec alquiló.
—Ah, sí. El palacio del placer de Alec —dijo Edward detrás de ella, deliberadamente siniestro—. Por favor, mirémosla rápidamente.
Bella no se sentía demasiado segura de sí, con la respiración de Edward a sus espaldas.
—¿Quieres la llave? —preguntó Edward gentilmente, en el momento en que ella se detuvo en la puerta.
—Gracias —respondió ella, haciéndose a un lado para que Edward abriera la puerta y, al ingresar, encendiera las luces.
Ambos se detuvieron en la entrada.
—¡Vaya que Alec tiene muy buen gusto! —murmuró Bella—. Escogeré una habitación para mí —gritó Bella desde arriba.
Edward levantó la cabeza para mirarla; sus ojos, dos finas líneas verdes.
—Hazlo, Julieta —bromeó.
Bella paseó por las distintas recámaras, esquivando sus ojos de las camas. La casa de playa había sido amueblada con el más elegante de los estilos contemporáneos.
Bella se decidió por la última habitación a la que penetró; daba a la playa y sus muros estaban pintados en un color amarillo muy suave, que armonizaba con las tonalidades de la decoración. Al aproximarse a la alta ventana con sus elegantes cortinas, la joven vio que el agua brillaba bajo la luz de la luna.
—¿Encontraste algo que fuera de tu agrado? —preguntó Bella con frialdad al oír que Edward llegaba con las maletas.
—Hmmm —contestó él, con una sonrisita segura que le dio deseos de abofetearlo—. Exactamente en la habitación contigua. —Edward apoyó la maleta de Bella a los pies de la cama—. ¿Has traído algún traje de baño?
—Por supuesto.
—Bien. Póntelo.
—¿Ahora? Deben de ser por lo menos las tres de la madrugada.
—Sí —dijo Edward, dejándola con una sonriente arrogancia que implicaba que su orden debía ser obedecida—, son casi las cuatro.
—¡Estás loco! —le gritó Bella a sus espaldas—. ¡No voy a nadar ahora!
La puerta de la habitación, que había estado cerrándose, volvió a abrirse y la cabeza de Edward reapareció.
—¡Claro que sí! —dijo él amablemente. Su sonrisa se endureció levemente—. Con o sin traje de baño. ¡Hasta dentro de un minuto!
Afortunadamente, la puerta sé cerró antes que Bella pudiera abrir la boca. Ya había oído antes a Edward, hablando con ese tono tan punzante como una daga. Implicaba que estaba decidido a hacer las cosas a su modo y a dar los pasos que fueran necesarios para conseguirlo.
Pocos segundos después que ella saliera, apareció Edward con unos pantalones cortos, el torso desnudo y una toalla alrededor de su cuello. Edward no mostró ningún signo de sorpresa ante la rápida aparición de Bella. Sus ojos la recorrieron en una fracción de segundos. Ella hizo idéntico movimiento e interiormente, admitió que Edward era un verdadero exponente de masculinidad. En su cuerpo, no sobraba ni medio centímetro de carne por ninguna parte. Cada movimiento era un juego muscular plenamente armonioso. Como cualquier instrumento, necesitaba cuidados.
—¿Quieres que primero ataquemos la nevera? —preguntó Edward—. Apuesto a que encontraremos un sabroso e impecablemente seco vino blanco y una gran variedad de quesos. Quizás, algunas manzanas. Un fruto un poco prohibido siempre está al alcance de la mano.
La nevera contenía muchas más cosas de las que Edward había mencionado.
—¿Cómo hizo Alec para conseguir todo eso? —preguntó Bella, aceptando la botella de vino y las copas de cristal que Edward puso en sus manos.
Él no contestó. Mantuvo la cabeza dentro de la nevera, buscando alguna bandejita.
—¡Alec no consiguió todo esto! —gruñó Bella, cargada con áspera rudeza cuando sus sospechas se hicieron tan claras como el agua—. ¡Tú lo hiciste!
La nevera se cerró. Culpable. Edward la miró. En su rostro no había intenciones de pedir disculpas.
—¿Y esta casa? —preguntó ella, fríamente. Edward se encogió de hombros.
—Es mía.
—Este es un escenario bastante elaborado.
—Sí.
—Creo que me iré a nadar —dijo ella con frialdad—. Sola, gracias.
Apoyando la botella y las copas con un "clic" sobre la mesa, con tanta vehemencia que el cristal amenazó con quebrarse. Bella salió de la cocina, golpeando las puertas traseras. ¡Demasiado para una relación seria! Edward la había querido, de acuerdo, y todo lo que se había hecho y dicho desde ese punto, había sido todo parte de un plan. Bella podría haber encontrado divertido todo ese escenario. Hasta podría haber ignorado todo y echarse a reír, si el hombre hubiera sido cualquier otro menos Edward.
Edward la alcanzó justo en el momento en que ella estaba luchando con las cerraduras, un poco complicadas, de las puertas corredizas. Como si la hubiera atrapado un fuerte viento, Bella sintió que la daban vuelta abruptamente, sin producirle dolor, pero con la violencia de un tornado.
—¿Qué diablos es todo esto? —preguntó Edward enfadado, con la espalda apoyada contra el vidrio y los brazos cruzados sobre el pecho. La joven notó que los rizados vellos de su pecho subían y bajaban en un juego combinado con sus músculos al respirar.
—No me gusta que me tomen por tonta —gruñó Bella, clavándose las uñas en las palmas de las manos para enfrentarlo, con el mentón elevado en gesto arrogante.
—¿Qué? —El meneó la cabeza en descreimiento.
—Toda la trama y los planes… Sólo déjame salir, por favor, Edward. Me gustaría estar sola.
—No. Me gustaría saber cuál es tu último problema.
Tratando de parecer tranquila aunque aún estaba agitada por la ira y el dolor, agregó:
—Trae el vino y hablaremos.
Si hubiera estado pensando en forma racional, se habría dado cuenta de que tratar de embaucar a Edward habría sido la cosa menos inteligente para hacer. Tampoco pensó que si lograba eludirlo en ese momento, de todas maneras, tendría problemas con él durante las próximas horas. Pero Bella había perdido todo pensamiento frío y racional.
Todo lo que la muchacha deseaba era una tabla de salvación para escapar de él, un lugar en el que no muriera de deseos por verlo. Una retirada no se traducía en la derrota…
Corrió ridículamente por la playa, sin saber a dónde ir. Sentía la sal, la arena y los charcos debajo de sus pies.
Era patético oír el ruido de las propias pisadas palpitando en su corazón. ¿Dónde estaba la Isabella capaz de enfrentarse a cualquier cosa con sólo guiñar uno de sus marrones ojos? ¿La mujer que siempre pensaba y hablaba y que nunca se comportaba conforme a los impulsos que la asaltaban?
Bella no lo oyó acercarse. Edward estaba tan silencioso y ágil como una liebre. En un segundo, la joven estaba corriendo, al siguiente, dando vueltas. Finalmente, terminó en el suelo. El viento penetraba en sus pulmones y la fuerza de su caída estaba protegida por el cuerpo de Edward. Un atajo perfecto. La percepción le dijo que no podía haber esperado menos.
Edward cambió de posición y de inmediato, la joven estuvo debajo de él, sobre la arena, mirando las enigmáticas orbes de verde. Luchaba por respirar y por liberarse de él. Con cierta satisfacción, descubrió que Edward estaba tan agitado como ella. Le había costado bastante esfuerzo alcanzarla.
Bella trató de hablar, pero en lugar de encontrar las palabras, los labios le temblaron. Su rosada lengua apareció para humedecer la sequedad que había cuarteado sus labios. Entonces, todo lo que había querido decir desapareció de su mente y de sus labios. El verde de los ojos de Edward empezó a empañarse frente a ella, cuando él bajó la cabeza y tomó sus labios con un sutil beso que le robó la ira. Edward sabía a vino. Su fragancia era la del mar que los rodeaba.
La lengua de Edward exploró cada rincón de la boca de Bella. Luego, sus besos se transformaron en mariposa sobre su rostro, mejillas, párpados, tan sutiles como la brisa. Pero no terminarían allí. A pesar del suave hechizo de aquel sensual tormento, los brazos que la sostenían estaban vibrantemente vivos con el ardor y la pasión. Todo el cuerpo de Edward estaba rígido.
Con un gemido tembloroso, Edward tomó el rostro de la joven entre ambas manos, enmarañado sus dedos en la cabellera que se extendía sobre la arena como un manto de seda. El hombre posó su vasto pecho sobre el de ella. Tenía el rostro hundido en el cuello femenino cuando murmuró:
—Déjame tenderme a tu lado, niña…
Bella llevó los dedos a la cabeza de Edward, hundiéndose en su cabello. Era el único oro al que siempre admiraría. Luego, sus manos descendieron, sobre la espalda de Edward, temblorosas, al recorrer la columna vertebral. Tenía los ojos cerrados, muy apretados, pero lo veía con sus manos, trazando adorables diseños sobre todo su cuerpo. Los dedos de Bella juguetearon sobre la bronceada expansión de sus costillas, hasta encontrar un pequeño lunar justo arriba de la cadera izquierda.
Edward movió su mejilla contra la de ella, apenas deliciosamente áspera por el crecimiento de la barba matinal. Con la lengua le invadió la oreja, dibujando húmedos y lentos círculos que le tensionaron los dedos inmediatamente. Bella se aferró a él, falta de palabras, preguntándose si le interesaba encontrarlas o no. La brisa que los envolvía se sentía más fría por la acción del mar. Ella se estremeció. El calor de Edward la abrigaba con el fuego que penetraba hasta lo más profundo del deseo de la muchacha con una candente llama azul. Bella cambió de posición para besar el cuello de su amado, moviendo la punta de la lengua eróticamente, saboreándolo con pequeños mordiscones.
El resultado fue un terremoto, una erupción de necesidad y un gemido que amenazó con quebrar la tierra. La muchacha estaba inmersa en aquel abrazo, rodando con él por la arena, dejando caer su bata durante el proceso. Las manos de Edward recorrieron entonces el cuerpo de Bella como lava ardiente, sensibilizándole la piel con el húmedo fuego de sus labios que siguieron idéntico trayecto. Al principio, Edward no tocó el diminuto traje de baño de la muchacha, pero la transportó a los niveles de éxtasis al hacerle el amor a través del fino género del mismo. Logró que Bella se elevara y se retorciera debajo de él en el momento en que sus dedos y luego su boca, atormentaran sus pezones hasta erectarlos completamente.
Fue entonces que Edward se desamarró de los tirantes del sostén, para continuar la tortura con círculos que crecían cada vez más, a los cuales dibujaba con la lengua, formando ochos sobre los pechos de la joven. Ambas cumbres rosadas fueron asaltadas nuevamente en una ferviente succión que creó enloquecidas ondas de placer en ella. Después, los
senos sufrieron un abandono: las manos de Edward que habían empezado a quitar la parte inferior del bikini, exigieron a sus labios que imitaran el mismo proceso. Bella era fuego, incapaz de mantenerse inmóvil. Los pantalones cortos que Edward llevara no hicieron nada para ocultar el deseo del hombre. El centro del ser de la muchacha, exigiendo satisfacción inmediata, ordenó a los dedos de ella que se dirigieran hacia la cremallera. No hubo vacilaciones: bajó aquélla con un ardiente gemido. Los pantalones desaparecieron. Edward estaba tendido junto a ella; su masculinidad, latente de deseo por poseerla. Edward era un dios de oro enviado del cielo. Ella logró hablar.
—Oh, Edward…
Los pensamientos no eran demasiado diferentes cuando Edward la miró con una pasión alimentada durante siglos. Bella era todo para él: apasionada ninfa, una seductora, una tentadora, una arrogante, su mujer, todo lo que una mujer debía ser… Bella era exquisita; su piel, tersa contra la arena; su cintura, la justa medida de sus manos; los embriagadores montículos de aquellos senos, perfectos para sus hambrientos labios. Las caderas de la joven encajaron en las de él con un increíble y armonioso ritmo. Los encantadores ojos marrones correspondieron la mirada verde sin restricciones, con la misma profundidad de la tierra, adorables, confiados e increíblemente imponentes…
Edward tuvo una respuesta simple para ella.
—Te amo, Isabella.
Y después, Edward estuvo tumultuosamente dentro de ella. Aquella unión, una mágica combinación de intensidad, de amor y de satisfacción largamente esperada y deseada. Cada dolorosa incursión de incontenible locura transportaba a Bella a mayor profundidad en el abismo de la sensación. La joven se arqueó, retorciéndose en su demanda de aquel ferviente placer.
—¡Edward!
Aquel nombre fue un explosivo murmullo de éxtasis. Bella abrió los ojos para absorber aquella dicha que no llegaba a su fin con la satisfacción de la pasión, sino que fluía por sus venas con un tierno cambio de actitud. Edward no la abandonó, sino que la abrazó con delicadeza, mientras se estremecían bajo las estrellas que parecían multiplicarse. Gradualmente, los sonidos fueron ganando coherencia: el murmullo de la superficie del mar, el apenas discernible rugido de la brisa a través de las palmeras. El cuerpo de Bella estaba tan sensibilizado que podía sentir cada grano de arena que formaba su lecho natural, cada respiración de Edward y cada movimiento sutil de sus músculos.
—Te amo —le dijo él una vez más, levantándose sólo lo suficiente para mirarla a los ojos—. Para siempre.
Maravillada, la joven levantó una mano para acomodar el mismo mechón rebelde de cabello que siempre le caía sobre el ojo.
—Te amo —admitió ella—. Todo es tan difícil de creer…
—¿Qué? —la desafió él dulcemente—. ¿Que te amo o que me amas?
—Oh, Edward —susurró Bella, rodeándole el cuello con los brazos y atrayéndolo contra sí de manera tal que pudiera hundir su rostro sobre el hombro de él—. ¡Eres adorable! He tenido tanto miedo…
—Adorable, Bella, no realmente amado. No por mí mismo, por el hombre que soy verdaderamente. El amor es algo muy especial que sólo se da entre personas muy especiales. Hay millones de personas que podrían participar de él, pero la cosa real es rara y preciosa.
—Edward, lo lamento tanto —murmuró—. Pensé, pensé…
—Pensaste que yo sólo buscaba una simple seducción —respondió Edward por ella, mientras sus manos creaban una suave magia sobre las costillas de Bella, la cual parecía ser una extensión de la caricia del aire—. Bueno, todo fue planeado, pero no de la manera que tú crees. Estaba dispuesto a echar mano de cualquier medio para estar contigo. Sabía que eras libre, pero también era consciente de lo huidiza que te mostrabas en mi presencia. Sabía que no confiabas en mí, por lo que debía aprovechar todas las oportunidades para probarme.
—Entonces, ¿de verdad quieres casarte conmigo? —murmuró ella, un tanto sorprendida—. Edward, nunca podríamos hacerlo.
—¿Por qué no?
—Tú eres Edward Cullen.
—Sí, lo soy —respondió él, apoyándose sobre un codo para observarla mejor, allí, tendida sobre la arena, una ninfa del mar desnuda, una exquisita hija de Neptuno, con los ojos que imitaban el fondo del océano, la gris serenidad, las furiosas tormentas que podían desatarse.
—Una estrella en el cielo es hermosa —ronroneó Bella, tocando el arenoso hombro de Edward—. Pero no se puede atrapar…
—Yo no soy —comenzó con severidad— una estrella en el cielo. Soy un hombre, el que te ama plenamente, el que quiere pasar su vida a tu lado.
Mirándolo con adoración, mientras se desplazaba por las aguas tibias, Bella dijo:
—Pero me temo que en lo que a ti concierne, soy una mujer muy celosa. Todas esas protagonistas…
—Trabajaremos juntos lo máximo posible —dijo Edward encogiéndose de hombros—. Yo también debo admitir que pertenezco al grupo de los celosos. Ambos buscaremos la aprobación del otro antes de aceptar un trabajo.
—Pero, Edward…
—¡Necesitas nadar! —replicó él—. Algo para eliminar los "peros" de ese enmarañado cerebro que tienes. ¿Pero qué? —preguntó él.
—Aún hay un millón de peros más —respondió Bella, riendo mientras se liberaba de la sal de su rostro.
Dentro de esos peros, no había dudas de que Mark era el más importante de todos. Pero la joven no podía preocuparse por él entonces. Sabía lo que estaba haciendo. Llegaría el momento oportuno.
—Pero… —insistió Bella, rodeándole el mojado cuello con los brazos y presionándose contra su cuerpo, para saborear aquella exquisita sensación—. No puedo pensar en nada más en este momento, excepto en que ignoro en qué parte de la costa estás viviendo realmente y en que tengo un trabajo seguro y permanente en Washington.
—Te prefería cuando no pensabas —la reprimió Edward.
Se cansaron del juego y regresaron a la costa a recoger sus ropas.
—Espero que no tengas vecinos demasiado cercanos —tembló Bella mientras Edward la secaba, haciéndole erizar la piel una vez más durante el proceso.
De mala gana, él la envolvió en la bata ante el comentario.
—Vamos. Regresemos a la casa para atacar aquel queso tan delicioso y el vino del que estaba disfrutando antes que tú decidieras desaparecer. —Tomados de la mano, regresaron a la casa—. Creo que tendríamos que llevar la bandeja arriba —sugirió Edward, con los ojos entrecerrados—. Quiero aclararte varios de esos "peros" que tienes y, al parecer, pareces entender las cosas mucho mejor cuando estás en posición horizontal.
—¿Intentas seducirme para que preste mi consentimiento en todo? —preguntó Bella secamente.
—Algo por el estilo.
—¡Eres terrible!
—¿De veras? —Edward se acercó a ella, le mimó la oreja mientras deslizaba la mano por debajo de la bata de la joven, para acariciarle el muslo y subir cada vez más.— Pensé que era bastante bueno…
—Incorregible —corrigió Bella, apartándose de aquella caricia—. Quizás sea mejor que vaya por la bandeja.
Cuando la pareja entró a la habitación de Edward, la rosada luz del amanecer se filtraba por las ventanas. Bella tomó un trozo de queso y lo comió frente a la ventana, preguntándose si alguna vez, algún otro día tendría un amanecer tan bello.
Edward se acercó detrás de ella, rodeándola con los brazos mientras le entregaba una copa de vino.
—Por la esposa de Edward Cullen —murmuró él.
Bella se dio vuelta dentro del círculo de sus brazos con tanta rapidez, que derramó vino sobre ambos, exclamando:
—¡Qué lío! Agua salada y vino…
—Me encanta cada sabor y lo probaré —prometió Edward, besándole el cuello con labios que parecían insaciables.
—Necesito tomar una ducha…
—No ahora, mujer —Edward le tomó la mano, ajustó lentamente la bata de la muchacha y la invitó a sentarse sobre la cama—. Hablaremos de proyectos —le dijo—. Realmente quiero que todo esto esté bien planeado. Nos casaremos la semana próxima. Luego, haremos la presentación de Otelo durante todo el verano y después… ¿Qué te parecería hacer una película?
Bella mordió otro trozo de queso y bebió un trago de su vino antes de responder:
—Sé que estás filmando una película Edward y ésa es la razón por la que creo que deberíamos esperar.
Edward soltó un prolongado lamento de exasperación.
—No yo Bella, tú.
Sus ojos se clavaron directamente en los de él.
—¿A qué te refieres?
Edward le propuso un plan maravilloso: ser la protagonista de un film.
—Además —le dijo con una amplia sonrisa—. Soy propietario de la empresa productora que se encarga de la película.
—¿Realmente todo puede ser tan simple? —preguntó Bella suavemente, refiriéndose a algo mucho más profundo de lo que Edward imaginaba.
—El amor es simple —le dijo él—, si permitimos que así sea. Quiero pasar toda mi vida junto a ti y proteger todos tus días.
Edward volvió a hacerle el amor con una agónica habilidad, transportándolos a un salvaje y erótico abandono, con manos exigentes y besos ardientes que se inmiscuían en cada secreto de su femineidad. Bella le respondió las caricias. Todo titubeo se había perdido en el deseo de entregarle el candente placer que él necesitaba. Como amante y como hombre, Edward era en parte un ángel, en parte un demonio. La dicha que le brindaba era tan tempestuosa como el infierno y tan suprema como el paraíso.
Tendida con serenidad a su lado, entre sus brazos, con las piernas entrelazadas con las de él, la respiración regular de Edward denunciando que dormía en perfecta paz y el tinte rosado del amanecer convertido en el amarillo rayo del sol, Bella comenzó a preocuparse otra vez.
Se preguntaba por qué las dudas seguían atormentándola y manteniéndola tan despierta mientras Edward dormía.
⇐Capítulo5 Capítulo7⇒
Edward es único, cuanto desea casarse con Bella 😍😍
ResponderEliminarGraciaaaas
ResponderEliminarMuchas gracias, espero que Bella le cuente lo de Mark y también que se justifique
ResponderEliminarBueno como dicen: después de la calma viene la tormenta.
ResponderEliminarSe me hace que Edward se va a enojar porque no le contó lo de su hijo.
Gracias me encanto .... Ojalá y bella le cuente lo de mark y no pase más tiempo por q si no va ver problemas. 💋❤❤
ResponderEliminarCreo que Bella de verdad necesita saber por qué Edward le dijo Jane, por qué ella salió corriendo... Y sobre todo que Mark es su hijo, y no de otro, como Edward lo está pensando...
ResponderEliminarBesos gigantes!!!
XOXO
No entiendo xq sigue teniendo dudas.
ResponderEliminarNo entiendo xq sigue teniendo dudas.
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