—¡Tu cabello es increíble! —dije en un impulso. Rápidamente cubrí mis labios con mis dedos congelados, en un intento estúpido y tardío de evitar que las palabras dejaran mi boca.
—¿En serio? —exclamó incrédulo—. Gracias… pero no es mérito mío. El tuyo no está nada mal… —añadió, sonriendo—. Solo que está húmedo por toda esta crudeza en el aire. Debiste usar tu gorro o al menos traer un abrigo más grueso. ¡Debes estar congelándote! ¿Puedo ofrecerte una taza de té y un pedazo de rimeo Sueco? Vivo cerca de aquí… justo a la vuelta de ese enorme pino —dijo, señalando la dirección con su brazo alzado—. Y no hay necesidad de preocuparse; mis caseros y yo vivimos en la misma casa, así que no estarás sola conmigo.
Lo contemplé de nuevo, considerando su invitación. No lo conocía. Podría ser peligroso. Pero parecía genuino, sincero y más que nada, su sonrisa era muy contagiosa. Asentí y me levanté, tomando la chamarra sobre la que me había estado sentando y mi cuaderno.
—Así es como pudiste verme aquí, ¿eh? —pregunté tímidamente—. Porque no pareces ser un acosador…
Su consiguiente torrente de risa hizo eco en esa triste playa silenciosa y alarmó a las aves en los árboles alrededor.
Nos leemos el lunes 19 de enero.
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